sábado, 19 de enero de 2019

Sam Savage/ Firmin / Fragmentos



Sam Savage

FIRMIN

Fragmentos



Viajé en mis libros, pero dejé de comérmelos, lo cual dio lugar a que la alimentación, la terrenal, la no literaria, se convirtiera en un problema permanente. No tenía más remedio que salir de la tienda de libros todas las noches, acumular valor y escurrirme por debajo de la puerta del sótano, forrajear por la plaza, encogido en las sombras, arrastrándome por las bocas de alcantarilla, corriendo de sobra en sombra. Diario de un reptil nocturno.




...Y ¿ qué había puesto a continuación de mi propio nombre?. En las horas bajas ponía payaso de varietés, e incluso rata , pero en las altas, que no eran escasas, por aquel entonces ponía hombre de negocios. Mi negocio eran los libros, consumo e intercambio. Desde lo alto del Globo y del Balcón, estudiaba la marcha de mis asuntos. Asomando medio cuerpo por el borde, en constante riesgo de caerme, desde el Balcón leía el periódico matutino, por encima del hombre de Norman. Norman era también un lector de verdad. Tanteaba la superficie de la mesa buscando la taza, la encontraba, la agarraba y se la llevaba a los labios sin apartar los ojos del periódico.



Una vez, en un bar, un hombre me preguntó que a qué sabían los libros, “así, por término”. Se me ocurrió una respuesta inmediata, pero no quise hacer que se sintiera totalmente idiota, de modo que hice como que me lo pensaba y al cabo de un rato le contesté: “Amigo mío, dado el abismo que separa todas tus experiencias de todas las mías, lo más que te puedo situar de ese sabor tan único es decirte que los libros, así por término medio, saben a lo mismo que huele el café”. Era toda una parrafada, y dado el modo en que volvió a concentrar toda su atención en lo que estaba bebiendo, pensé que le había suministrado bastante material para la reflexión.



Tras el periódico matutino, solía escuchar a Norman tratando con sus clientes. Muchos, quizá la mayoría, eran lectores de verdad, que estaban allí con la esperanza de comprar unos cuantos buenos libros por poco dinero. Si no venía con un título en los labios o se ponían a hojear volúmenes sin orden ni concierto, Norman nunca dejaba de notarlo, y siempre encontraba el modo de ponerlos en el buen camino. Era un auténtico Sherlock Holmes adivinando el carácter de las personas por su aspecto. Sabía, al primer vistazo, por la ropa, el acento, el corte de pelo, incluso por el modo de andar, el tipo de libro que iba a gustarle a una persona, y nunca se equivocaba, nunca le ponía Peyton Place en las manos a alguien que habría sido mucho más feliz con el Doctor Zhivago.



...Y no tienes que creerte los relatos para que te gusten. Me gustan todos. Me encanta la progresión del planteamiento, del desarrollo y del desenlace. Me encantan la lenta acumulación de significados, los brumosos paisajes de la imaginación, los recorridos laberínticos, las laderas boscosas, los reflejos en los estanques, los giros trágicos y los deslices cómicos. La única literatura que no soporto es la de ratas, incluidos los ratones. Me carga el Rata de El viento en los sauces, tan bondadoso, tan bueno. A Mickey Mouse y Stuart Little me dan ganas de mearles en la boca. Van por ahí arrastrando los pies, afables, primorosos, se me hincan en el gaznate como espinas de pescado.


Y ahora, al final de todas las cosas, ya no consigo creerme que muchas personas reales tienen un Destino; y estoy seguro de que las ratas no, en ningún caso.

A pesar de mi inteligencia, de mi tacto, de mi creciente erudición, seguía siendo una criatura de grandes incapacidades. Leer es una cosa, hablar es otra, y no me refiero a hablar en público. No quiero decir que padeciera ninguna fobia social, aunque de hecho, tan fuera el caso. No: me refiero a la propia articulación vocal de la que no era capaz. Mi locuacidad rayaba en la charlatanería, pero estaba condenado al silencio. Vamos, que no tenía voz. Todas esas frases tan bellas que me revoloteaban por la mente como mariposas de hecho estaban presas en una jaula de la que nunca lograrían evadirse. Todas esas palabras bellas que, una vez bien especiadas hacía sonar en el silencio asfixiado de mi cabeza eran tan inútiles como los miles, quizá millones, de palabras que había arrancado de los libros para zampármelas, los fragmentos inconexos de novelas enteras, comedias, poemas épicos, diarios íntimos y confesiones escandalosas: todas por en desagüe, muda, inútiles, desperdiciadas. El problema es fisiológico: no tengo cuerdas vocales adecuadas. Pasaba horas declamando versos de Shakespeare.

Nunca iba más allá de unas pocas variantes ininteligibles del chillido básico. Ahí tenemos a Hamlet, empuñando la daga: chillido, chillido, chillido. ( y ahí tenemos a Firmin aguantando la bronca del público, que le arroja los cojines de las butacas). Me sale mejor el fragmento en que Macbeth dice eso de que la vida es un cuanto narrado por un idiota, que nada significa: hay que reconocer que en ese texto quedan muy propios unos cuantos chillidos bien colocados. Ay que payaso¡ Me rio, por no llorar, otra cosa que, claro está, tampoco puedo hacer.




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