martes, 4 de noviembre de 2008

Así comienza / Andrea Camilleri / El beso de la sirena

El beso de la sirena


Andrea Camilleri (Porto Empedocle, Sicilia, 1925) deja de lado a su celebérrimo comisario Montalbano en una novela que rescata el mito de Ulises y el cuento de Andersen. Destino publicará en septiembre (2008) 'El beso de la sirena', que comienza así:

Gnazio Manisco reapareció en Vigàta el 3 de enero de 1895, a los cuarenta y cinco años, y en el pueblo ya nadie sabía quién era, ni él conocía a nadie, tras veinticinco años en América.
Hasta que tenía casi veinte años había trabajado como temporero, y se había desplazado con su madre y una caterva de braceros, de campo en campo, donde ora había que hacer la escamonda de los árboles, ora recoger almendras u olivas, habas o guisantes, ora tomar parte en la vendimia.
De su padre no sabía nada de nada, salvo que se llamaba Cola, que se había ido a América cuando él aún estaba en la barriga de su madre, y que ya no había vuelto a dar señales de vida, ni buenas ni malas. Entonces su madre había vendido la casa en la que vivían en el pueblo, de una sola habitación -total, los braceros no necesitan techo, duermen al raso, bajo las estrellas, y, si llueve, se refugian debajo de los árboles-, y se había metido el dinero en un pañuelo apretado en la pechera. Al final de cada semana, sacaba el pañuelo y guardaba el dinero de la paga que había conseguido economizar.

De su padre sólo sabía que se llamaba Cola, que se había ido a América cuando él aún estaba en la barriga de su madre y no había vuelto a dar señales de vida

Tenía diecinueve años cuando su madre murió porque nadie le hizo caso cuando la picó una víbora. Encontró dinero en su pañuelo y decidió ir a América
La cuadrilla de braceros a la que pertenecían Gnazio y su madre, porque Gnazio había empezado a trabajar a los cinco años por un cuarto de paga, estaba al mando del tío Japico Prestia, que los llamaba a todos "piojos". A los siete años, al oír que lo llamaban "piojo", Gnazio se enfadó.
-Usted, señor Japico, debe llamarme Gnazio, yo no soy un piojo.
-¿Te ofendes porque te llamo así?
-Sí.
-Te equivocas. Esta tarde te lo explicaré.
Cuando tenía ganas, el tío Japico, una vez terminado el trabajo y antes de que anocheciera, se ponía a contar historias y todos se reunían para escucharlo. Por eso aquella tarde contó la historia de Noé y el piojo.
-Cuando el Señor Dios se cansó de los hombres, que se hacían siempre la guerra y se mataban sin cesar, decidió borrarlos de la faz de la Tierra con el diluvio universal. Y de esa extinción habló con Noé, que era el único hombre honesto y bueno que había. Pero Noé le hizo notar que, junto con los hombres, morirían también todas las bestias, que no tenían la culpa del desdén del Señor. Entonces el Señor le dijo que fabricara una barca de madera, llamada arca, y que hiciera entrar en ella una pareja, un macho y una hembra, de todos los animales. Así, el arca flotaría y después, pasado el diluvio, los animales habrían podido procrear. Noé también obtuvo permiso para llevar en el arca a su mujer y a sus tres hijos, y luego preguntó al Señor cómo conseguiría advertir a todos los animales del mundo. El Señor le dijo que ya lo pensaría él. En resumen, para hacerlo breve, cuando todos los animales entraron, empezó el diluvio. Tres días después, una noche, mientras todos dormían, Noé oyó una vocecita en su oído:
»-¡Patriarca Noé! ¡Patriarca Noé!
»-¿Quién es?
»-Somos dos piojos, marido y mujer.
»-¿Piojos? -¿y qué eran? Noé nunca los había oído nombrar-. Y ¿dónde estáis, que no os veo?
»-En tu cabeza, en medio de tu pelo.
»-Y ¿qué hacéis?
»-Patriarca, el Señor Dios se olvidó de advertirnos del diluvio. Pero nosotros nos enteramos y trepamos a ti.
»-¿Y de qué vivís, piojos?
»-Vivimos de la suciedad que hay en la cabeza del hombre.
»-¡Podéis moriros de hambre! ¡Yo me lavo el pelo todos los días!
»-¡Ah, no, patriarca! ¡Te comprometiste a salvar a todos los animales! ¡Nosotros tenemos tanto derecho a alimentarnos como las demás bestias! ¡Por tanto, desde ahora y mientras dure el diluvio, no debes lavarte!
»¿Y sabéis por qué, muchachos, el Señor Dios se había olvidado de advertir a los piojos? Porque los piojos son como los temporeros, que hasta Dios se olvida de que existen.
Cuando oyó el cuento del tío Japico, Gnazio juró que en cuanto pudiera cambiaría de oficio.
Tenía diecinueve años cuando su madre murió porque nadie le hizo caso cuando le picó una víbora. En el pañuelo en que su madre tenía los ahorros encontró más dinero del que se esperaba y entonces decidió partir él también a América.
Pero ¿cómo llegaría a América, que estaba en la otra punta del mundo? Pidió explicaciones a su primo, Tano Fradella, que ya había hecho los papeles y estaba a punto de partir.
-¿Qué hace falta?
-Ante todo, el pasaporte.
-¿Y qué es?
Tano se lo explicó. Y también le dijo que, para obtenerlo, debía presentar una instancia al delegado de Vigàta. Y Gnazio se presentó al delegado.
-¿Qué quieres?
-Quiero hacer los papeles para irme a América.
-¿Cómo te llamas?
Gnazio se lo dijo.
-¿Cuándo naciste?
Gnazio se lo dijo.
-¿Cómo se llaman tus padres?
Gnazio se lo dijo.
Y también le dijo que su madre había muerto y que no sabía si su padre aún estaba vivo o había muerto en América.
-¿Y quieres ir a buscarlo a América?
-¡Pero si ni siquiera sé cómo es!
Entonces el delegado miró unos folios que tenía sobre el escritorio y a continuación exclamó:
-¡Blandino!
-A sus órdenes -dijo, mientras entraba, un uniformado de guardia.
-Ponle las esposas.
-¿Por qué? -preguntó Gnazio, extrañado.
-Por no haberte presentado a la leva.
-¿Qué es la leva?
-Debes hacer el servicio militar.
-Nadie me dijo nada.
-Había carteles de llamada a las armas.
-Pero yo no sé leer ni escribir.
-Haber pedido a alguien que te los leyeran.
Estuvo cinco días en la cárcel. A la mañana del sexto día lo llevaron a Montelusa, a un sitio llamado distrito militar. Le hicieron desnudarse. Gnazio estaba abochornado y se tapaba las vergüenzas. Un hombre con bata blanca, después de haberlo mirado por delante y por detrás, dijo:
-Apto.
Entonces se adelantó alguien vestido de marinero y le espetó, con mala cara:
-¡Atención!
¿Qué significaba? Gnazio miró a su alrededor, no vio ningún peligro y le preguntó:
-Perdone, pero ¿por qué debo estar atento?
El otro se puso a gritar como un enajenado.
-¿Haciéndonos los graciosos, eh? ¡Ya te haré tragar tus ocurrencias! ¡Ve a meterte con aquellos de allá!
Y le señaló a una decena de jovencitos como él. Gnazio fue.
-Mañana mismo nos embarcan -dijo uno.
-¿Y por qué nos embarcan? -preguntó Gnazio.
-Porque nos toca hacer de marineros.
¿Embarcarnos? ¿Mar adentro? ¿En medio de las tempestades? ¿En medio de las olas más altas que una casa de tres plantas? ¿En los mares donde hay pulpos tan grandes como una carroza, que te cogen y te tiran hacia abajo, y te ahogan? ¡Por Dios! ¡Justo a él le tocaba hacer de marinero, a él, que no quería ver el mar ni en pintura! Se puso a gritar como un desesperado:
-¡Marinero, no! ¡El mar, no! ¡Por el amor de Dios! ¡Marinero, no!
Y tanto hizo y tanto chilló que lo pasaron a soldado de infantería.
Como militar se lo pasó bien. Lo mandaron a Cuneo y cuatro días después un sargento preguntó si había alguien que supiera podar árboles. Gnazio sólo comprendió la palabra árboles, y preguntó:
-¿Qué quiere decir podar?
El sargento se lo explicó. Escamondar, eso quería decir podar.
-Yo sé cómo se hace -dijo.
Al día siguiente se encontró trabajando en un trozo de tierra propiedad del coronel Vidusso, un gran caballero, que hizo lo necesario para que hiciera una mili breve y se ocupó de conseguirle los papeles para la partida. En resumen, embarcó cuando apenas había cumplido los veinte años.
Durante todo el viaje estuvo en la bodega del vapor, en medio del hedor de los demás emigrantes, gente que se cagaba y se meaba en los pantalones y vomitaba continuamente, pero nunca subió al puente, le daba tanto miedo sentir el mar en torno que siempre temblaba como por las fiebres tercianas.
En Nueva York fue a buscar a Tano Fradella, que hacía de albañil, dado que en aquella ciudad el campo no estaba cerca. También él empezó a hacer de albañil.
Pero ¿qué clase de edificios construían en América? Altísimos, pero tan altos que a uno le daba vértigo cuando se encontraba trabajando en el trigésimo piso y corría el riesgo de caer cabeza abajo. Pero, cuando caminaba por la ciudad, Gnazio veía muchos árboles y jardines muy hermosos.
-Pero ¿quién cuida de los árboles y los jardines? -preguntó un día a Tano Fradella.
-Gente pagada por el Ayuntamiento de Nueva York.
-¿Y dónde está ese Ayuntamiento?
-Tanto da, Gnazio, a ti no te cogerán.
-¿Por qué?
-Primero, porque no sabes leer ni escribir. Y, segundo, porque no conoces la lengua de América.
Al día siguiente, domingo, un paisano le explicó que en Muttistrit, cerca de donde vivían Tano y él, había una maestra, la señorita Consolina Caruso, que daba clases particulares. El mismo día, Gnazio se presentó ante la señorita Consolina, que era setentona, enjuta, con una cara que parecía una calavera con gafas, antipática. Se pusieron de acuerdo en el dinero y el horario. La maestra le daba clases cada tarde, de ocho a nueve, junto con un niño de siete años que aprendía más deprisa que él y se reía cuando se equivocaba.
En resumen, después de tres años de clases, Gnazio escribió la instancia al Ayuntamiento, que fue aceptada. Lo llevaron a un jardín, lo vieron trabajar y una semana después lo contrataron como jardinero.
No le pagaban demasiado, pero sí lo suficiente, y era dinero seguro.
Fue así como algunas ancianas de Broccolino empezaron con las medias palabras.
-Gnazio, ya va siendo hora de que pienses en formar una familia.
-Pero, tú, Gnazio, ¿no piensas casarte?
Y comenzaron a dar nombres:
-Hay una buena chica, la hija de Minicu Schillaci...
-Quiero que conozcas a Ninetta Lomascolo, que es una chica de oro...
Pero él esbozaba una risita y no respondía nada.
Casarse en América significaba morir en América, y él no quería morir en América, él quería morir en su tierra, cerrar los ojos para siempre ante un olivo sarraceno.
Cuando tenía ganas de una mujer, porque era un joven de sangre caliente, se lo decía a Tano Fradella, que era un experto en asuntos de mujeres. Éste salía de casa y una hora después regresaba con dos chicas tan hermosas que no alcanzaban los ojos para mirarlas.
Una mañana, cuando aún estaba oscuro y volvía del velatorio de la señorita Consolina, que había muerto, la muy desdichada, salió de un portal un viejo asqueroso y sucio, con el aliento que hedía tanto a vino que te emborrachabas con sólo estar cerca de él, y agarró a Gnazio por las solapas de la americana.
-Venga, paisano, págame una copa -dijo con voz lastimera.
-Pero ¿no has bebido bastante? ¡Estás borracho a esta hora de la mañana! -le replicó Gnazio, mientras intentaba que le soltara.
-¿Y a ti qué te importa si estoy borracho?
Quizá fue por cómo estaban hablando, por la entonación que daban a las palabras, que se detuvieron y se miraron.
-¿De dónde eres? -preguntó el viejo.
-De Vigàta. ¿Y tú?
-Yo también. ¿Cómo te llamas?
-Gnazio. ¿Y tú?
-Cola. Cola Manisco. ¿Entonces? ¿Me pagas una copa o no?
-No -dijo Gnazio, y le dio un empujón que tiró a su padre contra la pared.
Y no se volvió cuando el viejo comenzó a gritar que era un maricón y un hijo de puta. No habló con nadie del asunto, ni siquiera con Tano Fradella. 




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