Truman Capote Ilustración de Barry Moser |
Truman Capote: la mariposa entre las flores
Manuel Vicent
17 de mayo de 2008
Descubrió muy pronto que era raro, guapo, pequeño y divertido y convirtió cada uno de estos adjetivos en un arma. Un día la maldad absoluta vino a su encuentro cuando se hallaba con un martini en la mano, y dio por terminado su baile.
Tengo más o menos la altura de una escopeta y soy igual de estrepitoso" -así se describió Truman Capote y no creo que haya una definición más certera. En todo caso se trataba de una escopeta, que sólo disparaba cartuchos de sal en el trasero de las celebridades en las fiestas locas de Manhattan, donde la inteligencia frívola y mordaz era un don muy apreciado. "Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio". Venía socialmente de muy abajo y tal vez pensó que llegaría a la cumbre seduciendo a los famosos con el ingenio vengador que brotaba con mucha naturalidad de su lengua venenosa, pero hubo un momento en que descubrió el rostro de la verdadera maldad y esta mariposa dio por terminado su baile entre las flores.
La necesidad de huir le impulsó a viajar a Europa; la de no renunciar al propio deslumbramiento le forzaba a volver siempre a Nueva York
Cuando la pareja de asesinos cayó con la soga al cuello, Capote estaba allí sin saber que también él se hallaba ya en el corredor de la muerte
Nació en Nueva Orleans en 1924 y la madre, recién divorciada y ya un poco borracha, cedió al niño al cuidado de los abuelos y después al de unos primos de Monroeville de Alabama, pero el marido de su segundo matrimonio, un cubano llamado Joe Capote, lo adoptó, le dio el apellido y se lo llevó con su madre a Nueva York, donde el adolescente descubrió muy pronto que era raro, guapo, pequeño y divertido y convirtió cada uno de estos adjetivos en un arma. La mariposa sobrevoló varios colegios, unos episcopalianos y otros militares, hasta que consiguió graduarse en el Franklin School, un instituto privado del West Side de Manhattan.
Durante el último curso era ya ayudante del corrector de pruebas en The New Yorker. Aquel jovenzuelo débil y adorable cargó la propia escopeta y comenzó a mandar relatos cortos a las revistas femeninas Mademoiselle y Harper's Bazaar, por donde pasaron otros, como él, que también fueron grandes. Tenía estilo. Amaba las palabras bien colocadas. Ante la evidencia de su talento la editorial Random House le tentó con un dinero por adelantado para que se midiera ante una novela. Tenía entonces 22 años. Se puso a escribirla durante unas vacaciones en la residencia veraniega de artistas, escritores y músicos de Yaddo, en el Estado de Nueva York. Todo el limo cenagoso de su infancia poblado de personajes arrumbados por la suerte emergió a la superficie. En aquella residencia de verano, mientras el joven Capote hurgaba en la memoria pantanosa de un niño que se descubre homosexual, enamoró al catedrático de literatura Newton Arvin, con el que convivió una larga temporada. La novela Otras voces, otros ámbitos le llevó a una fama repentina. Fue su primera forma de flagelarse, un rito que ya no abandonaría nunca.
La necesidad de huir de sí mismo le impulsó a viajar a Europa; la necesidad de no renunciar al propio deslumbramiento le forzaba a volver siempre a las fiestas de Nueva York para quemarse las alas junto a sus criaturas. En su explosión feliz de los años cincuenta, pese a tantos golpes, un peso interior lo mantenía siempre en pie como un muñeco tentetieso y en aquella época no había lugar de moda que no estuviera asimilado al nombre de Truman Capote. Con el que sería su novio oficial hasta el final de sus días, Jack Dunphy, también escritor, se extasió entre los geranios de Taormina, en las fiestas de Roma, de París, en la nieve de Saint-Moritz, en la Costa Azul, en Ischia y Capri, en Positano, en los turbios almohadones de Tánger, siempre rodeado de personajes desenfadados, hasta alcanzar la otra cara del alcohol y de los barbitúricos. La mariposa fue atraída también por la fascinación del cine. Escribió el guión de Stazione Termini, que dirigió Vittorio de Sica. Hacía reportajes, crónicas de viajes y entrevistas de alta sociedad. Sobrevolaba todas las flores sin decepcionar nunca a quienes esperaban de él una salida malvada e ingeniosa. Con un talento achampañado, como si nunca hubiera dejado de desayunar con diamantes en Tiffany's, su estilo fluía con la eufonía perfecta de las palabras justas que se iban ondulando a lo largo de cada frase. Truman Capote parecía ignorar que debajo de su propia vida se hallaban las podridas entradas de la sociedad.
Un día la maldad absoluta vino a su encuentro cuando se hallaba con un martini en la mano. En The New York Times leyó que en Kansas una familia de granjeros, los Cutter, había sido asesinada con un extraño y metódico satanismo. Capote dejó a un lado la copa y recortó con unas tijeras aquella noticia. Algo le sacudió por dentro. Se acabaron las fiestas, el mundo dejaba de ser divertido. Propuso a la revista The New Yorker escribir una historia por entregas con los pormenores de aquel asesinato. Como un corresponsal en el infierno viajó a Kansas con su amiga Harper Lee y usando los recursos literarios de la ficción describió todos los detalles del crimen, el ambiente, los policías, los vecinos, los testigos y cuando los asesinos, Dick Hickock y Perry Smith, fueron detenidos, su interés por escarbarlos hasta el fondo de su alma se convirtió en una obsesión. Aquellas criaturas eran mucho más excitantes que las celebridades de Nueva York y ahora estaban a disposición de su talento. Truman Capote se refugió con su amigo en la Costa Brava, primero en Palamós y después en Platja d'Aro, con intervalos en Suiza, y allí la mariposa se convirtió en oruga para hilar de nuevo este capullo de sangre.
En ese momento ya era un drogadicto sin retorno. Había terminado la parodia de felicidad que se había empeñado en representar con su propio látigo. Ahora trataba de salvarse del inminente abismo mediante aquella historia. La publicación de A sangre fría se inició por capítulos en The New Yorker y en un punto de la trama la compasión por los asesinos y la necesidad del éxito en la novela entraron en colisión. Semejante tortura moral no pudo solventarla sino con más alcohol y más pastillas. Si Cristo en lugar de ser crucificado hubiera sido condenado a doce años y un día el asunto hubiera carecido de interés y no habría existido la Iglesia. Necesitaba que los asesinos fueran llevados al patíbulo para que la novela se pudiera salvar. Durante las visitas se había enamorado de uno de los reos. Te amo, pero deberás morir, para que yo triunfe como escritor, pensó mientras le daba un beso en la boca de despedida. Con este deseo tan estético puso de relieve la maldad que existe a veces en el fondo de la belleza.
Cuando la pareja de asesinos cayó en el foso con la soga al cuello Capote estaba allí entre los invitados sin saber que también él se hallaba ya en el corredor de la muerte. La novela A sangre fría fue un éxito mundial. Para celebrarlo el escritor obligó a todos los famosos de Nueva York a vestirse de blanco y negro para asistir a la fiesta que dio en el hotel Plaza. Allí aquel niño desamparado de Nueva Orleans llegó a la cima. Después quiso vengarse de sí mismo y de sus propias criaturas. Trató de seguir jugando para convertir en alta literatura los chismes con los que las divertía, pero ellas le dieron la espalda y la mariposa comenzó a sumergirse en el alcohol y a sobrevolar toda suerte de pastillas. Al final, en agosto de 1984, a los 60 años, en Los Ángeles, la muerte fue la última de las plegarias que le había sido atendida.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 17 de mayo de 2008
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