jueves, 23 de marzo de 2023

Ursula K. Le Guin / La anciana espacial


Ursula K. Le Guin

La anciana espacial

La menopausia probablemente es el tema menos glamoroso que se pueda imaginar; esto es interesante porque se trata de uno de los pocos temas al que algunos retazos y jirones de tabú aún se aferran. Una mención seria de la menopausia generalmente se topa con un silencio incómodo; una referencia despectiva a ella suele encontrarse con risitas disimuladas. Tanto el silencio como la risa son indicios bastante seguros de tabú.

La mayoría de la gente consideraría la vieja frase “cambio de vida” como un eufemismo para el término médico “menopausia”, pero yo, que justo ahora atravieso por dicho cambio, empiezo a preguntarme si no es al revés. “Cambio de vida” es una frase demasiado tajante, demasiado objetiva. “Menopausia”, con la sugerencia velada de una mera pausa después de la cual las cosas continúan como antes, es tranquilizadoramente trivial. Pero el cambio no es trivial, y me pregunto cuántas mujeres son lo suficientemente valientes para emprenderlo de todo corazón. Renuncian a su capacidad reproductiva con más o menos esfuerzo, y cuando se va, piensan que eso es todo. Bueno, al menos ya no tengo la Maldición, dicen, y la única razón por la que me sentía tan deprimida a veces eran las hormonas. Ahora soy yo misma de nuevo. Pero esto es para evadir el verdadero reto, y para perder no sólo la capacidad de ovular, sino también la oportunidad de convertirse en una Anciana. En el pasado, las mujeres que sobrevivían el tiempo suficiente para alcanzar la menopausia a menudo aceptaban el reto. Habían tenido práctica, después de todo. Ya habían cambiado su vida radicalmente en otra ocasión, cuando dejaron de ser vírgenes y se convirtieron en mujeres maduras/esposas/matronas/madres/ amantes/prostitutas/etcétera. Este cambio involucró no sólo las alteraciones fisiológicas de la pubertad —el cambio de la niñez estéril a la madurez fructífera— sino una alteración del ser socialmente reconocida: un cambio de condición de lo sagrado a lo profano. Ahora que la virginidad se ha secularizado por completo, de modo que el término “virgen”, otrora impresionante, es ahora una burla o a lo sumo una palabra anticuada para designar a una persona que aún no ha copulado, la oportunidad de ganar o recuperar la condición peligrosa/sagrada de estar en el Segundo Cambio ha dejado de ser evidente. La virginidad es ahora un mero preámbulo o sala de espera de la cual hay que salir lo más pronto posible; no tiene importancia. La vejez, de manera similar, es una sala de espera a la que se acude después de que la vida se acaba, a esperar el cáncer o un derrame cerebral. Los años anteriores y posteriores a los años menstruales son vestigiales: la única condición significativa que les queda a las mujeres es la de la fecundidad. Curiosamente, esta importante restricción coincidió con el desarrollo de químicos e instrumentos que hacen que la fertilidad en sí misma sea una característica sin sentido o al menos secundaria de la madurez femenina. El significado de la madurez ahora no es la capacidad de concebir, sino la simple capacidad de tener relaciones sexuales. Como esta capacidad es compartida por púberes y mujeres en la posmenopausia, la difuminación de las distinciones y la eliminación de las oportunidades es casi completa. No hay rituales de iniciación porque no hay un cambio significativo. La Triple Diosa tiene una sola cara: la de Marilyn Monroe, tal vez. La vida entera de una mujer desde los diez o doce hasta los setenta u ochenta años se ha vuelto secular, uniforme, inmutable. Así como ya no hay ninguna virtud en la virginidad, ya no hay ningún significado en la menopausia. Ahora se requiere determinación fanática para convertirse en una Anciana.

Campesina de la región de Dali, Yunnan, China. Foto: Daniela y Oliver Föllmi

Las mujeres, por tanto, al imitar las condiciones de vida de los hombres, han renunciado a un sólido puesto que les pertenecía. Los hombres temen a las vírgenes, pero tienen una cura para su propio miedo y para la virginidad de la virgen: coger. Los hombres les tienen miedo a las ancianas, tanto miedo que su cura para la virginidad les falla; saben que no va a funcionar. Enfrentados con la Anciana realizada, todos menos los hombres más valientes se marchitan y se retiran, cabizbajos y penicaídos. Sin embargo, la Mansión Menopausia no es únicamente un bastión defensivo. Es una casa u hogar, totalmente amueblado con las necesidades de la vida. Al abandonarlo, las mujeres han reducido su dominio y empobrecido sus almas. Hay cosas que la Mujer Vieja puede hacer, decir y pensar que la Mujer no puede hacer, decir o pensar. La Mujer tiene que renunciar a algo más que sus periodos menstruales antes de que pueda hacerlas, decirlas o pensarlas. Tiene que cambiar su vida. La naturaleza de ese cambio es ahora más clara de lo que solía ser. Vejez no es virginidad sino una tercera y nueva condición; la virgen debe ser célibe, pero la anciana no necesita serlo. Hubo una confusión allí, que la separación de la sexualidad femenina de la capacidad reproductiva ha aclarado a través de los anticonceptivos modernos. La pérdida de fertilidad no significa pérdida de deseo y realización. Pero implica un cambio que involucra asuntos aún más importantes —si se me permite la herejía— que el sexo. La mujer que esté dispuesta a hacer ese cambio debe quedar embarazada de ella misma, por fin. Debe soportarse a sí misma, su tercer yo, su vejez, con penoso esfuerzo y sola. No muchos la ayudarán con ese parto. Ciertamente, ningún obstetra masculino cronometrará sus contracciones, le inyectará sedantes, estará preparado con fórceps y suturará limpiamente las membranas rotas. Es difícil incluso encontrar una partera a la antigua, en esta época. Ese embarazo es largo, ese trabajo de parto es difícil. Sólo uno es más difícil, y ése es el último, el que los hombres también deben sufrir y realizar. Puede ser más fácil morir si ya has dado a luz a otros o a ti mismo, al menos una vez. Éste sería un argumento para superar toda la incomodidad y la vergüenza de convertirse en una Anciana. De cualquier modo, parece una pena tener un rito de iniciación integrado y eludirlo, evadirlo y pretender que nada ha cambiado. Eso es eludir y evadir la propia feminidad, fingir que uno es como un hombre. Los hombres, una vez iniciados, nunca tienen la segunda oportunidad. Ellos nunca cambian de nuevo. Ésa es su pérdida, no la nuestra. ¿Por qué pedir pobreza prestada? Ciertamente, el esfuerzo por permanecer sin alteraciones, joven, cuando el cuerpo da una señal de cambio tan impresionante como la menopausia, es valiente; pero es una valentía estúpida y autosacrificial, más apropiada para un muchacho de veinte años que para una mujer de cuarenta y cinco o cincuenta. Que los atletas mueran jóvenes y coronados de laurel. Que los soldados ganen los Corazones Púrpuras. Que las mujeres mueran viejas, coronadas de blanco, con corazones humanos. Si viniera una nave espacial de los amigables nativos del cuarto planeta de Altair, y el cortés capitán de la nave espacial dijera: “Tenemos espacio para un pasajero; ¿nos prestarían un solo ser humano para que podamos conversar a gusto durante el largo viaje de regreso a Altair y aprendamos de una persona ejemplar la naturaleza de la especie?” —Supongo que lo que la mayoría de la gente haría sería entregarles a un excelente, brillante y valiente hombre joven, muy educado y en la mejor condición física. Un cosmonauta ruso sería ideal (la mayoría de los astronautas estadounidenses son demasiado viejos). Seguramente habría cientos, miles de voluntarios, todos jóvenes, todos dignos. Pero yo no elegiría a ninguno de ellos. Tampoco elegiría a ninguna de las jóvenes mujeres que se ofrecerían voluntariamente, algunas por mag­na­nimidad y valor intelectual, otras por la profunda convicción de que Altair no podría ser peor para una mujer que la Tierra.

Anciana de la región de Kham, China. Foto: Daniela y Oliver Föllmi

Lo que yo haría sería ir al Woolworth’s de la zona, o al mercado local del pueblo, y elegir a una mujer mayor, de más de sesenta años, del mostrador de bisutería o el puesto de nuez de betel. Su cabello no sería rojo o rubio o negro lustroso, su piel no estaría fresca como rocío, no tendría el secreto de la eterna juventud. Sin embargo, podría mostrarles una pequeña instantánea de su nieto, que trabaja en Nairobi. No sabe bien dónde está Nairobi, pero está muy orgullosa del nieto. Ha trabajado duro en empleos pequeños y sin importancia toda su vida, trabajos como cocinar, limpiar, criar niños, vender pequeños objetos de adorno o placer para otras personas. Fue virgen una vez, hace mucho tiempo, y luego una mujer fértil sexualmente potente, y luego pasó por la menopausia. Ha dado a luz varias veces y se ha enfrentado a la muerte varias veces, las mismas veces. Se enfrenta al nacimiento/muerte final un poco más de cerca y con más claridad cada día. Algunas veces los pies le duelen terriblemente. Jamás fue educada de acuerdo con su capacidad, lo que es un vergonzoso desperdicio y un crimen contra la humanidad, pero un crimen tan común no debe ni puede ocultarse a Altair. Y de cualquier manera ella no es tonta. Tiene un cúmulo de sentido, ingenio, paciencia y astucia empírica que los altaireanos podrían, o no, percibir como sabiduría. Si son más sabios que nosotros, entonces, por supuesto no sabemos cómo lo percibirían. Pero si lo son más, entonces además tal vez sepan cómo percibir esa mente y corazón íntimos que nosotros, con base en suposiciones y esperanzas, proclamamos como humanos. En cualquier caso, dado que son curiosos y amables, démosles lo mejor que tenemos para dar. El problema es que ella se mostrará reacia a ser voluntaria. “¿Qué haría una anciana como yo en Altair?”, dirá. “Deberían enviar a uno de esos hombres científicos, ellos pueden hablar con esas personas verdes de aspecto gracioso. Tal vez el dr. Kissinger debería ir. ¿Y qué tal si enviamos al Chamán?” Será muy difícil explicarle que queremos que vaya ella porque sólo una persona que ha experimentado y aceptado la condición humana completa —cuya cualidad esencial es el Cambio— puede representar con justicia a la humanidad. “¿Yo?” dirá ella, ligeramente maliciosa. “Pero nunca hice nada.” Eso no funcionará. Ella sabe, aunque no lo admitirá, que el dr. Kissinger no ha ido y nunca irá adonde ella ha ido, que los científicos y los chamanes no han hecho lo que ella ha hecho. A la nave espacial, Abuelita.



“The Space Crone” fue publicado en The CoEvolution Quarterly en 1976.



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