martes, 18 de junio de 2019

Chéjov / El asesinato

René Magritte
Antón Chéjov
BIOGRAFÍA

EL ASESINATO



THE MURDER
I

En la estación Progónnaya oficiaban las vísperas. Ante la gran imagen, pintada con viveza sobre un fondo dorado, estaba parada una multitud de empleados de estación, sus mujeres y niños, y asimismo leñadores y aserradores que trabajaban en las cercanías de la línea. Todos estaban parados en silencio, hechizados con el brillo de las luces y el aullido de la ventisca, que ni por lo uno ni lo otro se había desatado en el patio, a pesar de la víspera de Anunciación. Oficiaba el viejo sacerdote de Vedeniápino, cantaban el salmista y Matvéi Tiérejov.
El rostro de Matvéi radiaba júbilo, cantaba y estiraba el cuello, como si quisiera echar a volar. Cantaba en tenor y leía el canon en tenor también, con dulzura y convicción. Cuando cantaban “el ojo del Arcángel”, agitaba la mano como un sochantre e, intentando sintonizar con el bajo apagado, anciano del sacristán, sacaba con su tenor algo sumamente complejo, y por su rostro se veía que sentía un gran placer.
Terminadas las vísperas, todos se dispersaron tranquilamente. Volvieron la oscuridad, el vacío y el silencio que sólo se observa en las estaciones de ferrocarril levantadas en pleno campo o en el bosque, cuando el viento silba y no se oye nada más,  cuando se siente todo ese vacío que reina alrededor, toda la angustia de la vida que transcurre pausadamente.
Matvéi vivía no lejos de la estación, en la taberna de su primo. Pero no tenía deseos de ir a la casa. Estaba sentado con el vendedor detrás del mostrador, y contaba a media voz:
-Nosotros en la fábrica de azulejos teníamos nuestro coro. Y debo advertirle que, aunque éramos simples maestros, cantábamos de verdad, excelente. A menudo, nos invitaban a la ciudad, y cuando allá el monseñor vicario Juan, se dignaba a oficiar en la iglesia de la Trinidad, pues los cantores del prelado cantaban en el coro derecho, y nosotros en el izquierdo. Sólo que en la ciudad se quejaban, de que cantábamos mucho tiempo: los de la fábrica alargan, decían. Es verdad, que la parada de Andrei y la Alabanza las empezábamos a las siete, y las terminábamos después de las once; así que, pasaba que llegabas a tu casa en la fábrica, y ya era la una. ¡Era bueno! -suspiró Matvéi-. Hasta muy bueno, Serguei Nikanórich. Y aquí, en la casa paternal, no hay ninguna alegría. La iglesia más cercana está a cinco vérstas, con mi salud débil no llegas allá, no hay cantores. Y en nuestra familia no hay ninguna tranquilidad: todo el día el ruido, la maldición, la suciedad, comemos todos de la misma taza, como los mujíks, y el schi con cucarachas... Dios no me da salud, si no ya hace tiempo que me hubiera ido, Serguei Nikanórich.
Matvéi Tiérejov no era aún viejo, tenía unos 45 años, pero su expresión era enfermiza, su rostro tenía arrugas, y su barbita rala, transparente, ya había encanecido por completo, y eso lo envejecía muchos años. Hablaba con una voz débil, con cuidado, y al toser se agarraba el pecho, y en ese momento su mirada se hacía inquieta y alarmada, como en las personas muy aprensivas. Nunca decía de modo definido qué le dolía, pero le gustaba contar largamente cómo una vez, en la fábrica, levantó un cajón pesado y se derrengó, y cómo se le formó una hernia, que lo obligó a abandonar el servicio en la fábrica de azulejos, y volver a su patria. Pero qué era una hernia, no lo podía explicar.
-Confieso, que no quiero a mi primo -continuó, sirviéndose té-. Es mayor que yo, es pecado censurar, le temo al Señor Dios, pero no lo puedo soportar. Es un hombre altivo, severo, injurioso; para sus parientes y trabajadores es un torturador, y no va a la confesión. El domingo pasado le pido con cariño: “¡Primo, vamos a Pajómovo, a la misa!” Y él: “No voy a ir; allá, dice, el pope es un jugador”. Y aquí no vino hoy porque, dice, el sacerdote de Vedeniápino fuma y toma vodka. ¡No le gusta el clero! Él mismo se oficia la misa, las horas y las vísperas, y su hermanita en lugar del sacristán. Él: ¡recemos a Dios! Y ella con una vocecita finita, como una pavita: ¡Señor, ten piedad!... Un pecado, sólo eso. Cada día le digo: “¡Recapacite, primo! ¡Arrepiéntase, primo!”, y él sin atención.
Serguei Nikanórich, el vendedor, sirvió cinco vasos de té, y los llevó en una bandeja a la sala de señoras. Apenas entró allí, cuando se oyó un grito:
-¡Cómo sirves, jeta de cerdo? ¡No sabes servir!
Era la voz del jefe de estación. Se oyó una farfulla tímida, después de nuevo un grito enojado y áspero:
-¡Fuera de aquí!
El vendedor volvió fuertemente confundido.
-Hubo un tiempo en que complacía a condes, a príncipes –profirió en voz baja- y ahora, ve, no sé servir el té... ¡Me injurió delante del sacerdote y de las damas!
El vendedor Serguei Nikanórich tuvo alguna vez mucho dinero, y había sido dueño de la cantina de una estación de primera clase, en una capital de provincia donde se cruzaban dos vías férreas. Entonces usaba frac y reloj de oro. Pero los asuntos le fueron mal, gastó todo su dinero en un servicio lujoso, los sirvientes lo saquearon y, enredándose poco a poco, pasó a otra estación menos animada. Allí se le escapó la mujer, llevándose toda la plata, y él pasó a una tercera estación de menos categoría, donde ya no se requerían comidas calientes. Después a la cuarta. Cambiando de lugar a menudo, y descendiendo cada vez más bajo, llegó a Progónnaya, y aquí vendía sólo té, vodka barato y, como aperitivos, huevos cocidos y un embutido duro que olía a alquitrán, y que él mismo en burla llamaba “musical”. Tenía una calva por todo el parietal, unos ojos azules saltones y unas patillas espesas, velludas, que peinaba a menudo con un peinecito, mirándose en un espejo pequeño. Los recuerdos del pasado lo agobiaban sin cesar; no podía habituarse de ningún modo al “embutido musical”, a las groserías del jefe de estación y a los mujíks que regateaban; y en su opinión, regatear en una cantina era tan indecente como en una farmacia. Sentía vergüenza de su pobreza y humillación, y esa vergüenza era ahora toda su vida.
-Y la primavera este año es tardía -dijo Matvéi, prestando oídos. -Y es mejor, no me gusta la primavera. En primavera hay mucho fango, Serguei Nikanórich. En los libritos escriben: la primavera, los pájaros cantan, el sol se pone, ¿y qué hay de agradable ahí? El pájaro es el pájaro, y nada más. A mí me gusta la buena sociedad, escuchar a las personas, hablar un poco de religión o cantar a coro algo agradable, y ahí esos ruiseñores y florecitas, ¡que vayan con Dios!
Empezó de nuevo a hablar de la fábrica de azulejos, del coro, pero el insultado Serguei Nikanórich no podía calmarse de ningún modo, y todo el tiempo se encogía de hombros y farfullaba algo. Matvéi se despidió y se fue a la casa.
No había helada y ya goteaban los tejados, pero caía una nieve gruesa; ésta giraba en el aire con rapidez, y sus nubes blancas se perseguían las unas a las otras por la estela del camino. Y el bosque de robles a ambos lados de la línea, apenas iluminado por la luna, que se ocultaba en algún lugar alto, tras las nubes, emitía un rumor severo, alargado. ¡Cuando una tormenta fuerte mece los árboles, qué terribles son éstos! Matvéi caminaba por la carretera junto a la línea, ocultando el rostro y las manos, y el viento lo empujaba por la espalda. De pronto, apareció un caballito pequeño, cubierto de nieve, el trineo crujió sobre las piedras peladas de la carretera, y un mujík con la cabeza cubierta, todo blanco también, restalló el látigo. Matvéi se volteó a mirar, pero ya no estaban ni el trineo ni el mujík, como si todo eso sólo le hubiera parecido, y apuró sus pasos, asustado de pronto sin saber de qué.
He aquí el paso a nivel y la casita oscura donde vivía el guarda. La barrera estaba alzada, y cerca se habían acumulado montañas enteras, y las nubes de nieve giraban como brujas en sábado. Ahí la línea era cruzada por un camino viejo, alguna vez grande, al que todavía llamaban vía. A la derecha, no lejos del paso a nivel, junto al mismo camino, estaba la taberna de Tiérejov, una antigua posada. Allí por las noches siempre ardía una lucecita.
Cuando Matvéi llegó a la casa, todas las habitaciones, incluso el zaguán, olían a incienso fuertemente. Su primo Yákov Ivánich continuaba aún oficiando la víspera. En el oratorio donde esto sucedía, en la esquina delantera, había una urna con imágenes antiguas de los abuelos, con orlas doradas; y ambas paredes, a derecha e izquierda, estaban cubiertas de imágenes de pintura antigua y moderna, en urnas y simplemente así. Sobre la mesa, cubierta con un mantel hasta el suelo, había una imagen de la Anunciación, y ahí mismo una cruz de ciprés y un incensario, ardían velas de cera. Junto a la mesa había un facistol. Al pasar junto al oratorio, Matvéi se detuvo y se asomó a la puerta. Yákov Ivánich, en ese momento, leía junto al facistol; con él rezaba su hermana Agláya, una vieja alta, enjuta, con un vestido azul y un pañuelo blanco. Estaba ahí y la hija de Yákov Ivánich, Dáshutka, una muchacha de unos dieciocho años, no bonita, toda llena de pecas, descalza como de costumbre, y con el mismo vestido con que por las tardes abrevaba al ganado.
Gloria a ti, que nos mostraste la luz! -proclamó Yákov Ivánich como cantando, e hizo una profunda reverencia.
Agláya apoyó la barbilla en su mano y rompió a cantar con una voz fina, chillona, viscosa. Y arriba, sobre el techo, resonaban también ciertas voces confusas, que parecían amenazar o predecir algo malo. En el segundo piso, después de un incendio producido alguna vez, desde hacía mucho tiempo no vivía nadie, las ventanas estaban tapiadas con tablas, y en el suelo, entre las vigas, había botellas vacías tiradas. Ahora el viento golpeaba y zumbaba allí, y parecía que alguien corría, tropezando con las vigas.
La mitad de la planta baja estaba ocupada por la taberna, en la otra se acomodaba la familia Tiérejov; así que, cuando los viajeros borrachos armaban jaleo en la taberna, se oía todo en las habitaciones, hasta la última palabra. Matvéi vivía junto a la cocina, en una habitación con un gran horno donde antes, cuando estaba allí la posada, horneaban pan cada día. En esta misma habitación, detrás del horno, se acomodaba Dáshutka, que no tenía su habitación. Ahí siempre por las noches cantaba un grillo y andaban los ratones.
Matvéi encendió una vela y se puso a leer un libro que le había tomado al gendarme de estación. Mientras estaba con éste, la plegaria terminó y todos se acostaron a dormir. Dáshutka también se acostó. Empezó a roncar en seguida, pero pronto se despertó y dijo, bostezando:
-Tú, tío Matvéi, no deberías encender la velita por gusto.
-Es mi velita -respondió Matvéi-. La compré con mi dinero.
Dáshutka se volteó un poco y se durmió de nuevo. Matvéi estuvo sentado aún largo tiempo, no tenía deseos de dormir, y al terminar la última página, sacó del baúl un lápiz y escribió en el libro: “Este libro lo leí yo, Matvéi Tiérejov, y hallo que es el mejor de todos los libros que he leído, por lo que expreso mi reconocimiento al suboficial de la dirección de gendarmes de las vías férreas, Kuzmá Nikoláevich Zhúkov, como dueño de este libro inapreciable”. Hacer semejantes inscripciones en los libros ajenos, él lo consideraba un deber de cortesía.

II

El mismo día de la Anunciación, después de despedir al tren de correo, Matvéi estaba sentado en el buffet, tomaba té con limón y hablaba.
Lo escuchaban el vendedor y el gendarme Zhúkov.
-Yo debo advertirles -contaba Matvéi, -que ya, en mi temprana infancia, era propenso a la religión. Tenía sólo doce años, y ya leía al apóstol en la iglesia, y mis padres se calmaban bastante, y cada verano iba con mi difunta mámienka a la peregrinación. Pasaba, que los otros chicos cantaban canciones y cazaban cangrejos, y yo en ese tiempo con mámienka. Los mayores me aprobaban, y a mí mismo me era agradable que tenía tan buena conducta. Y cuando mámienka me bendecía en la fábrica, pues yo, entre tanto, cantaba de tenor en nuestro coro, y no había mayor gusto. Por mí mismo, no tomaba vodka, no fumaba tabaco, observaba la pureza corporal; y ese sentido de vida, se sabe, no le gusta al enemigo del género humano; y quiso él, el maldito, perderme, y empezó a oscurecer mi juicio, lo mismo que mi primo ahora. Lo primero, hice el voto de no comer carne y leche los lunes, y no comer carne todos los días; y en general, con el paso del tiempo me agarró una fantasía. Para la primera semana de cuaresma, hasta el sábado, los santos padres pusieron la comida seca, pero para los que trabajan y los débiles, no es pecado incluso tomar tecito; yo mismo, hasta el mismo domingo, no tenía ni una migaja en la boca, y después, en toda la cuaresma, no me permitía la manteca de ningún modo, y el miércoles y el viernes así, no comía nada en absoluto. Lo mismo en las vigilias menores. Pasaba que en la Petróvka, los nuestros de la fábrica comían schi de lucioperca, y yo, a escondidas de ellos, me chupaba una tostada. Las personas tienen una fuerza distinta, por supuesto, pero yo digo de mí: en los días de vigilia no me era difícil, y hasta era así, que mientras más empeño, más fácil. Se quiere comer sólo en los primeros días de la vigilia, y después te acostumbras, sientes más alivio; y miras, y el fin de semana no es nada en absoluto, y en las piernas un entumecimiento, como si no estuvieras en la tierra, sino en una nube. Y además de eso, me imponía toda clase de deberes: me levantaba por las noches y hacía reverencias, arrastraba piedras pesadas de un lugar a otro, salía descalzo a la nieve, bueno, y el cilicio también. Sólo que, con el paso del tiempo, me confieso una vez con el sacerdote, y de pronto este ensueño: pues este sacerdote, pienso, está casado, come carne y fuma; ¿cómo pues me puede confesar, y qué poder tiene para absolverme de los pecados, si él es más pecador que yo? Yo hasta me cuido de la manteca de vigilia, y él, seguro, come esturión. Fui a otro sacerdote, y éste, como en pecado, era gordo de carnes, con sotana de seda, hacía frú-frú como una dama, y olía a tabaco también. Fui a ayunar a un monasterio, y allí mi corazón no estaba tranquilo, siempre me parecía como si los monjes no vivieran por las reglas. Y después de eso, no podía encontrar de ningún modo un oficio a mi gusto: en un lugar oficiaban muy rápido, en el otro n0 cantaban el postdigno, el cántico en honor a la Virgen, y en el tercero el sacristán era gangoso… Pasaba, Señor, perdona al pecador, que estaba parado en la iglesia, y el corazón me temblaba de ira. ¿Qué plegaria era esa pues? Y me parecía, como que las personas no se persignaban bien en la iglesia, no escuchaban bien; a todos los que miraba, todos eran unos borrachos, unos comelones, fumadores, fornicadores, jugadores, sólo yo vivía por los mandamientos. El demonio malicioso no dormía; después dejé de cantar en el coro, y ya no iba a la iglesia en absoluto; así ya entendía de mí, como si fuera un hombre justo, y la iglesia, por su imperfección, no me convenía, o sea, como el ángel caído, me envanecí en mi orgullo hasta lo increíble. Después de eso, me empecé a preocupar, cómo armar mi iglesia. Le alquilé un cuartito a una burguesa ignorante, lejos de la ciudad, junto al cementerio, y armé un oratorio, como el de mi primo pues, sólo que el mío tenía aún postigos y un incensario verdadero. En ese, mi oratorio, mantenía la regla de la montaña sagrada del monasterio de Athos, o sea, cada día empezaba los maitines, obligatoriamente, a medianoche, y en las fiestas docenas solemnes en especial, oficiaba la víspera unas diez horas, y a veces doce. Los monjes de todas formas, por regla, están sentados durante la acafista, lectura del salterio, y la paremia, lectura de fragmentos de la Biblia, y yo deseaba ser más servicial que los monjes, y lo hacía todo de pie. Leía y cantaba alargado, con lágrimas y suspiros, alzando los brazos; y de la oración, sin dormir, directo al trabajo, y además trabajaba con oraciones. Bueno, se corrió por la ciudad: Matvéi es un santo, Matvéi cura a los enfermos y a los dementes. Yo, por supuesto, no curaba a nadie, pero se sabe, tan pronto surge un cisma o una falsa doctrina, pues no hay descanso con el sexo femenino. De todas formas, como moscas a la miel. Me empezaron a frecuentar diversas mujeres, y viejas doncellas, me hacían reverencias hasta los pies, me besaban las manos y gritaban que yo era santo, y demás, y una hasta me vio una aureola en la cabeza. Se hizo estrecho el oratorio, alquilé un cuarto más grande, y se armó una verdadera babel, el demonio se apoderó de mí por completo, y tapó la luz de mis ojos con sus pezuñas cochinas. Todos, como que nos volvimos salvajes. Yo leía, y las mujeres y las doncellas viejas cantaban, y así, sin comer ni beber largo tiempo, después de estar paradas sobre sus pies un día o más, de pronto les empezaban unas sacudidas, como si les pegara una calentura, después de eso ya una gritaba, ya la otra, ¡y daba tanto miedo! Yo me sacudía todo también, “como el judío en la sartén”, yo mismo no sabía por cuál razón, y las piernas nos empezaban a brincar. Era extraño, en verdad: no querías, y brincabas y agitabas los brazos; y después de eso el griterío, los chillidos, todos bailábamos y corríamos unos tras otros, corríamos hasta caernos. Y de esta forma, en una inconciencia salvaje, caí en la fornicación.
El gendarme se echó a reír pero, al advertir que nadie más se reía, se puso serio y dijo:
-Eso es molocanismo. Yo he leído, en el Cáucaso todo es así.
-Pero no me mató con un rayo -continuó Matvéi, persignándose ante la imagen y moviendo los labios. –Debe ser, la difunta-mámienka rezaba por mí en el otro mundo. Cuando todos ya me tenían por santo en la ciudad, y hasta las damas y los buenos señores empezaban a venir a mi casa en secreto, por consuelo, fui una vez a la casa de nuestro amo, Ósip Varlámich, a despedirme, entonces era el día del perdón, y él cerró la puerta así con el ganchito, y nos quedamos los dos, cara a cara. Y me empezó a amonestar. Y les debo advertir, que Ósip Varlámich era un hombre sin instrucción, pero de mente amplia, y todos lo obedecían y temían, porque era severo, de vida misericordiosa y trabajador. Fue alcalde y prefecto de la ciudad, quizás, unos veinte años, e hizo mucho bien; la calle Nueva-Moskóvskaya la cubrió toda de gravilla, pintó la catedral, y las columnas las coloreó de malaquita. Bueno, cerró la puerta y “hace tiempo, me dijo, que quería llegar a ti, tal, mas cual… ¿Tú, me dijo, piensas que eres un santo? ¡No, tú no eres un santo, sino un apóstata, un hereje y un malvado!..” Y siguió, siguió… No les puedo expresar cómo hablaba, de modo sensato e inteligente, como por escrito, y tan conmovedor. Habló unas dos horas. Me penetró con sus palabras, se me abrieron los ojos. Escuchaba, escuchaba, ¡y rompí a llorar así! “Sé, me decía, un hombre corriente, come, bebe, vístete y reza como todos, y todo lo que se sale de lo corriente, pues viene del demonio. Cuídate, decía, del demonio, tus ayunos son del demonio, tu oratorio es del demonio; todo eso, decía, es orgullo”. Al otro día, lunes santo, Dios dispuso que me enfermara. Me derrengué, me llevaron al hospital; me atormenté hasta el extremo, lloraba con amargura y temblaba. Pensaba que del hospital, camino directo al infierno, y casi no me morí. Me torturé en el lecho enfermo medio año, y tan pronto me di de alta, pues en primer lugar me desayuné a lo verdadero, y fui un hombre de nuevo. Me soltaba Ósip Varlámich a casa, y me sermoneaba: “Recuerda pues, Matvéi, que todo lo que está por encima de lo corriente, viene del diablo”. Y yo ahora como y bebo como todos, y rezo como todos… Y si ahora sucede, que el padrecito huele a tabaco o a vino, pues no me atrevo a censurar, porque el padrecito es un hombre corriente también. Pero tan pronto dicen que en la ciudad o en el campo apareció un santo, que no come por semanas e implanta sus reglas, pues ya entiendo de quién es asunto eso. Así pues, señores míos, cómo fue la historia de mi vida. Ahora yo también, como Ósip Varlámich, sermoneo a mi primo y a mi prima, y les reprocho, pero resulta la voz que clama en el desierto. No me dio Dios el don.
El cuento de Matvéi, por lo visto, no produjo ninguna impresión. Serguei Nikanórich no dijo nada y empezó a recoger el entremés del mostrador, y el gendarme empezó a hablar de cuán rico era el primo de Matvéi, Yákov Ivánich.
-Él tiene unos treinta mil por lo menos -dijo.
El gendarme Zhúkov, pelirrojo, de rostro rollizo (cuando caminaba le temblaban las mejillas), saludable, saciado, comúnmente, cuando no había mayores, se sentaba aclocado, poniendo una pierna sobre la otra; al conversar, se mecía y silbaba con descuido, y en ese momento su rostro tenía una expresión satisfecha, saciada, como si recién hubiera almorzado. El dinero se le daba, y siempre hablaba de éste con aire de gran conocedor. Se dedicaba a la comisión y, cuando alguien necesitaba vender una posesión, un caballo o un carruaje guardado, se dirigía a él.
-Sí, unos treinta mil hay, es posible, -convino Serguei Nikanórich. –Su abuelito tenía una fortuna enorme, -dijo, dirigiéndose a Matvéi. –¡Enorme! Todo le quedó después a su padre y a su tío. Su padre murió a edad joven, y después de él el tío se lo llevó todo; y después, entonces, Yákov Ivánich. Mientras usted iba con su mámienka a la peregrinación, y cantaba de tenor en la fábrica, ahí sin usted no andaban bostezando.
-A usted le tocan unos quince mil, -dijo el gendarme, meciéndose. –La taberna la tienen en común, entonces, y el capital es común. Sí. En su lugar, yo hace tiempo lo hubiera llevado a juicio. Lo hubiera llevado a juicio por sí mismo, y mientras andara el asunto, uno contra uno, por toda la jeta, hasta sacarle sangre…
A Yákov Ivánich no lo querían, por que cuando alguien cree no así como los demás, eso inquieta y desagrada, incluso, a las personas que son indiferentes a la fe. Y el gendarme no lo quería aún, porque él también vendía caballos y carruajes guardados.
-Usted no quiere ir a juicio con su primo, porque usted mismo tiene mucho dinero, -dijo el vendedor a Matvéi, mirándolo con envidia. –Bueno para el que tiene medios, pero yo, debe ser, voy a morir así, en esta situación…
Matvéi empezó a asegurar que él no tenía dinero en absoluto, pero Serguéi Nikanórich ya no lo escuchaba; los recuerdos del pasado, de los insultos que soportaba cada día llovieron sobre él; su cabeza calva sudó, se sonrojó, y empezó a parpadear.
-¡Maldita vida! –dijo con fastidio, y golpeó el suelo con un embutido.

III

Contaban que la posada fue construida en tiempos de Alejandro I por una viuda que se instaló allí con su hijo. Se llamaba Avdótia Tiérejova. A los que pasaban por su lado en las carrozas de posta, en particular en las noches de luna, el aspecto del patio oscuro con el tejadillo y los portones cerrados de modo permanente les producía una sensación de angustia y vaga inquietud, como si allí vivieran brujos o bandidos. Y siempre, al pasar de largo, el cochero volvía la cabeza y fustigaba a los caballos. Los viajeros se quedaban de mala gana, porque los dueños se mostraban adustos y cobraban muy caro. En el patio había fango hasta en verano. En el fango yacían unos cerdos grasosos, enormes, y andaban sueltos los caballos con que traficaban los Tiérejov. A menudo sucedía que los caballos, aburridos, se escapaban del patio y emprendían una furiosa carrera por el camino, asustando a los peregrinos. En aquel tiempo había allí un gran movimiento, pasaban largas caravanas con mercancías y se daban casos como aquel de hacía treinta años, por ejemplo, cuando unos arrieros enojados armaron una pelea y mataron a un comerciante que iba de paso. A media vérsta del patio todavía se levanta la cruz de madera, medio podrida. Pasaban coches de posta con sus campanitas y las pesadas diligencias señoriales. Entre mugidos y nubes de polvo, cruzaban también los rebaños de vacas y toros.
Cuando tendieron la vía férrea, los primeros tiempos, en este lugar, había sólo un apeadero, que se llamaba simplemente apartadero, y unos diez años después construyeron la Progónnaya actual. El movimiento por el viejo camino del correo casi se interrumpió, y por éste viajaban ya sólo los hacendados y los mujíks locales, y en primavera y otoño pasaban turbas de obreros. La posada se convirtió en una taberna; el piso superior se quemó, el tejado se puso amarillo con la herrumbre, el tejadillo se derrumbó poco a poco, pero en el fango del patio siguieron tirados aún los cerdos grasosos, enormes, rosados, repulsivos. Como antes, los caballos se escapaban a veces del patio y, rabiosos, con las colas alzadas, andaban por el camino. En la taberna vendían té, heno, avena, harina, y asimismo vodka y cerveza al copeo y a la venta; las bebidas alcohólicas las vendían con cautela, ya que nunca compraban las patentes.
Los Tiérejov, en general, siempre se distinguieron por su religiosidad, de modo que incluso les dieron el apodo de “los peregrinos”. Pero, acaso por que vivían aislados como los osos, evitaban a las personas y llegaban a todo con su mente, eran inclinados a los ensueños y las vacilaciones de la fe, y casi cada generación creía de algún modo peculiar. La abuelita Avdótia, que construyó la posada, era de la fe antigua, pero su propio hijo y ambos nietos (los padres de Matvéi y Yákov) iban a la iglesia ortodoxa, recibían en su casa al clero, y le rezaban a las nuevas imágenes con la misma devoción que a las viejas; el hijo en la vejez no comía carne y se impuso la hazaña del silencio, al considerar un pecado toda conversación, y los nietos tenían la peculiaridad de que entendían la escritura no de modo sencillo, y siempre buscaban en ésta un sentido oculto, asegurando que cada palabra sagrada debía contener algún secreto. El bisnieto de Avdótia, Matvéi, luchó desde la misma infancia contra los ensueños, y casi se muere; el otro bisnieto, Yákov Ivánich, era ortodoxo, pero después de la muerte de su mujer, dejó de pronto de asistir a la iglesia, y rezaba en la casa. Mirándolo a él, se descarrió su hermana Agláya: ella misma no iba a la iglesia y no dejaba ir a Dáshutka. De Agláya contaban aún, como que en sus años jóvenes iba a los flagelantes de Vedeniápino, y que continuaba siendo una flagelante en secreto, y por eso andaba con un pañuelo blanco.
Yákov Ivánich era mayor que Matvéi diez años. Era un viejo muy bonito, de alta estatura, con una amplia barba canosa, casi hasta la cintura, y con cejas tupidas, que otorgaban a su rostro una expresión severa, incluso maligna. Llevaba un abrigo largo de buen paño o una pelliza romanóvskii negra, y en general intentaba vestirse de modo limpio y decente; llevaba chanclos incluso en tiempo seco. A la iglesia no asistía porque, en su opinión, en la iglesia no cumplían la regla con exactitud, y porque los sacerdotes tomaban vino a deshora y fumaban tabaco. En su casa leía y cantaba con Agláya cada día. En Vedeniápino no leían el canon completo en los maitines, y no oficiaban vísperas incluso en las grandes fiestas; él mismo leía en su casa todo lo que convenía a cada día, sin saltarse ni una línea y sin apurarse, y en el tiempo libre leía las vidas en voz alta. Y en la vida cotidiana se remitía a la regla de modo severo; así, si en Cuaresma algún día, por la regla, se permitía el vino “en aras de la labor de vela”, él seguro tomaba vino, aunque no tuviera deseo.
Leía, cantaba, incensaba y ayunaba no para recibir de Dios ciertos bienes, sino para el orden. El hombre no podía vivir sin fe, y la fe debía expresarse de modo correcto, año tras año, día tras día en el orden sabido, para que el hombre se dirigiera a Dios cada mañana y cada noche, precisamente, con las mismas palabras e ideas que convenían al día y a la hora dadas. Había que vivir, entonces, y rezar así, como le placía a Dios, y por eso cada día se debía leer y cantar sólo eso, que le placía a Dios, o sea, lo que se suponía por la regla; así, el primer capítulo de San Juan había que leerlo sólo el día de Pascua, y de la Pascua a la Ascensión no se podía cantar el Digno es, y demás. La conciencia de ese orden y su importancia le brindaban a Yákov Ivánich, durante las oraciones, un gran placer. Cuando tenía que violar ese orden por necesidad, por ejemplo viajar a la ciudad por mercancías o al banco, lo torturaba la conciencia y se sentía desdichado.
El primo Matvéi, llegado de la fábrica de modo inesperado, e instalado en la taberna como en su casa, empezó a violar el orden desde los primeros días. No quería rezar juntos, comía y tomaba té no a su hora, se levantaba tarde, tomaba leche los miércoles y los viernes, como que por su salud débil; casi cada día, durante la oración, iba al oratorio y gritaba: “¡Recapacite, primo! ¡Arrepiéntase, primo!” Esas palabras hacían que Yákov Ivánich ardiera de fiebre, y Agláya, sin soportar, empezaba a maldecir. O por la noche, de modo cauteloso, Matvéi entraba al oratorio y decía en voz baja: “Primo, vuestra oración no le place a Dios. Porque se ha dicho: “reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda”. Ustedes pues prestan dinero con interés, venden vodka. ¡Arrepiéntanse!
En las palabras de Matvéi, Yákov veía sólo el pretexto habitual de los hombres vacíos e indolentes, que hablaban del amor al prójimo, de reconciliarse con su hermano y demás, sólo para no orar, no ayunar y no leer los libros sagrados, y se expresaban con desprecio del lucro y los por cientos, sólo porque no les gustaba trabajar. Pues ser pobre, no ahorrar nada y no cuidar nada, era mucho más fácil que ser rico.
Y con todo estaba inquieto, y no podía ya rezar como antes. Apenas entraba al oratorio y abría el libro, cuando ya empezaba a temer que ya-ya entraría su primo y lo molestaría; y en efecto, Matvéi aparecía pronto y gritaba con una voz trémula: “¡Recapacite, primo! ¡Arrepiéntase, primo!” La hermana maldecía, y Yákov se salía de quicio también, y gritaba: “¡Fuera de mi casa!” Y éste a él: “Esta es nuestra casa”.
Empezaba de nuevo Yákov a leer y cantar, pero ya no podía calmarse y, sin advertirlo él mismo, se quedaba pensando ante el libro; aunque consideraba que las palabras de su primo eran una tontería, por algo, en los últimos tiempos, empezaba a venirle a la memoria también, que al rico le era difícil entrar en el reino de los cielos, que hacía tres años había comprado un caballo robado de modo muy ventajoso, que aun en vida de su difunta esposa, una vez, cierto borracho se había muerto en su taberna por el vodka…
Por las noches, ahora, dormía no bien, con un sueño ligero, y oía cómo Matvéi no dormía tampoco y suspiraba a menudo, extrañando su fábrica de azulejos. Y Yákov en la noche recordaba, mientras se volteaba de un costado al otro, el caballo robado, el borracho y las palabras del Evangelio sobre el camello.
Parecía como si volvieran las alucinaciones de otros tiempos. Y como a propósito, a pesar de que ya estaban a fines de marzo, nevaba todos los días y el viento zumbaba en el bosque como si fuese invierno. No se creía que la primavera llegaría alguna vez. El tiempo predisponía al tedio, a las peleas, al odio, y por las noches, cuando el viento silbaba sobre el techo, le parecía que alguien vivía allá arriba, en el piso vacío, y poco a poco las visiones empezaban a agobiar mente, la cabeza le ardía y no podía conciliar el sueño.

IV

La mañana del lunes santo, Matvéi oyó desde su habitación cómo Dáshutka le decía a Agláya:
-El tío Matvéi me dijo que respire, que no hacía falta ayunar.
Matvéi recordó toda la conversación que había tenido la víspera con Dáshutka, y de pronto se sintió ofendido.
-¡Muchacha, no peques! –dijo con voz gimiente, como un enfermo. –Sin los ayunos no se puede, nuestro mismo Señor ayunó cuarenta días. Yo sólo te expliqué, que para una persona enferma, el ayuno no es de provecho.
-Y tú sólo escucha a los fabriles, ellos te van a enseñar el bien -profirió Agláya de modo burlón, lavando el suelo (en los días laborales, comúnmente, lavaba los suelos y se enojaba con todos). –En la fábrica, se sabe qué ayuno es. Tú mira, pregúntale a tu tío pues, pregúntale por su “almita”, cómo él con ella, con la gansita, en los días de ayuno, se zampaba la leche. A los otros pues les enseña, y él mismo se olvidó de la gansita. Y pregúntale: ¿a quién le dejó el dinero, a quién?
Matvéi escondía de todos con cuidado, como una herida infectada, que en ese mismo período de su vida, cuando saltaba y corría durante la oración con las viejas y las muchachas, había entrado en relación con una burguesa y tenido un hijo. Al irse a casa, le había dado a esa mujer todo lo que ahorró en la fábrica, y le pidió al dueño para su viaje, y ahora tenía sólo unos rublos, que gastaba en té y velas. La “almita” le informó después que el niño había muerto, y le preguntó en la carta cómo proceder con el dinero. Esa carta la había traído de la estación un trabajador, Agláya la interceptó y la leyó, y después le reprochaba cada día a Matvéi por la “almita”.
-¡Una broma, novecientos rublos! –continuó Agláya. -¡Le diste novecientos rublos a una gansa ajena, a una yegua fabril, que te revientes! –Ya se paraba y gritaba de modo estridente: -¿Te callas? ¡Y yo te reventaría, lambrija! ¡Novecientos rublos, como un kopecito! Se los hubieras firmado a Dáshutka, una tuya, no una ajena, o los hubieras mandado a Biéliev, a los huérfanos de María, infelices. ¡Y no hacía falta tu gansita, que sea tres veces maldecida, anatema, diabla, que no llegue al día luminoso!
Yákov Ivánich la llamó con un grito, ya era hora de empezar las horas. Ella se lavó, se puso un pañuelo blanco, y fue ya serena, modesta, al oratorio de su amado hermano. Cuando hablaba con Matvéi o le servía té a los mujíks en la taberna, era una vieja flaca, mala y de ojo perspicaz, pero en el oratorio tenía un rostro puro, tierno, como que rejuvenecía toda, se sentaba con maneras, e incluso ponía labios de corazón.
Yákov Ivánich empezó a leer las horas en voz baja y con tristeza, como siempre leía en cuaresma. Leído un poco se detuvo, para prestar oídos al sosiego que había en toda la casa, y después continuó leyendo, sintiendo placer; ponía las manos de modo oracional, los ojos en blanco, meneaba la cabeza, suspiraba. Pero de pronto se oyeron unas voces. A casa de Matvéi habían venido de visita el gendarme y Serguei Nikanórich. A Yákov Ivánich le daba vergüenza leer en voz alta y cantar, cuando había extraños en la casa, y ahora, al oír las voces, empezó a leer en susurro y con lentitud. En el oratorio se oía cómo decía el vendedor:
-El tártaro de Schépovo da su negocio por mil quinientos. Se le puede dar ahora quinientos, y un endoso por lo restante. Así mire, Matvéi Vasílich, sea leal, présteme esos quinientos rublos. Le doy un dos por ciento al mes.
-¡Qué dinero tengo yo! –se admiró Matvéi. -¡Qué dinero tengo yo!
-Dos por ciento al mes, le viene como caído del cielo -explicó el gendarme. –Y que usted tiene su dinero, sólo lo tiene, y no hay ningún resultado.
Después los visitantes se fueron, y sobrevino un silencio. Pero apenas Yákov Ivánich empezó a leer en voz alta y a cantar de nuevo, cuando de detrás de la puerta se oyó una voz:
-¡Primo, permítame un caballo para ir a Vedeniápino!
Era Matvéi. Y Yákov de nuevo sintió en su alma inquietud.
-¿En qué pues va a ir? –preguntó, tras pensarlo. –En el bayo, el trabajador se llevó un cerdo, y en el potro, yo mismo voy a ir a Shutéikino, tan pronto termine.
-Primo, ¿por qué usted puede disponer de los caballos, y yo no? –preguntó Matvéi con irritación.
-Porque yo no voy a pasear, sino por un asunto.
-Los bienes los tenemos en común, entonces, los caballos son comunes, y debe entender eso, primo.
Sobrevino un silencio. Yákov no rezaba y esperaba, que Matvéi se alejara de la puerta.
-Primo, -decía Matvéi, -yo soy un hombre enfermo, no quiero la posesión, que vaya con Dios, disponga, pero deme siquiera una pequeña parte para el alimento, en mi enfermedad. Démela, y me voy.
Yákov callaba. Tenía muchos deseos de desligarse de Matvéi, pero no podía darle dinero, ya que todo el dinero estaba en el negocio; y en toda la estirpe de los Tiérejov, no había habido un ejemplo de que los hermanos dividieran, dividir era arruinarse.
Yákov callaba y esperaba a que se fuera Matvéi, y miraba a su hermana, como temiendo que se metiera, y empezara de nuevo la maldición que hubo por la mañana. Cuando Matvéi se fue finalmente, continuó leyendo, pero ya no había placer, le pesaba la cabeza y se le nublaban los ojos con las reverencias hasta el suelo, y era aburrido escuchar su voz baja, triste. Cuando tenía esa caída de ánimo por las noches, se lo explicaba con que no tenía sueño, pero por el día eso lo asustaba, y le empezaba a parecer que tenía sentados unos demonios en la cabeza y en los hombros.
Terminado de algún modo con las horas, insatisfecho y enojado, fue a Shutéikino. Aún en otoño unos cavadores habían excavado una cuneta de deslinde, y se gastaron en la taberna dieciocho rublos, y ahora había que hallar en Shutéikino al contratista, y cobrarle el dinero. Con el calor y las ventiscas el camino se había estropeado, se puso oscuro y lleno de baches, y por lugares ya se hundía; la nieve en los costados se asentaba por debajo del camino, de modo que se debía ir como por un terraplén estrecho, y desviarse en los encuentros era muy difícil. El cielo estaba ceñudo aún desde la mañana, y soplaba un viento crudo…
Al encuentro venía un largo convoy: las mujeres llevaban ladrillos. Yákov tuvo que desviarse del camino; su caballo entró en la nieve hasta la panza, el trineo solito se inclinó a la derecha, y él mismo, para no caerse, se inclinó a la izquierda, y estuvo así todo el tiempo, mientras el convoy avanzaba por su lado con lentitud; oía a través del viento cómo crujían los trineos y respiraban los caballos flacos, y cómo las mujeres decían de él: “Va el peregrino”; y una, echando una mirada a su caballo con lástima, dijo con rapidez.
-Parece que la nieve va a estar hasta San Jorge. ¡Se atormentó!
Yákov estaba sentado incómodo, encorvado, y entornaba los ojos por el viento, y ante él aún pasaban ya los caballos, ya el ladrillo rojo. Y acaso porque se sentía incómodo y le dolía el costado, de pronto sintió fastidio, y el asunto por el que iba ahora le pareció no importante, y entendió que podría enviar al trabajador a Shutéikino mañana. De nuevo por algo, como en la noche de insomnio anterior, recordó las palabras sobre el camello, y después le vinieron a la cabeza diversos recuerdos, ya del mujík que le vendió el caballo robado, ya del borracho, ya de las mujeres que le traían samovares de empeño. Por supuesto, cada mercader intentaba tomar más, pero Yákov sentía fatiga porque era un comerciante, sentía deseos de irse a algún lugar, lejos de ese orden, y se sintió aburrido por la idea de que hoy, aún tenía que leer la víspera. El viento le golpeaba el rostro y le zumbaba en el cuello, y parecía que le susurraba todas esas ideas, trayéndolas del ancho campo blanco… Mirando ese campo, conocido desde la infancia, Yákov recordó que había tenido, exactamente, esa misma inquietud, y esas mismas ideas en sus años jóvenes, cuando lo poseyeron los ensueños y su fe vacilaba.
Le daba espanto quedarse solo en el bosque; volteó atrás y fue en silencio tras el convoy, y las mujeres se reían y decían:
-Volvió el peregrino.
En la casa, con motivo de la vigilia, no habían cocinado nada ni puesto el samovar, y por eso el día parecía muy largo. Yákov Ivánich hacía tiempo ya que había librado al caballo, mandado harina a la estación, y unas dos veces se dispuso a leer el Salterio, y hasta la noche aún era lejos. Agláya ya había lavado sus suelos y, sin nada que hacer, ordenaba su baúl, cuya tapa estaba cubierta por dentro de etiquetas de botellas. Matvéi, con hambre y triste, se sentaba y leía, o se acercaba al horno holandés y examinaba largamente los azulejos, que le recordaban la fábrica. Dáshutka dormía, después, al despertar, fue a abrevar al ganado. Cuando sacaba agua del pozo, se le rompió la cuerda y el balde cayó al agua. El trabajador empezó a buscar un bichero, para sacar el balde, y Dáshutka andaba tras él por la nieve fangosa, descalza, con unos pies rojos, como de ganso, y repetía: “¡Es hondo!” Quería decir que el pozo era más profundo de lo que podía alcanzar el bichero, pero el trabajador no la entendía y, evidentemente, lo cansó, ya que de pronto se volteó y la maldijo con malas palabras. Yákov Ivánich, que salía al patio en ese momento, oyó cómo Dáshutka respondía al trabajador con un largo retruécano, de maldición selecta, que habría podido aprender sólo en la taberna, con los mujíks borrachos.
-¿Qué dices tú, desvergonzada? –le gritó, e incluso se asustó. -¿Qué palabras dices tú?
Y ella miraba a su padre de modo perplejo, estúpido, sin entender por qué no se podían pronunciar esas palabras. Él quiso darle un sermón, pero le pareció salvaje, oscura, y por primera vez, en todo el tiempo que llevaba en su casa, entendió que ella no tenía ninguna fe. Y toda esa vida en el bosque, en la nieve, con los mujíks borrachos, con la maldición le pareció tan salvaje y oscura como esa muchacha, y en lugar de darle un sermón, sólo dejó de la mano y regresó a la habitación.
En ese momento, llegaron de nuevo a ver a Matvéi el gendarme y Serguéi Nikanórich. Yákov Ivánich recordó que estos hombres tampoco tenían ninguna fe, y que eso no les inquietaba en absoluto, y la vida empezó a parecerle extraña, insensata y oscura, como la de los perros; se paseó sin gorro por el patio, después salió al camino y anduvo con los puños apretados; en ese momento empezó a nevar copos, la barba se le movía con el viento, y sacudía la cabeza, como si algo le aplastara la cabeza y los hombros, como si se hubieran sentado en éstos unos demonios, y le parecía que andaba no él, sino una suerte de fiera enorme, terrible, y que si gritaba, su voz se extendería como un rugido por todo el campo y el bosque, y asustaría a todos…

V

Cuando regresó a la casa, el gendarme ya no estaba, y el vendedor estaba sentado en la habitación de Matvéi, y sacaba cuentas. Éste antes, a menudo, casi todos los días, estaba en la taberna; antes iba a ver a Yákov Ivánich, en los últimos tiempos a Matvéi. Siempre sacaba cuentas, y su rostro se tensaba y sudaba, o pedía dinero, o, alisando sus patillas, contaba de cómo alguna vez, en la estación de primera clase, había preparado ponche para los oficiales mezclando vino blanco, ron y cognac, y había servido él mismo la sopa de acipenser en los almuerzos solemnes. En este mundo no le interesaba nada, excepto los buffets, y sólo sabía hablar de comidas, servicios y vinos. Una vez, al servirle el té a una mujer joven, que le daba el pecho a un niño, y deseando decirle algo agradable, se expresó así:
-El pecho de la madre es la cantina del niño.
Sacando cuentas en la habitación de Matvéi, le pedía dinero, decía que ya no podía vivir en Progónnaya, y repetía varias veces en tal tono, como si se dispusiera a llorar:
-¿A dónde pues voy a ir? ¿A dónde voy a ir ahora, dígame por favor?
Después Matvéi llegó a la cocina y empezó a pelar unas patatas hervidas, que había escondido, probablemente, desde el día de ayer. Había silencio, y a Yákov Ivánich le pareció que el vendedor se había ido. Hacía tiempo ya que era hora de empezar la víspera, llamó a Agláya y, pensando que en la casa no había nadie, rompió a cantar sin cohibición, en voz alta. Cantaba y leía, pero mentalmente pronunciaba otras palabras: “¡Señor, perdónanos!, ¡Señor, sálvanos!”, y una tras otra, sin cesar, hacía reverencias hasta el suelo, como deseando fatigarse, y sacudía la cabeza, de modo que Agláya lo miraba con asombro. Temía que entrara Matvéi, y estaba seguro de que entraría, y sentía una furia contra él, que no podía vencer ni con la oración, ni con las reverencias frecuentes.
Matvéi abrió la puerta suavemente y entró al oratorio.
-¡Pecado, qué pecado! –dijo con reproche y suspiró. –¡Recapacite! ¡Arrepiéntase, primo!”
Yákov Ivánich, apretados los puños, sin mirarlo, para no pegarle, salió del oratorio con rapidez. Así, como hacía poco en el camino, sintiéndose una fiera enorme, terrible, pasó a través del zaguán al aposento gris, sucio, saturado de neblina y humo, donde los mujíks comúnmente tomaban té, y allí caminó de una esquina a la otra largo tiempo, pisando fuerte, de modo que la vajilla tintineó en los estantes y las mesas temblaron. Ya tenía claro qué él mismo estaba insatisfecho con su fe, y ya no podía rezar cómo antes. Había que arrepentirse, había que recapacitar, ajuiciarse, vivir y rezar de algún modo, de otra forma. ¿Pero cómo rezar? ¿Y podía ser, todo esto sólo turbaría al demonio, y nada de esto haría falta?.. ¿Cómo ser? ¿Qué hacer? ¿Quién le podía enseñar? ¡Qué impotencia! Se detuvo y, tras tomarse la cabeza, empezó a pensar, pero el que Matvéi se hallara cerca le impedía pensar de modo sereno. Y fue a la habitación con rapidez.
Matvéi estaba sentado en la cocina ante una escudilla de patata, y comía. Ahí, cerca del horno, estaban sentadas frente a frente Agláya y Dáshutka, devanando la madeja. Entre el horno y la mesa, a la que estaba sentado Matvéi, se alargaba una tabla de planchar, sobre ésta había una plancha fría.
-¡Primita -pidió Matvéi -permítame la manteca!
-¿Quién pues come manteca en un día así? –preguntó Agláya.
-Yo, primita, no soy un monje, sino un laico. Y por mi salud débil, puedo no ya manteca, sino hasta leche.
-Sí, en su fábrica se puede todo.
Agláya tomó del estante una botella con manteca de víspera, y la puso delante de Matvéi, golpeando enojada con una sonrisa maligna, evidentemente, satisfecha de que era tan pecador.
-¡Y yo te digo que tú no puedes comer manteca! –le gritó Yákov. Agláya y Dáshutka se estremecieron, y Matvéi, como si no oyera, se echó manteca en la escudilla y continuó comiendo. –¡Y yo te digo que tú no puedes comer manteca! –gritó Yákov aún más fuerte, se enrojeció todo y, de pronto, agarró la escudilla, la levantó por encima de la cabeza y, con todas sus fuerzas, la lanzó contra el suelo, de modo que los pedazos volaron. -¡No te atrevas a hablar! –gritó con voz frenética, aunque Matvéi no había dicho ni una palabra. –¡No te atrevas! –repitió y golpeó la mesa con el puño.
Matvéi palideció y se levantó.
-¡Primo! –dijo, siguiendo masticando. –¡Primo, recapacite!
-¡Fuera de mi casa en este instante! –gritó Yákov; le era repulsivo el rostro arrugado de Matvéi, su voz, las migajas en sus bigotes, y el hecho de que masticara. -¡Fuera, te dicen!
-¡Primo, cálmese! ¡Lo poseyó el orgullo diabólico!
-¡Cállate! -Yákov pateó-. ¡Vete, diablo!
-Usted, si desea saber -continuó Matvéi en voz alta, empezando a enojarse también, -es un apóstata y un hereje. Los malditos demonios le ocultaron la luz verdadera, su oración no le place a Dios. ¡Arrepiéntase, mientras no es tarde! ¡La muerte del pecador es atroz! ¡Arrepiéntase, primo!
Yákov lo agarró por los hombros y lo arrastró fuera de la mesa, y él palideció aún más y, asustado, turbado, empezó a farfullar: “¿Qué es esto pues? ¿Qué es esto pues?” –y, apoyándose, haciendo un esfuerzo para liberarse de las manos de Yákov, sin intención, se aferró de su camisa cerca del pecho y le rompió el cuello, y a Agláya le pareció que él quería pegarle a Yákov; gritó, agarró la botella con la manteca de víspera y, con todas sus fuerzas, golpeó a su odiado primo directo en el parietal. Matvéi se tambaleó, y su rostro, en un instante, se tornó apacible, indiferente; Yákov, respirando con dificultad, excitado y sintiendo placer por que la botella, al golpear la cabeza, graznó como viva, no lo dejaba caer, y varias veces (eso lo recordaba muy bien) le señaló a Agláya con el dedo la plancha, y sólo cuando corrió por sus manos la sangre y se oyó el llanto fuerte de Dáshutka, y cuando la tabla de planchar cayó con ruido, y sobre ésta se derrumbó Matvéi tristemente, Yákov dejó de sentir furia, y entendió qué había sucedido.
-¡Que se muera, potro de fábrica! –profirió con repulsión Agláya, sin soltar de la mano la plancha; el pañuelo blanco, salpicado de sangre, se le resbaló hacia los hombros, y sus cabellos canosos se soltaron. -¡Por ahí tiene el camino!
Todo era terrible. Dáshutka estaba sentada en el suelo, cerca del horno, con la madeja en las manos, sollozaba y se inclinaba, diciendo en cada reverencia: “¡ay!, ¡ay!” Pero nada fue tan terrible para Yákov, como la patata hervida en la sangre que temía pisar, y había aún algo terrible que lo oprimía como un sueño pesado, y parecía lo más peligroso, y que no podía entender de ningún modo en un primer instante. Era el vendedor Serguei Nikanórich, que estaba parado en el umbral con las cuentas en las manos, muy pálido, y miraba con horror lo que sucedía en la cocina. Sólo cuando él se volteó y fue al zaguán con rapidez, y de ahí afuera, Yákov entendió quién era, y fue tras él.
Se limpiaba las manos con la nieve al andar, pensaba. Le vino la idea, de que el trabajador le había pedido ir a pasar la noche a su pueblo, y se había ido hacía tiempo; ayer habían degollado a un cerdo, y había manchas de sangre enormes en la nieve, en el zaguán, e incluso un costado del brocal de troncos estaba salpicado de sangre, de modo que si ahora toda la familia de Yákov estaba llena de sangre, eso podría no parecer sospechoso. Ocultar el asesinato sería torturante, pero el hecho de que viniera el gendarme de la estación, que iba a silbar y sonreír de modo burlón, vinieran los mujíks y les ataran las manos fuerte a Yákov y Agláya, y con aire triunfal los llevaran al distrito, y de ahí a la ciudad, y por el camino todos los señalaran y dijeran contentos: “¡Se llevan a los peregrinos!”, eso le parecía a Yákov lo más torturante de todo, y tenía deseos de alargar de algún modo el tiempo, para sufrir esa vergüenza no ahora, sino alguna vez después.
-Yo le puedo prestar mil rublos… -dijo, alcanzando a Serguei Nikanórich. –Si le dice a alguien, pues no hay ningún provecho de eso… y al hombre, de todos modos, no lo vas a resucitar, -y apenas alcanzando al vendedor, que no se volteaba a mirar e intentaba ir con más rapidez, continuó:
-Y mil quinientos puedo darle…
Se detuvo porque se sofocaba, y Serguei Nikanórich fue adelante con la misma rapidez, temiendo probablemente que lo mataran asimismo. Sólo ya sorteado el paso a nivel y cruzada la mitad de la carretera, que llevaba del paso a nivel a la estación, se volteó a mirar con rapidez, y fue con más lentitud. En la estación y por la línea brillaban ya las luces rojas y verdes; el viento se había calmado, pero aún caían copos de nieve, y el camino albeaba de nuevo. Pero he aquí, casi junto a la misma estación, Serguei Nikanórich se detuvo, pensó un instante y, de modo decidido, fue atrás. Se hacía oscuro.
-Dígnese mil quinientos, Yákov Ivánich, -dijo en voz baja, con todo el cuerpo temblando.
-Acepto.

VI

El dinero de Yákov Ivánich estaba en un banco de la ciudad, y fue invertido en una segunda hipoteca; en su casa tenía muy poco, sólo lo necesario para el corriente. Al entrar a la cocina, buscó a tientas la latita de cerillos y, mientras ardía el azufre con fuego azulado, alcanzó a discernir a Matvéi, que yacía como antes en el suelo, cerca de la mesa, aunque ya estaba cubierto por una sábana blanca, y se veían sólo sus botas. Cantaba un grillo. Agláya y Dáshutka no estaban en las habitaciones: ambas estaban sentadas en el salón de té, detrás del mostrador y, calladas, devanaban las madejas. Yákov Ivánich, con una lámpara, pasó a su habitación, y sacó de abajo de la cama un baulito, donde estaba el dinero corriente. Esta vez se habían acumulado sólo cuatrocientos veinte en billetes menores, y treinta y cinco rublos de plata; los billetes tenían un hálito no bueno, pesado. Tomado el dinero en el gorro, Yákov Ivánich salió al patio, después por los portones. Andaba y miraba a los lados, pero no estaba el vendedor.
-¡Me cag…! –gritó Yákov.
En el mismo paso a nivel, junto a la barrera, se destacó una figura oscura que, de modo indeciso, fue hacia él.
-¿Qué usted, siempre anda y anda? –profirió Yákov con fastidio, al reconocer al vendedor. –Aquí tiene: ahí falta un poco para quinientos… No hay más en la casa.
-Está bien… Le estoy muy agradecido, -farfulló Serguei Nikanórich, tomando el dinero con ansiedad y metiéndolo en el bolsillo; temblaba todo, eso se advertía a pesar de la tiniebla. –Y usted, Yákov Ivánich, esté tranquilo… ¿Para qué voy a hablar? Mi asunto es así, yo estaba, pero me fui. Como se dice, saber no sé nada, ver no veo… -y ahí agregó con un suspiro: -¡Maldita vida!
Por un instante estuvieron parados callados, sin mirarse el uno al otro.
-Así, eso usted, por una tontería, Dios sabe cómo… -dijo el vendedor temblando. –Estoy sentado, cuento para mí, y de pronto un jaleo… Miro a la puerta, y usted por una manteca de víspera… ¿Dónde está ahora?
-Está allá, en la cocina.
-Si lo llevara a algún lugar… ¿Para qué esperar?
Yákov lo acompañó hasta la estación callado, después regresó a la casa y enganchó un caballo, para llevar a Matvéi a Limárovo. Decidió que lo llevaría al bosque de Limárovo y lo dejaría allí en el camino, y después le diría a todos que Matvéi se había ido a Vedeniápino y no había regresado, y todos pensarían entonces que lo habían matado los caminantes. Sabía que no engañaría a nadie con eso, pero moverse, hacer algo, afanarse no eran tan torturante como estar sentado y esperar. Llamó a Dáshutka y llevó con ella a Matvéi. Y Agláya se quedó a recoger la cocina.
Cuando Yákov y Dáshutka regresaban, los retuvo en el paso a nivel la barrera bajada. Iba un largo tren de mercancía, que arrastraban dos locomotoras respirando con dificultad, y echando por el hueco haces de fuego púrpura. En el paso a nivel, a la vista de la estación, la locomotora delantera emitió un silbido penetrante.
-Silba… -profirió Dáshutka.
El tren pasó finalmente, y el guarda, sin prisa, levantó la barrera.
-¿Eres tú, Yákov Ivánich? –dijo. –No te reconocí, vas a ser rico15.
Y después, cuando llegaron a la casa, había que dormir. Agláya y Dáshutka se acostaron juntas, tendidas en el salón de té, en el suelo, y Yákov se instaló en el mostrador. Antes de acostarse, no rezaron a Dios ni encendieron las lámparas. Todos los tres no durmieron hasta la misma mañana, pero no dijeron ni una sola palabra, y toda la noche les pareció que arriba, en el piso vacío, alguien andaba.
A los dos días llegaron de la ciudad el comisario de policía y el inspector, e hicieron un registro primero en la habitación de Matvéi, después por toda la taberna. Interrogaron ante todo a Yákov, quien demostró que Matvéi, el lunes por la tarde, había ido a Vedeniápino a ayunar y que, debía ser, lo habían matado por el camino los aserradores, que trabajaban ahora por la línea. Y cuando el inspector le preguntó por qué sucedió así, que a Matvéi lo hallaron en el camino y su gorro estaba en la casa -¿acaso se fue a Venediápino sin gorro?-; y por qué alrededor de él, en el camino, no hallaron ni una gota de sangre, mientras que tenía la cabeza destrozada, y la cara y el pecho estaban negros de sangre, Yákov se turbó, se extravió y respondió:
-No puedo saber.
Y sucedió precisamente lo que tanto temía Yákov: vino el gendarme, el policía fumaba en el oratorio, y Agláya se abalanzó sobre él con injurias, e insultó al comisario de policía, y cuando sacaron después a Yákov y Agláya por el patio, en los portones se juntaban los mujíks y decían: “¡Se llevan al peregrino!”, y parecía que todos se alegraban.
El gendarme demostró directamente en el sumario, que a Matvéi lo habían matado Yákov y Agláya, para no dividir con él, y que Matvéi tenía su propio dinero, y que si éste no había aparecido en el registro pues, evidentemente, se lo habían apropiado Yákov y Agláya. Y le preguntaron a Dáshutka. Ésta dijo que tío Matvéi y tía Agláya se injuriaban, y casi se peleaban todos los días por dinero, y que su tío era rico, ya que incluso le había regalado a cierta “almita” suya novecientos rublos.
Dáshutka se quedó sola en la taberna; nadie venía ya a tomar té y vodka, y ella ya recogía las habitaciones, ya comía miel y rosquillas; pero a los pocos días interrogaron al guarda del paso a nivel, y éste dijo que el lunes, al caer la tarde, había visto cómo Yákov venía con Dáshutka de Limárovo. Arrestaron a Dáshutka también, la llevaron a la ciudad y la metieron en la cárcel. Pronto, por las palabras de Agláya, se supo que durante el asesinato estuvo presente Serguei Nikanórich; hicieron un registro en su casa y hallaron dinero en un lugar no común, en una bota de fieltro debajo del horno, y era todo dinero menudo, había unos trescientos en billetes de a rublo. Él juraba que había ganado ese dinero vendiendo, y que no había estado en la taberna ya más de un año; y los testigos demostraron que él era pobre, y tenía mucha necesidad de dinero en los últimos tiempos, e iba a la taberna todos los días, para tomarle prestado a Matvéi; y el gendarme contó cómo, el día del asesinato, él mismo fue dos veces con el vendedor a la taberna, para ayudarlo a que le hicieran el préstamo. Recordaron, a propósito, que el lunes por la tarde Serguei Nikanórich no salió al tren de pasajeros y de mercancía, y se fue a algún lugar. Y a él también lo arrestaron y enviaron a la ciudad.
A los once meses fue el juicio.
Yákov Ivánich había envejecido fuertemente, adelgazado, y hablaba ya en voz baja, como un enfermo. Se sentía débil, mezquino, menor de estatura que todos, y parecía como que, por la tortura de la conciencia y los ensueños, que no lo dejaron tampoco en la cárcel, su alma había envejecido y adelgazado tanto como su cuerpo. Cuando salió a cuento que no asistía a la iglesia, el presidente le preguntó:
-¿Usted es cismático?
-No puedo saber -respondió.
Ya no tenía ninguna fe, no sabía y no entendía nada, y la fe anterior le era ahora repulsiva, y le parecía insensata, oscura. Agláya no se resignaba en absoluto, y continuaba maldiciendo al difunto Matvéi, culpándolo de todas las desgracias. A Serguei Nikanórich, en lugar de las patillas, le creció la barba; en el juicio sudó, se sonrojó y, evidentemente, se avergonzó de su bata gris, y de que lo sentaran en un banco con simples mujíks. Se justificaba con embarazo y, deseando demostrar que no había estado en la taberna un año entero, entraba en discusión con cada testigo, y el público se reía de él. Dáshutka, mientras estuvo en la cárcel, engordó; en el juicio no entendía las preguntas que le hacían, y dijo sólo que cuando mataban a tío Matvéi, ella se asustó mucho, y después nada.Todos los cuatro fueron hallados culpables de asesinato con fines de lucro. Yákov Ivánich fue condenado a veinte años de trabajo forzado, Agláya a trece y medio, Serguei Nikanórich a diez, Dáshutka a seis.

VII

En la rada de Due, en Sajalín, a la caída de la tarde, se detuvo un barco extranjero y solicitó carbón. Le rogaron al capitán esperar hasta la mañana, pero éste no deseaba esperar ni una hora, diciendo que, si el tiempo se estropeaba por la noche, se arriesgaría a irse sin carbón. En el Estrecho tártaro el tiempo podía cambiar, bruscamente, en una media hora, y entonces las orillas sajalinianas se tornaban peligrosas. Y ya refrescaba y se desataba bastante oleaje.
Desde la cárcel de Voevódskii, la menos atractiva y más severa de todas las cárceles de Sajalín, arrearon a la mina a una partida de reclusos. Les esperaba cargar de carbón las barcazas, después llevarlas a remolque con una lancha de vapor hasta la borda del barco, que estaba a más de mediavérsta de la orilla, y ahí debía empezar el trasbordo, un trabajo torturador cuando la barcaza golpeaba el barco, y los obreros apenas se mantenían en pie por el mareo. Los forzados, recién levantados de la cama, soñolientos, iban por la orilla, tropezando en las tinieblas y sonando los grilletes. A la izquierda se veía apenas la alta orilla abrupta, sumamente sombría, y a la derecha había una negrura continua, absoluta, en la que el mar gemía, emitiendo un sonido alargado, monótono: “a… a… a… a…”, y sólo cuando el vigilante prendía la pipa, y se iluminaba fugazmente el escolta con el fusil, y dos-tres reclusos cercanos de rostros rudos, o cuando se acercaba con el farol al agua, se podían discernir las crestas blancas de las olas primeras.
En esa partida se hallaba Yákov Ivánich, llamado en el presidio “el escoba”, por su barba larga. Por el nombre y el patronímico ya hacía tiempo que nadie lo nombraba, y lo llamaban simplemente Yákov. Estaba aquí mal visto, ya que a los tres meses de su llegada al presidio, sintiendo una fuerte, invencible añoranza por la patria, sucumbió a la tentación y se escapó, y pronto lo atraparon, lo condenaron a prisión perpetua, y le dieron cuarenta latigazos; después, unas dos veces más, lo azotaron en castigo por desfalco de ropa estatal, aunque esa ropa ambas veces se la habían robado. La añoranza por la patria le había empezado desde aquel mismo entonces, en que lo llevaron a Odesa, y el tren de reclusos se detuvo de noche en Progónnaya, y Yákov, pegado a la ventana, intentó ver el patio natal, y no vio nada en las tinieblas.
No había con quien hablar del lado patrio. A su hermana Agláya la habían enviado al presidio a través de Siberia, y se ignoraba dónde estaba ahora. Dáshutka estaba en Sajalín, pero se la habían entregado a algún colono como querida, en una aldea lejana: no había ningún rumor de ella, y sólo una vez un colono, caído en la cárcel de Voevódskii, le contó a Yákov como que Dáshutka tenía ya tres hijos. Serguéi Nikanórich servía de lacayo en casa de un funcionario no lejos, ahí mismo, en Due, pero no se podía contar con verlo alguna vez, ya que a él le daba vergüenza tener relación con forzados de título simple.
La partida llegó a la mina y se instaló en el muelle. Decían que no habría carga, ya que el tiempo se estropeaba y el barco como que se disponía a irse. Se veían tres luces. Una de éstas se movía: eso la lancha de vapor iba al barco y ahora, al parecer, regresaba ya para informar si habría trabajo o no. Temblando con el frío otoñal y la humedad marina, arropándose con su pelliza corta, rota, Yákov Ivánich miraba fijamente, sin parpadear, hacia el lado donde estaba la patria. Desde que había vivido en una cárcel con hombres, que conducían corriendo allí desde distintos lugares, con rusos, jojóles16, tártaros, georgianos, chinos, chujónes, gitanos, hebreos, y desde que había prestado oídos a sus conversaciones, observado a saciedad sus sufrimientos, había empezado de nuevo a elevarse a Dios, y le parecía que, finalmente, conocía la fe verdadera, esa misma que tanto ansiaba, y que tanto tiempo había buscado y no hallado toda su estirpe, empezando desde la abuelita Avdótia. Todo ya lo sabía y entendía, dónde estaba Dios y cómo se le debía servir, pero sólo una cosa no entendía, ¿por qué la suerte de los hombres era tan diversa, por qué esa fe sencilla, que otros recibían de Dios gratis con la vida, le había salido a él tan cara que, por todos esos horrores y sufrimientos que, evidentemente, iban a continuar sin interrupción hasta su misma muerte, a él le temblaban como a un borracho las manos y las piernas? Escrutaba con intensidad las tinieblas, y le parecía que veía la patria a mil vérstas, a través de esa negrura, que veía el gobierno natal, su distrito, Progónnaya, veía la oscuridad, el salvajismo, la insensibilidad y la indiferencia estúpida, severa, bestial de los hombres que había dejado allí; su vista se nubló con las lágrimas, pero aún miraba la lejanía, donde casi-casi brillaban las luces pálidas del barco, y el corazón se le encogía de añoranza por la patria, y tenía deseos de vivir, de volver a casa, de contar allá sobre su nueva fe, y salvar de la perdición siquiera a un hombre, y de vivir sin sufrimiento siquiera un día.
La lancha llegó, y el vigilante anunció en voz alta que no habría carga.
-¡Atrás! –comandó. -¡Firmes!
Se oía cómo en el barco levaban la cadena del ancla. Soplaba ya un viento fuerte, penetrante, y en algún lugar arriba, en la orilla abrupta, crujían los árboles. Probablemente, empezaba una tormenta.

1895.





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