jueves, 11 de julio de 2019

Las cartas sobre la mesa / La correspondencia de Bruno Schulz con Andrzej Plesniewicz




LAS CARTAS SOBRE LA MESA

CORRESPONDENCIA DE BRUNO SCHULZ CON ANDRZEJ PLESNIEWICZ*

TRADUCCIÓN Y ANOTACIÓN JORGE SEGOVIA Y VIOLETTA BECK


DROHOBYCZ, 4 DE MARZO DE 1936
Querido señor (1),
Su carta me ha complacido mucho, nunca pensé que fuera a tomarse en serio su promesa. Antes, las cartas que yo escribía eran la razón de mi existencia, constituían mi única producción literaria. Es una lástima que no podamos retrotraer nuestra correspondencia hasta esa época. Hoy ya no sé escribir. Mirando hacia atrás en el tiempo, esa época que sin embargo no es tan lejana, me parece rica, plena y rebosante en comparación con la grisalla y dispersión actuales. Su escritura me gusta: yo siempre me he entendido bien con las personas que tienen ese modo escritural.
Usted sobreestima las ventajas que tiene vivir en Drohobycz. Lo que aquí echo de menos es, justamente, el silencio: ese silencio íntimo y musical del péndulo que oscila apaciblemente, sumido en su propia gravitación, la línea pura de su trayectoria que no turba ninguna influencia extraña. Ese silencio sustancial, positivo, colmado, es ya casi una creación en sí mismo. Las cosas que –me parece– quieren expresarse a través de mí, ocurren en un cierto umbral de silencio, se forman en un medio donde reina un perfecto equilibrio. La tranquilidad de la que gozo aquí –una tranquilidad mayor que la de esa época feliz– tampoco basta para alimentar esa «visión» cuya sensibilidad y exigencia no dejan de crecer. Cada vez creo menos en ello. Porque lo que se necesita, justamente, es una fe ciega, una especie de crédito ilimitado. Sólo unificadas por esa fe, las cosas surgen en nosotros aceptando penosamente su existencia –hasta cierto punto.
Lo que dice a propósito de nuestra infancia artificialmente prolongada –de nuestra inmadurez– me desconcierta un poco. Me parece que la clase de arte que me agarra el corazón es justamente una regresión, una especie de vuelta a la infancia. Si se pudiera invertir el curso de la evolución, y regresar a la infancia por senderos desviados, gozar una vez más de su plenitud y su inmensidad, veríamos finalmente cumplida esa «época genial», esos «tiempos mesiánicos» que las mitologías siempre nos han prometido e, incluso, afirmado su advenimiento. Mi ideal es ser lo suficientemente «maduro» para volver a encontrar la infancia. En mi opinión, la verdadera madurez sólo consiste en eso.
Vivo aquí en la mayor soledad. Me he impuesto el triste deber de visitar a un amigo que se está muriendo de cáncer (2). La primavera despierta en mí nuevos deseos: deambular en compañía de alguien, ir de camping como los colegiales. Quizá un amigo pintor venga a verme.
Prefiero no hablar de mis trabajos. Son insignificantes, fútiles.
Si ve a Witold (3), transmítale mi amistad. Dígale que no se enoje si aún no le he escrito.
En fin, le agradezco que no me haya olvidado, y le ruego que crea en mis mejores sentimientos.
Bruno Schulz
¡Déme noticias suyas y no deje de escribirme!
* * *
DROHOBYCZ, 29 DE NOVIEMBRE DE 1936
Querido Andrzej,
Muchas gracias por haberme defendido como lo ha hecho en las columnas del Kurier Poranny (4). Su texto es bello y profundo. Pero, ¿merecía la pena, verdaderamente, romper lanzas en este caso? Tengo la impresión de que toda esta historia con Witold sólo adquiere significación a posteriori, a la luz de todos los epifenómenos que se manifiestan en su estela (5). Ni que decir tiene que se trataba de algo fútil, de un simple juego. Me sorprende ver que se ha tomado tan en serio. En cualquier caso, le quedo sinceramente reconocido.
Los hechos y los actos hablan más fuerte que las intenciones, y las intenciones que no son corroboradas por los hechos no merecen ningún crédito de nuestra parte. No creo que por eso vaya a odiarme si le digo que, a menudo, he pensado en usted durante mi estancia en Varsovia: si no pudimos vernos, fue ciertamente por mi culpa. Lamento que nuestras relaciones no hayan dado frutos más concretos. Yo mismo ignoro quién es el culpable en este caso. ¡Cómo es posible que les haya visto tan poco, a usted, a Breza y a Witold, cuando tantas cosas me unen a ustedes!
He llegado a la conclusión de que mi crónico estado depresivo tiene su origen en una especie de mentalidad quietista y eudemonista que, una y otra vez, me empuja a hacer el balance de mis propias satisfacciones. A cada momento me hago esta pregunta: ¿tengo derecho a la satisfacción? ¿Merece la pena proseguir con el caso «Schulz», debemos hacer por eso nuevos esfuerzos? Porque la actitud derrotista u optimista que será la mía –con más frecuencia derrotista–, depende de la respuesta a ese cuestionario de la felicidad. En realidad, la pregunta debería ser formulada de manera diferente: ¿hice lo máximo que podía hacer durante un período determinado? Fundar mi existencia en el trabajo, en la actividad, en vez de vivir con los ojos fijos en el barómetro de la dicha: así es como tendría que organizar mi vida.
No puedo decidirme a entregarle al editor mi volumen de relatos (6). El hecho de tomar una decisión cualquiera me repugna. ¿Será esto una forma de enfermedad?
¿Qué es de usted? ¿Escribe algo en este momento? ¿A quién ve? ¿Qué hay de interesante en el mundo literario? Me sentiría muy feliz recibiendo sus noticias. Sin duda, no iré a Varsovia durante las fiestas.
Reciba toda mi amistad.
Bruno Schulz
* * *
1 DE DICIEMBRE DE 1936
Querido Andrzej,
¡Que alegría y qué sorpresa recibir su agradable carta! Ayer, finalmente, me había decidido a escribirle, pero antes de que tuviese tiempo de echar al correo mi misiva (me había quedado sin sobres) recibí la suya; fue como si me enviase ya la respuesta. Habla de una carta a la que yo no habría respondido. ¿De cuál se trata? Después de su última carta nos vimos en Varsovia. ¿Me escribió entonces más tarde? Quizá la carta se ha extraviado. Me siento un poco culpable de haberlo visto tan raramente durante mi estancia en Varsovia. Creo que en este caso me correspondía a mí la iniciativa. Pero eso no es irreparable.
Su artículo me ha emocionado profundamente, por eso no puedo juzgarlo con total objetividad. Me imaginé que, al atacarle, Witold llevaría fácilmente las de ganar. Su posición es muy fuerte, y resulta difícil desalojarlo de ahí. Lo que usted dice de la objetivización de las experiencias íntimas del artista, de todo lo que debe separar la vida de la obra, me interesa mucho; también yo he pensado en ese problema en términos casi idénticos. Usted afirma, igualmente, que es absurdo querer que un escritor sea lo que Gombrowicz llama «un escritor total». El criterio con que él lo juzga no concierne absolutamente, en mi opinión, a la personalidad profunda del artista; se trataría más bien de su lugar en la vida y la sociedad, o de algún otro factor semejante. Las ventajas personales y concretas que provienen del dominio del verbo no pueden –en ningún caso– servir de patrón para medir el fenómeno artístico. Usted ha formulado todo eso de manera pertinente. En general, constato que estamos de acuerdo en muchos puntos; ya lo había percibido en sus anteriores cartas. Casi tenemos la misma manera de concebir los problemas; en cualquier caso, seguimos dos vías paralelas.
Me resulta agradable saber que se interesa en mi persona. Lamentablemente, no puedo anunciarle nada reconfortante sobre mí. Voy de una depresión a otra, y eso paraliza toda mi actividad. He llegado al convencimiento de que mi escasa producción se debe a una falta de disciplina o de «técnica» cotidiana, a la incapacidad para fijarme un programa para el día. Quizá sea una idea preconcebida, pero estoy persuadido de que sólo se puede comenzar a crear cuando las dificultades en todos los ámbitos de la vida han sido resueltas, cuando nada nos amenaza y un viento de serenidad sopla sobre el alma apaciguada. Habrá que esperar mucho tiempo para eso. Basta con el retraso de un asunto, o una ligera contrariedad, para quitarme todo deseo de escribir.
¿Ha leído mi relato «La Primavera»? No estoy muy contento con él, por eso busco la aprobación de otras personas.
No, no he presentado ninguna solicitud ante el ministerio. Le agradezco la buena voluntad de la que da muestra. Supongo que no está en sus manos conseguir que el ministro me otorgue un puesto en Varsovia. He solicitado a la dirección de la Circunscripción Escolar de Lvov que me transfieran a Lvov.
La obra de Truchanowski (7) forma parte de las cosas que más me deprimen. Lo considero como una parodia involuntaria de mi libro, una especie de caricatura provocada por la falta de talento y la ingenuidad del autor. Al parecer, ese hombre carece totalmente de sentido crítico. ¿No se da cuenta, pues, de que repite los mismos giros, las mismas frases y las mismas fórmulas que –bajo su pluma– se convierten en algo banal y torpe? A menos que le sea indiferente. ¿Ha visto ya las burdas copias que esos aficionados hacen de los cuadros? Los detalles del original son ahí toscos, todo está deformado y distorsionado. No puedo evitar un sentimiento de verdadera repulsa por ese espíritu burdo, ingenuo y primitivo, por ese remedador que manosea toscamente mis invenciones. En sus manos todo se transforma en caricatura. Ese libro puede perjudicarme mucho: el lector habitual no es conciente de estas cosas. ¿Quién estará entonces dispuesto a leer de nuevo Las tiendas para ver si existe alguna diferencia entre mi obra y la de Truchanowski? Su caricatural prosa amenaza con imponerse en el ánimo del lector en detrimento de la mía. Me gustaría mucho, si usted está de acuerdo, que advirtiese al lector de ese peligro y demostrase a las claras el abismo que existe entre los dos. La crítica de Laszowski (8) es una prueba de que mis temores no son puramente imaginarios. Se aprovecha de la mediocridad del libro de Truchanowski para atacar mis ideas y mi manera de escribir.
¿Qué hace usted aparte de los artículos? ¿Escribe algo distinto? Comprendo muy bien su necesidad de aislamiento y de calma. No he entendido bien la crítica de Napierski (9). Creo que se debe a su calado y a esas difíciles digresiones del pensamiento a las que nos invita el autor. ¿No es esa también su opinión?
Le agradezco que haya pensado en mí. Con mis mejores sentimientos y sincera amistad.
Bruno Schulz
1. Schulz conoció a Andrzej Plesniewicz en Varsovia, durante el invierno de 1936, al comienzo de su excedencia de seis meses que comenzó el 1 de enero. 
2. Emanuel Pilbel, nacido en torno a 1893 e hijo de un conocido librero de la ciudad, fue compañero de escuela de Schulz y un buen amigo, hasta que murió de cáncer en Drohobycz en 1936. La librería de su padre no sólo fue la fuente de la amplia erudición del joven Schulz en materias como la filosofía, las literaturas extranjeras, la historia del arte, la psicología o la estética, sino que también sirvió de lugar de reunión para los jóvenes amigos, que discutían de arte y literatura también con Stanislaw Weingarten (asesinado por los alemanes en Lódź) y Michal Chajes. 
3. Witold Gombrowicz. 
4. Desde las páginas del Kurier Poranny Andzrej Plesniewicz tomó parte en la famosa polémica Schulz-Gombrowicz que se publicó en forma de cartas en el mensual Studio (1936, nº 7). En su artículo, titulado «Algunos puntos oscuros de discusión literaria: controversia a propósito de la mujer de un médico», Plesniewicz defendía el ideal artístico de Schulz. 
5. «Esta historia con Witold», se refiere a la polémica aparecida en el nº 7 de Studio. En respuesta a ésta apareció toda una serie de artículos, entre los cuales el de J. E. Skiwski titulado: «Acontecimientos en cadena», al que Gombrowicz respondió a su vez con su «Malentendidos en cadena» (Studio, 1936, nº 8). 
6. Sanatorio bajo la clepsidra. 
7. El primer libro de Kazimierz Truchanowski titulado La calle de todos los santos, 1936. 
8. Alfred Laszowski, crítico literario, estrechamente ligado en la época a los círculos nacionalistas y extremistas (fue él sobre todo quien subrayó el hecho de que Truchanowski era un imitador de la prosa de Schulz). 
9. Stefan Napierski (1899-1940), cuyo verdadero nombre era Marek Eiger, fue poeta y traductor. En un artículo crítico aparecido en Ateneum (1939, nº 1) declaró que la obra de Schulz estaba desprovista de cualquier valor artístico. 



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