Sergio Pitol en su casa en Xalapa, Veracruz, en 2005 Foto de Saúl Ramírez |
EL MAGO DE VIENA
Una acción de gracias
Esperanza López
8 de octubre de 2005
Dos libros de Sergio Pitol coinciden en las librerías españolas. Por un lado, El mago de Viena, en el que los apuntes autobiográficos se mezclan con las notas de lectura. Por otro, Los mejores cuentos, que reúne las catorce piezas que el escritor ha elegido de entre sus ocho volúmenes de relatos.
¿En qué anaquel de la teoría de los géneros encajan aquellos libros que hablan de libros? Dentro de la taxonomía literaria no hay ubicación para algo que no es crítica, manual teórico o disciplina rígida, algo que no es metaliteratura y, sin embargo, trata de lo escrito, sin pontificar ni diseccionarlo, sin usar ni embotar su parte de creación absoluta. ¿Dónde se colocan los libros que hablan enamoradamente de otros libros con la humildad escueta de señalarlos, con la honesta gratitud de nombrarlos solamente? A una modalidad del inventario o de la acción de gracias podría pertenecer la biografía intelectual y el cuaderno de viajes que, bajo el título El mago de Viena, quiere numerarnos cuántos libros amó Sergio Pitol y qué vinieron a enseñarle.
EL MAGO DE VIENA
Sergio Pitol
Pre-Textos. Valencia, 2005
271 páginas. 18 euros
Sus ensayos y fragmentos se disponen en el simplísimo gesto demostrativo, en la amorosa deixis de lo que se admira. Ir más allá en el comentario -hasta desentrañar la novela o el poema frecuentados- sería como explicar qué se ama; sería como destripar las razones de la querencia y depreciarla en lo que tiene de única e inextricable. Por eso, el estilo empleado por Pitol en su discurso evocativo es de una limpidez sorprendente para lo que, mago de la ficción neobarroca, del relato esperpéntico, él nos acostumbra.
El libro es y no es falsamente biográfico. Está Pitol ahí -el mejor, el más sincero-, pero ese Pitol que aparece no lo sería sin los libros que lo formaron así, con tal habilidad de evocarlos y servirlos. Si en su caso "se vive para leer", el repaso de la vida no puede consistir sino en el repaso de lo leído. Pitol resulta el mago del título, un hombre con una capacidad fantástica para borrarse, para plegarse a sus ratos de lecturas compulsivas. Volverse invisible -el milagro que de niño más le atraía- es el don por excelencia de la magia y el estado necesario que una buena lectura induce: estado de anulación en el que lo otro leído, el sujeto de la lectura, se hace visible a través y "a costa" de la biografía de ese sujeto "Pitol" que lo invoca. Por su parte, la obra "recuperada" funciona como garantía de toda la empresa recuperadora dentro de un circuito sancionador, por el cual una escritura espontánea, ensoñada, subraya otras escrituras de una calidad que justifique sobradamente dicha restauración. Lo interesante, sin embargo, es que los libros reivindicados por Pitol se encuentran muy lejos de las consensuadas nóminas al uso. De hecho, él se atreve a reunir, en dispareja proximidad, a Shakespeare y Flann O'Brien, a Chéjov y Eudora Welty, a Kafka y Eugène Sue.
Romper con listas oficiales
para proponer un canon individual y una redistribución escandalosa de la tradición, más que de la tendencia posmoderna y desacralizadora, proviene de una visión muy mexicana y ecuménica del archivo cultural. Alfonso Reyes, con su famoso "todo lo sabemos entre todos", inauguraba una especie de tolerante panteísmo en el que Pitol milita. La verdadera cultura no tiene fronteras, tampoco prohibiciones, jerarquías ni solemnidades. La verdadera cultura es intuitiva, orgánica, emocionante y certificada precisamente por esta convivencia íntima, sanguínea, apasionada, con lo hecho por otros. Cierta frase de Conrad, que Pitol cita, define la palabra escrita como "la tarea de hacer oír, hacer sentir y hacer ver"; lo que explicaría que el mago de la calle de Viena, en el Coyoacán del DF, no trate de encontrar los significados de lo que lee y persiga otro tipo de contenidos. Su lectura no busca tanto un suplemento significante como sensitivo, pura tarea interior y emocional, que no quiere dar a entender, sino dar a sentir.
Así pues, vida y biblioteca son sinónimos. El recuerdo del libro leído y de los hechos biográficos que rodearon su lectura se producen a la par. En este punto, Pitol se detiene para reivindicar una peculiar teoría de la relectura y la revisión, en las que radica el proyecto de leer. La segunda vez de lo leído añade al conocimiento madurado del texto las peripecias que acompañaron la primera y además la evolución, la distancia que median entre una y otra. En una visión diacrónica y comparatista de esta acción, si la lectura es biografía, la relectura es historia. Igualmente, toda escritura es anamnesis, "un pensamiento hacia atrás remontándose", un peregrinaje sin retorno y sin salidas, porque el autor recuerda justo lo que ha extraviado -el tiempo feliz e irrecuperable leyendo-. El trabajo evocador de Pitol no deja de producir un discurso fantasma, espejismo a su vez de otros discursos, forjado a partir de una lejanía con aquellos textos que convoca a su prodigiosa mesa mesmérica. Por ello, El mago de Viena es también un libro del deseo: qué es leer sino colocarse en una situación de anhelo, cuando en cada página se intuye la antesala de un descubrimiento. La autobiografía libresca de Pitol lucha por atrapar algo que tuvo una vez, un momento de belleza arrancado a la lectura y un instante de dicha que ahora permanece continuamente diferida. Los libros que hablan sobre libros son así, retrospectivos, imposibles, nostálgicos y utópicos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 8 de octubre de 2005
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