Siesta Pastel de Vivireto Según fotografía de Rodrigo Dizzlecciko |
C. D. Hernández
EL BOCADO
Sabía que me alcanzaría. Corrí con todas mis fuerzas. Sentí desfallecer mis piernas. Mis rodillas se doblaron de pavor y los gruñidos me envolvieron. Sentía, imaginaba que me cazaba la espalda, las nalgas, las pantorrillas, los tobillos. No quise voltear a mirar. No quería encararme con el monstruo. Yo tuve la culpa. Yo lo cuqué. Yo lo busqué. Mi abuelita siempre me prevenía cuando me decía: "Con los perros no se juega". Pero nunca le quise hacer ningún caso.
Esa mañana lo vi enfrente de mi casa. La rondaba como si buscara algo. Yo lo observaba con disimulo desde la distancia, muy cómodamente subida en el pretil que se encontraba adosado a mi habitación. Nunca conecté la mirada con él. Le tenía miedo. Siempre le tuve miedo. Pero ese día, decidida, montada en el pretil, lo acosé. Traté de intimidarlo por primera vez. Mi mirada lo penetraba y, tal como lo había planeado, llamé su atención. Se fijó en mí y ya no fue capaz de desprenderme su mirada tristona, solitaria y muerta de hambre. Yo, encaramada en el pretil, me sentía invencible. Se acomodó en la banqueta, echándose al suelo como el perro que era. Me desafiaba, sabía que eventualmente me tendría que bajar y sería toda suya. Pasé unas cuantas horas planeando mi huida. Pensaba que como ya estaba viejo y cansado se daría por vencido, me dejaría ir. Pero aun así, cansado y viejo, no despegó el ojo. Se encaprichó conmigo.
En ese tiempo yo me creía astuta, ágil, y con una energía que nadie podía alcanzar o apagar. No sé de dónde saqué el valor para descender del pretil. Me hice resbaladiza como una víbora pero no sin antes cometer la estupidez más grande de mi vida. Le arrojé una canica para despistarlo y tal vez asustarlo. Esta fue la peor invitación que pude hacerle. Me demostró su agresividad con gruñidos retumbantes. Ya no me quedó de otra que salir corriendo como toda una cobarde. Ya no tuve tiempo para arrepentirme o retroceder.
Corrí y grité. Corrí como nunca antes lo había hecho. Grité como una maniática empedernida. Me alcanzó y no tuvo piedad de mí. Penetró sus colmillos en mí sin ninguna compasión. Solo así quedó satisfecho y me dejó en paz. Sangré y me desmayé. Mi abuelita vino a rescatarme y me sanó la mordida. Perdoné al animal porque muy adentro de mí sabía que yo misma había empezado todo el lío. La que nunca lo perdonó fue mi abuelita. Al siguiente día, que era sábado, preparó un bocadillo repletito de chayos, especialmente para él. El pobre animal muerto de hambre se comió el bocado sin ninguna malicia. Ni siquiera lo masticó, se lo tragó sin saborearlo. El domingo amaneció tieso. La tristeza y la soledad también lo habían abandonado. Y yo, a los siete años lloré por primera vez por un perro que ni siquiera fue mío.
Los Ángeles, 4 de febrero de 2011
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