GEORGES SIMENON ENTREVISTA 

A FEDERICO FELLINI 

(1977)


Cannes, 1960. El jurado del Festival, influido por Georges Simenon, otorga la Palma de Oro a La Dolce Vita, de Fellini. Es el comienzo de una amistad por correspondencia que llegará a su momento culminante en 1977, cuando escritor y cineasta por fin se encuentran en persona y mantienen la siguiente entrevista después del estreno de Casanova.
GEORGES SIMENON— ¿Sabe una cosa? Nunca voy al cine…
FEDERICO FELLINI— Yo tampoco.
SIMENON— Con todo, tengo que decirle que he llorado viendo Casanova. Y nunca antes me había pasado una cosa así.
FELLINI — Muchas gracias…
SIMENON— Querría intentar jugar con usted al papel de periodista, si no le importa. ¿Es usted consciente de que con Casanova ha hecho una obra maestra?
FELLINI— Es difícil responder a esa pregunta. Una vez que hago una película, la abandono con verdadero frenesí. Quiero separarme de ella y no volver a relacionarme con ella. De ahí que me sea muy difícil tener un juicio critico y objetivo de mis películas. Me encanta lo que me dice, pero yo no suelo juzgar mis películas.
SIMENON— ¿Cuál es su estado de ánimo después de haber terminado una obra tan monumental? ¿Se encuentra cansado, excitado? ¿Se siente aliviado?
FELLINI— En realidad, no soy capaz de gozar del final de una película durante mucho tiempo. Y es que desde que comienzo, quisiera terminarla, porque hacer una película es tremendamente duro y pesado. Pero una vez que la he terminado no tengo tiempo para descansar y tengo que comenzar inmediatamente con otra, porque el vacío me produce un sentimiento de total inutilidad. Es un sentimiento que seguramente también usted conoce y ha experimentado.
SIMENON— Efectivamente. Yo, después de escribir una novela, paso dos días de euforia completa, con champán incluido. Pasados los dos días, me digo a mí mismo “Todo esto no vale para nada”.
FELLINI— Lo que pasa es que el que trabaja se ve, por ese mismo hecho, liberado de todas las responsabilidades colectivas de la vida. Si trabajas, todo el mundo te respeta y no estás obligado a dar amistad, amor, dinero al Estado, a ir al peluquero o a comprar zapatos. ¡Qué buena coartada es el trabajo! Pero cuando dejas de trabajar, todo se te cae encima. Por eso, creo que estoy deseando volver a ese estado de irresponsabilidad social, para asumir la sola responsabilidad real del creador, esa que tenemos contraída con nuestros fantasmas.
SIMENON— ¿Cómo surgió la idea de Casanova? ¿Su objetivo, desde el principio, fue hacer esta obra tal y como resultó al final?
FELLINI— No. Es un proceso siempre misterioso. La verdad es siempre mucho más misteriosa que nuestros pensamientos. Todo comenzó hace cinco años. Dino de Laurentis, productor de La Strada y Las noches de Cabiria, deja Italia para establecerse en Estados Unidos y me pide, por amistad, que firme un contrato con él, para que pueda utilizarlo como tarjeta de presentación en América. Quiero mucho a De Laurentis. Es un hombre que goza de una especie de energía animal, de salud brutal, pero que no sabe canalizar toda su humanidad, todo su entusiasmo. ¡Menudas peleas las nuestras! En resumen, le firmo el contrato y De Laurentis insiste en que le dé un título para esa supuesta película. «Dame un título», me dijo. Para satisfacer a un determinado productor y que me permitiese hacer las películas que yo quería, les avanzaba títulos, como SatiricónDecamerón y cosas por el estilo. No era la primera vez que hacía algo parecido. No es que hubiese leído esas obras y me hubiesen entusiasmado, lo único que me quedaban de ellas eran vagos recuerdos escolares.

Para conseguir el dinero para poder rodar Giullieta de los espíritus, le prometí al productor un Satiricón. Y la verdad fue que la lectura tardía de Petronio me proporcionó una fuerte emoción ¿Por qué no hacer lo mismo con Casanova? Entonces, rodé Amarcord y, después comencé a leer las Memorias de Casanova. ¡Qué desastre! ¿Qué podía tener yo en común con ese tipo? No es un artista, nunca habla de la naturaleza, de los niños, de los perros, de nada. Su obra es una especie de anuario telefónico. Es un contable, un estadístico, un playboy de provincias que cree haber vivido, pero que, en realidad, nunca ha nacido; que ha deambulado por el mundo sin existir jamás, fantasma errante a través de su propia vida. ¿Lo ha leído?
SIMENON— Sí, sí, a los 16 años. Precisamente quería hacerle un regalo. Es la primera edición original de los seis volúmenes de las Memorias de Casanova en francés…
FELLINI— Cuando terminé su lectura estaba desesperado. Intenté con todas mis fuerzas que la película no se realizase. Rompí los puentes con De Laurentis. Él quería a Robert Redford para el papel de Casanova. Pero para los productores, la idea de un Fellini-Casanova, La Dolce Vita del siglo XVIII, era demasiado tentadora. El primero que se ofreció fue Andrea Rizzoli. Pero la película resultaba demasiado cara para él. Por fin, en abril de 1975, Alberto Grimaldi, con el que había hecho Satiricón, reúne el dinero suficiente asociándose con los americanos. Comencé a rodar en julio, con Donald Sutherland, asediado por las dificultades: huelgas y demás obstáculos. Y, para colmo, en el mes de diciembre, Grimaldi decide pararlo todo y sin avisarme. Despidió a toda la gente y sólo mucho más tarde me dijo que la culpa era mía, que había gastado muchísimo dinero y que era «peor que Atila».
SIMENON— En aquella época estaba al corriente de sus dificultades.
FELLINI— De todas formas, los obstáculos vinieron a confortarme y a justificar mi resistencia inicial a rodar la película. Odiaba el personaje y me negaba a frecuentar un tipo tan estúpido. Pero, muy a pesar mío, había decidido hacer una película sobre él, sobre el vacío existencial, sobre un tipo que está continuamente actuando y que se olvida de vivir realmente, Quizá lo que quería hacer era un retrato del artista, también continuamente actuando en medio del vértigo de su vida. Al pensar esto, me entraron todavía menos ganas de realizar la película. Porque, en efecto, se trata de una película sobre la futilidad de la creación, sobre el desierto árido al que, fatalmente, vuelve el creador, después de habérselas ingeniado para vivir únicamente pendiente de sus marionetas o de sus propias palabras, olvidando dejar expresarse el lado animal y esencial de su ser. Y aquí reside realmente el peligro. Al final, Casanova, convertido en marioneta, se fija mecánicamente en una contemplación sin esperanza de su universo femenino… Simboliza también al artista, bloqueado en esta dimensión neurótica de la ilusión creadora.

Fue entonces cuando comprendí el sentido de la profunda aversión que sentía por Casanova. Esta película que tanto me estaba costando iba a marcar una frontera no tanto en mi carrera, sino en mi vida. Después de ella tendría que matar esa parte de mi yo versátil y cambiante, indecisa, eternamente tentada por el compromiso, la parte de mi yo que no quería hacerse adulta. En realidad, la película fue para mi un «cruzar la frontera», un dirigirme hacía el último tramo de mi vida. Tengo 57 años y la sesentena está a las puertas. Inconscientemente, tal vez, he puesto en esta película todas las angustias y el miedo que me siento incapaz de afrontar. Quizá la película se haya alimentado de mi miedo.
SIMENON— ¿Fue consciente de todo eso desde el momento de la elaboración del guión de Casanova?
FELLINI— No. Para mí, el guión es siempre una fase peligrosa, porque en el fondo es del género tonto intentar plasmar en un papel una serie de fantasmas que sólo se van a materializar seis meses más tarde. Tiene que haber un guión, porque hay que organizar la producción, encargar los decorados e iniciar esta especie de desembarco en Normandía que es el rodaje de una película. Pero yo intento que el guión sea lo más impreciso y difuminado posible, que no fije en una expresión semi-literaria las ideas que deberán hacer nacer a las imágenes. Las imágenes que nacerán del guión escrito estarán inevitablemente en contradicción con las que deben nacer de nuestro universo imaginativo. Esta anticipación peligrosa lo único que consigue es traicionar mi imaginación.
SIMENON— ¿Cuándo comienza realmente una película para usted?
FELLINI— Para mí la película comienza el día en que pongo un pequeño anuncio en los periódicos pidiendo gente para trabajar. No actores, sino gente. Entonces, abro una oficina en algún sitio y espero. Pronto llega una larga procesión de locos, locas, rostros, cuerpos, narices, una corbata, un pie… Quizá exagere un poco. ¿No le pasa a usted lo mismo con sus novelas? A veces todo comienza con un olor, una dirección, una receta de cocina.
SIMENON— Yo, cuando comienzo una novela, nunca sé cómo va a terminar.
FELLINI— Tampoco yo sé cómo van a terminar mis películas. Miro a la gente que canta para mí, en el interior de mí cabeza, como una especie de cántico de la Anunciación. Tomo muchas notas, muchas fotos y prometo a todos: «Estará en mi película». Por eso me acusan de ser un mentiroso, porque, evidentemente, no puedo contratar a todo el mundo.

Esta fase es también el momento en el que ejerzo más sádicamente mi poder. Por ejemplo, pido mujeres gigantes. «Tráiganme todas las mujeres gigantes del país». Y las gigantas llegan, hacen una cola gigante de gigantas y llaman a la puerta de mi despacho. Y yo, tan pequeño, detrás de mi pequeña mesa, miro a la primera giganta y la echo con un gesto de la mano: “¡No es demasiado giganta!”.

Después de los anuncios y del “casting”, me pongo a hacer dibujos y, de pronto, necesito comenzar. La película no está completa. El guión no está terminado, todavía no he escogido a todos los actores ni imaginado todos los decorados, pero sé que tengo que comenzar. De lo contrario, todo se va a precisar, a fijar, que es precisamente lo que yo no quiero y lo que quieren los productores.

Las dos primeras semanas de rodaje son para mí un viaje contradictorio. Destino desconocido. Después, tengo la impresión de que yo no dirijo ya la película, que ésta me dirige y que sabe perfectamente a dónde va. Entonces, intento permanecer disponible y aceptar los descubrimientos del viaje. Este precario equilibrio entre lo que uno hubiera querido hacer y lo que realmente haces, este intento de fidelidad al impulso inicial, es la única definición que soy capaz de dar de mi trabajo. Cuando leo sus últimas obras, en las que escribe como si estuviese hablando, tengo la impresión de que me estoy escuchando a mí mismo y me siento absolutamente cómplice suyo en lo que se refiere a los problemas de la creación.
SIMENON— La única diferencia es que yo estoy sólo y usted está acompañado de cientos de personas sobre un plató. Es más difícil lo suyo.
FELLINI— Sin duda. Pero lo cierto es que necesito a mi alrededor gente que me contradiga, obstáculos para crear. Cuando surge la contradicción, lucho. Y no lucho por mí, sino por lo que estoy intentando crear. Creo que los artistas siguen identificándose con el arquetipo del artista del Renacimiento, sometido a un emperador o a un Papa. «Píntame o hazme esto o aquello en tres días o mando que te corten las manos…» Me siento el heredero de estos hombres que necesitaban la presencia de una autoridad malvada para desarrollar toda su creatividad, de su condición infantil.
SIMENON— Como todos los creadores, también usted ha estado marcado por su infancia. ¿Le persigue la infancia?
FELLINI— En efecto, la relación con la infancia es la marca de todos los creadores. Pero, según la mayoría, esta relación reviste un carácter restrictivo y casi peyorativo. Se mira al artista, como sí fuera “un niño grande”, un hombre incapaz de desarrollarse plenamente.
SIMENON— En el fondo, se trata de todo lo contrario.
FELLINI— Eso es. Hay que entender la infancia como la posibilidad de mantener un equilibrio entre lo inconsciente y lo consciente, entre la vida real y la vida de los recuerdos. El niño vive siempre así y no hace distinciones entre sí mismo y la realidad. Pero todo esto va a ser destruido por la educación, la escuela, la familia, la sociedad, que le van a imponer la infernal rigidez de los sistemas de referencia. El niño no sabe todavía que debería rechazarlos y el artista tiene que intentar olvidar que se los han enseñado y continuar absorbiendo la vida, aunque para eso tenga que ser la víctima propiciatoria de este inevitable conflicto.
SIMENON— ¿Sabe lo que me dijo un día Charlie Chaplin?
FELLINI— Sí, lo leí en una de sus obras. Chaplin le dijo: «Ni usted ni yo somos personas neuróticas porque, cuando estamos demasiado angustiados, usted escribe un libro y yo hago una película».
SIMENON— ¿Puedo decirle lo que pienso de su Casanova? Ha conseguido, con este fresco, uno de los más bellos de la historia del cine, un verdadero psicoanálisis de la humanidad. Es usted un «poeta maldito», como Villon, Baudelaire, Van Gogh o Edgar Poe. Llamo «poeta maldito» a todos los artistas que trabajan mucho más con su subconsciente que con su razón. Son los que, aún queriéndolo, no podrían hacer otra cosa diferente de la que hacen. Son los que, a veces, crean monstruos, pero son monstruos universales.

Su película me hace pensar en Goya, otro «poeta maldito» y que, sin embargo, era un pintor de la Corte. Y a la Corte le gustaba su obra, a pesar de ser una obra puramente trágica. También usted ha mostrado la Corte: Venecia, las fiestas, las comidas, los bailes… Y, con todo, tanto en su obra como en la de Goya, por detrás de todas esas risas, se pasea la muerte. Su fresco es también una forma de bucear en las profundidades humanas.
FELLINI— También usted ha hecho un fresco. Su obra entera es un auténtico fresco.
SIMENON— No. Yo nunca lo he conseguido. Sólo logré hacer un mosaico: pequeñas piezas, sólo pequeñas piezas, unas al lado de otras.
FELLINI— Con todo, en sus obras se ocupa de las desgracias de los que usted llama los «hombres pequeños». Yo, en cambio, tengo el sentimiento de no haberme interesado más que por mí mismo.
SIMENON— Pues puede estar tranquilo, porque a mí me pasa exactamente lo mismo. Me atormento a propósito de esto de una manera increíble. Por eso, cuando me jubilé y sentí que ya no me quedaban más fuerzas para crear personajes, decidí no utilizar más a los intermediarios entre el público y yo. Desde entonces, dicto esta especie de Diario. Y cuanto más dicto, más me doy cuenta de que no he creado nada de nada. Lo único que hice fue exteriorizarme a mí mismo.
FELLINI— En esto somos hermanos. Quizá por la facultad que tenemos de partir de lo particular para ir hasta lo general. Cuando supe que iba a adaptar las Memorias de Casanova, me dije: “¿Qué va a poder hacer con ellas?”.

Porque conozco Casanova de memoria. En una primera lectura lo encontré seductor. Después… Las mujeres, para él, no son un fin, sino un medio. No más que un pequeño aventurero, que hoy hubiera sido un gángster o hubiera trabajado en una inmobiliaria.

Ese lado de Casanova no me interesaba en absoluto. Por eso quise evitar la trampa de lo pintoresco y recrear una vida artificial. Esa fue la razón por la que rodé en estudio. Para que todo fuese mucho más verdadero y real, pero sin que fuese natural. Mandé construir en Cinecittá el Gran Canal de Venecia, una taberna londinense, el hotel parisino de la marquesa de Urfé y el Gran Teatro de Dresde.
SIMENON— Lo que usted hizo fue construir su propio Casanova, del que Donald Sutherland ofrece una imagen, cómo diría yo, una imagen sintética.
FELLINI— El pobrecillo. Llegó aquí pensando que él, Sutherland, se iba a convertir en la encarnación del «latin lover». Se trajo carpetas enteras llenas de documentación. Se quedó sorprendido cuando le dije: «Tire todo eso, no le va a valer para nada». Y le puse una nariz falsa, un falso cráneo, arrugas falsas y una piel falsa. Temo que todavía hoy no se haya repuesto del susto. Por eso, lo único suyo que le dejé, su mirada, es sumamente patética.
SIMENON— Quizá por eso, incluso cuando hace el amor, y bien sabe Dios que su Casanova lo hace a menudo, está como atraído y nunca se quita los calzoncillos.
FELLINI— Eso es lo que más ha llamado la atención a los productores americanos. Vinieron a Roma todos. El presidente y varios vicepresidentes de la Universal, para convencerme de que cortase una hora de la película. Estaban decepcionados: «La película no es erótica, no es sexy», decían.

Precisamente por el asunto de los calzoncillos viví el otro día una aventura. En la plaza de España, en Roma, un señor distinguido, acompañado de su mujer, me aborda y se presenta: «Señor Fellini, soy profesor de mineralogía en Palermo y un gran admirador suyo». Entonces, hace una señal a su mujer para que se aleje y me dice: «Señor Fellini, vi su película y tengo que plantearle una cuestión técnica. ¿Cuáles eran las verdaderas medidas del pene de Casanova?” ¿Por qué un profesor de mineralogía está tan interesado en esta cuestión? Le pregunté. Porque cada vez que su Casanova hace el amor, se aleja muchísimo de su pareja y porque… Le interrumpí, todo eso en mi película es un mimo. Entonces el rostro del profesor se iluminó y llamó corriendo a su mujer: «El señor Fellini dice que es un mimo». Aliviado de su complejo de inferioridad, se fue dándome efusivamente las gracias.
SIMENON— Casanova no sólo guarda sus calzones, sino también una pequeña camiseta. ¿Existía esta pieza en el siglo XVIII?
FELLINI— No. Yo llevaba una idéntica a esa cuando hacía el amor de jovencito. Y ahora también. La verdad es que quise inventar una pequeña prenda para acentuar el aspecto infantil de Casanova.
SIMENON— Con su camisetilla está más desnudo que si realmente estuviese en cueros. Es curioso, porque una de mis obsesiones es encontrar al «hombre desnudo». Y la suya también. ¿o no? ¿No es precisamente eso lo que ha buscado en todas sus películas? Lo que pasa es que es muy duro ir hasta el final del desnudo, porque sabemos que lo que nos vamos a encontrar da lástima. La escena en la que Casanova se desnuda realmente es aquella en la que baila con esa extraordinaria muñeca. Después de todas las mujeres de carne, esta mujer de cera es la única que le aporta un poco de calor y de ternura.
FELLINI— En efecto, al rodar esta escena hice un descubrimiento. Imagínese una “troupe” cinematográfica, sobre todo la compuesta por romanos. Pues bien, cuando rodé esta escena, los tipos más duros de pronto se callaron por completo y se emocionaron profundamente. Creo que esta escena materializaba, por una parte, sus sueños infantiles de tener una mujer así y, al mismo tiempo, despertaba una especie de remordimiento típicamente italiano. El remordimiento de considerar a la mujer como un objeto, como algo para hacer el amor y nada más. Fue algo curioso.
SIMENON— ¿Sabe una cosa? Creo que yo he sido más Casanova que usted. Tuve 10.000 mujeres desde los 13 años. Y no se trata de ningún vicio. No tengo ningún vicio. Se trata simplemente de la necesidad de comunicarme. E incluso las 8.000 prostitutas de entre las 10.000 mujeres eran seres humanos y hembras. Me hubiera gustado conocer a todas las hembras. Desgraciadamente, a causa de mis matrimonios, tuve que prescindir de muchas aventuras. ¡Es increíble las veces que pude haber hecho el amor! De todas formas, por mucho que se busque el contacto humano, no siempre se encuentra. Lo que se encuentra es el vacío. ¿o no?
FELLINI— Se haga lo que se haga, no se encuentra la paz.
SIMENON— Pero la paz no existe. Es algo que hemos inventado. Es lo que mantiene en su lugar al Papa, porque promete la paz del alma y del corazón. Les dice: “Ahora sois desgraciados, pero en cielo cantaréis hosanna con los ángeles”. La paz ha sido el principal engaño de las religiones. Nada nos puede determinar. Somos un ínfimo momento de la evolución del hombre, un ser que está evolucionando desde hace 20.000 millones de años y, desde entonces, ha pasado de ser una ostra a lo que es hoy. ¿Cómo vamos a gozar de la paz?
FELLINI— Es evidente que no podemos ser muy optimistas.
SIMENON— ¿Cómo vamos a ser optimistas, si tenemos raíces en este mundo?
FELLINI— ¿No tiene usted el sentimiento de haber hecho algo?
SIMENON— No. Mi sueño era tener una pequeña habitación en una calle peatonal y llena de comercios y escribir para sobrevivir. Era ver pasar la vida debajo de mi ventana. Nunca fui ambicioso.
FELLINI— Al final, tanto usted como yo, sólo hemos contado fracasos. Todas las novelas de Simenon son la historia de un fracaso. ¿Y las películas de Fellini? ¿Qué son, sino historias de fracasos? Sin embargo, cuando se termina uno de sus libros, que casi siempre terminan mal, se saca de él una nueva energía. Creo que eso es el arte: la posibilidad de transformar el fracaso en victoria, la tristeza en felicidad. El arte es un milagro.
L’Express, febrero 1977
El Mundo, 6 de noviembre de 1993