lunes, 20 de mayo de 2019

Anaïs Nin / Pájaros de fuego / Prefacio



Anaïs Nin
Pájaros de fuego
Prefacio


Es interesante el hecho de que muy pocos escritores decidan por voluntad propia sentarse a escribir cuentos o confesiones eróticas. Incluso en Francia, donde lo erótico parece jugar un papel tan importante en la vida, los escritores lo hacían movidos por la necesidad, por la falta de dinero.


Una cosa es incluir el erotismo en una novela o una historia, y otra muy diferente es centrar toda tu atención en eso. Lo primero es como la vida misma; es, se podría decir, natural, sincero, como las páginas sensuales de Zola o Lawrence. Pero concentrarse completamente en la vida sexual no es natural. Se convierte en algo parecido a la vida de una prostituta, una actividad anormal que termina alejándola de todo lo sexual. Quizá los escritores saben esto y por eso solo han escrito una confesión o unas cuantas historias a escondidas, como hizo Mark Twain.
¿Pero qué pasa cuando un grupo de escritores que necesitan dinero desesperadamente se dedican por completo a lo erótico? ¿Cómo afecta esto a sus vidas, a su concepción del mundo, a su escritura? ¿Qué efecto tiene en su vida sexual?
Dejadme que os cuente que yo fui la madre confesora de un grupo así. En Nueva York todo se vuelve más duro y más cruel. Tenía mucha gente a mi cargo, muchos problemas, y en un rol muy similar al de George Sand, que escribía toda la noche para mantener a sus hijos, amigos y amantes, tuve que encontrar trabajo. Podría decirse que me convertí en la madame de una casa de prostitución literaria insólita. Era una maison muy artística, todo hay que decirlo, un estudio de una habitación, con claraboyas que pinté para que parecieran las vidrieras de una catedral pagana.
Antes de empezar esta nueva profesión, yo era conocida como poetisa, como una mujer independiente que escribía por placer. Muchos escritores y poetas jóvenes venían a mí y a menudo colaborábamos, analizábamos y compartíamos lo que estábamos escribiendo. Dispares en carácter, inclinaciones, hábitos y vicios, todos ellos compartían una cualidad: eran pobres. Extremadamente pobres. Mi maison se transformaba con frecuencia en una cafetería por la que se dejaban caer, hambrientos y callados, y donde comíamos copos de avena porque era lo más barato y se suponía que daba energía.
La mayor parte de la erótica se escribía con el estómago vacío. Ahora bien, el hambre es un magnífico estimulante de la imaginación porque no produce energía sexual, y la energía sexual no crea aventuras extraordinarias. Cuanto mayor es el hambre, más intenso es el deseo, como el de los hombres encarcelados, salvaje y persistente. Por tanto, el nuestro era un entorno perfecto para que creciera la flor del erotismo.
Claro que, si pasas demasiada hambre durante demasiado tiempo te conviertes en un mendigo, en un vagabundo. Esos hombres que duermen junto al East River, en portales, en el Bowery, no tienen ninguna vida sexual, parece ser. Mis escritores —algunos vivían en el Bowery— todavía no habían llegado a ese punto.
En cuanto a mí, cuando me dispuse a indagar en lo erótico, dejé aparcada la escritura seria. Estas son mis aventuras en ese mundo de prostitución. Al principio fue duro sacarlas a la luz. Por lo general, para todos nosotros —poetas, escritores, artistas—, la vida sexual se oculta bajo muchas capas. Es una mujer con velo medio soñada.

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