No creo que haya sido buena idea que Álex nos acompañara. El chico podía haberse ido a un campamento en el Ampurdán o de intercambio a algún rancho de Arizona, para aprender inglés, pero mi mujer insistió y él parece estar a gusto en este piso de alquiler en la costa, más pequeño que el de la ciudad, aunque más ruidoso, si cabe: abajo, frente a la playa, hay una hilera de chiringuitos de comida barata (paellas esclerosadas y rojas sangrías de vino agrio), tiendas de suvenires, altavoces sonando toda la noche con algo que Álex y sus amigos suelen llamar inexplicablemente música.
-No lo ves todo el día enchufado al móvil o a los auriculares porque nunca estás en casa –me recordó Fanny.
-Si está enchufado todo el día al móvil y a los auriculares en casa, ¿para qué quiso venir al balneario? – le pregunté a mi mujer, olvidando que fue ella quien insistió. Tuve que gritarle porque aunque el piso es pequeño, el ruido impide oírnos, igual que en la ciudad. En la ciudad, son los autos, las ambulancias, los televisores; en la playa, son los autos, los chiringuitos, los turistas, las motos. Me asomé al balcón: vi a la humanidad medio en pelotas, y la verdad, no era un espectáculo muy reconfortante. Alguien había dicho alguna vez que el verano era la estación más vulgar del año. Sol, sangría y sexo, eso es lo que vendemos, pensó. Las tres eses. Si este país tuviera que vivir de otra cosa, seríamos subdesarrollados, tercermundistas. Todavía no entiendo por qué Fanny insistió tanto en que Álex viniera; el mayor está en alguna ciudad del norte, Estrasburgo o Edimburgo, lo mismo da, podría haberse ido con él. Fanny y yo nos habíamos prometido quince días de vacaciones tranquilas, una especie de segunda luna de miel. Nuestro matrimonio no va muy bien, pero ¿hay algún matrimonio que vaya bien? Entre la hipoteca, mi trabajo, el suyo (Fanny hace media jornada), los catarros, las hernias discales y los chicos, tenemos la sensación de que sólo compartimos problemas. Me pregunto si hay alguna otra cosa para compartir. Estoy un poco deprimido. Debe de ser porque, antes de trasladarme al piso de la playa, le dije a Helena que no follaríamos más. Fanny me preguntó dos veces si había otra mujer en mi vida y eso me mosqueó. No quería agregar problemas a nuestro matrimonio. No fue fácil decírselo, Helena lloriqueó un poco (la había visto lagrimear en otras ocasiones, no siempre se correspondía con el verdadero sufrimiento, que es interior y solitario) y yo me sentí culpable, pero algún día tenía que terminar. Todas las cosas terminan, por eso terminan las relaciones adúlteras, que están vivas, y no los matrimonios, que están muertos.
El móvil de Álex no deja de sonar. Suena de mañana, a mediodía, a la tarde y a la noche, esté dormido o despierto, solo o en compañía. Siempre son chicas. Lo cierto es que se ha convertido, a los diecisiete años, en un tipo alto, delgado, moreno, muy atractivo para ellas, según Fanny. Yo no daría dos duros por un tipo así; si fuera una chica, me fijaría en un cuarentón de buen ver, con alguna cana estratégicamente colocada y sentido del humor. Álex todavía no ha decidido qué va a estudiar. Si estudia, porque dice que todo lo que hay es basura. Tiene razón. Pero con esta basura tengo que lidiar todos los días de mi vida, y encima, los del verano también. Sueldos basura, comida basura, playas basura, turismo basura, música basura y sexo basura. ¿Le llaman sexo a eso que ven en las porno? Helena tiene veinte años; al principio, yo vacilé, antes de hacer el amor con ella, me inhibía un poco la diferencia de edad. Me dijo que no me preocupara, había aprendido a hacer el amor con las porno. Igual que Álex y sus amigos. No fue difícil desembarazarme de ella (la palabra es graciosa, ¿no? Alguna vez tuve miedo de dejarla embarazada; el condón era imprescindible), sólo se trataba de un poco de porno después del horario de oficina, como las máquinas perforadoras en la calle. Aun así, me sentía un poco deprimido y esperaba que Fanny no se desilusionara demasiado ante mi irritabilidad.
-Querido –me dice Fanny- esta noche cenamos en casa.
En realidad, no me importaba. Encontrar un lugar agradable entre tanto turista que rezuma sangría, sol y sexo hubiera sido difícil. Además, yo hubiera tenido que hablar de algo, ser cortés, amable, encantador, como correspondía a un tipo casado, de mediana edad, dispuesto a salvar su matrimonio.
-Álex ha invitado a una amiga a cenar con nosotros – me informa mi mujer.
-¿Quién es? – pregunto.
-No sé. No la conozco. Se llama Helena y dice que os conocisteis en algún lugar.
Cristina Peri Rossi
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