Jonathan Littell
Las benévolas
Epopeya del horror nazi
JOSE CARLOS MAINER
27 OCT 2007
Sobre la memoria histórica -que es plural, egoísta y, sobre todo, personal- es muy difícil legislar. Conviene hacerlo sobre las consecuencias indeseables de la memoria sectaria del poder, pero, en lo que toca a las memorias personales o grupales, lo que procede es que se confronten, se rebatan y se repiensen. La novela contribuye poderosamente a ello porque es la manera más fértil de reducir la Historia a conciencia crítica del pasado. Y por eso, la narrativa prospera a favor de los periodos de transición, de las jornadas inciertas, cuando se está en el límite mismo de los olvidos. ¿Nos extrañará que todas las novelas británicas de los ochenta hablen en el fondo de la cercana catástrofe Thatcher? ¿O que muchas grandes novelas francesas recientes resuciten la lejana II Guerra Mundial, ya sea con la piedad crítica de Patrick Modiano, la sabiduría simbólica de Michel Tournier o la memoria en carne viva de Irène Némirovski (en la feliz recuperación de Suite francesa)?
Las benévolas
Jonathan Littell
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia RBA. Barcelona, 2007
992 páginas. 25 euros
las benignas
Jonathan Littell
Traducción de Pau Joan Hernández
Acantilado. Barcelona, 2007
1202 páginas. 27 euros
Para confirmarlo, Jonathan Littell un escritor jovencísimo (nacido en 1967), norteamericano, ha escrito en un francés -peculiar pero espléndido- Les bienveillantes (Las benévolas), un relato de más de setecientas páginas que le granjeó los premios Goncourt (y de la Academia) de 2006 y la nacionalidad francesa. Gracias a la traductora María Teresa Gallego Urrutia, los lectores españoles tienen ahora la posibilidad de zambullirse en esta larga pesadilla que no ha brotado de la memoria, sino de la bibliografía, y que, a modo de rapsodia, enlaza ficciones e ideas previas acerca del mundo del nazismo. Me explico: la convicción del autor acerca de la "banalidad del mal" procede de Hannah Arendt (y le ha inspirado inolvidables perfiles novelescos de Eichmann y Himmler), pero Littell también ha visto El ocaso de los dioses, de Luchino Visconti, que asoció incesto, tragedia y suntuosidad al recuerdo del nazismo, igual que ha leído a Vassili Grossmann para evocar los días de Stalingrado y conoce muy bien las letras colaboracionistas de los olvidados Lucien Rebatet y Robert Brasillach, a los que ha hecho amigos de su protagonista.
Y se ha inventado, sobre todo, un diabólico personaje y narrador: Maximilien Aue es el hijo de una alsaciana y de un alemán, que combatió en las crueles tropas especiales en la Guerra Europea de 1914. También es homosexual, o mejor todavía, una suerte de hermafrodita que prefiere ser penetrado para no perderse el goce femenino. Es incestuoso, como ya he apuntado. Y es un criminal inaccesible a la idea de culpabilidad, aunque también es un joven cultísimo. Eligió ser alemán y, huyendo de una redada de la policía en medios homosexuales de Berlín, ha sido reclutado por las SS, donde llega a ser teniente coronel. Durante la guerra, vive sucesivamente la experiencia de la liquidación de judíos y comunistas en Ucrania, las pintorescas especulaciones étnicas de los científicos nazis en el Cáucaso, el espanto de Stalingrado, los lager de Polonia, y llega a dirigir el uso de mano de obra hebrea en Hungría, para concluir en el Berlín del hundimiento final. Y se ha salvado para poder contarnos -con una mezcla de probidad de funcionario, egoísmo de adolescente caprichoso y sentido poético- esta historia siniestra que esconde unos cuantos asesinatos a sangre fría. ¿Y la culpa? ¿Y el horror? En esta novela, la culpa y el horror se expelen. La repugnancia de Max por algunas servidumbres de su trabajo le lleva a padecer diarrea permanente, y esa dolencia se repite durante su idilio berlinés, aunque la complacencia en lo fecal también preside la caracterización de su mentor inválido, el pestilente Mandelbrod. Sangre y mierda: en pocas novelas se hacen tan físicamente evidentes estas dos respuestas y signos de la vida humana. Y porque está muy familiarizado con ambas, Aue puede reducir su testimonio a un estremecedor, meticuloso e imparcial relato, tocado de finos detalles de paisaje. Y puede justificarse, él y todos, gracias al venenoso concepto de Weltaschuung,visión personal del mundo. Precisamente por ella debe salvarse: porque sabe que todo ha debido ser así y hasta osa llamarnos "hermanos" a sus lectores.
Lo somos, por supuesto. No me parece casual que este Fausto perverso sea un refinado músico y helenista. Los largos capítulos del relato se titulan como las partes de un concierto barroco, su armonía predilecta: allemande, courante, sarabande, gigue... El título original, Les bienveillantes, traduce -como sabe cualquier lector francés de Esquilo- el nombre de las Euménides, los seres protectores y benévolos cuyo coro dio nombre a la última tragedia de La Orestíada, toda ella dedicada al horror y la venganza; pero las Euménides habían sido previamente las Erinias, el coro que hostigó a los personajes hacia el espanto. Y Aue ha sobrevivido indemne, para contárnoslo, bajo tan ambigua protección.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 27 de octubre de 2007
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