Miguel Méndez Camacho, en este bello y doloroso texto, da cuenta de la muerte de María Mercedes Carranza y con ojo certero repasa su poesía.
Miguel Méndez Camacho
El Malpensante
Junio-julio de 2004
María Mercedes se salió de la fiesta, con un portazo como siempre, y yo sigo buscándola. Fue este último viernes, hacia el amanecer. Tenía 58 años, una hija, cuatro o cinco libros de poemas, un pasado repleto de cicatrices y fantasmas, deudas y amoríos pendientes. Se lamentaba de estar sobregirada en afectos y en bancos, pero tenía dos casas: el empinado apartamento de La Macarena, que pagó por cuotas, y la solariega casa de José Presunción Silva, que se tomó a la brava y manejaba como si fuera suya.
Tenía miedo, estaba sola, se sentía triste y se había vuelto pendenciera. Había sido bella como toda mujer que se desea, pero estaba entregada a la amargura de envejecer con rabia en un país de locos insensibles que cierran los ojos y se taponan con cera los oídos, como Ulises, el amante que no escuchó su ruego: “Quiero que Ulises me haga el amor/ y en la cama me cuente/ cómo eran los vestidos de Helena/ y si Paris fue como lo pinta Rubens”.
María Mercedes se salía de las fiestas, pero dejaba indicios para que fueran a buscarla, o regresaba, no a presentar disculpas sino a brindar por ellas.
Cuando éramos jóvenes, ése era un ademán de su insolencia, un gesto suyo de coquetería. Recuerdo que hace siglos David Bonells se condolió conmigo al mirarla partir del bar donde bebíamos, alegando una cita, un compromiso impostergable en la 63 con cuarta. La 63 es la calle con más repeticiones en el abecedario de la nomenclatura y la cuarta era entonces una ruta siniestra. Decidimos seguirla y fuimos a buscarla en un taxi que subiera y bajara los columpios de la 63, y en algún paradero la encontramos sonriente, dichosa de sentirse la aguja en el pajar de una noche de lluvia. Todavía me duele esa alegría.
Otras veces, como dueña de casa, incómoda con alguna discusión, suspendía el servicio de copas, y de malas maneras nos echaba a la calle. Ya se estaba quedando sin amigos, en una Bogotá cada vez más inhóspita: “Ciudad a medio hacer, siempre a punto de/ parecerse a algo/ como una muchacha que comienza a menstruar,/ precaria, sin belleza alguna”.
Envejecida, sola, asustada y rabiosa, cómo no iba a salirse de su vida, si tenía la costumbre de irse de las fiestas sin motivo ninguno. “Nada me calma ni sosiega:/ ni esta palabra inútil, ni esta pasión de amor,/ ni el espejo donde se ve ya mi rostro muerto./ Oídme bien, lo digo a gritos: tengo miedo”.
Como si fuera poco, siempre se había sentido inútil: “He aquí que llego a la vejez/ y nadie ni nada/ me ha podido decir/ para qué sirvo./ Sume usted/ oficios, vocaciones, misiones y predestinaciones:/ la cosa no es conmigo./ No es que me aburra,/ es que no sirvo para nada./ Ensayo profesiones,/ que van desde cocinera, madre y poeta/ hasta contabilista de estrellas./ De repente quisiera ser cebolla/ para olvidar obligaciones/ o árbol para cumplir con todas ellas./ Sin embargo, lo más fácil/ es que confiese la verdad./ Sirvo para oficios desuetos:/ Espíritu Santo, dama de compañía, Estatua/ de la Libertad, Arcipreste de Hita./ No sirvo para nada”.
Y ya estaba perdiendo la pelea con un alcalde voraz que pretendía despojarla de la Casa Silva, para utilizarla en su campaña croactiva de los días con cebras pero sin poesía. Ese payaso triste que estaba en el entierro, como siempre: exhibiéndose, mostrándonos el culo de su filosofía.
Con los amigos nos sucede como con el entorno, que de tanto mirarlo no lo vemos, porque a veces los árboles no dejan ver el bosque. Y hablando de poetas es más triste: no nos leemos, o lo hacemos de afán, apresuradamente. Jamás les dedicamos el tiempo y la emoción que malgastamos en autores ajenos. Con María Mercedes compartimos nuestras iniciales, el inspector Maigret, el agobiante aroma del coñac y muchos recitales para leer en público media docena de poemas (casi siempre los mismos), y procedíamos a celebrarlo sin mencionar los versos. Igual que los cocheros o los cirujanos que cuando se emborrachan no hablan ni de anestesias ni trasteos. Ése era nuestro oficio, y lo asumíamos con una altanera identidad de gremio. Pero nunca me ocupé de su obra con la paciencia o la pasión que me hace presumir de especialista en Borges o Neruda; ese complejo de turismo intelectual que nos lleva a visitar los museos de Londres o de Praga, sin haber conocido Maloka o el Museo Nacional.
El sábado en la noche, al regreso de su crematorio, desbaraté mi biblioteca para buscar sus libros refundidos en mi desorden de palabrerías. Y me senté a leerla lentamente, adolorido y apesadumbrado. La leo y la releo para confirmar esa verdad de a puño de su poesía, valiente y arrogante, inconforme e irónica, lúdica y mordaz, cínica y desesperanzada.
Como era la hija de un poeta de contagiosa lírica, escribió desafiante sin Teresas ni arroyuelos azules, sin jilgueros ni ríos. Su obsesión era lo cotidiano: las cuentas del mercado, el maquillaje, el pescado frito en la cocina, los inconstantes amoríos, el esmalte de uñas, el cepillo de dientes, los amantes ausentes, la cortesía y Santas Pascuas. No acariciaba las palabras como lo hacía su padre, les faltaba al respeto, se burlaba, les daba cachetadas. “Si es cierto que alguien/ dijo hágase/ la palabra y usted se hizo/ mentirosa, puta, terca, es hora/ de que se quite el maquillaje y/ empiece a nombrar, no lo que es/ de Dios ni lo que es/ del César, sino lo que es nuestro/ cada día. Hágase mortal/ a cada paso, deje las rimas/ y solfeos, gorgoritos y/ gorjeos, melindres, embadurnes y/ barnices y oiga atenta/ esta canción: los pollitos dicen/ píopíopío cuando tienen/ hambre, cuando tienen frío”.
Leyéndola, María Mercedes pareciera contenta, traviesa y juguetona. Pero viviéndola, mirándola despacio, su poesía tiene un sonsonete de responso; no la recorre una bandada de palomas: la atraviesa el batallón mortuorio de las moscas, que dibujan el mapa de Colombia en la portada de su último libro de enlutecido treno: El canto de las moscas.
Era antigua esa tristeza suya que escondía por el asesinato de Luis Carlos Galán y la tragedia de su íntima Genoveva Samper. Por el suicidio que Aseneth Velásquez le había prometido compartir y le negó, por el secuestro de su hermano Ramiro, por sus reiteradas depresiones y por su insoportable mal de amores. Por eso se atreve a aconsejarle a la señora Arnolfini: “dedíquese a coleccionar llaveritos y hágase la cirugía plástica; después tome barbitúricos. Haga algo señora para no verla morir entre memorias tristes”.
En “Una rosa para Dylan Thomas”, un texto de trágica belleza, desde el epígrafe se asume solidaria con la muerte. El poeta británico decía: “Murió tan extraña y trágicamente/ como había vivido, preso de un/ caos de palabras y pasiones sin/ freno... no consiguió ser grande,/ pero fracasó genialmente”.
Y María Mercedes le hace coro repitiendo que no quiere salvarse, porque decide que todo está perdido. “Ni el poder ni el dinero ni la gloria/ merecen un instante de la inocencia que lo/ consume;/ no cortará la cuerda que lleva atada al cuello./ Le bastó la dosis exacta de alcohol/ para morir como mueren los grandes:/ por un sueño que sólo ellos se atreven a/ soñar”.
La muerte y el amor nos viven acechando, pero golpean distinto. Si el orgasmo es la única agonía memorable, porque es repetible, el erotismo es el aprendizaje de la muerte. María Mercedes lo sabía y en el proyecto de escribirlo andaba entretenida como si fuera su escalera de incendios, para entrar y salir a escondidas de ese asunto que ya tenía maduro: tomarse de un envión su dosis mensual de Prozac, la supuesta pastilla de la felicidad, y un botellón de whisky. Ella se fue sonriendo, me imagino, me conviene creerlo; pero a quienes la queríamos nos amargó la vida y nos dejó tristiando. “No más amaneceres ni costumbres,/ no más luz, no más oficios, no más instantes./ Sólo tierra, tierra en los ojos,/ entre la boca y los oídos;/ tierra sobre los pechos aplastados;/ tierra entre el vientre seco;/ tierra apretada a la espalda;/ a lo largo de las piernas entreabiertas, tierra;/ tierra entre las manos ahí dejadas./ Tierra y olvido”.
Esta oración la leímos escrita sobre uno de los muros de la Casa Silva, donde lucen los rostros de sus poetas muertos. Alguien nos dijo que era su última protesta premonitoria. Suena patético y poético pero no es cierto. Es un texto de quince años atrás, equivocado de intenciones. Nunca llegó a la tierra que se quedó esperándola, se consumió en el fuego.
De esa silenciosa despedida me seguirá doliendo ese rito sin curas, oraciones, letanías ni novenario, porque había apostatado de su religión. Para extrañarla nos será suficiente sentir pasar el viento.
Bogotá, 14 de julio de 2003
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