miércoles, 20 de septiembre de 2017

Margaret Atwood / Haciendo veneno




Margaret Atwood

HACIENDO VENENO


Cuando tenía cinco años, mi hermano y yo hicimos veneno. Por entonces vivíamos en una ciudad, pero probablemente habríamos hecho el veneno de todos modos. Lo guardábamos en un bote de pintura debajo de la casa de algún vecino y en él echamos todas las cosas venenosas que se nos ocurrieron: setas no comestibles, ratones muertos, bayas de serbal, que a lo mejor no eran venenosas, pero que lo parecían, pis que guardábamos para añadirlo al bote de pintura. Para cuando se llenó el bote, todo lo que contenía era muy venenoso. 

Lo malo era que, ya que habíamos hecho el veneno, no podíamos limitarnos a dejarlo allí. Teníamos que hacer algo con él. No queríamos ponérselo a nadie en la comida, pero deseábamos un propósito, una realización. No había nadie a quien odiásemos tanto, ese era el problema. 

No recuerdo qué hicimos al final con el veneno. ¿Lo dejamos bajo la esquina de la casa, que estaba hecha de madera y era de un color amarillo parduzco? ¿Se lo echamos a alguien encima, a algún niño inofensivo? Seguro que no nos atrevimos con un adulto. ¿Es esta imagen que conservo verdadera, una carita surcada de lágrimas y bayas rojas, la súbita conciencia de que al final el veneno sí que era venenoso? ¿O es que lo tiramos? ¿Recuerdo aquellas bayas rojas flotando cloaca abajo, hacia las alcantarillas? ¿Soy inocente? 

Para empezar, ¿por qué hicimos el veneno? Recuerdo con qué júbilo lo removíamos y le añadíamos ingredientes, la sensación de magia y triunfo. Hacer veneno es tan divertido como preparar un pastel. A la gente le gusta hacer veneno. Si no entiendes esto, nunca entenderás nada.






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