1
Ricky marchaba hacia su casa, sorprendido de ver el anuncio de la nieve en el aire. «Será un invierno infernal», pensó. «Todas las estaciones están volviéndose raras.» En el resplandor que rodeaba el farol callejero en el extremo de la calle Montgomery, los copos de nieve giraban, caían y se pegaban al suelo un instante antes de fundirse. El aire frío se introducía dentro de su sobretodo de tweed. Debía caminar media hora y lamentaba no haber sacado su automóvil, el viejo Buick que Stella se complacía en no tocar jamás. Las noches frías, acostumbraba trasladarse en el automóvil. Esta noche, no obstante, había querido disponer de tiempo para pensar. Tuvo la intención de interrogar detenidamente a Sears acerca del contenido de su carta a Donald Wanderley y debía planear una táctica. Ahora sabía que no había hecho lo que pensaba. Sears le había dicho simplemente lo que quería hacer y nada más. Con todo, desde el punto de vista de Ricky, el mal estaba hecho ya. ¿Qué objeto tenía ahora saber en qué términos estaba redactada la carta? Se sorprendió a sí mismo al dejar escapar un fuerte suspiro y comprobó que su aliento había hecho volar unos cuantos copos de nieve de gran tamaño y describir complicadas evoluciones antes de posarse y derretirse.
En los últimos tiempos todos los relatos, inclusive los propios, le provocaban una tensión que duraba horas después. Esa noche sentía algo más que esto. Esa noche sentía ansiedad. Las noches de Ricky eran ahora invariablemente horrorosas, pues los sueños que había mencionado a Sears lo perseguían hasta el alba y no abrigaba dudas de que los cuentos que cambiaban él y sus amigos daban sustancia a esas pesadillas. A pesar de ello, creía que su ansiedad no se debía a sus sueños. Tampoco se debía a los cuentos, si bien el de Sears había sido peor que muchos. Todas las historias que contaban estaban volviéndose cada vez peores. Se asustaban mutuamente cada vez que se reunían, pero seguían haciéndolo porque de lo contrario habría sido más alarmante aún. Era reconfortante estar juntos, ver cómo soportaba las cosas cada uno de ellos. Hasta Lewis estaba asustado. De lo contrario, ¿por qué habría votado en favor de escribirle a Donald Wanderley? Era esto, saber que la carta estaba ya en camino, latiendo en una saca de correspondencia en algún lugar, que ponía a Ricky especialmente ansioso.
«Tal vez debería haber abandonado esta ciudad hace años», reflexioné al mirar las casas frente a las cuales pasaba. Había muy pocas cuyo interior no conociese por haberlas visitado una vez, por lo menos, por motivos de negocios o bien sociales, para ver a un cliente o para asistir a una cena. «Tal vez debí haberme ido a Nueva York cuando me casé, como quería Stella.» Para Ricky ésta era una idea de flagrante deslealtad. Sólo en forma gradual y nunca del todo, había logrado convencer a Stella de que la vida de ellos estaba en Milburn, junto a Sears James y en el estudio de abogados de ambos. El viento frío le azotaba el cuello y le tiraba del sombrero. A la vuelta de la esquina, más adelante, vio el largo Lincoln de Sears estacionado junto al cordón de la acera. En la biblioteca de su amigo había luz aún. Sears no podría dormir, seguramente, especialmente después de haber contado una historia como la de esa noche. A esta altura, todos conocían los efectos de volver a vivir hechos pasados. «Pero no se trata solamente de las historias», pensé. «No, tampoco se trata solamente de la carta. Algo va a suceder.» Era por esa razón que relataban esas historias. Ricky no era muy aficionado a los presagios, pero el temor del futuro que había sentido semanas antes cuando estaba conversando con Sears volvió a asaltarlo con violencia. Era por ello que se le había ocurrido la posibilidad de abandonar la ciudad. Se internó en la avenida Melrose. Presumiblemente la llamaban «avenida» por los grandes árboles que la bordeaban. Sus ramas se prolongaban como brazos y estaban teñidas de color anaranjado por los faroles. Durante el día se les habían caído las últimas de las hojas.
Algo va a sucederle a toda la ciudad.
Sobre la cabeza de Ricky gimió una rama. Un camión cambió de velocidad muy lejos, a sus espaldas, seguramente en la Ruta 17. En esas noches frías los ruidos se oían desde muy lejos en Milburn. Al seguir caminando, vio las ventanas iluminadas de su propio dormitorio, en el segundo piso de su casa. Le dolían los ojos y la nariz de frío. «Después de una vida tan larga y llena de sentido común», se dijo, «no es posible que te vuelvas místico, amigo. Todos necesitaremos de la mayor cantidad de razón que podamos utilizar».
En aquel momento, próximo al lugar donde se sentía más seguro y armado mentalmente con esta sensación, tuvo la impresión de que alguien lo seguía, de que alguien aguardaba en la esquina, mirándolo con odio. Sentía ojos fríos que lo miraban con fijeza y se le ocurría que los ojos flotaban sin cuerpo, ojos simplemente, que lo seguían. Sabía qué expresión tendrían esos ojos claros, pálidos, relucientes que flotaban en el mismo nivel que los suyos. Su falta de emoción sería terrible… serían como los ojos de una máscara. Se volvió, al imaginar que los vería, tan grande era la sensación de que estaban allí. Avergonzado, advirtió que temblaba. Como era lógico, la calle se encontraba desierta. No era más que una calle desierta, aun en esa noche oscura y tan común como un cachorro ordinario.
«Esta vez sí que te arruinaste», pensó. «Tú y esas historias tétricas que contó Sears». ¡Ojos! Parecía algo de una de esas viejas cintas de Peter Lorre.
Los ojos de… ¿ Gregory Bate?
Qué diablos…
Las manos de Orlac.
«Es bien claro, Ricky», se dijo. »No pasará absolutamente nada, no somos más que cuatro viejos locos que estamos perdiendo el sentido de las cosas. Imaginar que yo supuse…»
Sin embargo, no había imaginado que los ojos estaban detrás de él, mirándolo. Se trataba de una convicción.
«Qué disparate», dijo, pensando en voz alta. Con todo, se metió en su casa con mayor rapidez que de costumbre.
dandy.
Una sorpresa más inmediata fue descubrir que le temblaban las manos. Había estado por prepararse una taza de té de tilo, pero cuando vio cómo le temblaban las manos, sacó una botella de un armario y se sirvió una pequeña cantidad de whisky. Viejo idiota… Pero insultarse no servía para nada y cuando se acercó el vaso a los labios, las manos seguían temblándole. Era ese maldito aniversario. El whisky tenía gusto a aceite de motores Diesel y debió escupirlo en la pileta. Pobre Edward. Enjuagó el vaso, apagó la luz y fue arriba a oscuras.
Una vez en piyama salió del cuarto de vestir y atravesó el vestíbulo de arriba para entrar en su dormitorio. Abrió la puerta sin hacer ruido. Stella estaba tendida, respirando en forma suave y acompasada, en su lado de la cama. Si lograba llegar a su propio lado sin tropezar con una silla o hacer caer las botas de ella, o rozar el espejo y sacudirlo, podría acostarse sin despertarla.
Consiguió hacerlo y con mucho cuidado se metió debajo de las frazadas. Con gran suavidad, acarició el hombro desnudo de su mujer. Era bien probable que en aquel momento tuviese un amante, o por lo menos estuviese en medio de una de sus relaciones sentimentales más serias. Ricky suponía que había vuelto a reanudar su relación con el profesor a quien había conocido hacía aproximadamente un año. Estaban esos silencios anhelantes en el teléfono, tan característicos de él. Hacía mucho tiempo Ricky había decidido que había muchas cosas peores que tener una mujer que de vez en cuando se acostaba con otro. Tenía su vida y él ocupaba una gran parte de ella. A pesar de lo que había sentido y expresado a Sears dos semanas atrás, no haber estado casado habría significado para él una pérdida.
Se estiró, en espera de lo que sabía que sucedería. Recordó la sensación de los ojos que le penetraban la espalda. Sintió deseos de que Stella lo ayudase, lo reconfortase de alguna manera, pero como no deseaba alarmarla o preocuparla y por haber tenido antes la certeza de que terminarían con cada nuevo día que pasaba, aparte de que eran suyas en un sentido único y privado, nunca le había hablado de sus pesadillas. Este era Ricky Hawthorne disponiéndose a dormir: tendido de espaldas, el rostro inteligente sin signos de emoción alguna, las manos bajo la nuca, los ojos abiertos. Cansado, aprensivo, celoso, con temor.
2
Junto a la ventana, fumaba una mujer alta y atrayente con pelo oscuro y ojos azules, algo rasgados. Veía Main Street, la calle principal, en casi toda su extensión, la plaza desierta sobre un costado, con sus bancos vacíos y sus árboles desnudos, los escaparates negros de los comercios, el restaurante Village Pump y la gran tienda. Dos cuadras más allá, una luz de tránsito cambió a verde sobre la calle desierta. Main Street se prolongaba ocho cuadras, pero los edificios eran visibles tan sólo como escaparates oscuros o como edificios de oficinas. En el extremo opuesto de la plaza alcanzaba a ver los frentes negros de dos iglesias que se levantaban amenazadoras sobre las copas de los árboles sin hojas. En la plaza, una estatua de bronce de un general de las Guerras de la Independencia hacía un gesto grandilocuente con su mosquete.
«¿ Esta noche o mañana?», se preguntó, mientras fumaba su cigarrillo y contemplaba la ciudad.
Esta noche.
Tenía el cuerpo cubierto con un acolchado tan desteñido que algunos de sus cuadrados eran blancos. Bajo al acolchado, tenía las piernas paralizadas como dos columnas levantadas de tela. Al mirar hacia arriba, vio que advertía los menores detalles de las tablas de madera de las paredes con claridad inusitada: veía el curso de las vetas a lo largo de cada una de ellas, la forma de los agujeros donde faltaban nudos, la cabeza sobresaliente de los clavos arriba de ciertas tablas. Las pequeñas ráfagas llenaban el cuarto y desplazaban el polvo de un lado a otro.
En la planta baja de la casa oyó un gran ruido, el ruido de una puerta que se abría con violencia, una pesada puerta de sótano que golpeaba contra la pared. Hasta aquel cuarto en un piso alto se estremeció. Al escuchar, oyó a alguna forma compleja arrastrarse fuera del sótano. Era una forma pesada, de animal y debió abrirse paso por el marco de la puerta. Se oyó el crujido de astillas y Ricky oyó a la criatura golpear con un ruido sordo la pared. Lo que fuese esa criatura, comenzó a investigar el piso bajo, con movimientos lentos y torpes. Ricky imaginaba lo que veía: una serie de cuartos vacíos exactamente iguales a éste. En la planta baja, había seguramente pasto y maleza que aparecían entre los resquicios de las tablas del piso. El sol debía tocar los flancos y el dorso de lo que se movía allí pesadamente, con obstinación, por los cuartos vacíos. La criatura aspiró con fuerza y luego dejó escapar un chillón alarido. Estaba buscándolo. Andaba por la casa, seguro de que Ricky estaba allí.
Intentó una vez más obligar a sus piernas a moverse, pero las dos columnas cubiertas de tela no se movieron en absoluto. El objeto en el piso bajo rozaba las paredes al recorrer los cuartos, haciendo un ruido áspero. La madera crujía. Imaginó que rompía un tablón podrido del piso.
Entonces oyó el ruido tan temido. El objeto se abrió paso a través de otra puerta abierta. De pronto los ruidos cobraron fuerza… oía la respiración de la criatura. Estaba al pie de la escalera.
La escuchó lanzarse escaleras arriba.
Sonaron los golpes sordos sobre una docena de escalones, pero luego el objeto volvía a caer. Subía entonces más despacio, gimiendo de impaciencia, subiendo dos o tres escalones a la vez.
Ricky tenía el rostro cubierto de sudor. Lo quemás lo asustaba era no estar seguro de estar soñando. De haber estado seguro de que no era más que un sueño, no tendría más que soportarlo hasta el fin, esperar hasta que lo que fuera que se encontrara allá abajo subiese de pronto y entrase en su cuarto. El susto lo despertaría. No tenía, sin embargo, la sensación de estar soñando. Tenía los sentidos despiertos, la mente despejada y toda la experiencia carecía de esa atmósfera incorpórea y deshilvanada de un sueño. Nunca en sus sueños había transpirado así. Y si estaba enteramente despierto, la criatura que subía por la escalera lo atraparía, porque no podía moverte.
Los ruidos cambiaron y reparó entonces en el hecho de que estaba, en realidad, en el segundo piso de una casa abandonada, porque el objeto que lo buscaba estaba en el primero. Sus ruidos eran mucho más intensos y los gemidos y el rumor resbaladizo del cuerpo al frotar las escaleras y las paredes. Se movía con mayor rapidez, como si oliese su presencia.
El polvo seguía bailando en los escasos rayos de sol. Las pocas nubes se desplazaban aún en un cielo que parecía de comienzos de primavera. El piso se sacudió cuando la criatura llegó, impaciente, al descansillo.
Ahora oía con toda claridad su respiración. Se lanzó por el último tramo de la escalera, con el ruido de la bola de una catapulta al golpear los flancos de un edificio. Tenía Ricky el estómago como un témpano de hielo. Pensó que si llegaba a vomitar, vomitaría… cubos de hielo. Se le apretó la garganta. Habría gritado, aunque a la vez sabía que esto no era verdad, que si no hacía ruido alguno, quizás el objeto no lo descubriría. El objeto chillaba y gemía, golpeando los costados de la escalera con el cuerpo. Se quebró un barrote de la barandilla.
Cuando llegó al descansillo fuera del dormitorio, Ricky vio qué era. Era una araña, una araña gigantesca, que golpeaba el marco de su puerta. La oyó comenzar a gemir otra vez. Si las arañas gemían, debían gemir de esa manera. Una cantidad de patas comenzó a arañar la puerta y los gemidos aumentaron. El terror de Ricky era infinito, un terror elemental, helado, peor que nada que hubiese experimentado jamás.
Sin embargo, la puerta no se astilló, sino que se abrió sin ruido. Detrás del marco había una silueta alta y negra. No era una araña y el terror de Ricky disminuyó una mínima fracción. El objeto negro en la puerta no se movió por un instante, sino que se quedó mirando en su dirección. Ricky intentó tragar saliva. Logró utilizar los brazos para sentarse en la cama. Las ásperas tablas le rasparon la espalda y pensó una vez más:
esto no es un sueño.
La forma negra pasó por la puerta.
Ricky vio entonces que no se trataba de un animal, sino de un hombre. Entonces otro plano de negrura se separó, luego otro y vio que eran tres hombres. Bajo los capuchones que envolvían sus rostros de muertos, reconoció los rasgos familiares, Sears James, John Jaffrey y Lewis Benedikt estaban de pie a su lado, y Ricky sabía que estaban muertos.
Despertó gritando. Abrió los ojos para verse frente a las imágenes normales de la avenida Melrose, el dormitorio pintado de color crema con los dibujos adquiridos por Stella durante el último viaje que hicieron a Londres, la ventana que miraba hacia el gran jardín de los fondos, la camisa sobre el respaldo de una silla. La mano firme de Stella lo aferró de un hombro. De pronto el cuarto pareció quedar a oscuras. Obedeciendo a un fuerte impulso que no supo cómo interpretar, Ricky saltó de la cama, en un salto tan ágil como lo permitían sus rodillas de setenta años y fue hacia la ventana, Detrás de él, Stella dijo:
—¿Qué?
No sabía qué estaba buscando, pero lo que vio era algo inesperado: todo el jardín detrás de la casa, todos los tejados de las casas vecinas, todo cubierto de nieve. También el cielo parecía carecer de toda luminosidad. No sabía qué iba a decir, pero cuando abrió la boca, murmuró:
—Nevó toda la noche, Stella. John Jaffrey no debería haber dado nunca esa maldita fiesta.
—¿No fue esa fiesta de John hace más de un año, Ricky? No veo qué tiene que ver eso con la nevada de anoche.
Ricky se frotó los ojos y las mejillas apergaminadas y luego se alisó el bigote.
—Anoche hizo un año. —Y entonces oyó lo que había dicho.— No, desde luego que no. Nada que ver, quiero decir.
—Vuelve a la cama y dime qué te pasa, mi amor.
—No, estoy bien —dijo él, pero volvió a la cama. Cuando estaba levantando las frazadas para meterte debajo, Stella le dijo:
—No, no estás bien, hijo. Tienes que haber tenido una pesadilla horrible. ¿No quieres contármela?
—No tiene mucho sentido.
—Cuéntame, de todos modos. —Stella empezó a acariciarle la espalda y los hombros. Se volvió para mirarla, con la cabeza apoyada en la almohada de color azul marino. Como había dicho Sears, Stella era una belleza. Lo había sido cuando él la conoció y, según parecía, sería una belleza hasta que muriera. No era una belleza regordeta de ilustración de caja de bombones, sino algo que residía en los pómulos salientes, planos faciales limpios y cejas negras bien marcadas. El pelo de Stella se había vuelto de un decidido tono gris apenas cumplió los treinta años, pero se había negado a teñírselo, por haber advertido mucho antes que nadie el atractivo sexual que significaba una espesa cabellera canosa combinada con un rostro juvenil. Tenía ahora esa cabellera espesa y gris, pero el rostro no había dejado de ser juvenil. Mas exacto sería afirmar que nunca había tenido un rostro joven, pero que tampoco sería nunca viejo. La verdad era que con cada año que pasó, hasta los cincuenta años, cada vez se volvió más hermosa, para detenerse por fin en esa edad. Era diez años menor que Ricky, pero cuando tenía buen semblante, todavía aparentaba apenas cuarenta.
—Dime, Ricky —insistió—. ¿Qué diablos pasa?
Ricky empezó entonces a contarle su sueño y vio en el elegante rostro de Stella la preocupación, el horror, el amor y el temor. Seguía frotándole la espalda, pero ahora le acarició el pecho.
—Querido —le dijo cuando Ricky terminó la historia—, ¿tienes de veras sueños como éste todas las noches?
—No. —Al mirarla a la cara y estudiar lo que había bajo las emociones superficiales del momento, vio la preocupación de sí misma y la ironía que siempre estaban presentes en Stella y a las que se unía un «Eso fue lo peor». Luego, con una leve sonrisa, porque veía hacia dónde se dirigían todas esas caricias, dijo—: Este sueño fue campeón entre todos.
—En los últimos tiempos has estado muy tenso. —Stella le tomó una mano y se la besó.
—Lo sé.
—¿Todos ustedes tienen esos sueños?
—¿Todos, quiénes?
—Los de la Chowder Society — repuso ella, apoyando la mano de él en su propia mejilla.
—Creo que sí.
—Bien —dijo y se sentó en la cama para quitarse el camisón, pasándolo por sobre la cabeza—. ¿No creen, viejos tontos, que tendrían que hacer algo? —Una vez sin el camisón, sacudió la cabeza para que el pelo volviese a su lugar. Sus dos hijos le habían dejado el pecho caído y con pezones agrandados y oscuros, pero en general su cuerpo era apenas más viejo que su rostro.
—No sabemos qué hacer —confesó.
—Bien, yo sé qué hacer —dijo ella y abriendo los brazos se tendió en la cama. Si Ricky había deseado alguna vez haberse mantenido soltero como Sears, no lo deseó esa mañana.
—Viejo verde —le dijo Stella cuando terminaron—. De no haber sido por mí, habrías renunciado a esto hace tiempo. Qué gran pérdida. Si no fuera por mí, tendrías tanta dignidad que no osarías desnudarte.
—No es verdad.
—¿No, eh? ¿Qué harías, entonces? ¿Perseguir niñas como Lewis Benedikt?
—Lewis no persigue a niñas.
—Bueno, niñas de veinte años.
—No, yo no haría eso.
—Ya ves. Tenía razón yo. Tu vida sexual no existiría, como le pasa a tu queridísimo amigo Sears. —Stella acomodó las sábanas y frazadas en su lado de la cama y se levantó.
—Me ducharé yo primero —dijo. Todas las mañanas Stella necesitaba pasar un buen rato a solas en el cuarto de baño. Se puso la bata larga de color blanco tiza y adoptó una expresión como si estuviese por ordenar el saqueo de Troya—. Pero antes te diré lo que haría en tu lugar. Deberías llamar ahora mismo a Sears y contarle esa pesadilla horrorosa. No irás a ninguna parte si por lo menos no hablas un poco de ella. Si los conozco bien a ustedes dos, son capaces de pasar semanas sin decirse nada personal. Es terrible. ¿De qué hablan, dicho sea de paso?
—¿De qué hablamos? —repitió Ricky, algo desconcertado—. Hablamos de Derecho.
—Ah, Derecho —contestó Stella y se fue rápidamente al cuarto de baño.
Cuando salió, media hora más tarde, encontró a Ricky sentado en la cama con expresión confusa. Las bolsas que tenía debajo de los ojos eran más grandes que de costumbre.
—Todavía no trajeron el diario —dijo—. Fui abajo a mirar.
—Claro que no está —afirmó Stella, dejando una toalla y una caja de toallas de papel en la cama y volviéndose para dirigirse al cuarto de vestir—. ¿Qué hora imaginas que es?
—¿Qué hora? No, ¿qué hora es? Dejé el reloj sobre la mesa.
—Apenas son las siete.
—¿Las siete? —Normalmente nunca se levantaban hasta las ocho y en general Ricky daba vueltas por la casa antes de partir para la oficina de Wheat Row a las nueve y media. Aunque ni Sears ni él lo admitían, no había ya tanto trabajo para ellos. De vez en cuando los visitaban antiguos clientes, algunos juicios eran tan complicados que parecían con perspectivas de prolongarse a través de la década siguiente, siempre había un testamento o dos o un problema de impuestos que aclarar, pero en realidad podrían haber permanecido en casa dos días de la semana sin que nadie reparase en ello. A solas en su propio sector de oficinas, Ricky había estado leyendo en los últimos tiempos la segunda obra de Donald Wanderley, tratando de convencerse de que deseaba en realidad la presencia de su autor en Milbum—. ¿Qué estás haciendo levantada? —preguntó en voz alta.
—Me despertaste con tus gritos, permíteme que te lo recuerde —repuso Stella desde el cuarto de vestir—. Tenias problemas con un monstruo que quería comerte. ¿Recuerdas?
—Mmmm —dijo Ricky—. Me pareció que estaba oscuro afuera.
—No eludas la cuestión —insistió Stella y un minuto más tarde estaba otra vez junto a la cama, completamente vestida—. Cuando uno empieza a dar gritos en sueños, es hora de tomar en serio lo que pasa, sea lo que fuere. Sé que no consultarás a un médico…
—Por lo menos, no a un psiquiatra —afirmó Ricky—. La cabeza me funciona bien.
—Lo sabía. Pero como no contemplas eso, deberías, por lo menos, hablar de ello con Sears. No me gusta ver cómo te consumes de ansiedad. —Con esas palabras, Stella se alejó hacia la escalera.
Ricky se reclinó y se quedó pensativo. Había sido, como le dijo a Stella, la peor de sus pesadillas. Sólo pensar en ella ahora le provocaba agitación. Sólo pensar en Stella alejándose por la escalera era, en cierto nivel, motivo de agitación. El sueño había sido de un extraordinario realismo con los detalles y la consistencia de hechos que ocurren en estado de vigilia. Recordó los rostros de sus amigos, pobres cadáveres patéticos. Aquello fue horrible y, en cierto modo, inmoral y el golpe causado a su sentido de la moral más aún que todo el horror, era lo que le había hecho abrir la boca y gritar. Tal vez Stella tuviese razón. Sin saber bien cómo abordaría el tema con Sears, levantó el auricular del teléfono junto a su cama. Cuando el aparato de Sears sonó una vez, decidió que esta acción no coincidía con su manera habitual de actuar y que no tenía la menor idea de por qué Stella pensaba que Sears James tendría algo de valor que decirle. Pero era ya demasiado tarde, porque Sears había respondido y estaba hablando.
—Ricky, Sears.
Sin duda era una mañana en que todos mostraban inconsistencia en su conducta, pues nada menos típico de Sears fue la reacción que tuvo.
—Ricky, gracias a Dios que llamaste —dijo—. Debes tener un sexto sentido. Estaba por llamarte en este momento. ¿Puedes pasar a buscarme dentro de cinco minutos?
—Dame un cuarto de hora —repuso Ricky—. ¿Qué sucedió? —Y al recordar su sueño, preguntó—: ¿Se murió alguien?
—¿Por qué me lo preguntas? —preguntó a su vez Sears con un tono diferente, cortante.
—Por nada. Te lo diré después. Entiendo que no vamos a Wheat Row.
—No. Acabo de recibir un llamado de nuestro Virgilio. Quiere que vayamos allá. Quiere iniciar juicio contra cuanta gente conoce. Date prisa, ¿quieres?
—¿Elmer quiere que vayamos los dos a la parcela? ¿Qué sucedió?
Sears mostró impaciencia.
—Algo devastador, según parece. Ven de una vez, Ricky.
La propiedad de Lewis había incluido tanto los bosques como los prados, además de la parcela de piedra que amaba desde el momento en que la vio por primera vez. Era como una fortaleza, con persianas, una enorme construcción levantada a principios de siglo por un agricultor con gustos de aristócrata a quien le agradaba el aspecto de los castillos que ilustraban las novelas de Walter Scott, predilectas de su mujer. Lewis no conocía a Walter Scott ni lo admiraba, pero tantos años de haber vivido en hoteles habían dejado en él una necesidad de contar con gran cantidad de habitaciones a su alrededor. En una casa reducida habría sentido claustrofobia. Cuando decidió vender su hotel a una cadena que venia ofreciéndole sumas cada vez mayores en los seis últimos años, contó con dinero suficiente, después de pagar sus impuestos, para adquirir la única casa, ya fuese en Milburn o en sus inmediaciones, que realmente le satisfacía, además de una suma para amueblarla a su gusto. Las paredes recubiertas de madera, las armas largas y las lanzas no siempre agradaban a sus huéspedes del sexo femenino. (Stella Hawthorne, que pasó tres tardes llenas de experiencias en la parcela de Lewis poco después de su retorno, había comentado que nunca en su vida había estado en el interior de un casino de oficiales antes.) Lewis vendió el prado tan pronto como pudo, pero se quedó con el bosque porque le gustaba la idea de ser dueño de él.
Al recorrerlo al trote siempre veía algo nuevo que intensificaba su sensación de vivir: un día un manchón de flores silvestres en un hueco junto al arroyo, al día siguiente un tordo con alas rojizas, grande como un gato, que lo miraba con expresión de alucinado desde las ramas de un arce. Hoy no prestaba atención, sino que corría, simplemente, por el sendero cubierto de nieve, lleno de un anhelo de que lo que fuese que estaba sucediendo terminase de una vez. Quizás el joven Wanderley pudiese enderezar las cosas. A juzgar por su libro, él mismo conocía uno que otro lugar sombrío. Tal vez John tuviese razón y el sobrino de Edward podría descubrir, por lo menos, qué estaba pasándoles a los cuatro. No podía ser solamente culpa, después de tanto tiempo. El asunto de Eva Galli había ocurrido hacía tanto que había involucrado a cinco hombres diferentes, en un país diferente. Si uno contemplaba la región y la comparaba con lo que había sido durante la década del veinte, nunca se habría dicho que era la misma. Hasta estos bosques habían sido plantados y habían crecido por segunda vez, a pesar de que a él le gustaba imaginar que no.
Mientras corría, le agradaba pensar en los inmensos bosques naturales que en una época cubrieron casi la totalidad de América del Norte: el vasto cinturón de árboles y vegetación, la riqueza silenciosa por la cual se movían sólo él y los pieles rojas. Y unos pocos espíritus. Sí, en la interminable cripta de esos bosques cabía creer en los espíritus. La mitología indígena estaba llena de ellos. Armonizaban con el paisaje. Ahora, en cambio, en el mundo de los Reyes de la Hamburguesa y de las canchas de golf con dispositivos automáticos para jugar, seguramente todos aquellos fantasmas tiránicos del pasado habían sido ahuyentados.
Todavía no han sido ahuyentados del todo, Lewis. Todavía no.
Era como otra voz que hablase en su interior. Qué disparate, que no se hubiesen ido, pensó, pasándose una mano por la cara.
Aquí, no. Todavía no.
Qué diablos. Se estaba asustando a sí mismo. Todavía lo afectaba la maldita pesadilla. Quizás había llegado el momento de que todos hablasen mutuamente de sus pesadillas, de que las describiesen. Y suponiendo que todos tuviesen la misma… ¿Qué significaría? La mente de Lewis no osaba adelantarse tanto. Bien, significaría algo y por lo menos hablar del asunto sería útil. Creía haber sentido tanto miedo que se despertó, esa mañana. Hundió el pie en la nieve mezclada con barro y vio con claridad la imagen final del sueño: los dos hombres que se apartaban los capuchones para mostrar los rostros cadavéricos.
Todavía no.
Maldición. Se detuvo, exactamente en la mitad del trayecto que cumplía siempre y se enjugó la frente en la manga de su chaqueta de punto. Sintió deseos de que hubiese terminado ya la carrera y de encontrarse otra vez en su cocina, preparando café, o disfrutando del aroma del tocino frito en la sartén. Se dijo a sí mismo que era mucho más fuerte de lo que parecía serlo en aquel momento, Viejo buitre… Siempre debió ser fuerte, desde el día que Linda se mató. Por un instante se apoyó en el cerco al final del sendero, donde describía una curva para volver a internarse entre los árboles y miró con aire distraído el prado que había vendido. Estaba ahora con una fina capa de nieve, una extensión de superficie despareja en la cual momentáneamente la luz cruda se reflejó y pareció hacer ruido. Todo eso tendría que haber sido el bosque.
Donde se ocultan seres oscuros.
Qué demonios… Bien, si se ocultaban allí, en aquel momento no veía a ninguno. El aire estaba pesado y vacío y se veía casi toda la extensión del valle, la hondonada hacia la cual iban los camiones por la Ruta 17 en dirección a Binghamton y Elmira, o bien en dirección opuesta, hacia Nueva York o Poughkeepsie. Sólo por un instante, los bosques a sus espaldas le hicieron sentirse aprensivo. Se volvió, pero no vio más que el sendero que serpenteaba entre los árboles. Oyó solamente una ardilla indignada y quejándose de que pasaría hambre ese invierno.
Hermana, todos hemos pasado hambre algunos inviernos.
Estaba pensando en la estación inmediata al suicidio de Linda. Nada aleja tanto a los huéspedes como un suicidio que se divulga. ¿Y la señora Benedikt existe? Sí, sí, es ella, sangrando en todo el patio… sabe, la que tiene el cuello torcido en forma tan rara. Se fueron uno a uno y lo dejaron con una inversión de dos millones de dólares y sin la menor entrada en efectivo. Debió despedir a tres cuartas partes del personal y pagar al resto de su propio bolsillo. Pasaron tres años antes de que sus negocios se recuperasen y seis años antes de que pudiese pagar sus deudas.
De pronto tuvo deseos, no de café y tocino frito, sino de una botella de cerveza de O’Keefe. Cinco litros de cerveza. Tenía la boca seca y le dolía el pecho.
Sí, todos pasamos inviernos de hambre, hermana.
¿Cinco litros de O’Keefe? Habría bebido un barril. Al recordar la muerte de Linda, sin sentido, inexplicable, ansió intensamente embriagarse.
Era hora de volver. Sacudido por los recuerdos, pues la cara de Linda se le había presentado con total claridad, llamándolo a través de los nuevos años transcurridos, se volvió del cerco y respiró hondo. Correr, no beberse cinco litros de cerveza, era su terapia de hoy. El sendero a través de los dos kilómetros de bosque le parecía más estrecho, más oscuro.
Tu problema, Lewis, es que eres cobarde.
Fue la pesadilla que reavivó todos aquellos recuerdos. Sears y John, con esos ropajes de la tumba, con esos rostros macabros. ¿Por qué no Ricky? Si estaban los otros dos miembros que quedaban en la Chowder Society, ¿por qué no el tercero?
Antes de empezar a correr estaba ya cubierto de sudor. El camino de regreso describía una larga curva hacia la izquierda antes de volver en la dirección de la parcela. Normalmente el largo y calmoso rodeo representaba para Lewis la parte predilecta del ejercicio de la mañana. Los bosques se cerraban frente a él casi de inmediato y antes de haber avanzado quince pasos, uno olvidaba la existencia del prado abierto que quedaba detrás. Más que ningún otro sector del sendero, el bosque parecía aquí el primitivo, con sus gruesos robles y sus abedules esbeltos como jóvenes que luchaban por espacio para sus raíces entre los apretados helechos que se adelantaban hacia el sendero. El placer al recorrerlo hoy era casi inexistente. Todos aquellos árboles, por su número y su solidez, eran vagamente amenazadores: haberse alejado en su carrera de la casa era como haberse alejado de su seguridad. Sus pasos levantaban la nieve en una nube de polvillo blanco e hizo un último esfuerzo para acortar el camino que lo llevaba a casa.
Cuando tuvo la sensación por primera vez, trató de ignorarla, en una promesa muda de no dejar que el miedo lo invadiese aún más. Se le había ocurrido de pronto que alguien estaba oculto en el punto de origen del sendero de retorno, exactamente donde estaban los pinos. Sabía que no podía haber nadie allí, pues era imposible que alguien pudiese haber atravesado el prado sin que él lo hubiese visto. Sin embargo, la sensación persistía y no pudo disiparla con los argumentos que se formulaba a sí mismo. Los ojos de su observador parecían seguirlo y penetrar cada vez mis la espesura. Una cuadrilla de cuervos levantó vuelo de los robles al frente. En cualquier otra ocasión eso le habría encantado, pero en ésta dio un brinco al oír la algarabía y por poco no cayó.
Después la sensación cambió y se volvió más intensa. La persona que había estado a sus espaldas lo perseguía y lo miraba fijamente, con ojos enormes. Frenético, desesperado, corría hacia casa sin osar mirar hacia atrás. Sentía los ojos que lo miraban y la sensación persistió hasta que hubo alcanzado el sendero que cortaba el jardín a los fondos de la casa desde el borde del bosque hasta la puerta de la cocina.
Mientras corría por el sendero, sentía el dolor de su pecho al respirar afanosamente. Abrió con rapidez la puerta y entró, golpeándola tras sí. En seguida se acercó a la ventana junto a la puerta. El lugar estaba desierto y las únicas huellas de pisadas eran las suyas. Estaba asustado, a pesar de ello, y miró entonces el límite del bosque. Por un instante un extraño impulso nervioso en el cerebro le dijo que quizá debería vender todo ymudarse a la ciudad. Pero no había huellas, no era posible que hubiese nadie allí, invisible detrás de la protección de los árboles. No permitiría que el miedo lo ahuyentase de esa casa que le era indispensable, ni que la propia debilidad lo llevase a cambiar este solitario esplendor por la incomodidad de un ambiente reducido. Se aferraría a esta decisión, tomada en medio de su fría cocina el primer día de nieve.
Puso una marmita en el fuego, retiró su cafetera de un estante, llenó el molinillo eléctrico con granos de café y lo hizo funcionar hasta que pulverizó los granos.
Abrió la heladera, sacó una botella de cerveza O’Keefe y quitándole la tapa de prisa la bebió hasta vaciarla casi, sin tomarle el gusto a la cerveza. Y al sentir caer el liquido en el estómago, un pensamiento doble lo dejó sorprendido:
Quisiera que Edward viviese. Quisiera que John no hubiese insistido tanto en esa maldita fiesta.
Peter Straub
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