José Emilio Pacheco: el poeta-profeta de México
El ganador del Premio Cervantes, en 2009, era considerado uno de los intelectuales más respetados.
José Emilio Pacheco (1939-2014) era un poeta a la manera mexicana: un poeta-profeta cargado de ideales prácticos y positivos. La buena tradición mexicana quiere que la práctica y la poesía broten juntas, como lo demuestran sus sólidas instituciones culturales. Sin ir más lejos, El Colegio Nacional y el Palacio de Bellas Artes se ofrecieron en noble disputa para velar el cuerpo del poeta, porque son muchos los admiradores que han acudido en romería a despedirlo. Su novela breve Las batallas en el desierto (1981) goza de mucha popularidad entre los estudiantes de bachillerato y universidad, y varios poemas suyos, como Alta traición, son de culto entre la alta intelectualidad:
“No amo a mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. Pero (aunque suene mal) daría la vida por diez lugares suyos…”
Resulta tanto el cariño hacia su poesía, tanto el sentido de pertenencia que por él se siente en México, que en España, celosos, se derramaron en galardones para también hacerlo suyo: el Rey y la Academia le otorgaron en 2009 el Premio Cervantes y el Reina Sofía como una manera de acercarlo, de integrar al cauce común de nuestra lengua su obra literaria. Pero los homenajes son secundarios y en ocasiones acallan el tono crítico del homenajeado. No lo ignoraba Pacheco, y en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes se le cayeron deliberadamente los pantalones, sí, delante de “sus majestades reales”. Fue una protesta tranquila y espontánea de un hombre bueno contra tanta solemnidad monárquica.
Lo cierto es que, contrario a muchos de su gremio, él no fue un poeta descuidado o irresponsable en el sentido práctico. No es inusual que en México la tarea pragmática se avenga con la poesía: Alfonso Reyes, gran poeta, sirvió en la política exterior mexicana y acogió a los intelectuales españoles de la Guerra Civil para fundar El Colegio de México, un centro de altos estudios en ciencias sociales y humanidades. A esta tradición pertenece José Emilio Pacheco. Entendió que en una sociedad tan hostil a la intelectualidad, a la nobleza del espíritu, quien se dedica a las letras vive de forma improvisada, callejera, victimizado por su propia desesperación. Por eso acogió a muchos de esos jóvenes como un apóstol. Si bien él improvisaba y callejeaba a su modo –necesario para mirar la vida sin velos–, al mismo tiempo representaba lo orgánico, lo ordenado, lo sanamente institucional.
Ni siquiera le faltó sublevarse varias veces contra la hegemonía política del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gobernó su país durante casi todo el siglo XX. En varios pasajes de Las batallas en el desierto (título bastante diciente) observaba que los representantes del PRI se la pasaban en cantinas y burdeles, sin otra pasión que los automóviles y las mujeres (en ese orden). Pacheco también fue afectado en algún momento por la hegemonía cultural que impuso Octavio Paz. No guardó rencores. Se adiestró en el fracaso y probó el sabor amargo de la marginación, porque el éxito constante no es un buen consejero.
En sus ensayos y artículos periodísticos demostró la posibilidad de desplegar con un tono sencillo, comprensible para todos, la erudición y la alta cultura. Consideraba que la auténtica poesía no solo dignifica la llamada cultura de masas; también desnuda la mentira del lenguaje político al dotar la palabra de belleza y verdad. De ahí su posición de poeta-profeta. De ahí que ministrara cierto mensaje apocalíptico. Solo que a diferencia de los falsos profetas del Apocalipsis, nunca adelantó el reloj para asustar con el fin del mundo; tampoco vivió amargado o encolerizado. La amabilidad fue siempre su mayor virtud y su mejor disciplina, y en sus poemas irradió apostólicamente, como un nuevo San Juan, las revelaciones referentes en su mayor parte al fin del mundo:
“Ahora sabemos / de nuestra inmensa capacidad destructiva”.
Sus malquerientes le reprochaban un aire de trágica resignación, una simulada humildad, como quien quiere inspirar simpatía mediante la lástima. No lo entendían, o bien no habían leído su poema Perra en la tierra, y si lo leyeron nunca hubieran deseado identificarse con uno de esos perros sucios, cojitrancos, tuertos y condenados a muerte que, por la calles inhabitables de Ciudad de México, persiguen excitados el aroma lascivo de una perra malherida hasta mordisquearla y montarla, uno por uno en ordenada sucesión: a la perra-diosa.
“[…] la hembra eterna que lleva / en su ajetreado lomo las galaxias, el peso / del universo que se expande sin tregua”.
Pacheco era un religioso: más bien un místico laico, pues experimentaba misericordia por los animales, especialmente por los cerdos. “¿Existe algún animal que nos dé tanto?”, se preguntaba con Jovellanos, asumiendo la voz de un puerquito a punto de morir:
“—Y pensar que para esto me cebaron: / Qué marranos / qué cerdos /qué cochinos”.
Del goce y del arcano de la vida, como en los profetas bíblicos, se desbordaron sus palabras. Hace unos años hasta se atrevió a publicar en prosa una aproximación de El cantar de los cantares, donde la Sulamita y el rey Salomón legitiman el deseo mutuo y celebran la dignidad del placer.
Hay poemas de Pacheco que suenan a salmo o canción de encantamiento. Tras su velo silábico acecha una enseñanza de la vida y alguna moraleja. En su estremecedor poema Prehistoria cuestiona el patriarcado y machismo de las religiones tradicionales. Si Adán parece vencer a Eva y negar a Lilit, al poder de la mujer, en realidad deja traslucir un gran temor: “Eva o Lilit: no lamentes mi triunfo. / Al vencerte me he derrotado”. En otro poema, Pacheco toma la voz del rey David, ya viejo, lamentándose de no poder disfrutar de la doncella más hermosa de su reino:
“Soy el pellejo colgado / de un animal / que cazaron hace mil años. / En cambio, qué tersura / la de tu piel, Abisag. / Qué esbeltez de tu talle / y qué firmeza tus senos”.
Pacheco, como lo sigue haciendo su esposa Cristina, luchó siempre por las conquistas institucionales que la cultura ha conseguido en México. Las compartió y las hizo extensivas a quien viniera de los otros países de esta lengua. (En Colombia, sin ir más lejos, para que un escritor sea importante –piénsese en García Márquez, Mutis o Vallejo– tiene que marcharse a México). Algo como El Colegio Nacional, albergue de la alta intelectualidad, o como el Fondo de Cultura Económica, solo existe en México. En el resto de Latinoamérica, el escritor vive en exilios interiores.
Yo lo visité el viernes 9 de junio de 2009. Lo recuerdo como un señor alto, algo jorobado por los años, en una sala llena de libros: como un señor siempre dispuesto a ayudar a los jóvenes. El sol explotaba en las flores que le compré en gratitud a su mediación para que El Colegio Nacional me publicara La musa crítica, y explotaba también en sus ojos marrones, tocados de esquirlas cristalinas. Desde impensables distancias, a la velocidad de la luz, sospecho que cierto brillo de ese resplandor debe estar viajando en algún plano del cosmos.
El sueño del que nunca despertó
La escritora mexicana Cristina Pacheco, viuda del poeta fallecido el pasado domingo, a los 74 años, confirmó ayer que su marido se había golpeado la cabeza en una caída en su habitación dos días antes de su muerte, pero no quiso ir al hospital. “Por un estúpido golpe en la cabeza no voy al hospital”, le dijo Pacheco a su esposa, que no estaba en su hogar en el momento del incidente. En declaraciones a la emisora MVS, la también escritora explicó que al regresar a la casa el viernes pasado cenó con el poeta, quien se quedó dormido a una hora temprana, después de haber escrito un artículo. “Nunca despertó de ese sueño, estuvo siempre plácido, tranquilo”, detalló la viuda, que se dio cuenta de la gravedad de la situación la mañana del día siguiente, cuando le llevó un café a la cama a su esposo. Cristina
Pacheco dijo que el deceso de su marido “es duro” para ella, a quien se le fue “en un suspiro”, una circunstancia que consideró “terrible”. “De ahora en adelante tengo que hablar en pasado de una persona que está totalmente presente en mi vida. Todo lo que yo diga de él es pasado. Pero puedo hacer algo, puedo hacerlo real conmigo y que sea un presente distinto porque no entiendo la vida sin él”, apuntó la periodista. (EFE)
SEBASTIÁN PINEDA BUITRAGO*
Especial para EL TIEMPO
Especial para EL TIEMPO
*Ensayista y crítico, es doctor en Literatura Hispánica de El Colegio de México y realizó el máster de Filología Hispánica en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales, en Madrid. Escribe el ‘blog’ Guía Literaria en este diario.
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