Milcíades Arévalo
EL CABALLO DEL VIENTO
Y LA MUCHACHA DESNUDA
Un sueño es una escritura, y hay muchas escrituras
que sólo son sueños.
Umberto
Eco.
El día que leí mi primer poema comenzó mi desgracia.
Si bien
es cierto que ya había leído a Blake y a los poetas judíos de Toledo, todavía
no era capaz de confundir a la congregación con poemas de este tenor: Ecia vlume veldé, eninoc qu, que en
idioma vulgar no era otra cosa que una letanía de amor. Tal vez por eso y solo
por eso, y también para castigarme contra las tentaciones del mundo, el prior
del monasterio me mandó a refrescar el magín al río.
No había
terminado de saborear el agua, que a esa hora de la tarde era de vidrio, cuando
vi a unas muchachas bailando en la orilla opuesta al son de un laúd, tanto que
no parecían lo que eran sino plantas ornamentales, parte del paisaje –digo, es
un decir-. ¡Oh, hermosas muchachas!
Para
comprobar lo que veían mis ojos, presto me zambullí en lo más terrible de la
corriente, luchando a brazo partido contra la muerte, desorientado como un pez
de extrañas aguas. A punto de saborear mi primer triunfo contra las tentaciones
del demonio, las muchachas comenzaron a gritar en coro: “¡Cuidado con las
serpientes! ¡Cuidado con la fauna acuática! ¡Cuidado con lo que no ve!”, porque
a decir verdad yo parecía un tronco a la deriva en el mes del más intenso
verano. Tan pronto hube llegado a la orilla opuesta sentí como un suspiro de
agonías y caí de rodillas ante la más bella.
Ella se
quedó mirándome como si acabara de encontrar la dicha, para que las demás
muchachas se murieran de envidia o se tiraran los pelos de pura rabia o se
fueran a sus casas a morderse los labios delante del espejo y nos dejaran solos
para besarnos de la manera más deliciosa.
Después
de muchas cabriolas y equilibrios, ella desenfundó mi sexito, duro y templadito
como un puñal de acero y comenzó a cabalgar sobre mi cuerpo corriendo desbocada,
descocada, vaiviniéndose, haciendo olas con su pelo, ¿qué podía hacer yo bajo
su cuerpo de luna refulgente? -¡Válgame Dios!--. Ella no quería oírme, sólo
huir hacia ninguna parte, montada sobre mi puñal de tormento, con el pelo al
viento, sin zamarros ni espuelas de plata.
Cuando
empezaron a sonar las campanas para la
víspera, ya no había nada más que hacer, ni caballo ni muchacha desnuda huyendo
sobre el lomo del viento, sólo la mañana de un nuevo día temblando entre los
árboles, vino el prior a buscarme. Al verme en tal estado, desnudo y hambriento
como un miserable Lázaro, enredado entre las zarzas de mi propia desgracia, me
preguntó qué había pasado conmigo.
Todo se
lo conté. Sin embargo fue como si no me oyera. El volandas me trajo de regreso
al monasterio y me puso a comer arañas en un rincón de la biblioteca de la
venerable congregación, para que no olvidara jamás mis propósitos iniciáticos y
pudiera dedicar mis horas de holganza a otros virtuosismos más doctos que el
amor.
Desde
entonces, heme aquí, tratando de olvidar todo lo acontecido a la orilla del
río, en el sendero del bosque donde aún pastan el caballo del viento y una
muchacha desnuda.
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