1
¿Qué fue lo peor que hizo usted en su vida?
No se lo diré, pero le diré lo peor que me sucedió… lo más terrible…
2
Pensó que podría tener problemas al atravesar con la niña la frontera del Canadá, y tomó hacia el sur, eludiendo las ciudades y eligiendo las carreteras anónimas que eran como un país aparte, así como el viaje mismo era un país aparte. Esta semejanza lo reconfortaba y a la vez lo estimulaba, de modo que el primer día pudo manejar sin detenerse durante veinte horas seguidas. Comieron en McDonald’s y en los mostradores que vendían gaseosas. Cuando tenía hambre, abandonaba la carretera y tomaba un camino estatal paralelo, seguro de que iba a encontrar un restaurante a unos quince o veinte kilómetros de distancia. Entonces despertaba a la niña y ambos mordisqueaban sus hamburguesas o sus chorizos con salsa picante. Y la niña nunca le hablaba, salvo para decirle lo que quería comer. La mayor parte del tiempo dormía. Esa primera noche, el hombre recordó las luces que iluminaban las chapas de su automóvil y, aunque más tarde habría de comprobar que esto era innecesario, se apartó de la carretera y se internó en un oscuro camino rural el tiempo suficiente para destornillar las luces y arrojarlas a un prado cercano. Luego tomó unos puñados de barro de la banquina y embadurnó las chapas. Se limpió las manos en los pantalones, dio la vuelta hasta el lado del volante y abrió la puerta. La niña dormía con la espalda bien apoyada en el respaldo y tenía la boca cerrada. Parecía estar perfectamente tranquila. Todavía no sabía qué tendría que hacer con ella.
En West Virginia se despertó bruscamente y advirtió que durante unos segundos había estado manejando dormido. —Nos detendremos y dormiremos un poco.— Dejó la carretera más allá de Clarksburg y tomó un camino estatal, hasta que vio recortado contra el cielo un cartel luminoso que giraba y decía PIONEER VILLAGE en letras blancas contra el fondo rojo. Mantenía los ojos abiertos sólo mediante un esfuerzo de voluntad. No sentía bien la cabeza. Era como si las lágrimas estuviesen suspendidas detrás de sus párpados y como si muy pronto hubiese de echarse a llorar. Una vez en la playa de estacionamiento del centro comercial, condujo el automóvil hasta la hilera más alejada del portón y lo ubicó contra un cerco de alambre tejido. A sus espaldas había una fábrica de ladrillos que hacía réplicas de animales de plástico para publicidad.., para los camiones Golden Chicken. El patio asfaltado de la fábrica estaba ocupado a medias con gigantescos pollos y vacas. En el medio había un enorme toro azul. Los pollos estaban sin
terminar, y eran más grandes que las vacas y de un opaco color blanco.
Delante de él había ese sector casi vacío de la playa y después estaban espesos grupos de automóviles en hileras. Por fin se veía la serie de construcciones bajas de color amarillento que constituían el centro comercial.
—(Podemos mirar esos pollos grandes? —preguntó la niña. Don Wanderley hizo un gesto negativo.
—No bajaremos del auto —dijo—. Vamos a dormir un poco. —Cerró luego las puertas y levantó bien las ventanillas. Bajo la mirada impasible y sin curiosidad de la niña se inclinó, palpé debajo del asiento y retiró de allí un rollo de cuerda.— Extiende las manos —le dijo.
Casi sonriente, ella estiró las dos manitas cerradas en forma de puños. El hombre las juntó y arrolló la cuerda dos veces alrededor de sus muñecas, haciendo un nudo y seguidamente le ató los tobillos. Después de ver cuánta cuerda le quedaba, levantó el cabo sobrante con un brazo y con un gesto brusco atrajo a la niña hacia él. Usó la cuerda para atarse ambos juntos y por último hizo el nudo final, una vez que se hubo tendido en el asiento delantero.
La niña estaba encima de él, con las manos hundidas en su propio estómago y la cabeza apoyada en su pecho. Respiraba con tranquilidad, en forma regular, como si no hubiese esperado otra cosa que lo que él acababa de hacer. El reloj en el tablero marcaba las cinco y media y el aire comenzaba apenas a volverse más fresco. Estiró las piernas hacia adelante y recliné la cabeza contra el respaldo. Con un fondo de ruidos de tránsito, se quedó dormido.
Y despertó, según imaginó, casi inmediatamente, el rostro cubierto de sudor, el olor levemente agrio y grasiento del pelo de la niña contra la nariz. Había oscurecido. Debía de haber dormido durante horas. No los habían descubierto. ¡Imaginar un instante que los hubiesen encontrado en la playa de estacionamiento de un centro comercial en Clarksburg, West Virginia, con la niña atada a su propio cuerpo! Lanzó un gemido, se volvió hacia un costado y despertó a la niña. Como él, se despertó del todo al instante. Con la cabeza echada hacia atrás, lo miró. No había temor, sino solamente intensidad en aquella mirada. Con mucha prisa él desató los nudos y apartó la cuerda que los unía. Cuando se irguió, sintió el cuello dolorido.
—¿Quieres ir al baño? —preguntó a la niña. Ella hizo un gesto afirmativo.
—¿Dónde?
—Junto al auto.
—¿Aquí mismo? ¿En la playa?
—Me oíste.
Imaginó otra vez que ella estuvo a punto de sonreír. Miró ese rostro menudo de expresión concentrada, enmarcado por pelo negro.
—¿Me dejarás? —preguntó ella.
—Tendré que tenerte de una mano.
—Pero, ¿no mirarás? —Por primera vez, el rostro expresó preocupación.
Don negó con la cabeza.
La niña extendió la mano hasta la manija de la puerta de su lado, pero él volvió a mover la cabeza y tomándola de una muñeca se la retuvo con fuerza.
—Por mi lado —dijo y abriendo su propia puerta bajó, siempre aferrado a la muñeca huesuda de la pequeña. La niña, de siete u ocho años con pelo corto y negro y el vestidito hecho de una tela delgada de color rosado, comenzó a deslizarse despacio hacia la puerta. No llevaba medias, sino zapatillas de lona azul desteñida con los bordes de los talones deshilachados. Con un gesto infantil, bajó primero una pierna y luego se desplazó sentada para sacar la otra fuera del automóvil.
—Me prometiste. Que no mirarás.
—No miraré —le dijo él.
Y por unos instantes no miró, sino que echó la cabeza hacia atrás cuando ella se inclinó, lo cual lo obligó a inclinarse a su vez hacia un costado. Sus ojos se posaron en los grotescos animales de plástico detrás del cerco. Luego oyó el rumor de algo, tela de algodón, que se deslizaba por la piel de la niña, y miró hacia abajo. Tenía el brazo izquierdo bien extendido, para mantenerse lo más lejos posible de él, y se había levantado el vestido rosado hasta la cintura. También ella miraba los animales de plástico. Cuando terminó, dejó de mirarla, pues sabía que la niña lo sorprendería. Después de levantarse, se quedó esperando que el hombre le indicara qué debía hacer ahora. La arrastró de reveso al automóvil.
—¿En qué trabajas? —le preguntó la niña una vez allí.
Él lanzó una fuerte carcajada de sorpresa. Pregunta de reunión social.
—En nada —repuso.
—¿Adónde vamos? ¿Vas a llevarme a algún lado?
—A una parte —dijo—. Claro que te llevo a alguna parte. —Subió y se sentó junto a ella, pero la niña se corrió mis hacia la otra puerta.
—¿Adónde?
—Veremos cuando lleguemos allá.
Otra vez manejó toda la noche y otra vez la niña durmió la mayor parte del tiempo, despertando a veces para mirar por el parabrisas (dormía siempre sentada, como una muñeca, con sus zapatillas de lona y su vestido rosado) y para hacerle preguntas.
—¿Eres un policía? —le preguntó una vez. Más tarde, al ver un cartel de salida, le preguntó—: ¿Qué es Columbia?
—Es una ciudad.
—¿Como Nueva York?
—Sí.
—¿Como Clarksburg?
El hombre hizo un gesto afirmativo.
—¿Siempre vamos a dormir en el auto?
—No siempre.
—¿Puedo poner la radio?
Él accedió y la niña se inclinó para hacer girar el dial. Invadieron el auto los ruidos de la estática y dos o tres voces hablaron al mismo tiempo. La niña apretó otro botón y otra vez surgió el mismo silbido y mezcla de voces.
—Haz girar el dial —le dijo él. Con el ceño fruncido y una expresión concentrada, la niña hizo girar lentamente el dial. En un instante sintonizó una voz clara, la de Dolly Parton.
—Me encanta —le dijo.
Y así, durante horas avanzaron hacia el sur entre los ritmos y las canciones de la música regional, con estaciones que a veces eran débiles y otras fuertes, con disc-jockeys que cambiaban de nombre y de acento, con firmas patrocinantes que se sucedían en una lista en incesante movimiento de compañías de seguros, pasta dentífrica, jabón, el doctor Pepper, Pepsi-Cola, preparados para el acné, empresas de pompas fúnebres, vaselina, relojes de pulsera baratos, planchas de aluminio, champús contra la caspa. La música, en cambio, era siempre la misma, una historia enorme, artificial, una especie de épica repetitiva y sin límites fijos en la cual las mujeres se casaban con camioneros o jugadores empedernidos, pero permanecían al lado de ellos hasta que se divorciaban, y los hombres se sentaban en los bares planeando futuras seducciones o la manera de volver al pueblo natal, y se unían, en fin, con el ardor de almas ordinarias y se separaban llenos de hastío y se preocupaban por los eventuales hijos. A veces el automóvil no arrancaba, otras el televisor estaba roto, otras los bares se cerraban y echaban a los parroquianos a la calle sin un centavo en el bolsillo. No había nada que no fuese trivial, no había frase que no fuese un clisé, pero a pesar de ello la niña permanecía satisfecha e impasible, dormitando cuando estaba Willie Nelson y despertando con Lorena Lynn, mientras el hombre manejaba, simplemente, distraído por las interminables radionovelas dedicadas a las capas inferiores de los Estados Unidos.
—¿Oíste hablar alguna vez de un hombre llamado Edward Wanderley? —le preguntó una vez.
Ella no repuso, sino que lo miró con fijeza.
—¿Oíste hablar de él?
—¿Quién es?
—Era mi tío —repuso y la niña le sonrió.
—¿Y de un hombre llamado Sears James?
La niña movió la cabeza, sin dejar de sonreír.
—¿Y de alguien llamado Ricky Hawthorne?
Otra vez ella agitó la cabeza. Era inútil seguir preguntando. No sabía por qué se había molestado en preguntarle nada en primer lugar. Y era aun posible que ella nunca hubiese oído hablar de esos nombres. Sin duda nunca los había oído.
Cuando estaban todavía en Carolina del Sur, creyó que un patrullero lo seguía por la carretera. El automóvil policial iba unos veinte metros detrás, manteniéndose siempre a la misma distancia de ellos. Creyó ver al policía hablando por la radio. Inmediatamente disminuyó la velocidad unos diez kilómetros y cambió de carril, pero el patrullero no lo pasó. Sintió un profundo temblor en el interior del pecho y en el abdomen. Visualizó mentalmente al patrullero acortando la distancia, haciendo funcionar la sirena, obligándolo a estacionar en la banquina. Eran aproximadamente las seis de la tarde y la carretera estaba transitada. Él mismo sentía que lo arrastraba el ritmo de velocidad del resto del tránsito, que estaba a merced de quienquiera que estuviese en el patrullero, impotente, atrapado. Tenía que pensar. Lo arrastraban, ni más ni menos, en dirección a Charleston, llevado por la corriente de tránsito a través de kilómetros de tierras llanas cubiertas de maleza. Siempre se veían a la distancia los suburbios, miserables grupos de casuchas con garajes de tablones. No recordaba el número de la carretera por la que iba. Por el espejo retrovisor, detrás de la larga columna de automóviles, detrás del patrullero, un viejo camión lanzaba una alta columna de humo negro por un tubo semejante a una chimenea junto al motor. Tenía miedo de que el patrullero se pusiese a la par y que le gritasen «¡Estaciónese en la banquina!» E imaginaba a la niña gritando con su vocecita metálica: «¡Me hizo ir con él, me ata a él cuando duerme!» El sol del sur le castigaba la cara, se introducía en sus poros. El patrullero tomó el carril junto al suyo y comenzó a acercarse.
—Diga, ésa no es su hija. ¿Quién es la chica?
Y lo pondrían en una celda y comenzarían a pegarle, trabajando en forma metódica con sus bastones, hasta que la piel le quedase violácea.
Pero no sucedió nada de eso.
3
Poco antes de las ocho de la noche se detuvo en la banquina. Era un angosto camino rural, cuya tierra roja se apilaba a los costados, como si hubiesen excavado hacía poco tiempo. No tenía ya seguridad del Estado que estaba recorriendo, de si era Carolina o bien Georgia. Era como si dichos Estados fuesen algo fluido, como si —también los demás Estados— pudiesen fundirse los unos con los otros y proyectarse como las
carreteras. Todo tenía un aspecto extraño. No estaba donde debía estar. No era posible que nadie viviese aquí, que nadie pudiese pensar en este paisaje brutal. Enredaderas poco familiares, verdes, llenas de tallos enmarañados, que luchaban por subir trepando por la zanja poco honda junto al automóvil. Hacía ya media hora que el tanque de nafta marcaba «vacío»… Todo estaba mal, todo. Miró a la niña, la niña que había secuestrado. Dormía con su manera de dormir de muñeca, la espalda bien erguida contra el respaldo, los pies con sus zapatillas rotas colgando sobre el piso. Dormía demasiado. Quizás estuviese enferma… Quizás estuviese muriéndose…
Estaba mirándola cuando despertó.
—Tengo que ir al baño otra vez —dijo.
—¿Estás bien? ¿No estás enferma, no?
—Tengo que ir al baño.
—Muy bien —murmuró él y se apartó para abrirle la puerta.
—Déjame ir sola. No me escaparé. No haré nada, te lo prometo.
Miró la carita seria, los ojos oscuros contra la tez morena.
—¿Adónde podría ir, de todos modos? Ni siquiera sé dónde estoy.
—Yo tampoco.
—¿Y ahora?
Tenía que suceder alguna vez. No podía tenerla asida en todo momento.
—¿Me lo prometes? —preguntó, consciente de que era una pregunta
La niña hizo un gesto afirmativo y él dijo entonces:
—Muy bien.
—¿Y tú me prometes que no me dejarás aquí y te irás?
—Sí.
La niña abrió la puerta y bajó del automóvil. Apenas pudo contenerse para no mirarla, pero no mirarla era una prueba. Una prueba. Sintió deseos avasalladores de tener su manita aferrada en el propio puño. Podría trepar por la zanja, huir, gritar… pero no, no estaba gritando. Sucedía a menudo que las cosas terribles que imaginaba no se producían. El mundo daba una pequeña vuelta y las cosas volvían al curso de siempre. Cuando la niña volvió a subir al automóvil, sintió una ola de alivio… había vuelto a suceder que no se hubiese abierto ningún abismo negro para tragárselo.
Cerró los ojos y vio un camino desierto, separado por líneas blancas, que se extendía delante de sus ojos.
—Tendré que encontrar un motel —dijo.
La niña se apoyó en el respaldo, en espera de que él hiciese lo que quisiera. La radio estaba encendida, pero con poco volumen y de ella partían ruidos intermitentes de una estación radial en Augusta, Georgia, el sonido de una guitarra aterciopelada y melodiosa. Por un instante, le invadió la mente una imagen, la de una niña muerta, con la lengua afuera y los ojos saliéndosele de las órbitas. ¡No le ofrecía resistencia! Luego se encontró por un instante parado —y era como si estuviese parado— en una calle de Nueva York, alguna calle entre las cincuenta y tantas, al este, una de esas calles por las que las mujeres bien vestidas pasean sus perros ovejeros. Porque había una de esas mujeres, caminando allí. Alta, con vaqueros hermosamente desteñidos, una camisa cara y un bronceado parejo, que caminaba hacia él con los anteojos negros apoyados arriba de la frente. Un ovejero enorme marchaba silenciosamente junto a ella, agitando la cola. Estaba suficientemente cerca de ella como para ver las pecas por el escote entreabierto de la camisa.
Ah.
Pero luego volvió a sentirse bien, oyó la suave música de guitarra, y antes de poner en marcha el automóvil, palmeó a la niña en la cabeza y le dijo.
—Tenemos que conseguir un motel.
Durante una hora prosiguió mecánicamente la marcha, protegido por el manto de oscuridad, por la rutina de manejar. Estaba casi solo en aquel camino oscuro.
—¿Piensas hacerme mal? —le preguntó la niña.
—¿Cómo puedo saberlo?
—No me harás mal, creo. Eres mi amigo.
Y entonces no fue «como si» estuviese en la calle de Nueva York, sino que estaba en la calle, observando a la mujer del perro con su bronceado, que se acercaba hacia él. Volvió a ver el salpicado de pecas debajo de la clavícula y adivinó qué gusto tendrían si las lamiera. Como ocurre a menudo en Nueva York, no veía el sol, pero lo senda, un sol pesado, agresivo. La mujer era desconocida, sin importancia… Se suponía que él no la conocía, era sólo un tipo de mujer cualquiera… pasó un taxi y tuvo conciencia de la reja de hierro a su lado, de las letras en la vidriera de un restaurante francés en la acera opuesta. A través de las suelas de sus botas, el cemento le enviaba calor. En algún punto arriba, un hombre repetía una palabra una y otra vez. El hombre estaba allí, estaba: una parte de su emoción se reflejé, seguramente, en su rostro, porque la mujer del perro lo miró con curiosidad, pero luego su expresión se volvió dura y se aparté hacia el borde de la acera.
¿Pedía hablar ella? ¿Podía alguien en el tipo de experiencia que fuese ésa, formular frases, frases comunes humanas, que fuese posible oír? ¿Era posible hablar con la gente que uno veía en alucinaciones, y podía responder ella? Abrió la boca. «Tengo que… que bajar», iba a decir, pero estaba otra vez en el automóvil detenido. Tenía en la boca un bulto húmedo que había sido antes dos papas fritas.
¿Qué es lo peor que hizo usted en su vida?
Los mapas parecían indicar que estaba a pocos kilómetros de Valdosta. Siguió manejando, sin pensar, sin atreverse a mirar a la niña y sin saber, por lo tanto, si estaba despierta o dormida, aunque sentía los ojos de ella sobre él. Finalmente pasó delante de un cartel que le informó que estaba a doce kilómetros de la Ciudad Más Cordial del Sur.
Era como cualquier otra ciudad del Sur: un poco de industria junto al acceso, talleres de herramientas livianas y moldes metálicos, grupos surrealistas de galpones de chapa acanalada bajo luces de neón, patios repletos de camiones destrozados y más lejos, casas de madera despintada, grupos de negros congregados en las esquinas, todos sus rostros eran idénticos en la oscuridad. Las nuevas carreteras abrían heridas en la tierra y terminaban en forma brusca, con malezas que ya las invadían. En la ciudad propiamente dicha, los adolescentes paseaban interminablemente, sin objeto, en sus viejos automóviles.
Pasó frente a un edificio bajo, una incongruencia por lo flamante, un símbolo del Nuevo Sur, con un cartel que decía PALMETTO MOTEL.
Entró marcha atrás por la calle de acceso para llegar a los fondos del motel.
Una muchacha con el pelo peinado para arriba y duro de spray y con lápiz para labios de color rosado caramelo le dirigió una sonrisa vaga, maquinal y le dio un cuarto con camas gemelas «para mí y mi hija». En el registro escribió: Lamar Burgess, 155 Ridge Road, Stonington, Connecticut. Le entregó dinero por el alojamiento de esa noche y ella le entregó la llave.
El cuartito contenía dos camas de una plaza, una alfombra marrón de textura metálica y paredes de color verde lima, dos cuadros —un gatito con la cabeza inclinada y un piel roja contemplando una garganta boscosa desde una roca—, un televisor y una puerta que daba al cuarto de baño embaldosado en color celeste. Mientras la niña se desvestía y se acostaba, él se sentó en el inodoro.
Cuando miró con cautela, la niña estaba tendida y cubierta por la sábana, con la cara vuelta hacia la pared. Había dejado la ropa desparramada por el suelo y junto a ella tenía una bolsita medio vacía con papas fritas. Volvió entonces a meterte en el cuarto de baño, se desnudó y se dio una ducha. Fue como una bendición. Por un instante tuvo la sensación de haber vuelto a su antigua vida, no la de «Lamar Burgess», sino la de Don Wanderley, ex residente de Bolinas, California y autor de dos novelas (con una de las cuales había ganado algún dinero). Amante durante un tiempo de Alma Mobley y hermano del extinto David Wanderley. Era así. No podía alejarse de todo eso. La mente era como una trampa, una jaula cuya sapa caía sobre uno y se cerraba. Como fuera que hubiese llegado allí, allí estaba. Atrapado en el motel Palmetto. Cerró las canillas de la ducha y todos signos de bendición cesaron.
En el cuartito, sólo la tétrica luz sobre su cama iluminaba el fantasmagórico ambiente. Se puso los vaqueros y abrió su valija. Tenía el cuchillo de caza envuelto en una camisa, que desenrolló, cayendo aquél sobre la cama.
Lo aferró por el grueso cabo de hueso y se acercó a la cama de la niña. Dormía con la boca abierta y la transpiración le brillaba en la frente.
Durante largo rato permaneció sentado junto a ella, con el cuchillo en la derecha, listo para usarlo.
Pero esta noche no podía. Renunciando, cediendo, le sacudió un brazo hasta que la niña parpadeó al despertar.
—¿Quién eres? —le preguntó.
—Quiero dormir.
—¿Quién eres?
—Déjame. Por favor.
—¿Quién eres? Te pregunto… ¿quién eres?
—Lo sabes.
—¿Yo lo sé?
—Sí, te lo dije.
—¿Cómo te llamas?
—Angie.
—¿Angie qué?
—Angie Maule. Te lo dije ya.
Tenía el cuchillo detrás de la espalda para que ella no lo viese.
—Quiero dormir —dijo la niña—. Me despertaste. —Se volvió otra vez, dándole la espalda. Fascinado, vio cómo el sueño se apoderaba de ella. Las puntas de los dedos se le contrajeron, los párpados se estremecieron, la respiración cambió. Era como si al excluirlo, hubiese obligado al sueño a venir. Angie… ¿Angela? Angela Maule. No sonaba como el nombre que le dio la primera vez que la metió en el automóvil. ¿Minoso? ¿Minnorsi? Un nombre por el estilo… no Maule.
Tenía el cuchillo aferrado ahora en las dos manos, la punta del mango de hueso apretada contra el vientre desnudo, los codos separados. No tenía más que bajarlo, hundirlo y volver a retirarlo, con todas sus fuerzas…
Por fin, aproximadamente a las tres de la madrugada, volvió a su cama.
A la mañana siguiente, antes de salir, la niña le habló cuando estaba estudiando los mapas.
—No deberías hacerme esas preguntas —dijo.
—¿Cuáles? —Se había mantenido de espaldas a ella, accediendo a su pedido, mientras se ponía el vestido rosado y de pronto tuvo la sensación de que tenía que volverse, al instante, para mirarla. Veía el cuchillo en manos de ella (aunque estaba otra vez dentro de la camisa arrollada) y sentía que comenzaba a pincharle la piel. — ¿Puedo volverme ya?
—Sí, vuélvete.
Muy despacio, siempre con la sensación del cuchillo, el cuchillo de su tío, que comenzaba a penetrar en su piel, se volvió hacia un lado en la silla. La niña estaba sentada en la cama sin tender, observándolo. Con esa cara concentrada, hermosa.
—¿Qué preguntas?
—Lo sabes.
—Dime.
Pero ella agitó la cabeza y se negó a decir nada más.
—¿Quieres saber adónde vamos?
La niña se le acercó, no despacio, pero con pasos medidos, como si no quisiera atemorizarlo.
—Mira—dijo él señalando un punto en el mapa—. Panama City, en Florida.
—Puede ser.
—¿No dormiremos en el auto?
—No.
—¿Es lejos?
—Podemos llegar esta noche. Tomaremos esta carretera… ésta… ¿ves?
—Mmmm. —No le interesaba. Se apartó un poco, aburrida y a la vez recelosa.
—¿Me encuentras bonita? —le preguntó entonces.
¿Qué es lo peor que te sucedió en tu vida? ¿Que te quitaste la ropa de noche junto a la cama de una niña de nueve años? ¿Que tenías un cuchillo en la mano? ¿Que el cuchillo quería matarla?
No. Otras cosas eran peores.
No lejos del límite entre dos Estados y no en la carretera que había mostrado a Angie, sino en un camino rural de dos carriles, se detuvieron delante de un edificio de madera pintada de blanco. Almacén de Buddy.
—¿Quieres entrar conmigo, Angie?
Angie abrió la puerta de su lado y bajó con sus movimientos infantiles, como si bajase por una escalera. El le sostuvo la puerta abierta. Un gordo con camisa blanca estaba sentado, como Humpty Dumpty, detrás del mostrador. Parecía un huevo.
—Engañas al fisco con tus réditos —dijo— y eres el primer cliente de hoy. ¿Puedes creerlo? Las doce y media y eres el primer cliente que pasa por esa puerta. No —añadió, inclinándose y estudiando a ambos—. Qué va, no estafas al tío Sam, haces cosas peores. Eres el hombre que mató a cuatro el otro día en Tallahassee.
—¿Qué…? —exclamó Don Wanderley—. Llego aquí simplemente a comprar comida… mi hija…
—Muy bien —dijo el otro—. Yo era policía antes. En Allentown, Pennsylvania. Veinte años. Me compré este almacén, porque el dueño me dijo que sacaría más de cien dólares de ganancia por semana. Hay muchos ladrones en este mundo. Entra cualquiera, y puedo decirte qué clase de bandido es. Y ahora te tengo bien identificado. No eres un asesino. Eres un secuestrador.
—No, yo… —Sentía el sudor que le corría por las costillas.— Mi chica…
—A mí no me engañas. Veinte años como policía…
Comenzó a mirar desesperado por todo el salón, buscando a la niña. Por fin la vio. Estaba observando con aire serio un estante lleno de frascos de pasta de maní.
—Angie —le dijo—. Angie, vamos…
—Espera, espera —señaló el gordo—. Hablaba en broma, para hacerte enojar. No te agites. ¿Quieres un poco de esa pasta de maní, nena?
Angie lo miró e hizo un gesto afirmativo.
—Bien, saca un frasco del estante y tráelo. ¿Algo más, Don? Claro que si usted es Bruno Hauptmann, tendré que detenerlo. Todavía tengo mi arma de servicio en alguna parte. Lo dejo tendido. Eso se lo prometo.
Ya podía comprobar que todo era una trillada burla. A pesar de eso, apenas pudo controlar su temblor. ¿No era esto algo que un ex policía fuese capaz de advertir? Se volvió y se alejó hacia los pasillos y estantes.
—Oiga, oiga esto —le dijo el hombre a sus espaldas—. Si está en tales dificultades, más vale que se largue de aquí ya mismo.
—No, no —repuso Don—. Necesito algunas cosas…
—No se parece mucho a esa chica.
Sin ver, comenzó a retirar cosas de los estantes, cualquier cosa. Un frasco de encurtidos, una caja de tartas de manzana, un jamón en lata, dos o tres latas más que ni siquiera miró. Llevó todo al mostrador.
El gordo, Buddy, lo miraba con suspicacia.
—La verdad es que me asustó un poco —le dijo—. No he dormido mucho, hace un par de días que estoy manejando… —Por suerte la imaginación comenzaba a funcionar.— …y tengo que llevar a mi hijita a casa de su abuela en Tampa… —Angie se volvió con viveza, aferrando dos frascos de pasta de maní con maníes enteros y lo miró atontada. — Sí, Tampa, porque su madre y yo nos separamos y tengo que emplearme, volver a empezar y organizar todo, ¿no, Angie? —La niña estaba boquiabierta.
—¿Te llamas Angie? —le preguntó el gordo.
Ella hizo un gesto afirmativo.
—¿Este hombre es tu papá?
Wanderley pensó que iba a caerse.
—Ahora, sí —dijo Angie.
El gordo se echó a reír.
—¡Ahora, sí! Típico de los chicos. Vaya. Para entender los sesos de un chico, hay que ser un genio. Muy bien, don nervioso, aceptaré su dinero. —Siempre sentado al mostrador, registró las compras inclinándose hacia un costado y apretando los botones de la caja registradora.— Será mejor que descanse un poco. Me recuerda a más o menos un millón de personas como usted a quien debí retener en mi antigua seccional.
Afuera, Wanderley dijo a Angie:
—Gracias por haber dicho eso.
—¿Dicho qué? —preguntó ella con impertinencia, con aplomo. Y otra vez, en forma maquinal, casi automática, inclinando la cabeza a uno y otro lado:— ¿Dicho qué? ¿Dicho qué?
En Panama City se detuvo en el motel Gulf Glimpse, una serie de casitas de ladrillo de aspecto pobre alrededor de una playa de estacionamiento. La oficina del gerente estaba en la entrada, una construcción separada, pero cuadrada como las otras, salvo que tenía un gran panel de vidrio detrás del cual, en medio de lo que debía ser un calor de horno, estaba sentado un viejo muy flaco con anteojos de armazón de oro y una camiseta calada. Se parecía a Adolf Eichmann. El trazado severo e inflexible del rostro del hombre hizo pensar a Wanderley en lo que había dicho el ex policía sobre él y la chica. No se parecía para nada a la chica, con su pelo rubio y su tez clara. Se detuvo delante de la oficina del gerente y bajó del automóvil. Le sudaban las palmas de las manos.
Pero una vez adentro, dijo que quería un cuarto para sí y para su hijita y el viejo miró sin la menor curiosidad a la niña de pelo oscuro sentada en el automóvil y repuso:
—Diez dólares y medio por día. Firme el registro. Si quiere comer, vaya al Eat-Motor en esta misma calle. No se puede cocinar en las casas. ¿Piensa quedarse más de una noche, señor… —dijo tirando del registro para leer—…Boswell?
—En tal caso deberá pagar las primeras dos noches por adelantado.
Contó veintiún dólares y el gerente le entregó una llave.
—El número once, el once de la suerte. En el otro lado de la playa de estacionamiento.
El cuarto tenía paredes blanqueadas con cal y olía a desinfectante de inodoros. Miró alrededor sin entusiasmo: la misma alfombra de textura metálica, dos camitas con sábanas gastadas pero limpias, un televisor de doce pulgadas, dos cuadros horribles de flores. El cuarto daba la impresión de ser más sombrío de lo que era justificable. La niña estaba inspeccionando la cama contra la pared.
—¿Qué es masaje mágico? Quiero probar. ¿Puedo probar? ¿Puedo?
—Seguramente no funciona.
—¿Puedo probarlo? ¿Puedo, por favor?
—Muy bien. Acuéstate en la cama. Tengo que salir a hacer unas cosas. No te vayas hasta que yo vuelva. Tengo que poner veinticinco centavos en la ranura, ¿ves? Así. Cuando regrese podremos comer.
La niña se había acostado en la cama y hacía gestos de impaciencia y no lo miraba, sino que observaba la moneda que tenía en la mano.
—Comeremos cuando vuelva. Trataré de comprarte un poco de ropa. No puedes usar la misma todo el tiempo.
—¡Pon la moneda!
Se encogió de hombros, metió la moneda en la ranura y en seguida oyó un zumbido. La niña se quedó inmóvil en la cama mientras ésta vibraba, los brazos extendidos, el rostro tenso.
—¡Qué lindo! —exclamó.
—Volveré pronto —le dijo él. Volvió a salir a la cruda luz del sol y por primera vez olió el agua.
El Golfo estaba muy lejos, pero era visible. En el otro lado de la carretera que tomó para ir a la ciudad, la tierra bajaba en forma abrupta hacia un páramo de malezas y desperdicios cruzado en su extremo por una cantidad de vías ferroviarias. Después de éstas otro sector de terrenos baldíos terminaba en una segunda carretera que se desviaba hacia un grupo de galpones y depósitos de carga. Más allá de la segunda carretera estaba el Golfo de Méjico, con sus aguas grisáceas y espumosas.
En el límite de Panama City entró en una tienda Treasure Island y compró vaqueros y dos camisetas para la niña, ropa interior, medias, dos camisas, un par de pantalones de color caqui y zapatos de gamuza para él.
Cargado con dos grandes bolsas, salió del Treasure Island y tomó la dirección hacia el centro. Le llegaban los vahos de los motores Diesel, de los automóviles que ostentaban leyendas que decían Mantengamos la grandeza del sur y pasaban a su lado. Por las aceras desfilaban hombres con camisas de manga corta y pelo gris cortado al rape. Cuando vio a un policía uniformado tratando de comerse un helado mientras hacía al mismo tiempo una boleta de multa, se escabulló detrás de una camioneta y de un gran camión Trailways y cruzó la calle. De la ceja izquierda le corrió un hilo de sudor y casi le entró en el ojo. Estaba tranquilo. Una vez más, no había ocurrido un desastre.
Descubrió la terminal de ómnibus por casualidad. Ocupaba media manzana y era un gran edificio nuevo con ranuras de vidrio negro en lugar de ventanas. Pensó entonces: Alma Mobley, su marca. Una vez que hubo transpuesto la puerta giratoria, vio a unos cuantos hombres ociosos en los bancos del gran recinto vacío, la gente que siempre se ve en las terminales de ómnibus, unos cuantos jóvenes viejos con rostros arrugados y peinados complicados, algunos chicos corriendo de un lado a otro, un vagabundo dormido, tres o cuatro adolescentes con botas de vaquero y pelo hasta los hombros. Había otro policía apoyado en la pared junto al quiosco de revistas. ¿Lo buscaba? Volvió a sentir pánico, pero el policía apenas lo miró. Fingió entonces estar verificando el horario de partidas y arribos, antes de alejarse, con exagerada displicencia, al cuarto de baño de hombres.
Encerrado en un retrete, se desnudó. Después de vestirse hasta la cintura con sus nuevas prendas, salió y se lavó en uno de los lavatorios. Le salió tanta suciedad que volvió a lavarse, derramando agua en el suelo y frotándose el jabón líquido verde en las axilas y en la nuca. Se secó luego con la toalla que giraba en un rodillo y se puso una de sus camisas nuevas de mangas cortas, una camisa de color celeste con rayitas rojas. Guardó toda su ropa usada en la bolsa del Treasure Island.
Notó una vez afuera el azul granuloso y gris del cielo. Era el tipo de cielo que había imaginado como suspendido eternamente sobre el delta y los pantanos mucho más al sur de Florida, un cielo que retenía el calor, que lo doblaba una y otra vez, forzando la maleza y las plantas a crecer en forma fantástica, obligándolas a emitir brotes grotescos e inflamados… el tipo de cielo y el disco ardiente de sol que debería haber estado siempre, ahora que pensaba en ello, suspendido sobre Alma Mobley. Dejó la bolsa con su ropa usada en un canasto de desperdicios fuera de un comercio de armas.
Con su nueva ropa sentía que su cuerpo era joven y ágil, más saludable de lo que había sido a través de todo aquel invierno terrible. Se desplazó por la miserable calle de ciudad del Sur, un hombre alto y bien formado de más de treinta años, que no tenía conciencia ya de lo que estaba haciendo. Se frotó una mejilla y sintió la barba suave de ese hombre rubio… podía pasar dos o tres días sin dar la impresión de necesitar afeitarse. Una camioneta conducida por un marinero, cinco o seis marineros con uniforme blanco de verano de pie en la chata del vehículo, pasó junto a él y los marineros le gritaron algo, algo alegre, privado, burlón.
—No son malos chicos —dijo un hombre que había aparecido junto a Wanderley. Su cabeza, adornada por una verruga enorme con pelos que le partía una ceja no llegaba más arriba de La clavícula de Wanderley—. Todos son buenos chicos.
Con una sonrisa, murmuró algo para mostrarse de acuerdo y se alejó. No podía volver al motel. No podía encarar a la niña. Tenía la sensación de estar por desmayarse. Los pies no parecían pertenecerle dentro de las botas de gamuza, parecían demasiado bajos, demasiado alejados de sus ojos. Descubrió que iba caminando de prisa por una calle en pendiente en dirección a un sector con carteles de neón y cinematógrafos. En el cielo granulado el sol seguía suspendido, alto e inmóvil. Se destacaban las sombras de los medidores de estacionamiento, de un negro puro, sobre la acera, y por un instante tuvo la certeza de que había mayor número de sombras que de medidores. Todas las sombras que acechaban a lo largo de la calle eran de un negro intenso. Pasó delante de la entrada de un hotel y reparó en el vasto espacio desierto y de color pardo, la cueva fresca y sombría detrás de las puertas de vidrio.
Casi sin quererlo, al reconocer la temida y familiar serie de sensaciones prosiguió su camino en el intenso calor, pasando sobre las sombras de los medidores. Dos años antes el mundo se había erigido de esta manera fatídica, mostrándose astuto y lleno de malas intenciones, después del episodio de Alma Mobley, después de la muerte de su hermano. En cierto modo, literalmente o no, ella había matado a David Wanderley. Sabía que él tuvo suerte de escapar de lo que fuere que arrastró a David por la ventana del hotel de Amsterdam. Sólo escribirle había permitido volver al mundo, sólo escribir sobre ello,
sobre el horroroso y complicado desastre de él mismo y de Alma y David, escribir acerca de ello, como si fuese un cuento de fantasmas, lo había liberado. Así lo supuso.
¿Panama City? ¿Panama City, Florida? ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Y con aquella niña extraña y pasiva que había traído consigo? ¿A quién había robado para llevar a través del Sur?
Siempre había sido el «errático», el difícil., la contraposición de la fuerza de David, dentro de la economía de la familia, su propia pobreza el opuesto del éxito de David. Sus ambiciones y pretensiones. (¿Crees en verdad que puedes mantenerte como novelista? Ni tu tío era tan tonto, le decía su padre), el contraste con el sólido sentido común de David, el trabajador David, con el ininterrumpido progreso de David en la facultad de derecho y su ingreso final en un importante estudio de abogados. Pero cuando David tuvo que enfrentar la rutina de su vida, sucumbió.
Eso era lo peor que le había sucedido jamás. Hasta el invierno anterior: hasta Milburn.
La calle melancólica pareció abrirse como una tumba. Sintió como si un paso más hacia el fondo de la pendiente y los cines baratos lo llevaría hacia abajo, como si nunca cesaría, sino que se convertiría en una caída sin fin. Algo que no había estado allí antes surgió delante de él, y entrecerró los ojos para verlo con mayor claridad.
Sin aliento, se volvió bajo el sol enceguecedor. Su codo chocó contra el pecho de alguien y se oyó murmurar perdón, perdón a una mujer irritada con un sombrero blanco. Inconscientemente comenzó a avanzar otra vez calle arriba. Detrás, al mirar hacia la boca calle en el fondo de la pendiente, había visto fugazmente la tumba de su hermano: había sido pequeña, de mármol violáceo, con las palabras David Webster Wanderley, 1939-1975 grabadas, allí, en medio de la bocacalle. Al verla, huyó.
Sí, había visto la tumba de David, pero David no tenía tumba. Lo habían cremado en Holanda y enviado sus cenizas de regreso para entregarlas a su madre. La tumba de David, sí, con el nombre de David, pero lo que lo hizo huir corriendo calle arriba fue la sensación de que la tumba era para él. Y de que si se arrodillaba en medio del cruce y sacaba el ataúd, en su interior encontraría su propio cuerpo putrefacto.
Se metió en el único lugar fresco y acogedor que había visto, el vestíbulo del hotel. Tenía que sentarse, calmarse. Bajo la mirada indiferente de un empleado y de una muchacha apostada detrás de un mostrador con revistas, se dejó caer sobre un sofá. Tenía el rostro pegajoso de sudor frío. La tela del tapizado del sofá le frotó la espalda con una sensación desagradable. Se inclinó hacia adelante entonces, se pasó las manos por el pelo, miró su reloj. Tenía que aparentar que todo era normal, como si estuviese esperando a alguien. Tenía que dejar de temblar. Aquí y allá en el vestíbulo habían distribuido plantas en macetones. Arriba, zumbaba un ventilador. Un viejo muy delgado con uniforme púrpura esperaba junto a un ascensor con su puerta abierta. Lo miró y al verse sorprendido, apartó la mirada.
Cuando volvió a oír ruidos advirtió que desde que vio la tumba en el medio del cruce no había oído nada, absolutamente nada. Su propio pulso había ahogado los demás sonidos. Ahora los ruidos concretos y normales de la vida del hotel flotaban en el aire húmedo. Un aspirador de polvo zumbaba en una escalera invisible, sonaban lejanos unos teléfonos, las puertas de los ascensores se cerraban con un ruido suave. En diversas partes del vestíbulo, personas en grupos reducidos estaban sentadas, conversando. Comenzó a sentir que sería capaz de hacer frente a la calle otra vez.
—Tengo hambre —le dijo Angie.
—Te compré ropa.
—No quiero ropa, quiero comer.
Atravesó la habitación, para sentarse en la silla vacía.
—Creí que te cansarías de llevar el mismo vestido todo el tiempo —dijo.
—No me importa lo que llevo puesto.
—Muy bien —Wanderley dejó caer la bolsa sobre la cama—. Pensé, solamente, que te gustarían.
La niña no replicó.
—Te daré de comer si contestas a algunas preguntas. La niña se volvió y comenzó a pellizcar las sábanas, arrugándolas y alisándolas.
—¿Cómo te llamas?
—Te lo dije. Angie.
—¿Angie Maule?
—No. Angie Mitchell.
Desistió.
—¿Por qué tus padres no avisaron a la policía para que te busquen? ¿Por qué no nos han encontrado todavía?
—No tengo padres.
—Todos tienen padres.
—Todos,menos los huérfanos.
—Tú.
—Antes que yo te cuidase.
—Cállate. Cállate.
Su rostro adquirió una expresión dura, reservada.
—¿Eres realmente huérfana?
—Cállate, cál1ate, cállate.
Para que dejara de gritar, sacó el jamón envasado de la caja llena de comestibles.
—Muy bien —dijo—. Te daré de comer. Comeremos un poco de esto.
—Muy bien. —Era como si jamás hubiese gritado.— También quiero pasta de maní.
Mientras cortaba rebanadas de jamón, Angie le dijo:
—¿Tienes bastante dinero para los dos?
Comía con su aire intensamente absorto. Primero mordió un bocado de jamón, luego hundió los dedos en la pasta de maní, sacó un montón y se lo metió en la boca para comer las dos cosas juntas.
—Qué rico —logró decir con la boca llena.
—Si yo me duermo, tú no te irás, ¿no?
Angie hizo un gesto negativo.
—Pero podré salir a caminar un poco, ¿no?
—Creo que sí.
Wanderley estaba bebiendo una lata de cerveza de las seis que había comprado en un pequeño comercio en el camino de vuelta. La cerveza, combinada con la comida, le dio sueño y sabía que si no se metía en la cama, se quedaría dormido en la silla.
—No tienes que atarme contigo. Volveré. Me crees, ¿no? —dijo Angie.
El hombre hizo un gesto afirmativo.
—Porque, ¿adónde podría ir? No tengo ninguna parte adonde ir.
—¡Muy bien! —dijo Wanderley. Una vez más, vio que no podía hablarle como quería. Era ella quien controlaba las cosas—. Puedes salir, pero no tardes mucho en volver.
Actuaba como un padre y sabía que la niña lo había colocado en ese papel. Era ridículo.
La observó salir del cuartito. Más tarde, al volverse en la cama oyó vagamente el ruido de la puerta al cerrarse y supo entonces que había vuelto, después de todo. Angie, era, pues, suya.
Y esa noche se quedó tendido en la cama, enteramente vestido, contemplándola mientras dormía. Cuando comenzaron a dolerle los músculos por haber estado tanto tiempo en la misma posición, pasó de la postura tendida sobre un costado, con la cabeza apoyada en una mano, a la de sentarse con las rodillas dobladas y los codos sobre ellas, y por fin volvió a tenderse de costado, apoyado en un codo. Era como si todas estas posturas formasen parte de un ritual. Apenas apartaba los ojos de la niña. Estaba absolutamente inmóvil y el sueño se la había llevado lejos, dejando allí solamente el cuerpo. Allí, tendidos los dos, tendidos, simplemente, ella se le había escapado.
Se levantó, se acercó a su valija, sacó la camisa arrollada y volvió a pararse junto a la cama. Al sostener la camisa del cuello, la gravedad hizo caer el cuchillo de caza sobre la cama, desenrollando la camisa al caer y no rebotó allí, porque era demasiado pesado, Wanderley lo tomó y lo sopesó.
Con el cuchillo oculto otra vez a la espalda, sacudió un hombro de la niña. Tuvo la sensación de que los rasgos de ella se borraban antes de que se volviese para hundir el rostro en la almohada. Volvió a aferrarla de un hombro y palpó el hueso largo y fino, el ala sobresaliente que aparecía en su espalda.
—Vete — irmuró ella contra la almohada.
—No. Tenemos que hablar.
—Es muy tarde.
Wanderley la sacudió y como la niña no reaccionase, intentó hacerla volverse por la fuerza. Era delgada y menuda, pero con fuerza suficiente para resistírsele. No consiguió que volviese la cara.
Y entonces se volvió sola, como en un gesto de desprecio. Se notaba en su cara la falta de sueño, pero debajo de la expresión de los ojos hinchados, había algo de adulto.
—¿Cómo te llamas?
—Angie —dijo ella sonriendo con aire despreocupado—. Angie Maule.
—¿De dónde vienes?
—Lo sabes.
Wanderley asintió con la cabeza.
—¿Cómo se llaman tus padres?
—No sé.
—¿Quién te cuidaba antes de que yo te recogiese?
—No importa.
—¿Por qué no?
—No son importantes. Era gente, nada más.
—¿Se llamaban Maule?
La sonrisa de Angie se volvió más insolente.
—¿Qué importa? De todos modos, sabes todo.
—¿Qué quieres decir, con que era gente, nada más?
—Era gente, nada más, llamada Mitchell. Eso es todo.
—¿Y tú misma te cambiaste el apellido?
—¿Qué tiene?
—No sé. —Era verdad.
Se miraron entonces, el uno al otro, Don, sentado en el borde de la cama con el cuchillo detrás de la espalda y seguro de que pasase lo que pasase, no podría hacer uso de él. Imaginaba que David no había podido matar a nadie, salvo a sí mismo, si acaso se había matado. Probablemente la niña sabía que tenía el cuchillo y sencillamente veía en esto una amenaza. No era una amenaza. Ni él tampoco, era, probablemente, una amenaza. Nunca había sentido aprensión frente a él.
—Bien, empecemos de nuevo —dijo—. ¿Qué eres?
Por primera vez desde que se la llevó al automóvil, Angie sonrió realmente. Fue una transformación, pero no una transformación que le hiciese sentirse más cómodo. Angie no tenía un aspecto menos adulto que antes.
—Lo sabes —le dijo.
Wanderley insistió.
—¿Qué eres? —volvió a preguntar.
Y ella sonrió al darle la insólita respuesta.
—Soy tú.
—No, yo soy yo. Tú eres tú.
—Yo soy tú.
—¿Qué eres? —La pregunta brotó llena de desesperación y no significaba que fuese la primera vez que la formulaba.
Por un segundo, entonces, se encontró otra vez en la calle de Nueva York y la persona delante de él no era la mujer anónima, elegante, bronceada por el sol, sino su hermano David, con el rostro carcomido y el cuerpo cubierto por los harapos rotos y podridos de la tumba.
…la cosa más terrible…
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