"Ni siquiera soy el mejor poeta de mi barrio", decía Juan Gelman cuando oía las habituales (y merecidas) lisonjas de quienes lo tratábamos como un grandísimo escritor. Y es que en la Condesa, en México DF, donde se instaló en su exilio, vivía también su gran amigo José Emilio Pacheco, otro poeta imprescindible, también Premio Cervantes, con el que mantenía una prolongada amistad. En cualquier caso, nadie podrá negarle que ha sido uno de los poetas más inspirados y fecundos en lengua española, que logró fundir tendencias contrapuestas con la naturalidad y el genio los verdaderos creadores, y que consiguió que sus poemas dialoguen a veces con San Juan y los místicos, pero también con la poesía social y de denuncia, que se carguen de memoria personal y también cívica, o que exploren valientemente el lenguaje poético, y cabalguen sobre la potencia rítmica y sonora de la lengua hasta que la poesía parezca hablarnos por encima del poeta. La publicación en Tusquets Editores (en la colección que dirige Antoni Marí) del penúltimo de sus libros, El emperrado corazón amora, nos regaló dos experiencias inolvidables. En primer lugar conocer de cerca a un caballero seductor y exquisito en el trato, que sabía como pocos mantener a raya su pena y desencanto profundos con la más civilizada de las maneras: con humor y anécdotas graciosísimas. Y en segundo lugar, vivir en directo el efecto que su poesía provocaba en el público. En un recital memorable que el Festival de Poesía de Barcelona le organizó en mayo de 2011 en el Teatre Romea, un hombre, solo en el escenario, leía sin alzar apenas su voz rota, repartía silencios y sólo intercalaba algún comentario irónico para restarse invariablemente importancia. El público parecía en trance, y al final aplaudió con fervor, como si aquellos poemas, a ratos enigmáticos, despertaran emociones profundas e inesperadas. Ahí comprendimos que nada ejemplificaba mejor su concepción de la poesía que el motivo que nos sugirió para la portada del libro: a partir de un cuadro famoso de Henry Rousseau, un hombre tocando la guitarra a lomos de un tigre, la imagen perfecta y emblemática del poder, amansador y salvaje, que pueden provocar los versos.
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