jueves, 10 de febrero de 2022

Somerset Maugham / El elemento humano

William Somerset Maugham

BIOGRAFÍA

El elemento humano

The Human Element by Somerset Maugham



      Siempre he ido a Roma en pleno verano. En los meses de agosto y septiembre, de paso para un sitio u otro, me quedo un par de días en la ciudad y vuelvo a ver lugares y cuadros a los que van asociados gratos recuerdos de mi vida. En tal época del año hace mucho calor y los habitantes de Roma pasan el interminable día paseándose de un extremo a otro del Corso. El Café Nacional está lleno de gente que permanece sentada ante los veladores durante largas horas teniendo delante una taza de café vacía y un vaso de agua. En la Capilla Sixtina se ven rubios alemanes con pantalones cortos y camisas abiertas, que han venido por las polvorientas carreteras de Italia, con la mochila al hombro, y la Plaza de San Pedro aparece llena de pequeños grupos de piadosos y cansados peregrinos procedentes de países lejanos. Van acompañados de un sacerdote y hablan extrañas lenguas. El Hotel Plaza es fresco y acogedor. En las habitaciones suelen reinar una semioscuridad y un silencio muy agradables; además, son amplias. En el salón, a la hora del té, sólo hay un elegante oficial italiano acompañado de una mujer de hermosos ojos; ambos toman una limonada helada en tanto que hablan en voz baja con la inagotable verbosidad de los de su raza. Uno sube a su habitación, lee y escribe algunas cartas, y cuando vuelve a bajar dos horas más tarde se ve que la pareja continúa charlando. Antes de la cena se congregan algunas personas en el bar, pero durante el día está vacío, de modo que al barman le queda tiempo para decirnos que su madre está en Suiza y contarnos sus aventuras en Nueva York. Se discute sobre la vida, el amor y el elevado coste de los licores.


       En esta ocasión también me encontré con que tenía el hotel casi para mí solo. El camarero que me condujo a mi habitación me dijo que estaba poco menos que lleno, pero cuando, después de haberme bañado y cambiado de ropa bajé de nuevo al vestíbulo, el encargado del ascensor, que era antiguo conocido mío, me confesó que no había más que una docena de personas. Me sentía muy cansado después del caluroso viaje por Italia y me proponía cenar tranquilamente e irme a la cama temprano. Era ya tarde cuando entré en el comedor, vasto y profusamente iluminado, pero sólo había tres o cuatro mesas ocupadas. Miré en torno mío con satisfacción. Es muy agradable encontrarse solo en una gran ciudad que no nos es desconocida del todo y en un gran hotel casi vacío. Produce una exquisita sensación de libertad. Mi espíritu revoloteó alborozado. Había permanecido diez minutos en el bar tomándome un Martini seco. En la mesa pedí una botella de buen vino tinto. Mi cuerpo estaba cansado, pero mi alma acusó maravillosamente los efectos de la comida y de la bebida, empezando a sentir un agradable bienestar. Entregado a plácidas meditaciones, di cuenta de la sopa y del pescado. Se me ocurrían trozos de diálogos y mi imaginación se entretenía, feliz, con los personajes de una novela que estaba escribiendo. A continuación me puse a pensar en lo difícil que es describir el aspecto físico de una persona, de forma que el lector pueda verla como el autor la ve. Para mí, esto es una de las cosas más difíciles de un libro. ¿Qué es lo que el lector comprende cuando uno describe un rostro enumerando cada uno de sus rasgos? Estoy convencido de que nada. Y, sin embargo, la táctica que adoptan algunos escritores, que forman un rasgo característico, una sonrisa artera, unos ojos vivos, y los hacen resaltar, aunque sea hasta cierto punto una táctica eficaz, elude el problema en vez de resolverlo. Miré en torno mío preguntándome de qué modo describiría a las personas sentadas en las mesas próximas. Sólo había un individuo sentado frente a mí y, siguiendo una costumbre antigua, me pregunté cómo debería describirlo. Era un tipo delgado, alto, de aspecto desmazalado. Lucía un traje de etiqueta y una camisa almidonada. Tenía la forma del rostro alargada y los ojos de color azul pálido. Su pelo era rubio y rizado, pero empezaba a quedarse calvo, y las entradas de su frente le daban cierta nobleza. Sus facciones no tenían nada de notable. La boca y la nariz eran como las de todo el mundo. Iba bien afeitado, y su tez, pálida por naturaleza, estaba bronceada por el sol. Su aspecto sugería a un intelectual, pero en lo que respecta a distinción no parecía estar muy sobrado de ella. Hubiera asegurado que se trataba de un abogado o de un director de colegio que fuera al mismo tiempo aficionado al juego de golf. Supuse que debía de tener buen gusto y bastante cultura para una reunión en Chelsea. Pero lo que no acertaba a imaginar era los medios de que me valdría para describirle en unas cuantas líneas y dar al mismo tiempo una impresión de él que fuera a la vez exacta e interesante. Quizá lo mejor fuera prescindir de todo, fijándose únicamente en aquel aire de cansancio que sin duda era lo que más llamaba la atención.
       Le miré pensativamente. De pronto, se inclinó hacia delante y me saludó con una leve y cortés inclinación de cabeza. Tengo la ridícula costumbre de ruborizarme cuando algo me sorprende, y en aquella ocasión noté que mis orejas se ponían como la grana. Me sobrecogí. Durante varios minutos le había mirado como si fuera un maniquí. Debía de haberme tomado por una persona mal educada. Contesté a su saludo poseído de cierta confusión, y acto seguido empecé a mirar a otra parte. Por fortuna, el camarero me presentó en aquel momento una fuente. Hubiera jurado que no había visto a aquel individuo en mi vida, y dudaba entre atribuir su saludo a la insistencia de mi mirada, que le habría hecho suponer que nos habíamos conocido en otra parte, o bien a que en realidad nos conocíamos y yo me había olvidado por completo de él. Soy mal fisonomista y en este caso tenía, además, la excusa de que aquel individuo era exactamente igual a todos. Un domingo de sol se tropieza uno con individuos semejantes en todos los campos de golf de Londres. Terminó de cenar antes que yo. Acto seguido se puso en pie y al salir se detuvo ante mi mesa. Me tendió la mano.
       —¿Cómo está usted? —me dijo—. Al entrar no le reconocí. No he querido ser descortés.
       Hablaba con voz agradable y tenía el acento de Oxford que imitan tantos que no han estado allí. Era evidente que me conocía y evidente también que ni por asomo sospechaba que yo estaba muy lejos de recordarlo. Me había puesto en pie y, como era bastante más alto que yo, me miraba de arriba abajo. En su actitud había cierta languidez. Se inclinaba un poco hacia mí, lo que reforzó mi impresión di que trataba de excusarse. Sus gestos eran de condescendencia y al mismo tiempo un poco tímidos.
       —¿Querrá usted tomar café conmigo? —preguntó—. Estoy completamente solo.
       —Con mucho gusto.
       Me dejó y yo continué durante cierto tiempo sin saber quién era y dónde lo había conocido. Observé en él una cosí curiosa por demás. Ni una sola vez, durante las pocas palabras que cambiamos, ni tampoco cuando nos estrechamos las manos o cuando me saludó al despedirse, asomó a sus labios la sombra de una sonrisa. Al verle de cerca me di cuenta de que era bastante atractivo. Poseía unas facciones regulares, unos ojos hermosos y una figura esbelta, si bien le encontré poco interesante. Una mujer tonta hubiera dicho que se trataba de un tipo romántico. Recordaba uno de los tipos de Burne-Jones, aunque mi desconocido se encontraba en un plano superior y no existía el menor indicio de que padeciera la colitis crónica que afligía a aquellos seres infortunados. Al parecer, se trataba de uno de esos hombres que nos producen la impresión de que les sentaría muy bien un disfraz, hasta que los vemos con él y entonces los encontramos absurdos.
       Cuando terminé de cenar me dirigí al salón. Estaba sentado en una cómoda butaca y al verme llamó al camarero. Me senté a su lado. Vino el camarero y el para mí hasta entonces desconocido pidió café y licores. Yo no sabía cómo arreglármelas para saber quién era sin ofenderle. La mayoría de las personas se quedan un poco desconcertadas cuando ven que alguien no las reconoce ni recuerda; se consideran tan importantes que sufren un desengaño cuando descubren lo poco que representan para los demás. Su excelente italiano iluminó mi memoria. Se llamaba Humphrey Carruthers. Pertenecía al Foreign Office, donde desempeñaba un cargo de bastante importancia. Estaba al frente de no sé qué departamento. Había sido agregado de Embajada en varias capitales y supuse que su conocimiento del italiano se debería a haber estado en Roma en misión oficial. Fue una estupidez por mi parte no haberme dado cuenta inmediatamente de que pertenecía a la carrera diplomática. Poseía todos los rasgos de la profesión: una arrogante cortesía, perfectamente calculada para impresionar a la gente, y una altivez fruto del convencimiento de que los diplomáticos no son como los demás mortales, unida a una especial timidez producida por la turbadora sensación de que nadie los comprende. Hacía muchos años que conocía a Carruthers, pero nos habíamos encontrado pocas veces, siempre en reuniones donde no hacíamos más que saludarnos, o en la ópera, donde me dirigía una indiferente inclinación de cabeza. Todo el mundo le consideraba un hombre inteligente, y en verdad poseía una gran cultura. Sabía hablar de todo con acierto. No tenía excusa el que no le hubiese reconocido, pues últimamente había adquirido bastante fama como escritor de cuentos. Los publicó primero en una de esas revistas que de vez en cuando funda un filántropo con el propósito de proporcionar al público inteligente algo digno de su atención y que mueren cuando sus propietarios han perdido el dinero que se proponían perder; sus páginas, discreta y bellamente impresas, habían excitado toda la curiosidad que permitía su exigua circulación. Después se publicaron en forma de libro. Causaron verdadera sensación. Pocas veces he leído tan unánimes elogios en los semanarios. La mayoría dedicaron al libro una columna, y el Suplemento Literario del Times habló de él, no entre el vulgar montón de novelas, sino en lugar aparte, junto con las memorias de un distinguido hombre de Estado. Los críticos saludaron a Humphrey Carruthers como a un nuevo valor del mundo literario. Alabaron también su estilo, su sentido de la belleza y el ambiente de sus relatos. Por fin había surgido un escritor capaz de sacar al cuento del abismo en que había caído en los países de habla inglesa, y cualquier inglés podría citarle con Orgullo. Su libro podía compararse con los mejores de su género escritos en Finlandia, Rusia y Checoslovaquia.
       Tres años más tarde, Humphrey Carruthers publicó un segundo libro, y los críticos comentaron ese lapso de tiempo con satisfacción. Era un escritor que no prostituía su talento por dinero. Los elogios que recibió fueron quizás algo más fríos que los obtenidos por su primer libro; los críticos habían tenido tiempo de serenarse, pero fueron lo suficientemente encomiásticos para llenar de gozo a cualquier escritor que se ganara la vida con la pluma, y no cabía la menor duda de que la posición de él en el mundo de las letras era segura y honrosa. El cuento que atrajo más la atención fue el titulado La brocha del barbero, del que los mejores críticos hacían resaltar lo maravillosamente que el autor, en tres o cuatro páginas, había sabido poner al desnudo el alma trágica de un dependiente de barbería.
       Pero su cuento más conocido, y que a la vez era el más extenso, se titulaba Fin de Semana. Daba el título a su primer libro. En él se contaban las aventuras de unas cuantas personas que salieron de la estación de Paddington un sábado por la tarde para volver el lunes por la mañana a Londres. Era tan delicado que se hacía difícil comprender exactamente lo sucedido. Un joven, secretario parlamentario de un ministro, estaba a punto de declararse a la hija de un barón, pero no llegaba a hacerlo. Otros se iban al rio a pasear en lancha. Todos hablaban mucho, de una forma alusiva, pero nadie terminaba una frase y lo que querían decir quedaba sutilmente explicado por puntos y guiones. Había muchas descripciones de las flores de un jardín y una excelente visión del Támesis bajo la lluvia. Todo era visto a través de los ojos de un ama de llaves alemana, y la opinión general estuvo de acuerdo en afirmar que Carruthers había sabido expresar el punto de vista del ama de llaves con delicioso humorismo.
       Leí los dos libros de Humphrey Carruthers. Creo que es un deber de los escritores enterarse de lo que escriben sus contemporáneos. Siempre estoy dispuesto a aprender y quizá pudiera aprender en sus obras algo que me fuera útil, pero me llevé un desengaño. A mí me gusta que un cuento tenga principio, nudo y fin. Siento debilidad por la acción. A mi juicio, eso del ambiente está muy bien, pero el ambiente sin nada más es como un marco sin lienzo: no representa nada. Sin embargo, pudiera ser que yo no viese el mérito de Humphrey Carruthers a causa de mis propios defectos, y si he descrito sus dos cuentos más famosos sin mucho entusiasmo, tal vez ello sea debido a mi vanidad herida. Porque sabía perfectamente que Humphrey Carruthers me consideraba un escritor mediocre. Estaba convencido de que jamás había leído una línea mía. La popularidad que yo disfrutaba era bastante para convencerle de que no tenía por qué prestarme atención alguna. Fue tal la sensación que produjo, que por un momento pareció que iba a ser víctima a su vez de la popularidad, pero pronto se demostró que sus exquisitas producciones estaban muy por encima del vulgo. Nadie puede saber con certeza cuál es el número de intelectuales, pero sí se pueden contar los que están dispuestos a desembolsar su dinero para sostener sus obras preferidas. Las comedias que son de una calidad demasiado selecta para atraer a los empresarios deseosos de hacer negocio, pueden contar con un auditorio de unas diez mil personas, y de los libros que exigen de sus lectores una comprensión más elevada que la vulgar se venden unos mil doscientos ejemplares. Y es que los intelectuales, a pesar de su elevado sentido de la belleza, prefieren ir al teatro a ver cualquier obra y comprar cualquier libro en la librería.
       Sin embargo, estoy seguro que esto no desanimó a Carruthers. Él era un artista. Y, además, funcionario del Foreign Office británico. Estaba considerado como un escritor distinguido; no le interesaban las cosas vulgares y una mayor venta de libros le hubiera probablemente perjudicado en su carrera. Yo no tenía la menor idea de por qué me había invitado a tomar café. Era cierto que estaba solo. Sin embargo, yo suponía, no sin cierta lógica, que debería hallar en sus propios pensamientos una excelente compañía y me era de todo punto imposible creer que esperara de mí que le dijese algo interesante. Esto no obstante, no podía por menos de darme cuenta de que estaba haciendo todo lo posible por aparecer amable. Me acordé de dónde nos habíamos encontrado la última vez, y hablamos durante un rato de nuestros comunes amigos de Londres. Quiso saber el motivo de que yo me encontrase en Roma en aquella época del año, y se lo dije. Él, por su parte, me contó que acababa de llegar aquella misma mañana de Brindisi. Nuestra conversación se hacía bastante difícil y yo estaba dispuesto a dejarle en cuanto me fuera posible hacerlo sin mostrarme incorrecto. Pero tuve la extraña sensación, sin que me sea posible explicar por qué, de que trataba por todos los medios de no ofrecerme esta ocasión. No salía de mi asombro. Me puse en guardia. No dejé de notar que en cuanto yo hacía una pausa, él sugería un nuevo tema de conversación. Trataba de dar con algo que despertase mi interés a fin de que no me moviera de su lado. Seguramente no quería quedarse solo. Dadas sus relaciones diplomáticas, debía de conocer a mucha gente con quienes hubiera podido pasar la velada. Incluso me extrañó que no hubiese cenado en la Embajada. Aunque estábamos en pleno verano, indudablemente debía conocer a alguien. También observé que no había sonreído ni una sola vez. Hablaba con una especie de hosca vehemencia, como si tuviera miedo del silencio y el sonido de su voz distrajera a su imaginación de algo que le torturaba. La cosa no podía ser más extraña Pese a que no me era simpático y no sentía el menor aprecio por él, además de que su compañía me molestase bastante, me sentía interesado, aun en contra de mi voluntad. Le miré con ojos escrutadores. Quizá fue un efecto de mi fantasía, pero me pareció ver en sus pálidos ojos una mirada suplicante de perro apaleado, y a pesar de la corrección de sus facciones y de su actitud tan cuidadosamente estudiada, en su aspecto había algo como la mueca de un alma dolorida. No acertaba a explicármelo. Por mi mente cruzaron una docena de suposiciones absurdas. No es que le compadeciera. Como un viejo caballo que, acostumbrado a la guerra, olfatea la pólvora, agucé mis sentidos. Mis facultades tendieron sus tentáculos. No se escapaba a mi examen la más mínima parcela de su rostro ni el más pequeño gesto. Deseché la idea de que tuviera escrita una comedia y deseara conocer mi opinión. Las personas tan exquisitas como él sucumben fácilmente a la fascinación de las candilejas, y no les repugna escuchar las indicaciones de las gentes experimentadas, aunque desprecien con cierta altanería la competencia de éstas. Pero no, no se trataba de esto. En Roma, un hombre soltero y que tenga inclinaciones literarias está expuesto a verse envuelto en algún incidente enojoso y esto me hizo suponer que tal vez Carruthers se encontraba en algún apuro, siendo la Embajada el último sitio adonde podría recurrir. He observado que los idealistas suelen ser algunas veces muy imprudentes en cuestiones de amor. En ocasiones van a buscarlo en sitios vigilados por la policía. No pude por menos de sonreírme interiormente. Hasta los dioses se ríen cuando un pedante es sorprendido en una situación equívoca.
       Pero, de pronto, Carruthers dijo algo que me dejó atónito:
       —¡Me siento tan desgraciado!… —murmuró.
       Lo dijo sin preámbulos. Evidentemente era sincero. El acento de su voz no podía ser más angustioso. Se diría un sollozo. Me es imposible describir la impresión que me produjeron sus palabras. Sentía la misma sensación que si al doblar una esquina de una calle me diera en pleno rostro una ráfaga de viento, dejándome sin respiración y haciéndame tambalear. Fue algo realmente inesperado. Apenas si conocía a aquel hombre. No éramos amigos. No me era simpático, ni tampoco lo era yo para él. No le consideraba del todo un ser humano. No dejaba de ser extraordinario que una persona tan dueña de sí misma, tan correcta, tan acostumbrada al trato de la buena sociedad hiciera a un extraño una confesión semejante. Soy reservado por naturaleza y me avergonzaría, cualquiera que fuese mi dolor, comunicárselo a otro. Me estremecí. Su debilidad me molestó de veras. Por un instante me sentí furioso. ¿Por qué se atrevía a cargar sobre mí la angustia de su alma? Estuve a punto de responderle:
       —Y a mí, ¿qué diablos me importa?
       Pero no lo hice. Carruthers continuaba acurrucado en su butaca. La solemne nobleza de sus facciones, que recordaban las de un hombre de Estado de la época veintenaria, había desaparecido por completo dando paso a un rostro descompuesto. Parecía estar a punto de llorar. Vacilé un momento. Tartamudeé. Al oír sus palabras había enrojecido y alora noté que me ponía pálido. Su aspecto era lamentable.
       —Lo siento mucho —dije.
       —¿No le importaría que le contase lo que me sucede?
       —No.
       No era un momento para andarse con muchas palabras. Debía de hacer poco que Carruthers había entrado en la curentena. Era un hombre de constitución bien proporcionada, atlético hasta cierto punto y de porte seguro, pero en aquel instante parecía tener veinte años más. Toda su presencia se había desmoronado. Me recordó a los soldados muertos que vi durante la guerra, la extraña pequeñez a que la muerte los había reducido. Me sentí un poco confuso y aparté la vista, pero ante su mirada implorante volví los ojos a él.
       —¿Conoce usted a Betty Welldon-Burns? —me preguntó.
       —Hace años me trataba bastante con ella en Londres, pero no la veo desde Dios sabe cuánto tiempo.
       —Ahora vive en Rodas. Vengo de allí. He estado en su casa.
       —¡Ah!
       Pareció titubear.
       —Quizá le parezca un tanto extraño que te hable así. Pero no puedo más. Si no se lo cuento a alguien acabar volviéndome loco.
       Al encargar el café pidió también un par de copas coñac dobles. Ahora volvió a llamar al camarero y le pidió otra copa para él. Estábamos solos en el salón. Sobre nuestra mesa había una pequeña lámpara cubierta con una pantalla. Como nos encontrábamos en uno de los amplios salones del hotel, Carruthers hablaba en voz baja. A pesar de todo, nos sentíamos rodeados de un ambiente de intimidad. No puedo repetir con sus mismas palabras todo cuanto Carruthers me dijo; me es imposible recordarlas. Por ello voy a explicarlo a mi modo. Algunas veces Carruthers no sabía cómo expresar una cosa y yo debía suponerla. Otras me pareció que no había comprendido del todo la situación, que yo veía la verdad más claramente que él. Betty Welldon-Burns tenía un agudo sentido del humor, cosa que a él faltaba por completo. Creo que me di cuenta de mucha cosas que a él le habían pasado inadvertidas.
       Yo había visto muchas veces a Betty, pero no la conocía sobre todo por lo que decía de ella la gente. En sus buenos tiempos produjo una verdadera conmoción en el mundo elegante de Londres; me hablaron mucho de ella antes de que llegara a conocerla. Esto sucedió poco después de la guerra, en un baile que se dio en Portland Palace. En aquel entonces ya se encontraba en la cumbre de su celebridad. No se abría un periódico ilustrado sin que se tropezase con su fotografía, y sus locuras eran el tema obligado de todas las conversaciones. En aquella época tenía veinticuatro año. Su madre había muerto, y su padre, el duque de Saint Erth, hombre de edad y no muy rico, se pasaba la mayor parte del año en su castillo de Cornualles mientras Betty vivía en Londres con una tía viuda. Al estallar la guerra, la joven marchó a Francia. Tenía sólo dieciocho años. Fue enfermera de un hospital y más tarde condujo un coche. También formó parte de una Compañía de teatro que iba por los pueblos divirtiendo a los soldados. En Inglaterra actuó en un cuadro plástico montado con fines benéficos, dirigió subastas organizadas con idénticos fines y vendió banderas en Piccadilly. Todas sus actividades eran anunciadas profusamente, y le hicieron infinidad de fotografías a cada nuevo papel que representaba. A mi juicio, debió de divertirse bastante. Al terminar la guerra, sus diversiones no tuvieron límite. Entonces todo el mundo perdió un poco la cabeza. Los jóvenes, libres de la pesadilla de aquellos cinco años, cometieron mil locuras. Betty no se quedó atrás. Por causa de ellas salió algunas veces en los periódicos y su nombre aparecía siempre en primer lugar. En aquella época los clubs de noche estaban en su apogeo y a Betty se la veía siempre en ellos. Llevaba una vida febril de completa diversión. Incluso podríamos decir de libertinaje. El público inglés se encaprichó con ella, y lady Betty era conocida en todas las Islas Británicas. Las mujeres se apiñaban en torno suyo cuando asistía a una boda y el público la aplaudía en día de estreno, como si fuera una artista popular. Las muchachas jóvenes copiaban su peinado y los fabricantes de jabón y de productos de belleza le daban dinero a cambio de publicar su fotografía en los anuncios de sus productos.
       Naturalmente, la gente seria y sensata, la gente que recordaba con nostalgia el orden antiguo, la censuraba con amarga acritud. ¿Se reían burlonamente al ver tantas fotografías suyas? A su juicio, sentía una loca pasión por anunciarse a sí misma. Afirmaban que era una mujer ligera, que bebía demasiado, que fumaba mucho. Confieso que lo que oí de ella no me predispuso a su favor. No me gustan las mujeres que parecen considerar la guerra como un medio de divertirse y de conseguir que se hable de ellas. Me fastidian los periódicos en los que aparecen fotografías de personas de la buena sociedad paseando por Cannes o jugando al golf en Saint Andrew. Los jóvenes alegres me han parecido siempre extraordinariamente aburridos. Pero si la vida de diversiones produce al espectador el efecto de ser monótona y estúpida, el moralista se equivoca al juzgarla severamente. Es tan absurdo encolerizarse con los jóvenes que así se comportan, como con unos cachorrillos que corrieran a nuestro alrededor, arrojándose unos sobre otros y tratando de morderse la cola. Hay que sufrir con resignación los destrozos que causen en los macizos de flores, y la rotura de los objetos de porcelana. Algunos morirán ahogados por no alcanzar la aptitud necesaria, pero los demás se convertirán en unos perros educados. Su turbulencia se debe únicamente a la vitalidad de la juventud.
       Y era la vitalidad, precisamente, la característica más acusada de Betty. El ansia de vivir resplandecía en ella con un brillo que nos deslumbraba a todos. No creo que pueda olvidar nunca la impresión que me produjo la primera vez que la vi. Era como una bacante. Bailaba con un abandono que producía risa: tan patente era la intensa alegría que le causaba la música y el movimiento de su joven cuerpo. Su pelo era de color castaño, ligeramente desarreglado por la energía de sus gestos, pero tenía unos ojos azules y su tez parecía de leche y de rosas. Era una gran belleza y carecía de la altivez propia del orgullo. Reía constantemente y, cuando no lo hacía, sonreía y en sus ojos brillaba todo el placer de vivir. Era como una ninfa del jardín de los dioses. Tenía el vigor y la salud de la gente del pueblo y, sin embargo, por su actitud independiente, por la noble franqueza de su porte, parecía una gran señora. No sé cómo explicar la impresión que me causó. A mi parecer, pese a mostrarse tan sencilla y llana, se daba cuenta de su posición. Estaba convencido de que si era necesario sabría comportarse con la mayor dignidad. Le parecía encantadora a todo el mundo porque, probablemente, sin darse ella cuenta, pensaba en el fondo de su corazón que el resto del mundo carecía de importancia. Comprendí entonces por qué las muchachas que trabajaban en el East End sentían tanto entusiasmo por ella y por qué medio millón de personas, que sólo la habían visto en fotografía, la consideraban como una amiga íntima. Cuando me la presentaron estuvimos charlando durante unos minutos. No dejaba de ser halagador para uno ver el interés que nos demostraba. Incluso sabiendo que no podía sentir al conocernos tanta satisfacción como aparentaba y menos que le interesara tanto como parecía demostrar lo que le decíamos, uno no podía por menos que encontrar aquello muy agradable. Sabía cómo superar los primeros y difíciles momentos de una amistad, y al cabo de cinco minutos creíamos conocerla de toda la vida. La arrancó de mi lado alguien que quería bailar con ella, y Betty se dejó llevar en brazos de su pareja con el mismo impetuoso entusiasmo que había demostrado al sentarse a mi lado. No dejé de sorprenderme que quince días después, al volverla a encontrar en una comida, recordara punto por punto todo lo que habíamos hablado durante aquellos diez minutos del baile. Sin duda era una mujer con todas las cualidades necesarias para triunfar en sociedad.
       Le conté esto a Carruthers.
       —No era ninguna loca —me repuso—. Poca gente se ha dado cuenta de su talento. Escribió unas poesías excelentes. La gente suponía que no había nada en su cabeza porque era una mujer de carácter alegre, extremadamente inquieta, que no se preocupaba de nadie. Estaban en un error, se lo aseguro. Sabía mucho, mucho. Nadie hubiera creído que tuviese tiempo para leer tanto como leía. Dudo de que nadie conociera este aspecto de su carácter tan bien como yo. Solíamos pasear juntos por el campo durante los fines de semana, y en Londres íbamos en coche hasta Richmond Park, donde charlábamos y paseábamos. Le gustaban las flores y los árboles. Sentía interés por todo. Poseía una gran cultura y no menos sentido común. No había tema del que ella no pudiera hablar. Algunas veces, después de haber paseado por la tarde, nos veíamos en algún club nocturno, Betty había tomado algunas copas de champaña, estaba un poco alegre y parecía el alma del grupo. Estoy seguro de que todos cuantos la rodeaban se hubieran quedado atónitos si hubiesen sabido lo seriamente que los dos habíamos estado hablando unas horas antes. El contraste entre una cosa y otra no podía ser más extraordinario. Parecía como si en ella coexistiesen dos mujeres distintas.
       Carruthers dijo todo esto sin que una sonrisa asomara a sus labios. Hablaba con la melancolía propia del que se refiere a una persona arrancada de la agradable compañía de los vivos por la implacable muerte. Dejó escapar un profundo suspiro.
       —Yo estaba locamente enamorado de ella. Me declaré media docena de veces. Desde luego, sabía que no tenía la menor probabilidad de éxito. Era sólo un joven funcionario del Foreign Office, pero no pude contenerme. Betty me contestó negativamente. Nuestra amistad continuó inalterable. En el fondo, yo le era simpático. Podía darle lo que otros no podían. Incluso creo que a mí me apreciaba más que a nadie. Le aseguro que estaba loco por ella.
       —Me parece que no era usted el único —dije.
       —Así es. Solía recibir docenas de cartas de amor de hombres totalmente desconocidos; colonos de África: mineros y policías del Canadá. Se le declaraban hombres de todas las condiciones sociales. Se hubiera podido casar con quien hubiese querido.
       —Según me dijeron, hasta con un miembro de la familia real.
       —Sí, pero ella me dijo que no podría resistir aquella vida. Al fin se casó con Jimmie Welldon-Burns.
       —La gente se sorprendió bastante, ¿verdad?
       —¿Le conoce usted?
       —No, creo que no. Puede que me lo presentaran alguna vez, pero no lo recuerdo.
       —No me extraña. Era el hombre más insignificante que jamás haya existido. Su padre fue un fabricante del Norte. Ganó mucho dinero durante la guerra y se compró un título de barón. Jimmie estuvo en Eton conmigo e hicieron todo lo posible por convertirle en un caballero. En Londres, después de la guerra, figuró bastante. Siempre estaba organizando fiestas. Pero nadie le prestaba la menor atención. Él sólo pagaba las cuentas. Era el hombre más insoportable que he conocido. Demasiado pulido y terriblemente cortés; le ponía a uno violento, pues se notaba que siempre tenía miedo de cometer alguna incorrección. Llevaba los trajes como si fuera la primera vez que se los ponía y siempre resultaban demasiado estrechos para él.
       Una mañana, Carruthers abrió inocentemente el Times y al leer los ecos de sociedad se enteró del matrimonio de Elizabeth, hija única del duque de Saint Erth, con James, hijo mayor de sir John Welldon-Burns. Se quedó viendo visiones. Llamó a Betty por teléfono, preguntándole si era verdad.
       —¡Claro que sí lo es! —contestó la joven.
       Estaba tan sorprendido, que de momento no supo qué decir. Betty continuó hablando:
       —Viene hoy con su familia para conocer a mi padre. Me parece que será un poco violento. ¿Quieres que tomemos juntos un cocktail en el “Claridge’s”, a ver si consigo proveerme de ánimos?
       —¿A qué hora?
       —A la una.
       —Está bien. Nos encontraremos allí.
       Cuando ella llegó, Carruthers ya la estaba esperando. Avanzaba con paso ligero, como si sus pies desearan bailar. Sonreía. Sus ojos brillaban de placer, con el placer que le producía sentirse viva en un mundo tan agradable. Al entrar, los que la reconocieron empezaron a hablar en voz baja. Carruthers tuvo la sensación de que con ella había entrado en el severo y quizá excesivamente suntuoso “Claridge’s” la luz del sol y el perfume de las flores. Pero el joven no se entretuvo en saludarla.
       —Betty, no puedes hacer eso —le dijo—. Ni siquiera debes pensarlo.
       —¿Por qué?
       —¡Es un hombre insoportable!
       —No lo creas. Me parece bastante simpático.
       Se acercó un camarero y pidieron dos cocktails. Betty miraba a Carruthers con sus bellos ojos azules, a la vez tan alegres y tan bondadosos.
       —Betty, te aseguro que es hombre de una ostentación terrible.
       —¡Vamos, no digas tonterías, Humphrey! Es tan aceptable como cualquier otro. Me parece que tienes demasiados prejuicios.
       —Es soso hasta más no poder.
       —Es un hombre tranquilo. No quiero por marido a un hombre demasiado brillante. Creo que el contraste me favorecerá. Además, Jimmie es guapo y una persona muy educada.
       —¡Dios mío!
       —No seas idiota, Humphrey.
       —No pretenderás decirme que estás enamorada.
       —¿Crees que sería lo más cuerdo?
       —¿Por qué te casas con él?
       —Tiene mucho dinero, y yo voy a cumplir veintiséis años.
       Después de esta declaración holgaban las demás palabras. Carruthers acompañó a Betty hasta la casa de su tía. La boda se celebró con gran pompa, agolpándose una gran muchedumbre en los alrededores de la iglesia de Santa Margarita de Westminster para ver a los novios. Betty recibió regalos de casi toda la familia real y los recién casados pasaron la luna de miel en el yate que el suegro les prestó. Carruthers pidió que le enviaran al extranjero, siendo destinado a Roma —estaba en lo cierto al pensar que a esto se debía su perfecto conocimiento del italiano— y más tarde a Estocolmo donde desempeñó el cargó de consejero de Embajada. Entonces fue cuando escribió su primer libro.
       Tal vez el matrimonio de Betty defraudó al público, que esperaba de ella cosas mucho mejores; quizás al convertirse en mujer casada ya no podía seducir al espíritu romántico del pueblo; el caso es que pronto perdió el favor del público. Se dejó de hablar de ella. Al poco tiempo de casarse empezó a rumorearse que iba a tener un hijo y más tarde se supo que el parto había ido mal. No se retiró de la vida de sociedad. Supongo que seguiría viendo a sus amistades, pero sus actividades ya no fueron espectaculares. Continuó asistiendo, si bien de tarde en tarde, a aquellas heterogéneas reuniones en las que los miembros de la más linajuda aristocracia se codeaban con los bohemios del arte, alabándose de ser al mismo tiempo elegantes y cultos. La gente afirmaba que había sentado la cabeza. Después comenzó a preguntarse cómo se llevaría con su marido, e inmediatamente se llegó a la conclusión de que no tan bien como cabría desear. Poco después se rumoreó que Jimmie bebía demasiado y un año o dos más tarde se supo que había enfermado de tuberculosis. El matrimonio pasó un par de inviernos en Suiza. Más tarde corrió la noticia de que se habían separado y de que Betty se había ido a vivir a Rodas.
       El sitio elegido no podía ser más sorprendente.
       “Debe de ser aburridísimo”, comentaron sus amistades.
       De vez en cuando recibía algunas visitas, y todos regresaban alabando las bellezas de la isla y lo delicioso que resultaba vivir en ella. Pero todos estaban también de acuerdo en afirmar que era un sitio muy solitario. No dejaba de ser extraño que Betty, con su energía y sus elotes sociales, se hubiera ido a vivir allí. Había comprado una casa. No se relacionaba más que con unos cuantos oficiales italianos —en realidad, no había más personas en la isla—; sin embargo parecía completamente feliz. Los que la visitaban no conseguían explicárselo. Pero la vida en Londres es muy agitada y los recuerdos duran poco. No tardó en ser olvidada. Unas semanas antes de encontrarse con Humphrey Carruthers en Roma, el Times publicó la noticia de la muerte de James Welldon-Burns, segundo baronet de su nombre. Su hermano le sucedió en el título. Betty no había tenido ningún hijo de su matrimonio.
       Carruthers había continuado viéndola después de su matrimonio. Todas las veces que iba a Londres comían juntos. Betty poseía el don de saber reanudar una amistad tras de una larga separación como si no hubiera transcurrido el tiempo, por lo que en sus encuentros no experimentaban la menor sensación de extrañeza. Betty le había preguntado algunas veces cuándo pensaba casarse.
       —Te estás haciendo viejo, Humphrey. Si no te casas pronto te convertirás en un viejo solterón.
       —¿Y eres tú la que me recomienda el matrimonio?
       No era una réplica muy correcta, pues como todo el mundo estaba harto de saber, Betty no se llevaba bien con su marido. Pero la advertencia de ella le había picado.
       —En general, sí, y creo incluso que el matrimonio más desdichado es preferible a la soltería.
       —Sabes perfectamente que nada puede inducirme al matrimonio y conoces también la causa de ello.
       —¡Vamos, querido! ¡No irás a decirme que sigues enamorado de mí!
       —Pues lo digo.
       —No me importa.
       Betty sonrió. Sus ojos seguían mirándole aún con aquella mirada mitad burlona, mitad de cariño, que le producía un dolor tan hondo, y a la vez tan exquisito en el corazón. Y, hecho curioso, casi podía localizarlo.
       —Eres simpático, Humphrey. Ya sabes que te aprecio, pero no me casaría contigo aunque fuese libre.
       Cuando la joven se separó de su marido y fue a vivir a Rodas, Carruthers dejó de verla. Betty no volvió a Inglaterra. Sin embargo, mantuvieron una activa correspondencia.
       —Sus cartas eran maravillosas —dijo—. Me parecía estar oyéndola hablar mientras las leía. Eran igual que ella. Ingeniosas, cultas, agudas e inconscientes.
       Carruthers le sugirió la idea de que si lo deseaba iría a pasar unos días a Rodas. Betty le contestó que era mejor que no fuera. Carruthers comprendió el motivo. Todos sabían que había estado locamente enamorado de ella y que continuaba estándolo. Desconocía las circunstancias en que se había efectuado la separación. Probablemente no debía de continuar en muy buenas relaciones con su marido. Betty pensaría quizá que su presencia en la isla podría comprometerla.
       —Cuando salió mi primer libro me escribió una carta encantadora. Ya sabe usted que se lo dediqué. Se sorprendió mucho al ver que había sido capaz de escribir algo tan excelente. Todo el mundo me colmó de elogios y esto le produjo una gran satisfacción. Le aseguro a usted que fue mi mejor premio. Al fin y al cabo no soy un escritor profesional y no doy mucha importancia al renombre literario.
       ¡Qué estúpido y embustero es!, pensé. ¿Acaso se figuraba que no me había percatado de lo orgulloso que se sintió al ver la favorable acogida que tuvieron sus libros? No le censuraba por ello; era lógico e incluso perdonable. Pero ¿por qué se tomaba tanto trabajo en negarlo? De lo que no cabía duda era de que si se alegró del triunfo obtenido fue, en buena parte, por Betty. Ahora ya tenía un triunfo positivo que ofrecerle. Podía poner a sus pies no sólo su amor, sino también su distinguida reputación como escritor. Betty ya no era joven; tenía treinta y seis años. Su matrimonio y su permanencia en el extranjero habían alterado su situación. Ya no vivía rodeada de admiradores había perdido la aureola otorgada por la admiración de la gente. La distancia que los separaba ya no era insuperable. Carruthers era el único que había continuado siéndole fiel a través de los años. Era absurdo que se empeñara en enterrar su belleza, su talento y sus dotes sociales en una isla perdida en un rincón del Mediterráneo. Carruthers sabía que Betty le apreciaba y que no podía ser insensible a su firme constancia.
       Además, estaba convencido de que la vida que podía ofrecerle en la actualidad la seduciría. Decidió proponerle una vez más que se casara con él. A fines de julio podría obtener un permiso. Le escribió diciéndole que iba a pasar sus vacaciones en las islas griegas y que si la alegraba volverle a ver estaba dispuesto a permanecer en Rodas uno o dos días. Le habían dicho que los italianos acababan de establecer allí un hotel magnífico. Sugirió la idea como por casualidad. Su permanencia en el Foreign Office le había enseñado a no ser demasiado brusco. Procuraba siempre colocarse en una situación de la que pudiera salir, si era necesario, con ayuda de un poco de tacto. Betty le contestó con un telegrama. Le decía que era una gran idea lo de ir a Rodas y que, desde luego, se alojaría en su casa. Al final le suplicaba que le telegrafiase el nombre del barco en que pensaba ir.
       Cuando por fin, poco después del alba, el vapor entró en el puerto de Rodas, Carruthers se encontraba en un estado de terrible excitación. Apenas había podido dormir en toda la noche. Se levantó temprano y subió a cubierta para contemplar cómo se agrandaba la isla con la aurora y cómo surgía el sol de las cálidas aguas. El vapor echó el ancla y se acercaron numerosas embarcaciones. Bajaron la pasarela. Humphrey, acodado en la borda, vio subir al doctor, a los oficiales del puerto y los empleados del hotel. Él era el único inglés que había a bordo. No podía confundirse su nacionalidad. Un hombre subió a cubierta dirigiéndose directamente hacia él.
       —¿Es usted míster Carruthers?
       —Sí.
       Iba a sonreír y tenderle la mano cuando en un abrir y cerrar de ojos se dio cuenta de que el individuo que tenía delante era también inglés, pero de condición social inferior. En el acto, su actitud, sin dejar de ser correcta, adquirió un matiz altanero. Ni que decir tiene que Carruthers no me dijo nada de esto, pero yo me imaginé la escena tan claramente, que no he vacilado en describirla.
       —La señora le ruega que la perdone por no haber venido a esperarle, pero el barco llegaba muy temprano y desde donde vivimos hasta aquí hay más de una hora en coche.
       —Comprendo. ¿Está bien la señora?
       —Sí, gracias. ¿Tiene el equipaje listo?
       —Sí.
       —Dígame dónde está y mandaré a uno de esos hombres que lo baje al bote. No encontrará ninguna dificultad en la Aduana. Ya lo he arreglado; podremos marcharnos enseguida. ¿Se ha desayunado usted ya?
       —Sí, gracias.
       Aquel individuo no estaba muy seguro de su papel. Carruthers ignoraba quién pudiera ser. Sin ser incorrecto, se mostraba, sin embargo, demasiado familiar. Carruthers sabía que Betty poseía una propiedad bastante grande; quizá fuese su administrador. Desde luego, era muy competente. Dio a los mozos instrucciones en excelente griego y cuando subieron al bote y los barqueros le pidieron más dinero del que les había dado, les dijo algo que les hizo reír, encogiéndose entonces de hombros, satisfechos. El equipaje pasó por la Aduana sin que lo registrasen; el guía de Humphrey estrechó la mano a los oficiales y después salieron a una gran plaza llena de sol, donde los aguardaba un gran automóvil de color amarillo.
       —¿Va usted a guiar el coche? —preguntó Carruthers.
       —Soy el chofer de la señora.
       —¡Ah!… No lo sabía.
       No iba vestido de chofer. Llevaba unos pantalones blancos, unas alpargatas sin calcetines, una camisa también blanca de tenis, abierta y sin corbata, y un sombrero de paja. Carruthers frunció el ceño. Betty hacía mal permitiendo que su chofer guiara el coche vestido de aquel modo. De todas formas, debía de tenerse en cuenta que había tenido que levantarse antes del alba y que por lo visto el viaje hasta la villa era muy caluroso. Quizás en días normales llevase uniforme. Aunque no era tan alto como Carruthers, que medía seis pies, tampoco podía llamársele bajo; sus hombros eran cuadrados y poseía una recia constitución, cosa que le daba un aspecto rechoncho. Pero no era grueso, aunque sí daba la impresión de que tenía buen apetito y de que comía bien. Parecía joven, quizá tuviera treinta o treinta y un años; sin embargo, tenía ya un tipo macizo que probablemente se iría acentuando con el tiempo. En la actualidad, podía afirmarse que era un peso pesado.
       Su cara redonda estaba bronceada por el sol, su nariz era chata y gruesa, y tenía una expresión algo adusta. Llevaba un pequeño bigote rubio. A Carruthers le produjo la extraña sensación de que aquel hombre no le era desconocido.
       —¿Hace tiempo que está usted al servicio de la señora? —preguntó.
       —En cierto modo, sí.
       La actitud de Carruthers volvió a ser altanera. No acababa de gustarle la forma en que el chofer hablaba. No conseguía explicarse por qué no le llamaba señor. Probablemente Betty le había dado demasiada confianza en estas cosas. Sin embargo, hacía mal. Estaba dispuesto a advertírselo en cuanto se le presentara la ocasión. Los ojos de ambos se encontraron un instante y Carruthers habría jurado que en los del chofer brillaba una mirada divertida. No podía explicárselo. No creía que hubiera en él nada que excitara la risa.
       —Supongo que ésa será la antigua ciudad de los caballeros de Rodas —dijo señalando unas murallas.
       —Sí. La señora le acompañará a visitarla. Aquí vienen muchos turistas.
       Carruthers quería ser amable. Creyó que el mejor paso para lograrlo sería sentarse al lado del chofer en vez de ir solo detrás. Éste, sentándose al volante, dijo:
       —Bien, en cuanto suba usted arrancamos.
       Carruthers se sentó a su lado y emprendieron la marcha por una carretera que bordeaba el mar. Al cabo de unos minutos se encontraron, en pleno campo. Iban en silencio. Carruthers no se despojaba de su dignidad. Había visto que el chofer se sentía indignado a tratarle familiarmente y no quería darle una ocasión de hacerlo. Se alababa de saber tratar a sus inferiores de una manera que los colocaba en su sitio. Pensó con alguna amargura que no pasaría mucho tiempo sin que el chofer le llamara señor. Pero la mañana era deliciosa; la blanca carretera se extendía por entre los olivares, y las granjas que de vez en cuando encontraban, con sus paredes blancas y sus techos planos, tenían un aspecto oriental que despertaba la fantasía. Y Betty le estaba esperando. El amor que ardía en su corazón le predispuso favorablemente hacia todos los hombres, y al encender un cigarrillo pensó que sería un acto generoso por su parte ofrecer otro al Chofer. Al fin y al cabo, Rodas se hallaba muy lejos de Inglaterra y la democracia estaba entonces de moda. Él chofer lo aceptó y detuvo el coche para encenderlo.
       —¿Trae usted el tabaco? —le preguntó de pronto.
       —¿El qué…?
       —La señora le telegrafió diciéndole que trajese dos libras de picadura Players Navy Cut. Por eso hablé con los oficiales de la Aduana para que no le abrieran el equipaje.
       —Pues no he recibido el telegrama.
       —¡Maldita sea!
       —¿Para qué diablos necesita la señora dos libras de picadura?
       Pronunció estas palabras con entonación altanera. No le había gustado la exclamación del chofer. El hombre le dirigió una mirada de reojo, en la que Carruthers creyó descubrir cierta insolencia.
       —Aquí no podemos encontrar esa marca —dijo brevemente.
       Tiró con ademán furioso el cigarrillo egipcio que Carruthers le había dado y puso en marcha de nuevo el coche. En su rostro apareció una expresión adusta. No volvió a desplegar los labios. Carruthers se dio cuenta de que sus esfuerzos para ser sociable le habían llevado a cometer una equivocación. Durante el resto del viaje fingió ignorar la existencia del chofer. Adoptó la postura altiva que con tanto acierto había empleado como secretario de Embajada con los súbditos británicos que acudían a solicitar ayuda. Durante cierto tiempo ascendieron por una colina, después llegaron a una pared larga y baja, encontrándose a los pocos momentos ante una puerta. El chofer se adentró por ella.
       —¿Hemos llegado? —preguntó Carruthers.
       —Sí, sesenta y cinco kilómetros en cincuenta y siete minutos —dijo el chofer con una sonrisa que puso al descubierto sus blancos dientes—. No está mal si se tiene en cuenta la carretera.
       Tocó con fuerza, la bocina. Carruthers estaba loco dé emoción. Subieron por una pequeña carretera a través de un olivar y se detuvieron ante una casa baja pintada de blanco. Betty se hallaba en la puerta. Carruthers saltó del coche y la besó en ambas mejillas. Durante unos momentos no pudo hablar. Pero de un modo maquinal se dio cuenta de que en el umbral de la puerta permanecía de pie un mayordomo de edad madura, vestido con pantalones blancos y a su lado dos lacayos que llevaban el tonelete de su país. Eran elegantes y pintorescos. Evidentemente, cualesquiera que fuesen las libertades que Betty permitía a su chofer, en la casa se mantenía la etiqueta debida a la condición social de la dueña. Betty le condujo a través del vestíbulo, ancho y espacioso, de paredes blancas y ricamente amueblado, al salón. Éste era grande y de techo bajo, y también las paredes eran blancas. Carruthers tuvo en el acto la sensación del lujo y comodidades que rodeaban a Betty.
       —La primera cosa que debes hacer es contemplar esta vista —dijo Betty.
       —La primera cosa que debo hacer es mirarte.
       Iba vestida de blanco. Sus brazos, su rostro, su cuello, estaban tostados por el sol; sus ojos parecían más azules que nunca y la blancura de sus dientes era maravillosa. Tenía un aspecto magnífico. Se había acicalado mucho, ondulado el pelo y hecho la manicura. Carruthers había temido un momento que con la vida fácil que llevaba en aquella romántica isla se hubiera abandonado un poco.
       —Palabra de honor, Betty, pareces una chiquilla de dieciocho años. ¿Cómo te las arreglas?
       —Es la felicidad —exclamó sonriendo.
       Al oír esto, Carruthers sintió un momentáneo dolor. No quería que fuese demasiado feliz. Deseaba ser él quien le proporcionase la felicidad. Betty insistió en llevarle a la terraza. El salón tenía cinco grandes balcones que daban a ella y desde allí se dominaba la colina con sus laderas cubiertas de olivares que descendían casi a pico hasta el mar. Abajo se veía una pequeña ensenada y en ella una embarcación pintada de blanco, que se reflejaba en las quietas aguas. En otra colina se divisaban las blancas casas de un pueblo griego, y tras él, sobre un risco, los bastiones de un castillo medieval.
       —Ése era uno de los fuertes de los caballeros de Rodas —le explicó Betty—. Al atardecer te llevaré para que lo veas.
       El panorama era maravilloso. Le dejaba a uno sin respiración. Era de una quietud asombrosa y poseía, al mismo tiempo, una extraña animación; no incitaba a la contemplación, sino a la actividad.
       —Supongo que habrás traído el tabaco.
       —No, no recibí tu telegrama.
       —¡Pero si te telegrafié a la Embajada y al Excelsior!
       —Me hospedé en el Plaza.
       —¡Qué contrariedad! Albert se pondrá furioso.
       —¿Quién es Albert?
       —El hombre que vino contigo. El Player es el único tabaco que le gusta y aquí no puede encontrarlo.
       —¡Ah, el chofer! —señaló el barco que se veía abajo—. ¿Ése es el yate de que has hablado?
       —Sí.
       Era un gran caique dotado de motor auxiliar y embellecido con algunas reparaciones. Betty vagaba con él por las islas griegas. Había ido, por el Norte, hasta Atenas, y por el Sur, hasta Alejandría.
       —Si te queda tiempo haremos un viaje en él —dijo—. Desde el momento que estás aquí no puedes marcharte sin visitar Cos.
       —¿Quién manda el buque?
       —Tiene su tripulación, pero Albert es quien se encarga de él. Sabe mucho de motores y de todas esas cosas.
       Sin saber por qué, Carruthers se sintió un poco molesto al oírla hablar de nuevo del chofer. A su juicio, Betty le había puesto al frente de demasiadas cosas, y era un error dar a un criado una confianza excesiva.
       —Creo que he visto a Albert antes de ahora, pero la verdad, no sé dónde.
       Betty sonrió; en sus ojos resplandecía aquella alegría tan suya, que daba a su rostro una franqueza encantadora.
       —Tienes que acordarte. Era el segundo lacayo de tía Louise. Debe de haberte abierto la puerta muchísimas veces.
       Tía Louise era aquella parienta con quien Betty había vivido antes de su matrimonio.
       —¡Ah, sí…! Claro que debo de haberlo visto, pero no me había fijado en él. ¿Y cómo está aquí?
       —Le teníamos en nuestra casa de Londres. Cuando me casé quiso venirse conmigo y le tomé a mi servicio. Durante unos años fue el criado de Jimmie, después le mandé a que aprendiera mecánica. Le gustan mucho los coches y temporalmente lo empleo como chofer. No sé lo que hubiera hecho aquí sin él.
       —¿No te parece que es una equivocación el depender demasiado de un criado?
       —No lo sé. No lo había pensado nunca.
       Betty le enseñó las habitaciones que le habían preparado y cuando Carruthers se hubo cambiado de ropa bajaron paseando hasta la playa. Una lancha que los esperaba los condujo al caique. Se bañaron. El agua estaba caliente y se tumbaron en la cubierta a tomar el sol. El caique era una embarcación espaciosa, confortable y lujosa. Betty le enseñó sus dependencias y encontraron a Albert trabajando en los motores. Llevaba un mono sucio y tenía el rostro y las manos llenos de grasa.
       —¿Qué ocurre, Albert? —preguntó Betty.
       Albert se enderezó y la miró respetuosamente.
       —Nada, señora. Estoy repasando el motor.
       —A Albert sólo le interesan dos cosas en este mundo. Una es el coche y la otra el yate. ¿Verdad, Albert?
       Le dirigió una alegre sonrisa y el rostro un poco obtuso de Albert se iluminó, dejando ver sus bellos y blancos dientes.
       —Así es, señora.
       —Duerme a bordo. En la proa hemos arreglado para él un confortable camarote.
       Carruthers se acostumbró fácilmente a aquella vida. Betty había comprado la propiedad a un bajá turco desterrado en Rodas por Adbul Hamid, añadiendo después un ala al edificio. El olivar que lo rodeaba fue transformado por ella en jardín. Plantó romero, espliego y asfódelo; mandó llevar retama de Inglaterra y además cultivó los famosos rosales de la isla. En primavera, le dijo, la tierra estaba alfombrada de anemones. Mientras Betty le iba enseñando su propiedad, hablándole de sus planes y los cambios que pensaba hacer, Carruthers empezó a sentirse intranquilo.
       —Hablas como si pensaras pasarte aquí toda tu vida —le dijo al fin.
       —Quizá sea así —contestó sonriendo Betty.
       —¡Qué estupidez! A tu edad…
       —Tengo cerca de cuarenta años, amigo mío —afirmó Betty en tono ligero.
       Carruthers descubrió con verdadera satisfacción que Betty tenía un excelente cocinero, y con su gusto por la etiqueta, se sentía halagado al cenar con ella en el espléndido comedor de la casa, amueblado con sobriedad, servidos por aquel majestuoso mayordomo griego y los dos lacayos vestidos con vistosos uniformes. Toda la casa estaba amueblada con gusto; en las habitaciones no había más que lo necesario, pero todo era exquisito. Betty vivía rodeada de un gran lujo. Cuando al día siguiente de su llegada, el Gobernador, acompañado de varios funcionarios a sus órdenes, fue a cenar con ellos, Betty exhibió todas las riquezas de su casa. El Gobernador, al entrar en ella, pasó entre una doble fila de lacayos vestidos con magníficas túnicas almidonadas, chaquetas con bordados y gorras de terciopelo. Parecían poco menos que una guardia de honor. A Carruthers le gustaban las cosas hechas con gran estilo. La cena resultó muy alegre. Betty hablaba el italiano bastante bien y Carruthers lo dominaba a la perfección. Los jóvenes oficiales del séquito del Gobernador estaban muy elegantes con sus uniformes. Con Betty se mostraban muy atentos y ella los trataba con cordialidad. También se burlaba un poco de ellos. Terminada la cena hicieron sonar el gramófono y uno tras otro bailaron con ella.
       Cuando se marcharon, Carruthers le preguntó:
       —Todos estarán enamorados de ti, ¿verdad?
       —No lo sé. Algunas veces me han sugerido la idea de unas relaciones más o menos permanentes, pero cuando decliné su proposición, dándoles las gracias, no se inmutaron mucho.
       Carruthers comprendió que no podía tomárselos en serio. Los jóvenes eran muy inexpertos y los de más edad demasiado gruesos y calvos. Cualesquiera que fueran sus sentimientos hacia ella, no podía creer ni por un momento que Betty hiciera una tontería con uno de aquellos italianos de clase media. Pero un día o dos después sucedió una cosa curiosa. Estaba Carruthers en sus habitaciones, vistiéndose para cenar, cuando oyó una voz de hombre en el pasillo; no entendió lo que éste dijo, ni en qué lengua hablaba, pero a continuación resonó la alegre risa de Betty; una risa deliciosa, sonora y alegre, como la de una muchacha, que demostraba un gozoso abandono verdaderamente contagioso.
       ¿Con quién se reiría? Indicaba una curiosa intimidad. Quizá parezca un tanto extraño que Carruthers hiciera todas estas observaciones oyendo solamente reír a una persona, pero hay que tener en cuenta que era muy sutil. Sus historias llamaron la atención por estos detalles.
       Cuando se encontraron en la terraza, Betty estaba agitando una coctelera y Carruthers intentó satisfacer su curiosidad.
       —¿Por qué te reías tanto hace un momento? ¿Ha estado alguien aquí?
       —No. 

        Betty le miró sinceramente sorprendida.
       —Supuse que alguno de esos oficiales italianos había venido a verte.
       —No, no ha venido nadie.
       Desde luego, el paso de los años había producido su efecto en Betty. Seguía siendo muy bella, pero ahora poseía una belleza más madura. Siempre había tenido mucho aplomo, pero en la actualidad éste se había transformado en una tranquila calma. Su serenidad era como otro componente de su belleza; igual que sus ojos azules y su cándida frente, formaba parte de su belleza. Parecía estar en paz con todo el mundo; permanecer a su lado era como un sedante, algo como sentarse entre los olivos y contemplar el mar color de vino. Aunque seguía siendo tan alegre como antes, el fondo serio de su carácter, que antaño sólo Carruthers conocía, era ahora más patente. Nadie podía ya acusarla de ser una mujer atolondrada; era imposible no darse cuenta de la delicadeza de su carácter. Tenía hasta cierta nobleza. Éste no era un rasgo corriente en las mujeres modernas, y Carruthers se dijo interiormente que Betty era una reminiscencia del pasado, que recordaba a una de aquellas grandes damas del siglo XVIII. A Betty siempre le había gustado la literatura. Los poemas que escribió poseían una gracia melodiosa. Por eso se sintió más interesado que sorprendido cuando ella le dijo que había comenzado un trabajo histórico de más importancia. Estaba reuniendo materiales para escribir una obra sobre los Caballeros de San Juan de Rodas. Sería una historia de románticos incidentes. Llevó a Carruthers a la ciudad para enseñarle las antiguas murallas, y juntos recorrieron los austeros y majestuosos edificios. Pasaron por la silenciosa calle de los Caballeros, con sus magníficas fachadas de piedra y los grandes escudos de armas que recordaban un pasado noble. Allí le esperaba una sorpresa Betty había comprado una de las viejas casas, devolviéndola a su antiguo estado con profundo cariño. Al entrar en el pequeño patio con su escalera de piedra esculpida, uno sentía la impresión de encontrarse en la Edad Media. Había un pequeño jardín enclavado entre cuatro paredes donde crecían una higuera y numerosos rosales. Era pequeño, reservado y silencioso. Los antiguos caballeros, durante mucho tiempo en Contacto con Oriente, habían adquirido unas ideas orientales sobre la soledad.
       —Cuando me canso de mi villa me vengo a pasar unos días aquí. A veces es un descanso el no estar rodeada de gente.
       —Pero aquí no estarás sola.
       —Prácticamente, sí.
       En la casa había un pequeño saloncito amueblado con austeridad.
       —¿Qué es esto? —dijo Carruthers con una sonrisa, señalando un ejemplar del Sporting Times que estaba sobre la mesa.
       —¡Ah!, es de Albert. Supongo que se lo dejaría aquí cuando fue a buscarte. Todas las semanas recibe el Sporting Times y el News of the World. De esta forma conserva el contacto con el gran mundo.
       Betty se sonrió tolerante. Al lado del saloncito había una alcoba en la que se veía una cama y casi ningún mueble más.
       —Esta cama perteneció a un inglés. La compré, en parte, por eso. Se llamaba sir Giles Quera, y uno de mis antepasados se casó con una Mary Quera que era prima suya. La familia es oriunda de Cornualles.
       Como vio que era imposible escribir su historia sin saber lo suficiente de latín para leer los documentos medievales, Betty se dedicó a aprenderlo. Se preocupó sólo de adquirir unos conocimientos elementales de la gramática y después comenzó a leer, con una traducción al lado, los autores que le interesaban. Es éste un método excelente para aprender un idioma y no me explico cómo no lo adoptan los colegios. Tiene, sobre todo, la ventaja de evitar al alumno el eterno manoseo de los diccionarios en busca del significado de una palabra. Al cabo de nueve meses, Betty podía leer el latín tan correctamente como la mayoría de nosotros es capaz de leer el francés. A Carruthers le pareció un poco ridículo que aquella mujer hermosa y distinguida se tomase su trabajo tan en serio, pero, sin embargo, se sintió conmovido; la hubiera cogido entre sus brazos y cubierto de besos, no como a una mujer, sino como a una chiquilla preciosa cuya listeza nos sorprendiera y encantara. Después reflexionó sobre lo que ella le había dicho. Carruthers era, desde luego, un hombre muy inteligente; de otra forma no hubiera llegado a pretender que sus dos libros, que habían causado tanta sensación, careciesen en absoluto de mérito. Si le he ridiculizado un poco es sólo porque no me era simpático, y si me he burlado de sus historias se debe, sencillamente, a que las historias de esa clase me parecen un poco estúpidas. Pero era un hombre que tenía tacto y vista. Entonces comprendió claramente que sólo había un medio de ganarla. Betty se había dejado llevar por la rutina y se sentía feliz; sus planes eran definitivos, pero su vida en Rodas era tan ordenada, tan completa, que por esa misma razón podía combatirse la atracción que ejercía sobre ella. Su única probabilidad era despertar la inquietud que siempre se encuentra en el fondo del corazón de los ingleses. Por eso comenzó a hablarle de Inglaterra y de Londres, de sus amigos comunes y de los pintores, escritores y músicos que había conocido gracias a su triunfo literario. Le habló de las reuniones bohemias en Chelsea, de la ópera, de los viajes a París en bande para asistir a un baile, o a Berlín para ver una nueva comedia. Evocó en su imaginación una vida rica, fácil, culta, varia y muy civilizada. Trató de hacerle comprender que vivía estancada en un remanso. El mundo seguía velozmente su marcha, pasando de una nueva e interesante fase a otra mientras ella permanecía inmóvil. Naturalmente no le dijo todo esto, tan sólo se lo dejó entrever. Trató de ser entretenido y espiritual; tenía una excelente memoria para retener una buena historieta y sobre todo sabía ser ingenioso y alegre. Comprendo que no he hecho resaltar que Humphrey Carruthers era más ingenioso aún que Betty brillante. Pero el lector puede estar seguro de que lo era. A Carruthers se le consideraba un compañero entretenido y esto ya es mucho; la gente estaba predispuesta a su favor y afirmaba que decía cosas magníficas. Naturalmente, su ingenio resaltaba en sociedad. Necesitaba hallarse entre personas que comprendieran sus alusiones y compartieran su peculiar sentido del humor. En Fleet Street hay ingeniosos que brillan en sociedad, pero es porque su profesión los obliga a ser ingeniosos y brillantes en su trabajo diario. Igualmente, muy pocas mujeres hermosas de la buena sociedad cuyas fotografías aparecen en los periódicos podrían obtener un empleo de tres libras por semana en el coro de una revista. A los aficionados hay que juzgarlos con tolerancia. Carruthers se dio cuenta de que Betty disfrutaba en su compañía. Siempre se estaba riendo. Los días pasaron sin darse cuenta.
       —Cuando te vayas te echaré mucho de menos —le dijo Betty con su habitual franqueza—. ¡Ha sido delicioso tenerte aquí! Humphrey, eres un encanto.
       —¿Ahora te das cuenta?
       Se pasó las manos por la cabeza. Su táctica había sido acertada. Era interesante observar el efecto de su sencillo plan. Había sido magnífico. Los profanos se pueden reír del Foreign Office, pero no cabía la menor duda de que enseña a tratar a las personas. Ahora sólo le quedaba escoger el momento. Estaba seguro de que Betty nunca se había sentido tan atraída por él. Pero iba a esperar hasta el fin de su visita. Betty era bastante sentimental. Sentiría mucho su marcha. Sin él, encontraría Rodas muy triste. Cuando se marchara, ¿con quién hablaría? Después de cenar solían sentarse en la terraza contemplando el mar bañado por la luz de las estrellas; el aire era cálido, fragante y levemente perfumado. La víspera de su marcha le volvería a preguntar si quería casarse con él. Tenía el presentimiento de que esta vez le contestaría que sí.
       Una mañana, cuando ya hacía más de una semana que estaba en Rodas, al subir las escaleras vio a Betty que pasaba por el pasillo.
       —No me has enseñado todavía tu habitación, Betty —le dijo.
       —¿No? Pues ven ahora a verla. Es muy agradable.
       Dio media vuelta y él la siguió. La habitación estataba encima del salón y era casi tan grande como él. Betty la había amueblado al estilo italiano, y siguiendo la moda de entonces, más como una salita que como un dormitorio. De las paredes colgaban unos deliciosos cuadros de Panini y había una o dos hermosas vitrinas. La cama era de estilo veneciano.
       —Me parece que es una cama de dimensiones imponentes para una mujer viuda —dijo Carruthers en broma.
       —Es enorme, ¿verdad? Pero me gustó tanto que no tuve más remedio que comprarla. Me costó una fortuna.
       Sus ojos se fijaron en la mesita de noche. En ella había dos libros, una caja de cigarrillos y sobre un cenicero una pipa. ¡Qué raro! ¿Por qué tendría Betty una pipa al lado de la cama?
       —Mira este cassone. ¿Verdad que está magníficamente pintado? No sabes la emoción que sentí el día que lo compré.
       —Supongo que también te costaría una fortuna.
       —No me atrevo a decirte lo que pagué por él.
       Al salir de la habitación dirigió otra mirada a la mesita de noche. La pipa había desaparecido.
       Era extraño que Betty tuviese una pipa en su habitación; desde luego, no fumaba en pipa, pues de lo contrario ella se lo habría dicho; sin embargo, el hecho no podía tener muchas explicaciones. Podía ser un regalo que pensara hacer a alguien, a alguno de sus amigos italianos o hasta al mismo Albert. No había tenido tiempo de fijarse si era nueva o vieja; también podía ser un modelo que pensara darle a él para que mandase otra igual desde Inglaterra. Después de unos instantes de perplejidad, no exentos de ironía, apartó el caso de su imaginación. Aquél día iban a salir de excursión llevándose la comida; Betty conduciría el coche. Tenían proyectado un crucero de unos días en el yate con el fin de que viera, antes de marcharse, Patmos y Cos; Albert se ocupaba en revisar los motores del caique. Pasaron un día maravilloso. Visitaron las ruinas de un castillo, escalaron una montaña cubierta de asfódelos, jacintos y narcisos y volvieron rendidos. Poco después de cenar se separaron y Carruthers se fue a la cama. Estuvo leyendo un rato y después apagó la luz. Pero no pudo dormir. Hacía mucho calor bajo el mosquitero. Empezó a dar vueltas en la cama. Al poco tiempo decidió bajar a la playa a darse un baño. No se tardaba en llegar a ella más de tres minutos. Se puso unas alpargatas y cogió una toalla. Había luna llena y, a través de los olivos, vio reflejarse su luz en el mar. Pero no había sido el único que pensaba en aquella deliciosa noche, pues antes de llegar a la playa oyó unos ruidos. Dejó escapar una sorda exclamación de mal humor; probablemente estarían bañándose algunos criados de Betty y no quería molestarlos. Los olivares llegaban casi hasta la orilla del agua e, indeciso, permaneció un momento inmóvil, oculto entre sus ramas. De súbito oyó una voz que le hizo estremecer.
       —¿Dónde está mi toalla?
       Hablaba en inglés. Una mujer salió del agua y se detuvo un momento en la orilla. De la oscuridad surgió un hombre que llevaba una toalla en torno a la cintura. La mujer era Betty. El hombre la envolvió en una sábana de baño y empezó a secarla vigorosamente. El hombre era Albert.
       Carruthers dio media vuelta y subió corriendo la ladera de la colina. Tropezó varias veces. Una de ellas estuvo a punto de caerse. Jadeaba como un animal herido. Cuando llegó a su habitación se arrojó sobre la cama apretando los puños; sus ahogados sollozos se deshicieron en llanto. Tuvo un violento ataque de histerismo. Ahora todo estaba claro, con la claridad espectral que en una noche de tormenta produce un relámpago al descubrirnos un paisaje siniestro, claro, horriblemente claro. La forma en que el hombre la había secado, la forma en que ella se había apoyado en él indicaba no ya un amor apasionado, sino una intimidad de tiempo, y aquella pipa al lado de la cama era un repugnante detalle de la vida conyugal. Debía ser la pipa del hombre que tiene la costumbre de fumar mientras lee antes de dormirse el Sporting Times. Ésta era la causa de que ella hubiese comprado la casita de la calle de los Caballeros; de esta manera podían pasar dos o tres días juntos haciendo vida matrimonial. Eran como una pareja que llevase muchos años casados. Humphrey se preguntó interiormente cuánto tiempo hacía que duraba aquel odioso asunto y, de pronto, dio con la respuesta: hacía muchos años. Diez, doce, catorce; había comenzado cuando el joven lacayo llegó por primera vez a Londres; entonces era un muchacho y, evidentemente, no pudo ser él quien hiciera las primeras insinuaciones; durante todos aquellos años, cuando ella era el ídolo del público británico, cuando todo el mundo la adoraba, cuando se hubiera podido casar con quien hubiese querido, había vivido con el segundo lacayo de su tía. Y al casarse se lo llevó con ella. ¿Por qué había hecho aquel matrimonio tan sorprendente? Y el niño que nació antes de tiempo… No había duda: por eso se había casado con Jimmie Welldon-Burns, porque iba a tener un hijo de Albert.
       ¡Dios mío! ¡Qué vergüenza! Después, cuando Jimmie se puso enfermo, hizo que le tomase como ayuda de cámara.
       ¿Qué sabía o sospechaba su marido? Se había entregado a la bebida y ésta fue una de las causas de su tuberculosis. Pero ¿por qué comenzó a beber? Tal vez sería para matar una sospecha tan repugnante que no se atrevía a aclararla. Fue para vivir con Albert por lo que se quedó en Rodas. Con aquel individuo de manos sucias de grasa por su trabajo en los motores, de uñas rotas, de aspecto ordinario y rechoncho, a quien su color sanguíneo y su constitución desgarbada le hacían parecer un carnicero, con aquel individuo que ya no era joven y sí propenso a la obesidad, sin educación y vulgar, con un lenguaje por demás ordinario…
       ¿Cómo podría haber ocurrido eso?
       Carruthers se levantó y bebió unos sorbos de agua. Después se dejó caer en una silla. No podía permanecer en la cama. Fumó un cigarrillo tras otro. A la mañana siguiente estaba deshecho. No había dormido en toda la noche. Le llevaron el desayuno; bebió el café, pero no pudo comer nada. Poco después sonó una apremiante llamada en su puerta.
       —¿Vienes a bañarte, Humphrey?
       Aquella voz alegre hizo que la sangre se le subiera a la cabeza. Hizo un esfuerzo para dominarse y abrió la puerta.
       —Hoy no iré. No me encuentro muy bien.
       Betty le miró.
       —Querido amigo, tienes mal aspecto. ¿Qué te pasa?
       —No lo sé. Creo que debe de ser algo de insolación.
       Su voz carecía de vida y sus ojos tenían una mirada trágica. Betty le miró con suma atención. Durante unos momentos no dijo nada. Después a él le pareció que se ponía un poco pálida. Lo sabía. Y una leve e irónica sonrisa sé reflejó en sus ojos; juzgaba cómica la situación.
       —Pobre Humphrey, vuelve a acostarte. Te mandaré una aspirina. Quizás a la hora de comer te encuentres ya mejor.
       Carruthers se quedó en su habitación medio a oscuras. Hubiera dado cualquier cosa por poderse marchar y no volver a verla, pero no podía; el barco que había de conducirle a Brindisi no llegaría a Rodas hasta fines de semana. Era un prisionero. ¡Y al día siguiente iban a hacer el crucero en el yate por las islas! Entonces sí que no tendría escape; en el yate permanecerían los tres juntos durante todo el santo día. No podría resistirlo. Le daba vergüenza. Pero a ella no. En cuanto comprendió que él lo sabía todo, sonrió. Era capaz de contárselo. Y aquello sería superior a sus fuerzas. Ahora, todo lo más lo sospechaba; de modo que si seguía comportándose como si nada hubiese sucedido, si a la hora de la comida y durante los días que le quedaban de estar en Rodas se mostraba tan alegre y jovial como siempre, Betty probablemente pensaría que se había equivocado. Ya era bastante saber lo que sabía para tener que sufrir la postrera humillación de oír de su propia boca la repugnante historia.
       Pero a la hora de comer la primera cosa que ella le dijo fue esto:
       —¡Qué lástima, Humphrey! Albert me ha dicho que el motor del yate se ha estropeado y que no podremos hacer nuestro crucero. En esta época del año no podemos arriesgarnos a ir sólo a la vela. Una calma chicha podría retenernos durante una semana.
       Betty habló en tono ligero y él contestó en la misma forma:
       —Lo siento, pero la verdad, no me importa mucho. Aquí me encuentro muy bien y no tenía muchos deseos de ir.
       Le dijo que la aspirina le había sentado muy bien, que se hallaba mucho mejor; al mayordomo griego y a los dos criados vestidos con toneletes probablemente les habría parecido que hablaban tan alegremente como todos los días. Aquella noche fue a cenar con ellos el cónsul británico y al día siguiente unos oficiales italianos. Carruthers contaba los días; sentía unas ansias locas de verse en el barco. Empezaba a sentirse agotado. Pero la actitud de Betty era tan tranquila, que algunas veces llegó a dudar de que supiera que conocía su secreto. ¿Sería cierto lo que le había dicho del motor del yate y no una excusa como primeramente había pensado? ¿Sería sólo una casualidad el que siempre tuvieran invitados para no encontrarse solos? El inconveniente de poseer un tacto como el suyo es que nunca se puede estar seguro de si los demás se comportan naturalmente o fingen también. Al ver a Betty tan serena, tan tranquila, tan feliz, no podía creer la odiosa verdad. Sin embargo, lo había visto con sus propios ojos. ¿Y el futuro? ¿Qué le esperaba a ella en el porvenir? Era horrible pensarlo. Más tarde o más temprano todo el mundo acabaría por saber la verdad. Y Betty, escarnecida por todos, desterrada de la sociedad a que pertenecía, viviría en poder de aquel hombre vulgar y ordinario y envejecido, perdiendo su belleza; y aquel hombre tenía cinco años menos que ella. Un día tendría una amante, quizás una de sus doncellas, con quien se sentiría a gusto como nunca se había sentido con la gran señora, y entonces, ¿qué haría? ¡Qué de humillaciones la esperaban! Él podría tratarla con dureza. Quizás hasta le pegase…
       Carruthers se retorció las manos. De pronto tuvo una idea que le produjo una dolorosa alegría; la apartó de su imaginación, pero fue inútil; no podía desecharla. Era preciso que la salvase; la había querido demasiado, la había querido también demasiado tiempo para dejarla hundirse como se estaba hundiendo; se apoderó de él una gran ansia de sacrificio. A pesar de todo, a pesar de que su amor había muerto, se casaría con Betty. Se rio trágicamente. ¿Qué vida iba a ser la suya? Esto era terrible. Pero no importaba. Era la única cosa que podía hacer. Sentía una maravillosa exaltación y a la vez una profunda humildad, como si le sobrecogiera la altura a que podía remontarse el divino espíritu del hombre.
       Su barco salía el sábado, y el jueves, cuando se fueron los invitados que habían tenido a cenar, Carruthers le dijo:
       —Espero que mañana estaremos solos.
       —La verdad es que he invitado a unos amigos egipcios que pasan el verano aquí. Ella es la hermana del exjedive y una mujer muy inteligente. Estoy segura de que te será simpática.
       —Es la última noche qué pasó aquí. ¿No podríamos estar solos?
       Ella le miró. En sus ojos parecía reflejarse una leve sonrisa, pero los dos estaban serios.
       —Como quieras. Les daré una excusa.
       Carruthers se marcharía por la mañana temprano y tenía ya hecho el equipaje. Betty le dijo que no se vistiera para cenar, pero él se empeñó en hacerlo. Por última vez se sentaron a la mesa el uno frente al otro. El comedor, con su discreta iluminación, era austero, pero la noche de verano penetrando por los grandes ventanales abiertos le daba una sobria riqueza. Parecía el refectorio de un convento al que se hubiese retirado una dama de la aristocracia para dedicar el resto de su vida a una piedad no muy severa. Les sirvieron el café en la terraza. Carruthers bebió un par de copas. Se sentía bastante nervioso y aturdido.
       —Querida Betty, hay algo que quisiera decirte —comenzó.
       —¿Sí? Pues yo, si estuviera en tu lugar, no lo diría.
       Le contestó cariñosamente. Conservaba una calma perfecta, observándole escrutadoramente, pero con el reflejo de una sonrisa en sus ojos azules.
       —Tengo que decírtelo.
       Betty se encogió de hombros sin responder. Carruthers se dio cuenta de que su voz temblaba un poco y esto le hizo ponerse furioso consigo mismo.
       —Ya sabes que durante muchos años he estado locamente enamorado de ti. Ya no sé cuántas veces te he pedido que te cases conmigo. Pero las cosas cambian y las personas también, ¿no te parece? Nosotros ya no somos tan jóvenes como antes. Betty, ¿quieres casarte conmigo?
       —Eres un encanto, Humphrey. Has sido amabilísimo al volvérmelo a pedir. Te aseguro que me has emocionado, pero, ya sabes, soy una persona consecuente y ya me he habituado a decirte que no, y no puedo cambiar.
       —¿Por qué?
       Su tono fue casi agresivo, casi amenazador, y ella le dirigió una rápida mirada. Su rostro se puso un poco pálido, asomando la cólera, pero inmediatamente logró dominarse.
       —Porque no quiero —contestó sonriendo.
       —¿Vas a casarte con otro?
       —¿Yo? Ni pensarlo.
       Por un instante se irguió como movida por un impulso de orgullo atávico y se echó a reír. Pero si se reía de la idea que había cruzado por su imaginación, o porque la proposición de Humphrey la había divertido, sólo ella lo hubiese podido decir.
       —Betty, te suplico que te cases conmigo.
       —Nunca.
       —No puedes seguir llevando esta vida.
       En su voz palpitaba toda la angustia de su alma y su rostro tenía una expresión contraída y torturada. Betty le sonrió cariñosamente.
       —¿Por qué no? No seas tonto. Ya sabes, Humphrey, lo que te aprecio, pero eres un poco anticuado.
       —¡Betty, Betty…!
       ¿No se daba cuenta de que si entonces la quería era por su bien? No había hablado por amor, sino por piedad y por vergüenza. Betty se puso en pie.
       —No seas pesado, Humphrey. Lo mejor es que te vayas a dormir. Ya sabes que mañana te has de levantar muy temprano. Yo no te veré. Buen viaje y que Dios te bendiga. Ha sido maravilloso el tenerte aquí.
       Le besó en ambas mejillas.
       A la mañana siguiente, muy temprano, Carruthers, que había de estar a bordo a las ocho, salió por la puerta principal, encontrándose con Albert, que ya le esperaba con el coche. Albert llevaba una camiseta fina, unos pantalones de dril y una boina. El equipaje estaba en la parte trasera del coche. Carruthers se volvió hacia el mayordomo.
       —Coloque mis maletas al lado del chofer —dijo—. Yo iré detrás.
       Albert no dijo nada. Carruthers se sentó y el Coche se puso en marcha. Cuando llegaron al puerto, los mozos acudieron rápidos. Albert se apeó rápidamente. Carruthers le miró de arriba abajo.
       —No es necesario que me acompañe a bordo. Puedo arreglármelas yo solo. Aquí tiene una propina para usted.
       Le dio un billete de cinco libras. Albert enrojeció. Se había quedado sorprendido y le habría gustado rehusarlo, pero no supo cómo hacerlo, y el hábito servil de muchos años se impuso en él inconscientemente. Quizá ni se dio cuenta de lo que dijo.
       —Gracias, señor.
       Carruthers le saludó con una leve inclinación de cabeza y se alejó. Había obligado al amante de Betty a llamarle señor. Era como si le hubiera dado a ella una bofetada en su rostro sonriente, como si le hubiera escupido en pleno rostro una palabra denigrante. En aquel momento experimentó una amarga satisfacción.
       Se encogió de hombros y yo comprendí que, en la actualidad, hasta aquel pequeño triunfo le parecía vano. Durante un rato permanecimos en silencio. Yo no tenía nada que decir.
       Después continuó:
       —Supongo que le habrá extrañado el que yo le haya contado todo esto. No me importa. Creo que ya nada importa, pues hasta desconfío de que exista en el mundo eso que llama decencia. Dios sabe que no siento celos. Los celos sólo existen cuando hay amor y mi amor ha muerto. Murió en un instante, después de haber perdurado durante años. Ahora siento horror al pensar en ella. Pero lo que me abruma, lo que me hace tan desgraciado es el recuerdo de su incalificable degradación.
       Sus palabras confirmaban la opinión de aquellos que no creen que fueron celos los que impulsaron a Otelo a matar a Desdémona, sino la angustia que experimentó al ver que la criatura que él creía un ángel era impura e indigna. Lo que destrozó su noble corazón fue el descubrimiento de la poca consistencia de la virtud.
       —Estaba convencido de que no había otra mujer como ella. La admiraba por todo. Admiraba su valor, su franqueza, su talento y su entusiasmo por la belleza. Pero no era más que una impostora, y toda su vida no fue más que eso.
       —No sé si estará usted en lo cierto. ¿Cree acaso que todos somos de una pieza? ¿Sabe lo que a mí me parece? Pues que Albert era sólo su instrumento, su tributo a la tierra, como si dijéramos, para que dejara a su alma elevarse libremente a las regiones empíreas. Tal vez el hecho de que estuviera tan por debajo de ella le diese una sensación de libertad en sus relaciones que no hubiera tenido tratándose de un hombre de su misma clase social. El espíritu es muy extraño; nunca se eleva tan alto como cuando el cuerpo está momentáneamente hundido en el cieno.
       —¡Oh, no diga usted tonterías! —me replicó malhumorado.
       —No creo que sean tonterías. Puede que no me exprese bien, pero tiene un fundamento lo que digo.
       —De todas formas, no me sirve de consuelo. Tengo el corazón destrozado y soy hombre perdido.
       —¡Qué necedad!… ¿Por qué no escribe un cuento sobre eso?
       —¿Yo?
       —Esta es la gran fuerza que tienen los escritores sobre el público. Cuando algo los ha hecho desgraciados, cuando se sienten heridos, pueden verter todo su dolor en sus obras y es extraordinario el alivio que se experimenta con ello.
       —Sería monstruoso. Betty lo era todo para mí en el mundo. No podría hacer una cosa tan incorrecta.
       Hizo una pausa y le vi reflexionar. A pesar del horror que le había producido mi sugerencia, por un momento consideró el caso desde el punto de vista de un escritor. Pero movió la cabeza negativamente.
       —No puedo hacerlo, si no por ella, al menos por mí. También tengo mi amor propio. Y, además, no hay nada que contar.


1930.


Originalmente publicado en Hearst’s International,
Combined with Cosmopolitan Magazine
 (diciembre de 1930)
Six Stories Written in the First Person Singular
(Londres: William Heinemann Ltd., 1931.)


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