Ambrose Bierce
EL MONJE Y LA HIJA DEL VERDUGO
Novela corta
I
El
primer día de mayo del año de nuestro Señor de 1680, los monjes franciscanos
Egidio, Romano y Ambrosio fueron mandados por su Superior desde la ciudad
cristiana de Passau hasta el Monasterio de Berchtesgaden, en los alrededores de
Salzburgo. Yo, Ambrosio, era entonces el más joven y fuerte de ellos, ya que
sólo tenía veintiún años.
Sabíamos
que el monasterio de Berchtesgaden se encontraba en una comarca agreste y
montañosa, cubierta de oscuros bosques infestados de osos y espíritus
perversos, y nuestros corazones se hallaban llenos de pesadumbre al pensar qué
podría ocurrirnos en un lugar tan horrible. No obstante, como es un deber
cristiano ofrecer el sacrificio de nuestra obediencia a la Iglesia, no
protestamos, e incluso nos sentimos alegres de acatar de esta forma el deseo de
nuestro reverendo Superior.
Después
de recibir la bendición y de rezar por última vez en la iglesia de nuestro
Santo, cerramos nuestras capuchas, nos calzamos sandalias nuevas e iniciamos
nuestra marcha acompañados por las bendiciones de todos. A pesar de que el
trayecto era largo y peligroso, no perdimos la esperanza, ya que ésta es en el
fondo el principio y fin de toda religión, y además una característica de la
juventud, que también sirve de apoyo en la vejez. Por ese motivo, nuestros
corazones superaron enseguida la tristeza de la partida y se alegraron con los
nuevos y diversos paisajes que nos ofrecía nuestro primer contacto verdadero
con la hermosura de la tierra, tal y como Dios la creó. El colorido y el brillo
de la atmósfera recordaban al manto de la Santísima Virgen: el sol resplandecía
como el Áureo Corazón del Salvador, del que brota luz y vida para la humanidad
entera. La bóveda azul oscura que se desplegaba en las alturas formaba,
también, un precioso oratorio en el que cada hoja de hierba, cada flor y cada
criatura ensalzaba la gloria de Dios.
Mientras
atravesábamos las múltiples aldeas y ciudades que se escalonaban a lo largo de
nuestra travesía, miles de personas atareadas en todos los trabajos de la vida
cotidiana nos ofrecían a nosotros, pobres monjes, un espectáculo nuevo e
insólito que nos llenaba de asombro y admiración. Muchas iglesias se nos
presentaban conforme avanzábamos en nuestro itinerario, y la caridad y el
fervor popular se ponía de manifiesto en el júbilo con que éramos acogidos y en
la velocidad con que satisfacían cualquier necesidad que manifestáramos,
haciendo que nuestros corazones se encontrasen plenos de gratitud y alborozo.
Todos los emplazamientos de la Iglesia eran prósperos y opulentos, lo que
demostraba que eran vistos con buenos ojos, y protegidos por el buen Dios a
quien servimos. Los huertos y jardines de monasterios y conventos estaban muy
bien cultivados, mostrando así la habilidad y dedicación de los piadosos
campesinos y de los honrados habitantes de los claustros. Era una gloria poder
escuchar el repique de las campanas que anunciaban cada hora del día, y los
dulces tañidos parecían las voces de ángeles que entonasen alabanzas al Señor.
Allí
donde llegábamos, saludábamos a las personas en nombre de nuestro santo
superior. Encontrábamos todos los ejemplos imaginables de humildad y alegría;
mujeres y niños se echaban a la vera del camino y se apelotonaban a nuestro
alrededor para besarnos las manos y pedirnos que les bendijéramos. Casi podría
decirse que ya no éramos los humildes esclavos del Señor, sino los amos y
señores de toda aquella hermosa tierra. Pero que no se arraigue la soberbia en
nuestro espíritu; debemos conservar la modestia para no desviarnos de las
reglas de nuestra Orden, ni pecar tampoco contra nuestro bienaventurado Santo.
Yo,
el hermano Ambrosio, debo confesar con vergüenza y remordimiento, que mi alma
se dejó arrastrar con demasiada frecuencia por pensamientos muchas veces
mundanos y pecaminosos. Me parecía que las mujeres se empeñaban con mayor afán
en besar mis manos que las de mis hermanos, lo que sin duda no era cierto, ya
que no soy en absoluto más santo que ellos y, además, soy más joven y menos
experto en el temor y los mandamientos del Señor. Cuando percibí el error en
que incurrían las mujeres y noté la forma en que las doncellas fijaban en mí
sus ojos, me sentí aterrado y me pregunté si estaría en condiciones de
mantenerme indemne en caso de que me llegara la tentación; y con frecuencia
pensé, tembloroso y asustado, que los votos, las oraciones y la penitencia no
bastan en sí mismos para convertirlo a uno en santo; es necesario tener un
corazón cuya pureza sea tanta que ignore la tentación. ¡Infeliz de mí!
Al
caer la noche siempre nos alojábamos en algún monasterio, e invariablemente
éramos calurosamente recibidos. Nos daban comida y bebida en abundancia, y al
sentarnos a la mesa, los monjes acostumbraban a reunirse alrededor de nosotros
pidiéndonos noticias de ese inmenso mundo que teníamos el privilegio de haber
visto y conocido tanto. Cuando conocían cuál era nuestro destino, normalmente
nos compadecían, por haber sido condenados a vivir en aquella inhóspita región
montañosa. Nos hablaban de glaciares, montañas coronadas de nieve y gigantescos
promontorios, torrentes impetuosos, cuevas y tenebrosas selvas; asimismo,
solían hacer referencia a un lago tan terrible y misterioso que no tenía igual
en el mundo. ¡Que Dios se apiade de nosotros!
Al
quinto día de nuestro viaje, cuando nos encontrábamos un poco más allá de
Salzburgo, pudimos contemplar un extraño y ominoso espectáculo. Sobre el
horizonte, justamente frente a nosotros, se levantaba un enorme banco de nubes,
con infinidad de puntos grises y manchas aún más oscuras, y arriba, en medio de
esas nubes y del cielo azul, aparecía como un segundo firmamento de blancura
inmaculada. Aquel paisaje nos intrigó y alarmó considerablemente. Las nubes
permanecían estáticas; las miramos durante horas y no logramos advertir el
menor cambio. Después, aquella misma tarde, cuando el sol desaparecía en
poniente, las nubes comenzaron a brillar de forma resplandeciente. ¡Brillaban y
refulgían de forma asombrosa, dando en ocasiones la impresión de haberse
incendiado!
Nadie
puede imaginar nuestro desconcierto al ver que lo que habíamos tomado por nubes
eran únicamente tierra y rocas. Es más, estábamos en presencia de las montañas
de que tanto nos habían hablado, y aquel extraño firmamento blanco era en
realidad las nevadas cumbres de la cordillera, que, tal y como afirman los
luteranos, les es posible mover con su fe. Aunque yo lo dudo mucho.
II
Al
pararnos a la entrada del desfiladero que se adentraba en las montañas, nos
sobrecogió el desaliento. Aquello parecía la boca del Infierno. A nuestra
espalda se extendía la bella campiña que acabábamos de recorrer y que en aquel
momento nos veíamos obligados a dejar para siempre. Frente a nosotros se
levantaban, ceñudas, las montañas con sus inhóspitos precipicios y sus selvas
encantadas que interrumpían la visión, y llenas de peligros para el cuerpo y el
alma. Vigorizamos nuestro ánimo con aguardiente, y entramos en el angosto
desfiladero rezando y susurrando anatemas contra el mal, en nombre de Dios,
abriéndonos camino y preparados para enfrentar cuanto pudiese ocurrir.
Mientras
recorríamos prudentemente nuestro trayecto, árboles enormes dificultaban
nuestro avance, y un denso follaje casi suprimía la luz del día, de tan fría y
profunda como era su sombra. El sonido de nuestras pisadas y voces -cuando nos
atrevíamos a hablar- se repetía en el eco de los enormes promontorios que
bordeaban el desfiladero con tanta claridad y de forma tan reiterada -y a pesar
de ello, tan diferente cada vez- que casi podíamos asegurar que nos acompañara
una turba de seres invisibles, dispuestos a reírse de nosotros, y a burlarse de
nuestro miedo. A nuestro paso, enormes aves de presa, a las que nuestra
aparición había llevado a abandonar sus nidos construidos en la cima de los
árboles y en las laderas de los promontorios, se balanceaban sobre altísimos
riscos y nos miraban malignamente; buitres y cuervos graznaban sobre nuestras
cabezas con tonos ásperos y estridentes que nos helaban la sangre en las venas.
Ni siquiera nuestros cánticos religiosos y nuestras plegarias lograban traernos
la paz, ya que no hacían sino atraer otras aves y, encima, sus propios ecos
multiplicaban aquel horrendo barullo que nos acosaba. Nos sorprendió ver que
algunos de aquellos inmensos árboles habían sido arrancados de cuajo de la
tierra, y que habían sido lanzados sobre las colinas, ladera abajo. Temblábamos
al pensar en lo gigantescas y terribles que habrían de ser las manos capaces de
semejante proeza. A veces pasábamos junto al borde de escarpados precipicios y
las oscuras grietas abiertas en las profundidades mostraban un espectáculo
espeluznante. Se levantó un tormenta y quedamos casi cegados por los fuegos del
cielo, mientras nos ensordecían truenos mil veces más salvajes de los que nunca
habíamos escuchado hasta entonces. Por fin nuestro terror llegó a un paroxismo
tal que a cada minuto esperábamos que algún diablo surgido del Infierno saltara
desde detrás de una roca y nos atacara, o que un oso terrible apareciese de en
medio de la maleza para cuestionar nuestro derecho a seguir aquel viaje. Pero
el sendero se veía atravesado únicamente por ciervos y zorros, y de alguna
forma se fueron apaciguando nuestros temores al entender que nuestro
bienaventurado Santo no era menos poderoso en las gigantescas montañas que en
las llanuras.
Finalmente
llegamos a orillas de una corriente cuyas aguas, cristalinas y plateadas,
mostraron ante nuestros ojos un agradable espectáculo. En sus profundidades,
flanqueadas por rocosos peñascos, pudimos ver preciosas truchas doradas, tan
grandes como las carpas que viven en el estanque de nuestro monasterio, en
Passau. Incluso en estas comarcas salvajes, el Cielo ha otorgado generosamente
los elementos necesarios para que los fieles lleven a cabo la abstinencia.
Bajo
los negros pinos, al lado de inmensos riscos cubiertos de musgo, brotaban
hermosas flores de color dorado o azul oscuro. El hermano Egidio, que era tan
erudito como piadoso, conocía aquellas plantas gracias a su herbario y nos
mostró cuáles eran sus nombres. Nos deleitamos en la contemplación de
escarabajos y mariposas brillantes que, tras la lluvia, habían dejado sus
escondrijos. Recogimos ramilletes de flores y perseguimos hermosos insectos
alados, olvidando, embriagados por la alegría, las oraciones y las
preocupaciones, los osos y los espíritus del mal.
Pasaron
muchas horas sin que viéramos una casa o un ser humano. Lentamente nos íbamos
internando cada vez más profundamente en la región montañosa; las dificultades
que nos veíamos obligados a afrontar se hacían cada vez mayores y se repetían
los horrores de nuestro inhóspito paisaje, aunque impresionando cada vez menos
nuestros espíritus, ya que comprendimos que el buen Dios nos estaba
resguardando para que pudiésemos servir durante más tiempo a Su santa voluntad.
Un recodo del tranquilo arroyo se interpuso en nuestro camino y, al acercarnos,
comprobamos con júbilo que lo atravesaba un puente rudimentario, aunque muy
sólido. Cuando nos disponíamos a cruzarlo, miré casualmente a la otra orilla y
vi algo que me heló la sangre. En la margen opuesta había una pradera cubierta
de bellas flores, ¡y en el centro se levantaba un patíbulo del que colgaba el
cadáver de un hombre! Tenía el rostro vuelto hacia nosotros y pude distinguir
con absoluta claridad sus facciones, que a pesar de hallarse ennegrecidas y
distorsionadas, mostraban claramente que la muerte le había llegado ese mismo
día.
Me
disponía a llamar la atención a mis compañeros sobre aquel siniestro
espectáculo, cuando ocurrió algo asombroso: en la pradera apareció una joven de
largo y dorado cabello, sobre el cual lucía una corona de pimpollos. Vestía un
traje de color rojo brillante, y me dio la impresión de que iluminaba toda la
escena como si fuese una llama viva. No había nada en su conducta que
demostrase el menor temor ante el cuerpo que colgaba en el patíbulo; muy al
contrario, se acercó hasta él con sus pies desnudos sobre la hierba, mientras
cantaba en voz alta y suave, y al tiempo que agitaba los brazos intentando
ahuyentar a las aves de presa que se apiñaban alrededor de la horca y proferían
estridentes graznidos, acompañados de violentos aleteos y rechinar de picos.
Cuando la muchacha se acercó, las aves levantaron el vuelo, a excepción de un
enorme buitre que permaneció encaramado en el patíbulo como si quisiera
desafiar o amenazar a la joven. Ella se aproximó a la repugnante criatura
saltando, bailando y gritando hasta que logró asustarla, obligándola a
desplegar sus enormes alas y a alejarse con un pesado vuelo. Entonces la niña
paró de danzar, se situó al pie del patíbulo y fijó su mirada tranquila y
reflexiva en el cuerpo del desdichado que se balanceaba en la cuerda.
El
canto de la muchacha había llamado la atención de mis compañeros, y los tres
permanecimos contemplando a la encantadora joven y a la insólita escena que la rodeaba,
demasiado aturdidos como para pronunciar palabra.
Mientras
observaba la sorprendente situación, sentí como si un escalofrío recorriese mi
cuerpo. Dicen que éste es el indicio inequívoco de que alguien acaba de pisar
el lugar que habrá de ser su tumba. Por sorprendente que parezca, sentí el
estremecimiento en el mismo momento en que la muchacha caminaba bajo el
patíbulo. Todo esto no hace sino demostrar, a pesar de todo, hasta qué punto
las legítimas creencias de los hombres se encuentran sembradas de absurdas
supersticiones, ya que, ¿cómo es posible que un devoto fiel de San Francisco
termine siendo enterrado bajo un patíbulo?
-¡Démonos
prisa -insté a mis compañeros-, y recemos unas plegarias por el alma del
difunto!
Enseguida
llegamos al lugar indicado y, sin levantar la mirada, rezamos con acendrado
fervor, y en especial yo, ya que mi corazón rebosaba compasión por el
desgraciado pecador que pendía en lo alto. Recité las palabras de Dios, que
dijo «La venganza es mía», y recordé que el amado Salvador perdonó al ladrón
que se encontraba clavado en la cruz, junto a Él. ¿Quién podría decir que no
habría también misericordia y perdón para aquel desgraciado ajusticiado en el
patíbulo?
Al
acercarnos, la joven se retiró unos pocos pasos, sin saber qué hacer respecto a
nosotros y a nuestras oraciones. Inesperadamente, sin embargo, en medio de
nuestras plegarias, oí cómo exclamaba con su tono melodioso, semejante al
tañido de una campana: «¡El buitre! ¡El buitre!», con un tono agitado, como si
fuese presa de un intenso miedo. Al mirar hacia arriba, vi una gigantesca ave
gris que sobrevolaba los pinos y se lanzaba inmediatamente en nuestra
dirección. Estaba claro que al buitre no le dábamos miedo nosotros, ni nuestro
sagrado ministerio, ni nuestras piadosas oraciones. Mis hermanos, sin embargo,
se enfadaron con la interrupción provocada por las palabras de la joven, y la
reprendieron severamente, aunque yo les dije:
-Puede
que la niña sea pariente del difunto. Meditad en esto, hermanos: esa terrible
bestia se dispone a desgarrar la carne del rostro y a alimentarse con sus manos
y con el resto de su cuerpo. Es muy lógico que haya gritado espantada.
Uno
de los hermanos dijo:
-Acércate
a ella, Ambrosio, y dile que se calle para que podamos rezar en paz por el
espíritu de este pecador.
Me
abrí camino entre las olorosas flores hasta el lugar en que se encontraba la
muchacha, con sus ojos todavía fijos en el buitre que volaba en círculos cada
vez menores sobre el patíbulo. La exquisita figura de la chica se destacaba espléndidamente
junto al macizo de flores plateadas que crecían en el arbusto a cuyo lado se
había parado; y sucumbí a la tentación de observarla un instante. Erguida y
esbelta, me contempló mientras me acercaba, a pesar de que me pareció ver un
destello de miedo en sus enormes ojos oscuros, como si temiese que pudiese
hacerle algún daño. Ni siquiera al llegar más cerca realizó el gesto de
adelantarse -como suelen hacer mujeres y niños- para besar mis manos.
-¿Quién
eres? -le pregunté-. ¿Y qué haces en este horrible lugar, totalmente sola?
No me
contestó, ni hizo tampoco el menor gesto, por lo que me vi forzado a repetir mi
pregunta:
-Dime,
pequeña, ¿qué es lo que estás haciendo aquí?
-Espantando
a los buitres -me contestó con una voz suave y melodiosa, realmente agradable.
-¿Eres
pariente del muerto? -le pregunté.
Ella
negó con la cabeza.
-¿Le
conocías, entonces -continué-, o es que te estás apiadando de las
circunstancias tan poco cristianas de su muerte?
Pero
la joven permaneció callada, y tuve que reanudar mi interrogatorio.
-¿Cómo
se llamaba, y por qué le ajusticiaron? ¿Cuál fue su delito?
-Su
nombre era Nathaniel Afinger, y mató a un hombre a causa de una mujer
-respondió ella con voz clara, y en un tono de la mayor indiferencia
imaginable, como si el crimen o el ajusticiamiento fuesen acontecimientos sin
el menor interés. Me quedé estupefacto y la miré severamente, pero su aspecto
era tranquilo, sin que se advirtiese en él nada de asombroso. -¿Conociste al
reo?
-No.
-¿Y a
pesar de ello vienes hasta aquí para proteger su cuerpo de las aves carroñeras?
-Sí.
-¿Por
qué haces algo así por una persona a la que ni siquiera conoces?
-Siempre
lo hago.
-¿Cómo?
-Siempre
que alguien es colgado en este patíbulo, me acerco hasta aquí y ahuyento a los
buitres y cuervos, obligándolos a buscarse comida en otro lado. ¡Mire..., ahí
se acerca otro buitre!
Profirió
un grito salvaje, gesticuló con los brazos encima de la cabeza y se lanzó a la
carrera a través del prado de una forma que me llevó a creer que estaba loca.
La enorme ave se alejó volando, y la joven retornó tranquilamente a mi lado;
apretó sobre el corazón sus manos morenas y exhaló un profundo suspiro, como si
estuviese agotada. Le pregunté con la mayor amabilidad que fui capaz de darle a
mis palabras:
-¿Cuál
es tu nombre?
-Benedicta.
-¿Quiénes
son tus padres?
-Mi
madre murió.
-Bueno,
pero ¿quién es tu padre?
Se
quedó callada. Entonces la exhorté para que me dijese dónde vivía. Mi intención
era llevarla hasta su casa y apremiar a su padre para que cuidase mejor de la joven,
y no la dejase vagabundear nuevamente por un sitio tan horrible.
-¿Dónde
vives, Benedicta? Dímelo, por favor.
-Aquí.
-¿Cómo
que aquí? Pero, hija mía, aquí sólo hay un patíbulo.
Ella
señaló hacia los árboles. Siguiendo la dirección de su dedo vi entre los pinos
una cabaña destartalada que parecía más un establo que una vivienda. Entonces
entendí inmediatamente, mejor que si me lo hubiese dicho ella misma, quién era
su padre.
Al
volver al lado de mis compañeros, éstos me preguntaron quién era aquella joven,
y yo les contesté:
-Se
llama Benedicta, y es la hija del verdugo.
III
Después
de encomendar el espíritu de aquel desgraciado a la intercesión de la Santísima
Virgen y de todos los Santos, dejamos aquel lugar maldito, aunque mientras nos
marchábamos me permití volver la cabeza para mirar una última vez a la hermosa
hija del verdugo. Seguía en el lugar donde la había dejado; sus ojos no se
apartaban de nosotros. Su bella y blanca frente estaba todavía coronada por
aquella guirnalda de prímulas que le otorgaba un encanto añadido a la
maravillosa hermosura de sus facciones y de su expresión, y sus enormes ojos
oscuros refulgían como las estrellas en una medianoche invernal. Mis hermanos,
para quienes la hija de un verdugo era algo completamente ajeno a nuestra fe,
me echaron en cara el interés que había demostrado por la doncella. Me
entristeció pensar que a esa dulce y bella jovencita se la marginaba y
despreciaba por crímenes que no había cometido. ¿Por qué colocarle como un
estigma vergonzoso la horrible profesión de su padre? ¿Acaso no eran las más
profundas convicciones cristianas las que empujaban a esta delicada criatura a
espantar a los buitres del cadáver de un congénere a quien ni siquiera había
conocido en el pasado y al que se había condenado a muerte? Me parecía que el
suyo había sido un acto más caritativo que el de cualquier cristiano declarado
que dona constantemente dinero a los pobres. Participé aquellas reflexiones a
mis compañeros, aunque pude comprobar con gran pesar por mi parte que no las
compartían en absoluto. Me replicaron que era un idealista y un loco que
animaba la intención de derribar las antiguas y edificantes costumbres del
mundo. Todos están obligados, me dijeron, a despreciar a la clase a la que
pertenecen tanto el verdugo como su familia, ya que quienes se relacionan con
semejantes criaturas no logran escapar jamás a la contaminación que provocan.
Tuve a pesar de todo la temeridad de sostener firmemente mis argumentos, y con
la humildad adecuada cuestioné la justicia de tratar a esas personas como
criminales, por el mero hecho de formar parte del mecanismo utilizado por la
ley para castigar a los delincuentes. El hecho de que en la iglesia al verdugo
y a su familia les es asignado un rincón oscuro y apartado, exclusivo para ellos,
no puede apartarlos de nuestro deber, como servidores del Señor, de predicar el
evangelio de justicia y perdón y de dar un ejemplo de amor y piedad cristianos.
Sin embargo mis hermanos se enojaron de tal forma conmigo, y sus voces
resonaron atronadoras en aquella desolada región hasta un punto tal, que
comencé a creerme un gran pecador, a pesar de que no lograba entender cuál
podría haber sido mi error. Lo único que me quedó por hacer fue confiar en que
el Cielo fuese más clemente con nosotros de lo que nosotros lo éramos con
nuestros semejantes. Al pensar en la joven, fue un consuelo para mí recordar
que su nombre era Benedicta. Puede que sus padres la hubiesen bautizado con ese
nombre sabedores de que nadie más la bendeciría nunca.
Pero
no puedo dejar de describir también la asombrosa región a la que acabábamos de
llegar. Si no estuviésemos completamente seguros de que el mundo entero es obra
del Señor, podríamos tener la tentación de imaginar que una comarca de
semejante apariencia sólo podría ser el reino del Maligno.
Bastante
más abajo de nuestro camino, el río rugía y bramaba lanzando espuma en medio de
gigantescos peñascos cuyas puntas grises parecían taladrar el cielo. A nuestra
izquierda, conforme íbamos escalando en el desfiladero, aparecía una floresta
de pinos de terrible aspecto, y justo frente a nosotros se alzaba una tremenda
cumbre. Esa montaña, a pesar de su apariencia tenebrosa, mostraba también un
aspecto cómico: era blanca y puntiaguda como el gorro de un bufón, y daba la
impresión de que alguien había derramado además un costal de harina sobre la
cabeza de tan ridículo personaje. Pero después de todo, se trataba únicamente
de nieve. ¡Nieve en medio del espléndido mes de mayo! ¡Sin duda, las obras del
Señor son portentosas hasta el punto de aniquilar cualquier incredulidad! Pensé
que si aquella venerable montaña sacudiese la cumbre, la comarca entera
quedaría cubierta por nubes de nieve.
Nos
sorprendió bastante comprobar que a lo largo de nuestro camino entre los
árboles, se habían ido abriendo claros de suficiente tamaño como para instalar
en ellos una cabaña y una huerta. Algunas de aquellas rústicas edificaciones se
encontraban emplazadas en lugares de los que se podría pensar que sólo las
águilas tendrían la suficiente audacia como para instalar allí sus nidos. Pero
parece ser que no existe ningún lugar que se vea libre de la intromisión del
Hombre, que es capaz de extender su mano para apoderarse de todo, incluyendo lo
que está en el aire. Cuando finalmente llegamos a nuestro destino y vimos el
templo y la casa construidos en esta desolada comarca para honra y gloria de
nuestro amado Santo, una piadosa emoción nos embargó. Sobre la superficie de un
pedregoso promontorio cubierto de pinos se encontraba un grupo de casas y
cabañas; el monasterio se levantaba en medio, como si fuese un pastor rodeado
por su rebaño. Tanto la iglesia como el monasterio eran de piedra tallada; su
arquitectura, noble, amplia y confortable.
Que
el buen Dios bendiga nuestra llegada a tan venerable hogar.
IV
Ya llevo
algunas semanas en esta inhóspita comarca, que a pesar de todo cuenta también
con la presencia del Todopoderoso, como en todas partes. Me encuentro bien de
salud y esta casa dedicada a nuestro amado Santo es como un baluarte de la Fe,
una morada de paz, un balneario para quienes desean huir de la furia del
Maligno, o para quienes soportan sobre sus hombros cualquier tipo de angustia o
pesar. Respecto a mí, no puedo decir tanto. Soy joven, a pesar de lo cual mi
mente está en paz, tengo tan poca experiencia del mundo y de sus hábitos que me
siento especialmente propenso a incurrir en cualquier error o a convertirme en
alguien propenso al pecado. El transcurso de mi vida se parece a un riachuelo
cuyo plateado caudal se desliza suave y sigilosamente entre campiñas apacibles
y praderas llenas de flores; a pesar de ello, no ignoro que cuando se formen
las tormentas y se desaten los truenos, puede que las lluvias lo transformen en
un colérico torrente, sucio de barro, que arrastra impetuosamente hacia el mar
los restos que atestiguan lo corrupto de su pasión y su poder.
No me
empujaron a alejarme del mundo ni el entrar en el sagrado retiro de la Iglesia,
ni la pesadumbre o la desesperación; sino el sincero deseo de servir a mi
Señor. Mi único afán es pertenecer a mi bienamado Santo, obedecer los adorados
mandatos de la Iglesia y, como esclavo de Dios, ser humilde y caritativo,
virtudes que me inspiran el mayor de los afectos. En realidad, la Iglesia es mi
querida madre: mis padres fallecieron en mi infancia, y también yo podría haber
muerto por falta de cuidado, si Ella no se hubiese apiadado de mí,
alimentándome, vistiéndome y criándome como si fuera su propio hijo. ¡Cómo será
mi felicidad cuando yo, miserable monje, sea ordenado, y reciba así el santo
sacramento que me ungirá como sacerdote del Todopoderoso Dios! Siempre medito
sobre ello y sueño con ese instante; intento preparar mi alma para merecer ese
elevado y sagrado don. Sé que jamás llegaré a ser digno de tan enorme alegría,
pero espero llegar a ser un sacerdote honesto y sincero que sirva a Dios y al
Hombre conforme a la luz que me será otorgada desde lo Alto. Con frecuencia le
pido al Cielo que me someta a la prueba de la tentación, que me vea obligado a
atravesar ese fuego, finalmente indemne y purificado en cuerpo y alma. De
hecho, en mi soledad experimento una calma total que incita a mi espíritu al
sosiego; se diría que todos los avatares y engaños de la vida se encuentran a
mucha distancia, así como las estratagemas del mar le resultan remotas a quien
únicamente escucha el lejano bramido de las olas al estrellarse contra la
playa.
V
Nuestro
Superior, el padre Andrés, es un gentilhombre campechano y piadoso. Nuestros
hermanos viven en completa armonía. No son ociosos, ni mundanos o soberbios.
Son personas sobrias, que tampoco se dejan seducir excesivamente por los
placeres de la mesa. Se trata de una moderación digna de elogio, ya que la
comarca entera, a lo ancho y a lo largo, sus cerros y valles, el río y el
bosque y todo cuanto contiene, pertenece al monasterio. Los bosques están
llenos de la más variada caza: las más selectas son servidas en nuestra mesa, y
nosotros las apreciamos en toda su maravilla. En nuestro monasterio se
confecciona una bebida con malta y cebada, de sabor fuerte y amargo, aunque muy
refrescante cuando uno se encuentra exhausto o fatigado; a pesar de lo cual, no
le resulta muy agradable a mi paladar.
La
característica más llamativa de esta región son sus minas de sal. Me han
comentado que las montañas se encuentran repletas de este mineral; ¡qué
magníficas son las obras del Señor! En busca de este condimento, el Hombre ha
penetrado profundamente en las entrañas de la tierra, excavando pozos y túneles
y sacando a la luz del sol las amargas vísceras de estos cerros.
Yo
mismo he visto esos cristalillos rojizos, amarillos o tostados. Excavaciones
que dan trabajo a nuestros campesinos y a sus hijos, así como a algunos
trabajadores de otras regiones; todos a las órdenes de un funcionario conocido
como «el Administrador de la Sal». Se trata de un individuo inflexible y de
gran poder, a pesar de que nuestro Superior y los demás hermanos no hablan muy
bien de él. Comentarios que no obedecen a la falta de espíritu cristiano, sino
a la perversidad de las acciones de este hombre. El Administrador sólo tiene un
hijo, llamado Roque, que es un joven gallardo, aunque irritable y malvado.
VI
Los
lugareños pertenecen a una estirpe obstinada y orgullosa. Me han asegurado que
una crónica de la antigüedad afirma que estos asentamientos descienden de los romanos,
que en su época excavaron millares de túneles en estas montañas para extraer de
ellas la sal, algunas de cuyas minas siguen en pie. Desde la ventana de mi
celda puedo ver estas enormes montañas y los negros bosques que las adornan, y
que a la puesta de sol parecen antorchas encendidas sobre las cimas recortadas
contra el firmamento.
También
me han dicho que los antepasados de estas personas (posteriores a los romanos)
eran todavía más obstinados que sus actuales descendientes y se emperraron en
la idolatría mucho después de que todos sus vecinos le hubieran rendido
definitiva pleitesía a la cruz de nuestro Señor. Actualmente, sin embargo,
inclinan sus rígidos cuellos ante el símbolo sagrado y preparan sus corazones
para recibir este ejemplo de verdad viva. Aunque su cuerpo es realmente
fornido, su espíritu goza con la humildad, y es sumiso ante el Verbo. En ningún
otro lugar las personas besan mi mano con tanto fervor como aquí, a pesar de
que aún no soy sacerdote, lo que demuestra el poder y la victoria gloriosa de
nuestra fe.
Físicamente
son vigorosos y sus rasgos y talle son en extremo hermosos, y especialmente en
el caso de los muchachos. Incluso los hombres mayores caminan erguidos y con un
aire tan altivo como el de cualquier monarca. Las mujeres lucen cabellos largos
y dorados que peinan con trenzas alrededor de la cabeza; y también les gusta
adornarse con joyas. Algunas poseen un brillo en sus pupilas que rivaliza con
el fulgor de los rubíes y granates que adornan sus blancos cuellos. Me han dicho
que los jóvenes luchan por sus parejas del mismo modo que los ciervos. ¡Ah, qué
malvadas pasiones anidan en los corazones de los hombres! Aunque como soy
ignorante en estos asuntos, y como nunca llegaré a sentir tan impías emociones,
tampoco me es lícito juzgar o condenar.
¡Ah,
Señor, qué bendición es la paz con que has llenado los espíritus de quienes han
entregado sus vidas a Ti! Comprueba, oh Señor, que en mi pecho no existe la
menor alteración, y que todo presenta calma y paz; como en el alma de ese crío
que llama a su Padre. Ojalá todo permanezca de ese modo por siempre jamás.
VII
He
vuelto a ver a la hermosa hija del verdugo. Cuando los repiques de las campanas
convocaban a misa, la encontré frente a la iglesia del monasterio. Yo había
permanecido junto a la cama de un enfermo, y acababa de volver; y ya que mis
pensamientos me estaban produciendo un estado de ánimo melancólico, la visión
de la joven me resultó agradable. Me hubiese gustado saludarla, pero tenía su
mirada fija en el suelo y no advirtió mi presencia. La plaza frente a la
Iglesia estaba repleta de gente; hombres y muchachos se encontraban a un lado,
mientras que las mujeres y muchachas mostraban sus altos sombreros y sus
collares de oro. Estaban muy apretados pero, cuando la pobre joven se acercó,
se apartaron hacia un lado, murmurando y mirándola de lado como si fuese una
leprosa maldita y temiesen contaminarse.
Mi
pecho se llenó de compasión y me invitó a seguirla; cuando finalmente la
alcancé, le dije en voz alta:
-Que
Dios te bendiga, Benedicta.
Se
sobresaltó como si se hubiese asustado; después levantó la mirada y me
reconoció; pareció asombrarse, su rostro se enrojeció una y otra vez, y
finalmente inclinó la cabeza en silencio.
-Tienes
miedo de hablarme? -le pregunté.
No me
contestó. Le hablé de nuevo:
-Obra
correctamente, obedece al Señor y no tengas miedo de nadie; así lograrás la
salvación.
Por
toda respuesta exhaló un profundo suspiro y replicó con voz apenas audible:
-Se
lo agradezco, su señoría.
-No
soy ninguna señoría, Benedicta; soy únicamente el humilde servidor de ese Dios
bueno y bondadoso, y Padre de todos Sus hijos, por insignificante que sea su
condición. Pídele a Él cuando tu corazón se encuentre angustiado, y Él estará a
tu lado.
Mientras
le decía estas palabras, levantó su cabeza y me observó como un niño triste a
quien consolara su madre. Mientras le hablaba, y movido por la gran compasión
que albergaba mi pecho, la acompañé en presencia de todo el pueblo hasta que
entramos juntos en la iglesia.
¡Pero
te pido, amado Francisco, que perdones el pecado que cometí después durante el
santo sacramento! Mientras el sacerdote Andrés recitaba las solemnes fórmulas
de la misa, mis ojos se desviaban constantemente hacia el rincón donde la pobre
joven, sola y abandonada, permanecía arrodillada; en el lugar destinado
exclusivamente- para ella y para su padre. Me dio la impresión de que rezaba
con auténtico fervor, sin duda porque tú la iluminaste con la aureola de tu
bondad, ya que gracias a tu amor a los hombres te convertiste en un santo
varón, y llevaste ante el Trono de la Gracia a tu enorme corazón, sangrante por
todos los pecados de la humanidad Por eso, ¿acaso no puedo yo, el más
insignificante de tus servidores, compartir de alguna forma ese espíritu,
apiadándome de esta pobre desdichada, que sufre por pecados que no son suyos?
Es más, ella me inspira una inusitada ternura y me resulta imposible no
reconocer en este afecto, un signo del Cielo. Un signo que anuncia que me ha
sido especialmente encomendada su custodia y su protección, pero sobre todo la
salvación de su alma.
VIII
El
Superior de nuestra Orden me llamó a su presencia y me amonestó. Me aseguró que
había causado un notable escándalo entre los hermanos y en el propio pueblo, y
me preguntó qué diablos me había llevado a entrar en la iglesia acompañando a
la hija del verdugo.
Pero
¿qué podía decir sino que sentía lástima por la pobre joven y que no me había
sido posible actuar de otra forma?
-¿Por
qué sientes lástima por ella? -me preguntó.
-Porque
todos la evitan -contesté-, como si fuese la mismísima encarnación del pecado
mortal, y porque es absolutamente inocente. Es evidente que no se la puede
marginar únicamente porque su padre sea el verdugo, puesto que ni siquiera
podemos criticarle a él, ya que desgraciadamente hasta su profesión resulta
necesaria.
¡Ah,
bienamado Francisco, cómo criticó el Superior a este humilde siervo tuyo,
después de escuchar tan audaces palabras!
-¿Te
arrepientes, entonces? -me preguntó después de terminar su reprimenda. Pero,
¿cómo podría arrepentirme de una piedad que considero inculcada, honestamente,
por nuestro propio y venerado Santo?
Al
notar mi testarudez, el Superior mostró una gran frustración. Me soltó otra
perorata idéntica a la anterior, y me sometió a una durísima penitencia. Acepté
su castigo sumiso y en silencio. Por eso me encuentro ahora encerrado en mi
celda, ayunando para poder purificarme. Y me veo obligado a declarar que no
acepto la menor concesión en este castigo, ya que me supone una enorme alegría
sufrir por alguien tan injustamente tratado como esa desdichada doncella
abandonada.
Me
sitúo frente a la reja de mi celda y contemplo las altas y misteriosas montañas
que se recortan, sombrías, sobre el cielo en penumbra. Como el tiempo está
templado, abro la ventana que hay tras los barrotes para dejar que entre algo
de aire fresco: además, de esa forma escucho mejor la melodía del río que
corre, y que entabla conmigo un diálogo basado en una elevada fraternidad,
apacible y consoladora.
No
recuerdo si he dicho que el monasterio fue erigido en la cúspide de un
promontorio rocoso que se eleva sobre el río. Justo bajo las ventanas de
nuestras celdas se ven las agudas crestas de enormes riscos que nadie puede
escalar sin arriesgar la vida. ¡Imaginad mi sorpresa al descubrir una figura
viviente que colgaba del espantoso abismo, sujeta únicamente por sus manos, y
que tras arrastrarse por el borde, se levantaba y se erguía sobre el filo!
Debido a la oscuridad no logré darme cuenta de qué tipo de criatura era
aquella: pensé que quizá se tratase de algún espíritu maligno que se preparaba
a tentarme: me santigüé y elevé una plegaria. Inmediatamente hizo un movimiento
con el brazo; algo pasó fugazmente entre las rejas de mi ventana y cayó sobre
el suelo de mi celda, brillando como una estrella blanca. Me agaché y lo
recogí. Era un ramillete hecho con flores que nunca había visto antes: sin
hojas, blancas como la nieve y suaves como el terciopelo, aunque desprovistas
de fragancia. Mientras permanecía junto a la ventana para ver mejor aquellas espléndidas
flores, mi mirada volvió a posarse sobre la figura situada en la cresta;
escuché entonces una voz suave y melodiosa que decía:
-Soy
Benedicta. Sólo quería darle las gracias.
¡Oh,
Dios mío!, era la joven que, para manifestarme su solidaridad con mi
aislamiento y penitencia, había escalado aquel horrible promontorio ignorando
cualquier peligro. Sabía, pues, que me habían castigado; y que me habían
castigado por su causa. Sabía, incluso, en qué celda permanecía recluido. ¡Ah,
bienamado Santo! Sin duda sólo pudo conocer aquellos detalles por tu
intercesión; y yo sería peor que un infiel si tuviese la menor duda de que el
sentimiento que me induce es una señal del deber que se me ha impuesto de
salvarla.
Vi
cómo se inclinaba sobre el terrible precipicio: Se giró un momento, agitó una
mano en señal de despedida, y desapareció. No logré reprimir un grito ¿Se había
despeñado! Agarré los barrotes de hierro de mi ventana y los sacudí con todas
mis fuerzas, pero no se inmutaron. Desesperado, me dejé caer al suelo, llorando
y suplicando a todos los santos que protegiesen a la amada muchacha en tan
arriesgado descenso, si es que todavía vivía, o que al menos intercediesen por
su alma tan poco preparada para encarar al Creador, en caso de que hubiese
ocurrido lo peor. Aún estaba de rodillas cuando Benedicta me hizo una seña para
darme a entender que había llegado sana y salva abajo. Lo hizo con uno de
aquellos gritos característicos de los montañeses de la región, con los que
expresan sus salvajes ganas de vivir, sólo que el de aquella joven, que brotaba
a lo lejos desde las simas y se mezclaba con sus propios y extraños ecos,
sonaba como un ruido que jamás antes había oído procedente de garganta humana
me estremeció hasta tal punto que lloré, y mis lágrimas cayeron sobre las
flores salvajes que sostenía en la mano.
IX
Como
seguidor que soy de San Francisco, no me es lícito poseer nada valioso a mi
corazón, de modo que me he desprendido de mi más preciada tesoro y le he
ofrecido a mi venerado Santo las maravillosas flores que me regaló Benedicta.
Se encuentran ya junto a la imagen que hay en la iglesia del monasterio, y
adornan el corazón sangrante que el santo carga en su pecho como símbolo de sus
padecimientos por: la humanidad.
He
averiguado el nombre de la flor; debido a su colorido, y por ser mucho más
delicada que otras flores, se la llama Edelweiss, que quiere decir «blanco
noble» Crece de un modo singular sobre las rocas más altas e inaccesibles,
generalmente en los riscos, sobre precipicios de muchos cientos de pies de
altura, y en lugares donde un paso en falso sería fatal para quien se
arriesgara a cogerla flor.
Así
pues, tan hermosas flores se convierten en los verdaderos espíritus malignos de
esta salvaje región, atrayendo a muchos seres humanos hacia una muerte
terrible. Los hermanos me han explicado que no pasa un año sin que algún
cazador, algún pastor, o algún joven valiente, atraído por tan maravillosas
flores, muera en su intento por obtenerlas.
¡Que
Dios se apiade de sus almas!
X
No
hay duda de que empalidecí, cuando uno de los hermanos comentó a la hora de la
cena, que frente a la imagen de San Francisco se había encontrado un ramillete
de Edelweiss de una especie tan extraordinariamente hermosa que en la región
sólo florece en la cumbre de un promontorio que se levanta a más de mil pies de
altura y se eleva por encima de un lago de malos presagios. Los hermanos hablan
de acontecimientos asombrosos relacionados con las horrendas peculiaridades de
ese lago, que hacen referencia a sus profundas y turbulentas aguas; y aseguran
también que los más repugnantes fantasmas se aparecen en sus playas o brotan de
sus aguas.
Las
flores de Benedicta han provocado gran conmoción y sorpresa, ya que incluso
entre los más audaces cazadores, muy pocos se atreverían a escalar ese
promontorio que existe junto al lago hechizado... ¡y la dulce muchacha realizó
esa proeza! Fue absolutamente sola a este lugar terrible y escaló su ladera
casi vertical, hasta alcanzar la tierra fértil donde crecen aquellas flores con
las que sintió el impulso de agasajarme. Estoy seguro de que fue el Cielo quien
la preservó de contratiempos para que yo pudiese encontrar en ello el signo
inequívoco de que me ha sido encomendada la labor de salvarla.
¡Oh,
tú, pobre niña inocente, maldita para el pueblo, Dios ha declarado que debo
cuidar de ti! ¡Mi pecho ya siente de alguna forma esa veneración que habrá de
darte cuando, en reconocimiento de tu pureza y santidad, Él le conceda a tus
reliquias un signo evidente de Su favor, y la Iglesia te reconozca bienaventurada!
He
tenido noticias acerca de otra circunstancia que debo referir a continuación:
en esta región, esas flores son consideradas el símbolo del amor fiel: los
jóvenes se las entregan a sus amadas y estas doncellas adornan los sombreros de
sus galanes con ellas. Es evidente que, al expresar su gratitud a un humilde
siervo de la Iglesia, Benedicta fue movida, quizá sin darse cuenta, a
manifestar al mismo tiempo su amor a la Iglesia, a pesar de que
desgraciadamente tiene muy pocos motivos que justifiquen ese afecto.
Paseando
de forma errante por las inmediaciones del monasterio, he llegado a
familiarizarme con todos y cada uno de los senderos que hay en estos bosques,
en el siniestro desfiladero y en las escarpadas laderas de las montañas.
Con
frecuencia soy enviado a hogares de campesinos, cazadores y pastores, para dar
medicinas a los enfermos o llevar consuelo a quienes más lo necesitan. El muy
reverendo Superior me ha informado de que cuando reciba las sagradas órdenes
habré también de llevar los sacramentos a los moribundos, ya que soy el más
joven y vigoroso de los hermanos. En estas altitudes, sucede en ocasiones que
un cazador o un pastor se despeña, y después de varios días se le encuentra
todavía con vida. El deber de todo sacerdote es justamente el de cumplir los
ritos de nuestra santa religión junto al lecho del herido, de forma que nuestro
bendito Salvador se, encuentre allí presente para recibir -el alma que regresa
hasta El.
¡Espero
que para poder merecer una gracia tan elevada, nuestro bienamado Santo logre
conservar mi alma purificada de toda pasión y deseo terrenal!
XI
El
monasterio celebró por aquellas fechas una importante festividad, que a
continuación relataré.
Antes
de aquella celebración, los hermanos permanecieron muchos días entretenidos con
sus preparativos, y adornaron la iglesia con flores y ramitas de pino y abedul.
Acompañados
por algunos aldeanos, recogieron las más hermosas rosas alpinas que pudieron
encontrar, y que a mediados de verano florecen en abundancia. La víspera de la
festividad, los hermanos se fueron al huerto y se dedicaran a entretejer
guirnaldas para decorar la iglesia. Incluso, el Superior y los demás sacerdotes
se deleitaron presenciando esta alegre labor. Pasearon bajo los árboles y
conversaron tranquilamente, mientras conminaban al hermano despensero a
recurrir generosamente a las reservas de la bodega.
Al
día siguiente tuvo lugar la santísima procesión. Fue un precioso espectáculo
que contribuyó a ensalzar la gloria de nuestra santa iglesia. El Superior,
sujetando con sus manos el sagrado símbolo de la Cruz; caminaba envuelto en un
palio de seda de color púrpuras escoltado por los bondadosos sacerdotes. Tras
ellos íbamos nosotros, los hermanos; portábamos velas encendidas y entonábamos
cánticos religiosos Nos seguía una gran multitud vestida con sus mejores galas.
Los
más soberbios de quienes participaban en la procesión eran los montañeses y
mineros de la sal, encabezados por el propio Administrador, que montaba un
magnífico caballo adornado con lujosos arreos. Su aspecto era altanero; llevaba
ceñida en la cintura una gran espada y lucía sobre la frente, amplia y elevada,
un sombrero de plumas. Tras él cabalgaba su hijo Roque. Cuando nos encontramos
frente al portal, para colocamos en filas, reparé con especial atención en este
último. Me pareció obstinado y audaz; utilizaba, el sombrero inclinado de forma
atrevida hacia un lado, y, dirigía miradas ardientes a las mujeres y
jovencitas. A nosotros, los monjes, nos miraba de forma despectiva. Mucho me
temo que no sea un buen cristiano; a pesar de que no hay duda de que es el
joven, de mejor planta que nunca he conocido: es alto y esbelto como un pino
joven, sus ojos son oscuros y brillantes y su cabello es rubio y ensortijado.
En
esta región, el Administrador tiene tanto poder como nuestro Superior. Le
nombra el Duque, y tiene atributos de juez en cualquier asunto. Incluso tiene
el poder de determinar sobre la vida o la muerte de los acusados de asesinato y
de otros delitos horribles. Afortunadamente, el Señor le ha otorgado un juicio
prudente y ponderado.
La
procesión atravesó el pueblo y entró en el valle hasta alcanzar la entrada de
las grandes minas de sal. Frente a la más importante se había levantado un
altar.
Nuestro
Superior rezó en él una misa solemne, mientras todos los asistentes escuchaban
de rodillas. Comprobé cómo el Administrador y su hijo se arrodillaban e
inclinaban la cabeza claramente a regañadientes, lo que me entristeció
profundamente. Tras la ceremonia religiosa, la procesión se dirigió hacia la
colina conocida como «Monte Calvario», y que es todavía más alta que la del
monasterio. Desde su cúspide es posible disfrutar de una magnífica vista de
toda la comarca que se encuentra a sus pies. En ella, el reverendo Superior
levantó bien alto el crucifijo con el fin de espantar a todos los poderes
malignos que habitan en aquellas terribles elevaciones; rezó también algunas
oraciones, y pronunció maldiciones contra todos los demonios que infestan el
valle ubicado en la zona inferior. Las campanas repicaron ensalzando al Señor,
y dando la impresión de que varias voces divinas resonaban en los ecos de
aquella inhóspita región. No es necesario que diga cómo fue todo de hermoso y
magnífico.
Miré
a mi alrededor para ver si se encontraba presente la hija del verdugo, pero no
pude verla por ninguna parte, y no supe si alegrarme, ya que de esa forma se
encontraba lejos de los insultos del populacho, o entristecerme, al verme
privado de la energía espiritual que sin duda me habría otorgado la
contemplación de su belleza celestial.
Tras
la ceremonia religiosa tuvo lugar el banquete. Se habían colocado mesas en una
pradera sombreada por árboles. Clero y pueblo, junto al reverendo Superior y al
poderoso Administrador, compartieron la comida repartida por los mozos. Era
sumamente interesante contemplar a los jóvenes mientras se entregaban a la
tarea de encender enormes hogueras con madera de pino y de abedul, o mientras
ensartaban grandes trozos de carne en varas de madera, que hacían girar sobre
las brasas hasta dorarse, para ofrecérselos a continuación a los sacerdotes y
montañeses. También emplearon pucheros enormes para hervir truchas y carpas de
las montañas. El pan fue repartido en cestos también muy grandes, y tampoco
faltó bebida, ya que tanto el Administrador como el Superior habían donado
sendos barriles de cerveza. Aquellos grandes toneles fueron colocados en
caballetes de madera y situados bajo un viejo roble. Los criados del
Administrador y los jóvenes se servían del tonel que éste había regalado, mientras
que el contenido del barril ofrecido por mi Superior era distribuido por el
hermano despensero y un grupo de nosotros, los monjes más jóvenes. En honor de
San Francisco, debo decir que nuestro tonel era mucho mayor que el del
Administrador.
Se
habían dispuesto mesas aparte, reservadas para el Superior y los sacerdotes, y
también otras preparadas para el Administrador y su séquito de notables.
Administrador y Superior disponían de asientos colocados sobre una bella
alfombra, y que permanecían protegidos del sol por un palio de tela. En las
demás mesas, rodeados por sus hermosas mujeres e hijas, se sentaban muchos
caballeros que habían llegado desde sus distantes castillos para participar en
aquella importante festividad. Por mi parte, me dediqué a servir las mesas.
Llené platos y copas, reparando en el buen apetito que tenían los concejales, y
en cuánto les gustaba aquella bebida de sabor amargo. Pude notar asimismo la
bajas pasiones que se reflejaban en el hijo del Administrador cada vez que
miraba a cualquiera de las damas, lo que me enojó profundamente, ya que él no
podría contraer matrimonio con todas al mismo tiempo, y mucho menos con
aquellas que ya estaban casadas.
No
faltó tampoco la música. A cargo de los instrumentos, había jóvenes de la aldea
que acostumbraban a tocar diferentes instrumentos en sus ratos de ocio. ¡Cómo
sonaban aquellas flautas y camarillos, y cómo se estremecían y rechinaban los
arcos de los violines! No me cabe la menor duda de que la música era
espléndida, aunque por desgracia el Cielo no tuvo a bien dotarme de un buen
oído para ella.
Estoy
convencido de que nuestro bienamado Santo se sintió enormemente satisfecho al
ver el espectáculo de todas aquellas personas que bebían y colmaban hasta la
saciedad sus estómagos. ¡Dios mío, cómo comían, y qué fabulosas cantidades de
carne engullían! A pesar de todo, nada era comparable con lo que bebían. Estoy
totalmente seguro de que, si cada montañés hubiese llevado su propio tonel, no
habrían necesitado ayuda para vaciarlo. Sin embargo a las mujeres, y en
especial a las mujeres jóvenes, parecía que no les agradaba beber cerveza. Es
costumbre por estas tierras que, antes de beber, un joven le ofrezca su copa a
una de las doncellas, que apenas la toca con sus labios aparta su rostro con
una mueca. Como no tengo mucha información sobre los hábitos, de las doncellas,
tampoco sabría asegurar con absoluta certeza si esto quiere decir que en otras
ocasiones son también tan abstemias.
Tras
la comida, los muchachos se entregaron a diferentes juegos; en los cuales
pudieron exhibir su agilidad y su fuerza. ¡San Francisco, que músculos poseen
estos jóvenes! Brincaban y luchaban entre ellos como si fuesen osos. El mero
hecho de ser espectador de aquellos juegos ya me hizo sentir miedo. Parecía
como si desearan destrozarse mutuamente. Sin embargo las jóvenes permanecían
mirando sin dar la menor muestra de temor o angustia; se reían como tontas y,
según parece, se sentían realmente complacidas. También era extraordinario oír
las voces de aquellos recios montañeses; echaban sus cabezas hacia atrás, y
gritaban hasta que les llegaban sus propios ecos, procedentes de las laderas de
las montañas cercanas, y haciendo rugir a los precipicios como si aquellos
unidos procediesen de las gargantas de una legión de demonios.
Sobresalía
de entre todos el hijo del Administrador. Saltaba como un cervatillo, luchaba
como un demonio y rugía como un toro salvaje. En medio de aquellos montañeses
era una especie de rey. Vi que muchos de ellos, envidiando su fuerza y
altanería, le odiaban en secreto; a pesar de ello, todos se sometían a él. Era
un espectáculo único contemplar, su esbelto cuerpo flexionándose y preparándose
para saltar. Cuando participaba en algún entretenimiento, era admirable ver
cómo levantaba la cabeza como si fuese un ciervo sorprendido, agitando sus
bucles dorados con las mejillas enrojecidas y los ojos brillantes, mientras le
rodeaban sus camaradas. ¡Cómo entristece ver que el orgullo y la pasión pueden
llegara dominar un cuerpo que parece haber sido creado para ser la morada de un
alma capaz de glorificar a su Creador!
Casi
había anochecido cuando el Superior, el Administrador, los Sacerdotes y el
resto de comensales importantes se despidieron y se marcharon en dirección a
sus respectivos hogares, dejando a los demás en manos de la bebida y el baile.
Mi obligación era la de quedarme con el hermano despensero para seguir
sirviendo a los alegres jóvenes la cerveza de nuestro tonel. Roque también se
quedó. No recuerdo muy bien qué fue lo que pasó, pero lo cierto es que
inesperadamente me lo encontré frente a mí. Su apariencia era sombría y sus
maneras altivas.
-¿Eres
tú el monje que el otro día ofendió al pueblo? -me preguntó.
A
pesar de que bajo mi hábito de monje bullía una ira pecaminosa, repliqué
humildemente:
-¿A qué
se refiere?
-¡Ya
sabes a qué me refiero! -gritó groseramente-. Ahora graba bien en tu cabeza lo
que voy a decirte: si alguna vez demuestras el menor sentimiento amistoso hacia
esa muchacha, te daré una lección que nunca olvidarás. Vosotros, los monjes,
soléis disfrazar la propia impertinencia con alguna virtud desconocida. Pero me
las sé todas, y no dejaré que me engañes. De modo que recuerda mis palabras,
aprendiz de santurrón, porque la próxima vez tu bonito rostro y tus grandes
ojos no lograrán salvarte.
Después
de aquellas palabras me dio la espalda y se marchó, aunque todavía pude
escuchar su enérgica voz retumbando en medio de la noche mientras cantaba y
gritaba con los otros. Me alarmó bastante saber que aquel osado joven había
puesto sus ojos en la encantadora hija del verdugo. Era obvio que los
sentimientos que Benedicta le inspiraba no eran honestos, ya que, en caso de
serlos, me habría agradecido la actitud que manifesté hacia la joven, en vez de
odiarme por aquel gesto de bondad. Pensando en la pobre niña, me sentí lleno de
angustia por su futuro, y le prometí reiteradamente a mi bienaventurado Santo
que la guardaría y protegería, respondiendo de esa forma al milagro que él
mismo había realizado en mi corazón. Un maravilloso sentimiento ha nacido en mi
interior y no puedo demorarme en el cumplimiento de mi deber. Benedicta ¡tú te
salvarás... y lo harás en cuerpo y alma!
XII
Pero
continuemos el relato.
Los
muchachos lanzaron hojas secas al fuego; las llamas iluminaron la pradera
lanzando resplandores rojizos al bosque. Entonces cogieron en brazos a las
jóvenes de la aldea y comenzaron a hacerlas girar y bailar sin interrupción.
¡Santo Cielo, cómo danzaban, dando vueltas y lanzando sus sombreros al aire,
saltando y levantando a las jóvenes del suelo como si las doncellas fuesen tan
ligeras como plumas! ¡Al oírles gritar y aullar poseídos por todos los
espíritus perversos, me dieron ganas de que apareciese una piara de cerdos,
para que los demonios abandonasen a esos rudos humanos y se alojaran en las
bestias de cuatro patas! Los muchachos estaban completamente hartos de cerveza
oscura, cuya fuerza y acidez la transformaba en una bebida brutal.
No.
pasó demasiado tiempo sin que se desatara la locura de la borrachera; se
abalanzaron entonces unos sobre otros, a puñetazos y cuchilladas, dando la
impresión de encontrarse al borde del asesinato. Inesperadamente, el hijo del
Administrador, que estaba contemplando lo que ocurría, se lanzó en medio des
los luchadores, tomó a dos por los cabellos e hizo chocar sus cabezas con tanta
violencia que comenzó a manarles sangre por la nariz, y no me cupo la menor
duda de que sus cráneos se habían aplastado igual que cáscaras de huevo; aunque
probablemente estaban dotados con cabezas bien recias, porque cuando Roque los
soltó no parecieron mostrarse muy doloridos por aquel castigo. Lanzando gritos
y alaridos de energúmeno, Roque logró establecer la paz de una forma que a mí,
pobre hormiga, me pareció incluso heroica. Comenzó nuevamente la música; los
violines inundaron, el aire con su melodía, los caramillos proferían sus
quejidos, y mientras los jóvenes, con las ropas hechas jirones y, sus rostros
arañados y sangrantes, reiniciaban la danza como si no hubiese pasado nada.
¡Sin duda que estos mozalbetes llenarían de júbilo el corazón de un Bramarbás o
de un Holofernes!
Casi
no me había recuperado del terror que me inspiró Roque, cuando tuve que
enfrentar un miedo aún superior. Roque bailaba con una joven alta y bella que
parecía ser la pareja adecuada para ese juvenil monarca. Saltaba con tanta
agilidad y giraba de forma tan frenética, pero al mismo tiempo con tanto
estilo, que todos los admiraban con asombro y agrado. En los labios de la
muchacha relucía una sonrisa sensual y su rostro moreno exhibía una expresión
de triunfo que parecía proclamar: «¡Fijaos, yo soy la dueña de su corazón!»
Pero inesperadamente Roque la apartó de un empujón, como si estuviese enojado,
y se abrió paso entre el círculo de bailarines, gritando a sus amigos:
-Voy
a buscarme una compañera apropiada. ¿Quién se viene conmigo?
La
joven alta, enfurecida por aquella ofensa, se quedó parada, mirándolo con una
expresión diabólica, mientras sus ojos oscuros ardían como brasas infernales.
Pero aquel despecho, divirtió aún más a los jóvenes borrachos, que prorrumpieron
en atronadoras carcajadas.
Roque
levantó una antorcha alrededor de su cabeza hasta que las brasas cayeron, como
de una cascada. Gritó nuevamente: «,Quién se viene conmigo?», y se adentró
inmediatamente en el bosque. Los demás se hicieron también con antorchas y se
precipitaron tras él, y enseguida sus voces resonaron lejanas en medio de la
noche, mientras se perdían de vista. Aún miraba en la dirección en que habían
desaparecido, cuando la doncella alta a quien Roque había ofendida se me acercó
y me susurró algo al oído. Noté su cálido aliento en mi mejilla.
-Si
tiene usted alguna consideración por la hija del verdugo, dése prisa y sálvela
de ese maldito borracho: ¡No hay mujer que pueda resistírsele!
¡Dios
es testigo de cómo me espantaron aquellas vehementes palabras! Sin dudar de su
veracidad, y ansioso por la seguridad de la muchacha, le pregunté:
-¿Qué
puedo hacer para salvarla? .
-Corra
y avísele de lo que ocurre -replicó-. Ella le hará caso a usted, monje.
-¡Pero
ellos llegarán hasta ella antes que yo!
-Están
borrachos, y no andan muy rápido. Además, conozco un atajo para llegar antes a
la cabaña del verdugo.
-¡Entonces
dígame enseguida por dónde debo ir!
Se
encaminó hacia los árboles y me hizo señas para que la siguiera. Inmediatamente
nos encontramos en el bosque, rodeados por una oscuridad tan impenetrable que
apenas lograba distinguir a mi guía, a pesar de lo cual ésta se desplazaba con
pasos tan rápidos y firmes como si fuese pleno día. Podíamos distinguir a lo
alto las antorchas de los jóvenes, señal que indicaba que se movían por el
camino más largo que discurría por la ladera de la montaña. Pude escuchar sus
salvajes alaridos, e inmediatamente sentí miedo por la niña. Llevábamos un
tiempo caminando en silencio, dejando a los demás participantes de la fiesta
atrás, cuando la guía comenzó a hablar consigo misma. Al principio no entendí
una palabra, pero pronto mi oído captó nítidamente su apasionado monólogo.
-¡Jamás
la conseguirá! ¡Al infierno con la hija del verdugo! Todos la desprecian y la
escupen a su paso. Esto es muy típico de él... no le importa lo que la gente
diga o piense. Y como todos la odian, él la ama. Encima ella tiene un rostro
hermoso. ¡Bonito se lo voy a dejar yo! ¡La marcaré con mis propias manos!
Aunque fuese la hija del propio diablo, él no descansaría hasta tenerla. ¡Pero
jamás la conseguirá!
Levantó
los brazos y profirió bestiales carcajadas, capaces de estremecer a cualquiera.
Pensé en los oscuros poderes que habitan en lo más profundo del corazón humano,
a pesar de que, gracias a Dios, yo sé tan poco de ellos como un niño.
Finalmente
alcanzamos el Monte de los Ahorcados, donde se encontraba la cabaña del
verdugo. Después de descender un breve trecho, llegamos junto a su puerta.
-Es
aquí -dijo mi guía, señalando la choza a través de cuyas ventanas podía verse
la macilenta luz de una vela de sebo-; vaya a advertirles. El verdugo se
encuentra enfermo, y no está en condiciones de proteger a su hija, aunque
quisiera. Lo mejor será que usted se la lleve de aquí. Condúzcala hasta el
Alpfield en el Göll, donde está la casa de mi padre. Nunca la buscarían allí.
Y con
aquellas palabras se marchó, desapareciendo nuevamente en la oscuridad.
XIII
Eché
un vistazo por la ventana y vi al verdugo sentado en una silla al lado de su
hija. La joven tenía una mano apoyada en el hombro de su padre, y al oírle
gemir y toser, comprendí que estaba intentando aplacar sus sufrimientos. Todo
el amor y pesadumbre del mundo se reflejaban en el rostro de Benedicta, que
estaba más bella que nunca.
No
pude dejar de reparar en lo limpio y ordenado que aparecía el interior de la
vivienda, y en todo lo que había en ella. Aquel humilde cobijo parecía contar
realmente con la bendición de la Paz de Dios. ¡A pesar de ello cómo se trataba
a aquellos inocentes seres como si estuviesen malditos y cómo se les odiaba más
que a cualquier pecado mortal! Me agradó sobremanera ver que en la pared
opuesta a la ventana desde la que miraba había una imagen de la Bienaventurada
Virgen María. El marco había sido decorado con flores silvestres, y sobre el
manto de la Santa Madre se habían colocado algunas Edelweiss.
Llamé
enérgicamente a la puerta, mientras decía en voz alta:
No
tengan miedo, soy el hermano Ambrosio.
Me
dio la impresión de que al escuchar mi voz y mi nombre, aparecía en el rostro
de la joven una alegría inesperada, aunque puede que sólo fuese la sorpresa...,
espero que los santos me protejan de cualquier pecado de orgullo. Se acercó a
la ventana y la abrió.
-Benedicta
-dije rápidamente, después de devolverle el saludo-, algunos jóvenes borrachos
y sin control se acercan hacia aquí con la intención de arrastrarte al baile.
Roque va delante de ellos, y asegura que te arrebatará de donde sea, con tal
que bailes con él. Me he adelantado a ellos para ayudarte a huir.
Al
pronunciar el nombre de Roque, noté cómo la sangre afluía a las mejillas de la
niña, confiriendo a su rostro una tonalidad, rosácea. Entendí que, por
desgracia, mi celosa guía tenía toda la razón: ninguna mujer era capaz de
resistírsele al orgulloso muchacho, ni siquiera aquella inocente y virtuosa
doncella. Cuando su padre comprendió el sentido de mis palabras, se puso en pie
y levantó sus brazos, como intentando proteger a su hija de cualquier peligro;
me di cuenta, sin embargo, de que a pesar de la fortaleza de su alma, su cuerpo
seguía muy debilitado. Entonces le dije:
-Deje
que me la lleve. Los chicos están borrachos y no saben lo que hacen. Si se
resiste, lo único que conseguirá será enfadarlos, y que quizá los hieran a
ambos. ¡Oh, vea: por allí asoman sus antorchas! ¡Escuche sus atronadoras
carcajadas! ¡Dése prisa, Benedicta ¡Rápido!
Benedicta
se abalanzó sobre el anciano, que había comenzado a llorar, y se despidió de él
con ternura. Entonces abandonó rápidamente la habitación, y tras cubrir mis manos
de besos, se internó en el bosque, desapareciendo en la oscuridad de la noche
de una forma que me sorprendió enormemente. Durante algunos minutos esperé que
regresará, después entré en la cabaña para proteger a su padre de los
desaforados muchachos, quienes, me dio la impresión, lo convertirían en el
blanco de sus frustradas expectativas.
Pero
no aparecieron. En vano esperé, prestando atención. Inesperadamente escuché
exclamaciones de júbilo y gritos que me estremecieron y me indujeron a rezar al
bienaventurado Santo. Pero el ruido se fue difuminando en la distancia, y me di
cuenta de que los jóvenes estaban desandando el camino, descendiendo del Monte
de los Ahorcados en busca del prado donde todavía continuaba la fiesta. El
enfermo y yo conversamos sobre el milagro que había cambiado hasta ese punto
sus intenciones, y los dos nos sentimos embriagados de gratitud y de dicha.
Inmediatamente emprendí el camino de regreso, por la misma senda que me había
llevado hasta allí. Al aproximarme a la pradera, comencé a escuchar un griterío
más salvaje y demencial que nunca, y logré distinguir en medio de los árboles
el resplandor de hogueras mucho mayores que las que había. Contra ellas se
recortaban las figuras de los jóvenes y de unas pocas doncellas que bailaban en
el descampado con sus rostros descubiertos, el pelo cayendo en cascada sobre
sus hombros, y la ropa desajustada por tan frenéticos movimientos. Juntándose y
separándose, describían círculos alrededor de las hogueras, de forma que sus
figuras adquirían tonalidades negras o rojizas según se viesen iluminadas por
el resplandor de las llamas. Parecían una legión de Demonios del Averno
celebrando algún aniversario infernal o alguna nueva forma de torturar a los
condenados. ¡Y, Dios Todopoderoso, allí, en el centro de un espacio iluminado
en el que los demás no se atrevían a entrar, bailando solos y aparentemente
ajenos al resto, se encontraban Roque y Benedicta!
XIV
¡Santísima
Virgen María! ¿Es que puede haber algo peor que la caída de un ángel?
¡Comprendí inmediatamente que, después de dejarnos a mí y a su padre, Benedicta
había ido voluntariamente al encuentro de un destino del que precisamente me
había esforzado por salvarla!
-La
maldita se echó en los brazos de Roque -murmuró rabiosamente alguien a mi lado
y, al girarme, vi a la joven alta y morena que me había guiado por el bosque,
con su rostro completamente deformado por el odio-. Debí matarla cuando pude.
Maldito monje, ¿cómo puede permitir que se burle de nosotros de esta forma?
La
alejé de mi lado y me lancé hacia la pareja sin darme cuenta de lo que hacía.
Pero, ¿qué podía hacer? Incluso en ese momento, como si quisieran deshacerse de
mi presencia, aunque en verdad ni siquiera la habían notado, los jóvenes
borrachos formaron un apretado círculo alrededor de Roque y Benedicta, dando
rienda suelta a su admiración y aplaudiendo para remarcar el ritmo.
Lo
cierto es que aquellas dos bellas figuras danzantes formaban una imagen
espléndida. Él, gallardo y ágil, parecía un dios griego, mientras que Benedicta
semejaba un hada del brisque. A través de la tenue neblina que flotaba sobre el
prado, su delicada figura, moviéndose rápidamente y desplazándose de un sitio a
otro, parecía estar velada por una tela sutil de púrpura y oro. Permanecía con
su mirada fija en el suelo; sus movimientos, aunque vivos, eran naturales y
encantadores; su cara brillaba por la excitación y habría podido decirse que
toda su alma se concentraba en aquella danza. ¡Pobre y dulce niña!, su falta me
hizo llorar, aunque la perdoné inmediatamente. ¡Su vida había sido siempre tan
difícil y exenta de alegrías!, ¿es que no tenía el derecho de bailar con quien
se le antojara? ¡Que Dios la bendiga! Y respecto a Roque..., ¡ah, que Dios le
perdone!
Mientras
la miraba y meditaba sobre cuál era mi deber ante una situación como aquella,
la joven celosa -que se llama-Amelia- se había quedado a mi lado, maldiciendo y
blasfemando. Cuando los otros jóvenes aprobaron con aplausos la destreza con
que danzaba Benedicta, Amelia hizo un gesto como si se preparase a saltar sobre
ella para matarla. Sujeté a la airada criatura, e inmediatamente, avanzando
unos pocos pasos, llamé en voz alta a la joven:
-¡Benedicta!
Pareció
sobresaltarse al escuchar mi voz pero, aunque reclinó un poco más la cabeza,
continuó bailando. Amelia no logró contener su enfado por más tiempo y se
abalanzó hacia delante, lanzando un furioso rugido, al tiempo que intentaba
penetrar en el círculo. Pero los muchachos borrachos se lo impidieron. Se
rieron de ella, lo que contribuyó a enloquecerla más aún. Intentó entonces
alcanzar a su víctima de nuevo. Los jóvenes la alejaban con gritos, maldiciones
y carcajadas. ¡Amado Francisco, intercede por nosotros: cuando noté el odio en
los ojos de Amelia, un escalofrío estremecedor me recorrió todo el cuerpo! ¡Que
Dios se apiade de todos nosotros! ¡Creo que habría sido capaz de asesinar a
Benedicta con sus propias manos y después regocijarse de su crimen!
En
ese instante debería haber vuelto al monasterio, pero permanecí allí.
Reflexioné sobre lo que podría ocurrir al terminar el baile, ya que me habían
dicho que normalmente los jóvenes acompañaban de regreso a casa a sus
consortes, y me horrorizó pensar en Benedicta y Roque regresando solos, en
medio del bosque por la noche.
Imaginad
cuál no sería mi asombro cuando Benedicta levantó inesperadamente la cabeza,
paró de bailar y, mirando a Roque amistosamente, dijo con una voz suave y
melodiosa, semejante al sonido de unas campanillas de plata:
-Le
agradezco, señor, que me haya elegido tan gentilmente como compañera de baile.
Y de
inmediato saludó al hijo del Administrador, se deslizó rápidamente en medio del
círculo, y antes de que nadie pudiese comprender nada, desapareció entre las
oscuras profundidades del bosque. Al principio Roque se dejó dominar por el estupor,
pero cuando comprendió que Benedicta ya no se encontraba a su lado, se
enfureció como un loco y gritó: «¡Benedicta!» La llamó entonces cariñosamente,
aunque con el mismo resultado: Benedicta había desaparecido. Se lanzo entonces
en busca de ella, dispuesto a registrar el bosque antorcha en mano, pero los
demás jóvenes le indujeron a desistir de su propósito. Al percibir mi
presencia, concentró su ira en mi persona y creo que de haberse atrevido,
habría llegado a golpearme. En lugar de eso, gritó:
-¡Maldito
aprendiz de santurrón! ¡Me las pagarás por esto!
Pero
no me asustó en absoluto. ¡Alabado sea el Señor! Benedicta no cometió ninguna
falta, y puedo venerarla como antes. No obstante, me estremece siquiera
sospechar los múltiples peligros que la acechan. Se encuentra completamente
indefensa, no sólo ante el odio de Amelia, sino también frente a la lujuria de
Roque. ¡Ah, si pudiese permanecer siempre atento a su lado, para vigilarla y
protegerla! A Ti te encomiendo, ¡oh, Señor!, a esta pobre niña huérfana de
madre, cuya confianza en Ti obtendrá sus frutos.
XV
¡Ay,
qué desgraciado es mi destino! He vuelto a ser castigado, y de nuevo soy
incapaz de admitir mi culpa.
Parece
ser que Amelia se ha explayado en su historia sobre Roque y Benedicta. La alta
doncella fue de casa en casa contando cómo Roque fue hasta el mismísimo
patíbulo en busca de una compañera de baile. Añadió además que Benedicta se
había comportado mucho peor que los jóvenes borrachos. Siempre que se me
comentaba lo ocurrido, me apresuraba a aclarar los hechos, porque estaba
convencido de que ése era mi deber, y explicaba lo que realmente había pasado.
Según
parece, por contradecir a alguien capaz de violar los Mandamientos para
levantar falso testimonio contra su prójimo, terminé incurriendo en la ira de
mi venerable Superior. Me llamó de nuevo ante su presencia y me acusó de
defender a la hija del verdugo en contra de las afirmaciones de una honesta
muchacha cristiana. Pregunté servilmente cómo debería haber actuado... si
debería haber permitido que se calumniase a un inocente.
-¿Cuál
es el interés que puedes tener tú por la hija del verdugo? -me interrogó-. Es
más, parece más que demostrado que se fue a bailar con los jóvenes borrachos
por su propia voluntad.
-Movida
exclusivamente por el cariño que le inspira su padre -repliqué-, porque si
estos jóvenes ebrios no la hubiesen encontrado en su cabaña, seguramente lo
habrían maltratado... y ella ama sinceramente al anciano, que se encuentra
enfermo y solo.
Esto
es lo que pasó, y así fue como lo conté.
Pero
Su Reverencia insistió en que yo estaba equivocado y me aplicó un duro castigo.
Lo soporto alegremente, ya que me hace feliz sufrir por tan dulce criatura. A
pesar de ello, no caeré en la tentación de murmurar contra el padre Superior;
él es mi Señor, y cualquier rebelión contra él por mi parte es un claro pecado.
¿Acaso la obediencia no es el principal mandato que nuestro Santo impuso a sus
discípulos? ¡Ah, cómo deseo que me ordenen sacerdote y me unjan con el aceite
sagrado! Así podré gozar de paz y estaré en condiciones para servir mejor al
Cielo, y disfrutaré también de una acogida mejor.
Me
angustia la situación de Benedicta. Si no fuese porque sigo recluido en mi
celda me acercaría hasta el Monte de los Ahorcados, donde quizá podría verla de
nuevo. Me duele tanto como si ella fuese mi hermana.
Pero
como mi alma pertenece al Señor, no me es lícito amar a nadie excepto a Aquel
que murió en la cruz para redimir nuestros pecados... Cualquier otro afecto es
una falta. ¡Bienaventurados los Santos del Cielo! ¿Qué ocurriría si este
sentimiento que acepté como señal inequívoca de que me había sido encomendada
el alma de la joven, fuese en realidad el síntoma de un amor terrenal?
Intercede por mí, bienamado Francisco, e ilumíname para que no me deje arrastrar
hacia ese camino que lleva directamente al infierno. ¡Guíame y dame fuerzas,
venerable Santo, para que pueda escoger el camino correcto, y nunca más me
salga de él!
XVI
Sigo
junto a la ventana de mi celda. El sol desaparece por poniente y las sombras
van invadiendo las laderas montañosas que rodean el abismo, inundado de una
neblina cuya turbulenta superficie recuerda a la de un inmenso lago. Pienso con
frecuencia en cómo, Benedicta atravesó aquellas terribles profundidades para
traerme las flores y escucho ansiosamente, intentando oír el ruido de las
piedras que al ser movidas por sus audaces piececillos ruedan hacia el
precipicio. Pero ya han transcurrido varias noches. El viento silba entre los
pinos y puedo oír el agua que ruge en las profundidades; mientras escucho el
distante canto del ruiseñor... aunque no la voz de Benedicta.
Noche
tras noche veo la niebla elevarse de las profundidades del abismo. Forma olas,
y después anillos y crestas que se elevan, crecen y oscurecen hasta formar
gigantescas nubes. Cubren el valle y las montañas, los altos pinos y las cimas
coronadas de nieve. Los últimos restos de luz se extinguen en las copas de los
pinos más altos, y cae la noche. ¡Por desgracia la noche reina también en mi
alma una noche oscura, sin estrellas y sin la esperanza de nuevos amaneceres!
Hoy,
domingo, no he visto a Benedicta en la iglesia. El «rincón sombrío» ha
permanecido vacío. No logré concentrarme en la ceremonia religiosa, en una
falta por la que me impondré voluntariamente una penitencia.
Amelia
estaba junto a las otras jóvenes, pero no vi a Roque. Me dio la impresión de
que los siniestros y alertas ojos de Amelia eran una muralla eficaz contra
cualquier rival, y que eran precisamente aquellos celos los que podrían
proteger a Benedicta. Dios es capaz de lograr que hasta las más bajas pasiones
sirvan a los fines más nobles. Aquella meditación me alegró, aunque fue un
placer muy breve.
En
cuanto terminaron las ceremonias religiosas, los sacerdotes y hermanos se
marcharon lentamente de la iglesia y atravesaron en procesión la sacristía,
mientras los fieles utilizaban la entrada principal para salir. Desde la larga
galería cubierta que nace en la sacristía se obtiene una vista completa de la
plaza del pueblo. Mientras los hermanos que seguíamos a los sacerdotes nos
encontrábamos todavía en esa galería, ocurrió algo que recordaré hasta el día
de mi muerte como un hecho injusto que el Cielo toleró, sin que hasta hoy sepa
decir por qué. Según parece, los sacerdotes debían de estar informados acerca
de lo que ocurría, ya que se pararon en la galería, brindándonos de esa forma a
todos la posibilidad de contemplar la plaza.
Escuché
una confusa algarabía de voces cada vez más cercanas, que causaban la impresión
de que se nos acercaban todos los demonios del Infierno. Como me encontraba en
el punto más lejano de la galería, no llegaba a ver la plaza, de forma que le
pregunté a un hermano que estaba asomado en una ventana vecina.
Están
llevando a una mujer a la picota me contestó.
-¿Quién
es?
-Una
joven.
-¿Cuál
es su delito?
-¡Qué
pregunta absurda! ¿Es que no sabes que las picotas y los postes de flagelación
sólo son para las pecadoras?
El
griterío fue adentrándose en la plaza y logré verlo todo con mayor claridad. Al
frente aparecían unos jóvenes bailando, saltando y cantando unas músicas
obscenas. Parecían haber enloquecido por la alegría, y daba la impresión de que
el dolor y la vergüenza de su congénere sólo aumentaba su salvajismo. Las
doncellas, pese a todo, se comportaban con menos entusiasmo.
-¡Maldita
sea la descastada! ¡Ved cómo acaba una pecadora! -gritaban-. ¡Gracias a Dios,
nosotras somos virtuosas!
Detrás
de los jóvenes bulliciosos, rodeada por aquella muchedumbre de mujeres y
doncellas que gritaban, iba... ¡Oh, Dios Santo!, ¿cómo conseguir reflejarlo por
escrito? ¿Cómo describir el horror que aquella escena me produjo? En medio de
aquella turba... ¡estaba mi dulce, encantadora e inmaculada Benedicta!
¡Oh,
Salvador del Hombre!, ¿cómo conseguí ver un espectáculo como aquél, y sobreviví
para relatarlo? Sin duda estuve a punto de morir con aquella desgracia. Me dio
la impresión de que la galería, la plaza y la muchedumbre giraban sin parar; la
tierra desapareció bajo mis pies y, a pesar de que obligué a mis ojos a
permanecer abiertos, no lograba ver nada. Pero aquella oscuridad me duró poco y
logré recobrarme para mirar hacia la plaza.
La
habían vestido con un largo sayal grisáceo, sujeto a la cintura por una cuerda.
Llevaba en la cabeza una corona de paja y, sobre el pecho, sujeta por una
cuerda que le pendía del cuello, llevaba una tablilla negra en la que había
sido escrito con tiza la palabra Buhle,
«ramera».
La
guiaba un hombre que sujetaba con firmeza la cuerda anudada a la cintura de la
joven. Le observé con mayor detenimiento y, ¡oh, venerable Hijo de Dios, a qué
bestias y monstruos vinistes Tú a salvar!... ¡Era el padre de Benedicta! Habían
forzado al desdichado anciano a cumplir con los deberes de su oficio,
arrastrando a la picota a... ¡su propia hija! Después pude averiguar que el
verdugo había pedido de rodillas al Superior que le librase de tan horrible
trabajo, aunque sin éxito.
Nunca
podré borrar de mi memoria el recuerdo de aquella escena. El verdugo no le
quitaba los ojos de encima a su hija; y ella, por su lado, le miraba también a
veces, inclinando la cabeza y dedicándole una sonrisa. ¡Dios Bendito, la joven
sonreía!
La
plebe la insultaba, dedicando a la doncella expresiones groseras y escupiendo
el suelo a su paso. Y eso no era todo. Al ver que no le importaba, comenzaron a
lanzarle barro y estiércol. Aquello fue más de lo que su padre logró soportar
y, profiriendo un débil gemido, cayó al suelo desvanecido.
¡Ah,
los crueles miserables! Intentaron ponerle en pie de nuevo para que terminase
su trabajo, pero Benedicta levantó sus brazos en señal de súplica, y en su
bello rostro apareció una expresión de tan elevado afecto que incluso la
enloquecida turba se sometió al poder de aquella dulzura y se apartó, dejando
al verdugo caído en el suelo. Benedicta se arrodilló para colocar la cabeza de
su padre en el regazo. Le susurró al oído palabras cariñosas y de consuelo. Le
acarició su cabellera gris y besó sus pálidos labios hasta lograr que
recuperase el conocimiento y abriese los ojos: ¡Benedicta; tres veces bendita,
sin duda has nacido para ser santificada por tu divina paciencia, idéntica a la
que Nuestro Salvador mostró en la cruz, para redimir los pecados del mundo!
Benedicta
ayudó al anciano a levantarse y le iluminó con su sonrisa cuando logró
incorporarse. Sacudió el polvo de su ropa y después, sonriendo y susurrando
todavía frases de consuelo, le tendió la cuerda de su cintura. Los muchachos
gritaron y cantaron, las mujeres lanzaron alaridos y el desgraciado verdugo
llevó a su inocente hija hasta el infame patíbulo.
XVII
Nada
más regresar a mi celda me lancé sobre las duras piedras del suelo y clamé al
Cielo contra la injusticia y el suplicio de que había sido testigo, y contra la
injusticia todavía mayor que había terminado presenciando. Logré imaginar, la
escena del padre atando a su hija al poste. Pude ver al salvaje populacho
bailando alrededor con bestial gozo. Vi a la malvada Amelia escupiendo en la
cara de la inocente joven. Oré largamente y desde lo más profundo de mi alma
para que a la desdichada doncella se le concediese la fuerza necesaria para
soportar aquella tortura infinita.
Entonces
me senté y aguardé. Esperaba impaciente la puesta del sol porque normalmente es
a esa hora cuando la víctima se ve finalmente libre de la picota.
Cada
minuto me parecía una hora, y cada hora me parecía una eternidad. El sol
parecía estar quieto, como si al día de la injusticia se le hubiese negado la
noche.
Intenté
inútilmente entender lo que había ocurrido; me sentía confuso y aturdido. ¿Cómo
había podido Roque permitir que semejante deshonra cayese sobre Benedicta? ¿Es
que acaso pensaba que cuanto mayor fuese la ignominia, más fácil le sería
someter a la joven? No pude entenderlo, aunque tampoco me esforcé demasiado
para comprender los motivos. Sin embargo, ¡que Dios me ayude!, sentí en mi propia
piel, con tremenda congoja, la infamia de la niña.
¡Dios
mío, Dios mío, qué luz ha iluminado el entendimiento de Tu siervo! Me he dado
cuenta, como si fuese una revelación del Cielo, que mis sentimientos hacia la
joven son al mismo tiempo mayores y menores de lo que había imaginado. Se trata
de un amor terreno, del tipo que siente un hombre por una mujer. Cuando por
primera vez me di cuenta de ello, me quedé sin aliento y mi corazón latió
intensa y aceleradamente, dándome la impresión de que me asfixiaría en
cualquier momento. Y a pesar de ello, era tanta la rabia que invadía mi pecho
después de haber presenciado aquella terrible injusticia tolerada por el Cielo,
que fui completamente incapaz de arrepentirme. Aquella luz inesperada me cegó:
no estaba en condiciones de comprender en toda su dimensión el alcance de mi
pecado. El huracán de pensamientos que me sobrevino no fue en absoluto
desagradable. Debí reconocer que no estaba dispuesto a privarme voluntariamente
de aquellos sentimientos, aunque me diera cuenta de que eran inconvenientes.
¡Que la Madre de la Misericordia se apiade de mí!
En
ese momento, incluso, me era imposible admitir que estaba completamente
equivocado al pensar que había recibido la orden divina de salvar el alma de
Benedicta y prepararla para una vida de santidad. Acaso este otro deseo humano,
¿no procede también de Dios? ¿No busca al mismo tiempo el bien de aquello que
lo motiva? ¿Y puede haber un bien mayor que el de la salvación del alma?...
Vivir una vida santa en la tierra, y verse de esa forma recompensados en el
Cielo por la felicidad y gloria eternas. No hay duda de que el amor carnal y el
espiritual no son tan diferentes como me enseñaron a verlos. Puede que no sean
contrarios, sino la expresión de una misma voluntad. ¡Ah, venerado Francisco,
guía de mis pasos en esta elevada revelación que he tenido! ¡Coloca frente a
mis ojos el camino correcto para conseguir el bien de Benedicta!
Finalmente
el sol desapareció tras los claustros. Copos y nubecillas se arremolinaron en
el horizonte; la bruma brotó del abismo y, tras ella, las sombras púrpuras
comenzaron un rápido ascenso por la gran ladera de la montaña y terminaron
extinguiendo los últimos rayos solares que brillaban en la cumbre. ¡Gracias a
Dios, oh, gracias sean dadas al Salvador... al fin ella está libre!
XVIII
He
pasado un tiempo seriamente enfermo aunque, gracias al amable cuidado de los
hermanos, me he recuperado lo suficiente como para dejar mi cama. Es evidente
que la voluntad de Dios es que viva para servirlo, ya que no hice lo más mínimo
para merecer aquel extraordinario presente que me otorgó al devolverme la
salud. En mi alma arde el sincero deseo de consagrar mi vida miserable a Él y a
Su servicio. En este instante, mi único anhelo es unirme a Él y entregarme en
manos de Su amor. En cuanto me sean impuestos en la frente los santos óleos,
estas esperanzas se verán colmadas; y una vez purificado de mi pasión terrenal
y desesperanza por Benedicta, seré llevado hasta una vida nueva y divina. Puede
que entonces, sin ofender al Cielo o hacer peligrar mi alma, me sea permitido
vigilarla y protegerla mejor que ahora, en que soy tan solo un desdichado
monje.
He
sucumbido a una extrema debilidad. Mis pies, como si fuesen los de un niño, no
lograban sostener mi cuerpo. Los hermanos me condujeron hasta el huerto. Allí,
¡con qué agradecimiento elevé mi mirada hacia arriba y contemplé nuevamente el
firmamento azul! ¡Qué éxtasis me embriagó cuando logré mirar hacia los picos
nevados de las montañas, y hacia los negros bosques escalonados de sus laderas!
Cada brizna de hierba suscita en mí un interés especial, y termino saludando a
cualquier insecto que pasa a mi lado como si fuese un antiguo amigo.
Mis
ojos se desvían inevitablemente hacia el sur, en dirección al Monte de los
Ahorcados, y pienso constantemente en la desgraciada hija del verdugo. ¿Qué
habrá sido de ella? ¿Habrá logrado sobrevivir al terrible suplicio de la plaza
pública? ¿Qué estará haciendo en este momento? ¡Ah, si tuviese energías
suficientes para llegar hasta el Monte de los Ahorcados! Pero no me dejan
abandonar el monasterio, y aquí no hay nadie con quien tenga tanta confianza
como para preguntarle por la suerte de la doncella. Noto en los frailes algo
extraño, como si ya no me encarasen como uno de ellos. ¿Por qué será? A mí me
siguen inspirando afecto y deseo vivir en armonía con ellos. Son buenos y
afables aunque, pese a ello, parece como si me evitasen lo más posible. ¿Qué
quiere decir todo esto?
XIX
Mi
reverendo Superior, el padre Andrés, me ha llamado de nuevo a su presencia.
-Tu
recuperación ha sido milagrosa -me dijo-. Me gustaría que fueses digno de tan
elevada merced y que preparases tu alma para la inmensa bendición que has de
recibir. He decidido, hijo mío, que te alejarás temporalmente de nosotros y
vivirás aislado en la soledad de las montañas, con la doble finalidad de que te
recuperes físicamente, y al mismo tiempo de que adquieras una visión correcta
de la realidad en tu corazón. Examínate con absoluta rigidez, cuando te
encuentres lejos de cualquier distracción, y comprenderás, estoy seguro, el
tamaño de tu error. Pide que una luz divina ilumine tus pasos para que te sea
concedido el avanzar en línea recta en tu servicio al Señor como apóstol y como
sacerdote, ajeno a las bajas pasiones y deseos mundanos.
No
tuve la osadía de replicar. Me sometí a la voluntad de Su Ilustrísima sin una
palabra en contra, ya que obedecer es también una regla de nuestra Orden. No me
inspiraba el menor temor la comarca inhóspita, a pesar de que había oído decir
que estaba repleta de bestias salvajes y espíritus perversos. Su Reverencia no
se equivoca: estar un tiempo solo será para mí como un período de prueba,
purificación y restablecimiento, que tanto necesito en estos momentos. Hasta
ahora únicamente me he movido por los senderos del pecado, ya que en mis
confesiones me reservo muchas cosas. No actué así por miedo al castigo, sino
porque me es imposible mencionar el nombre de la joven ante otro que no sea mi
venerado San Francisco, el único capaz de entenderme. Noto que me observa con
benevolencia desde el Cielo y se preocupa por mi pesadumbre. Sea cual sea la
falta que quizá exista en la compasión que me inspira esta inocente y
perseguida doncella, estoy convencido de que San Francisco la perdona
bondadosamente por amor a nuestro bendito Salvador, que también enfrentó
congojas y conspiraciones.
Una
de mis obligaciones en las montañas será la de recoger algunas raíces y
mandarlas al monasterio. Con esas hierbas los frailes destilan un licor que ya
se ha hecho famoso en toda la región, y cuya celebridad ha llegado incluso
hasta la lejana ciudad de Munich.
La
bebida es tan fuerte y tan llena de especias que, al beberla, se siente tanto
calor en la garganta como si se hubiese devorado una llama del infierno; a
pesar de ello, es apreciada en todas partes por su valor medicinal, ya que se
utiliza como remedio de infinidad de dolencias y enfermedades; además, se
afirma también que es beneficiosa para la salud del alma, aunque debo añadir
que, allí donde no se puede obtener el licor, una vida devota puede conseguir
el mismo resultado. En cualquier caso, la venta de este licor es la principal
fuente de ingresos que tiene el monasterio.
El
ingrediente principal de la bebida es la raíz de una planta alpina conocida
como genciana, que crece a gran profundidad en las laderas de las montañas.
Durante los meses de julio y agosto, los frailes recogen estas raíces y las
secan junto al fuego en las chozas de las montañas; entonces las preparan y las
mandan al monasterio. Los frailes son los únicos que tienen derecho a recoger
estas raíces, y también a guardar celosamente secreto el procedimiento con el
que se confecciona el licor.
Ya
que debo vivir durante algún tiempo en estas tierras elevadas, el Superior me
ha dicho que de vez en cuanto, y siempre que me sienta con fuerzas para ello,
recoja estas raíces. Un joven siervo del monasterio me conducirá hasta mi
solitaria morada, cargará mis provisiones y volverá inmediatamente. Vendrá una
vez por semana a reabastecerme, y de paso a llevarse las raíces que haya ido
reuniendo en ese tiempo.
No
han demorado mucho en mandarme al lugar donde debo cumplir mi penitencia. Esta
misma noche me he despedido de mi reverendo Superior; de vuelta a mi celda
empaqueté mis libros de oración, la Imagen del Cordero de Dios, y la Vida y
Obra de San Francisco. Tampoco he olvidado los utensilios para escribir,
indispensables para poder continuar mi diario. De este modo, y una vez acabados
los preparativos necesarios, fortalecí mi alma con una oración y ya me
encuentro preparado para enfrentar cualquier cosa que me depare el destino,
incluido el encuentro con animales salvajes o demonios.
Venerable
Santo, perdona la tristeza que siento al marcharme sin haber podido ver a
Benedicta o sin haberme enterado siquiera de qué ha pasado con ella desde aquel
terrible día. Tú sabes ¡oh benévolo Santo mío!, porque lo confieso con
humildad, que ansío poder llegar al Monte de los Ahorcados, aunque sólo sea
para echar un vistazo a la cabaña en la que vive la más buena y hermosa de las
mujeres. ¡No seas demasiado severo al juzgar, te lo suplico, venerable Santo,
la debilidad de mi descarriado corazón de hombre!
XX
Al
dejar el monasterio con mi joven guía, observé que todo estaba tranquilo dentro
de sus muros; la santa comunidad dormía ensueño de la paz, que en los últimos
tiempos parecía habérsele negado. Ya comenzaba a amanecer y, según ascendíamos
por el sendero que lleva hasta las montañas, algunos leves destellos dorados y
escarlatas comenzaron a rodear las nubes de oriente. Mi joven compañero, que
cargaba en sus hombros el saco de provisiones, abría la marcha. Yo le seguía
con el hábito recogido hacia atrás, apoyándome en un grueso cayado, y provisto
de una afilada punta de hierro con la que podría defenderme, llegado el caso,
de cualquier bestia salvaje.
Mi
guía era un muchacho joven, rubio y de ojos azules, y con una expresión en su
rostro entre alegre y amistosa. Era obvio que le agradaba enormemente poder
trepar por sus colinas natales en dirección a las cumbres que teníamos por
meta. Parecía como si no le molestase el peso de la carga que portaba, ya que
su andar era ágil y airoso, y su paso firme y seguro. Saltaba por el escarpado
y abrupto sendero como si fuese una cabra montesa.
El
joven estaba bastante animado. Me contó historias maravillosas acerca de
duendes y fantasmas, brujas y hadas. Según parece, conocía perfectamente a
estas últimas. Aseguró que aparecían vestidas con ropas resplandecientes y que
tenían un cabello brillante y alas muy bellas; una descripción que se ajustaba
casi exactamente con la que hacían algunos Sacerdotes al hablar sobre el tema
en sus libros. Cuando se sienten atraídas por alguien, son capaces de retener a
esa persona bajo su encantamiento, sin que nadie sea capaz de romper el
hechizo, ni siquiera la Santísima Virgen María. Aun así, yo creo que esto sólo
se cumple en el caso de quienes se encuentran en pecado, y que los puros de
corazón no tienen nada que temer de estas legendarias figuras.
Subimos
y bajamos cerros, atravesamos bosques, pastos floridos y quebradas. Los ríos de
la montaña que se deslizaban a través de los valles, violentos y encajados en
el seno de profundos barrancos, parecían contar las cosas sorprendentes con que
se habían encontrado a su paso, y las extrañas aventuras que habían vivido en su
itinerario. En las laderas de las colinas y en los bosques retumbaban sin
descanso las múltiples voces de la naturaleza, convocando, susurrando,
suspirando o profiriendo alabanzas al Creador de todas las cosas. Con
frecuencia pasábamos frente a la cabaña de algún montañés, a cuyo lado jugaban
desarrapados críos de cabello rubio. Al ver a personas extrañas escapaban
asustados. Las mujeres, sin embargo, salían a nuestro encuentro cargando a sus
hijos pequeños en brazos, y me pedían que las bendijera. Nos ofrecían leche,
mantequilla, queso fresco y pan oscuro. Muchas veces veíamos a los hombres
instalados ante sus cabañas, y dedicados a tallar en madera sobre todo imágenes
de nuestro Redentor en la cruz. Las mandan después para ser vendidas en Munich
y, según me han comentado, estos piadosos artesanos llegan a ganar mucho dinero
y gozan también de indudable prestigio.
Finalmente
alcanzamos las orillas de un lago, pero una neblina nos impidió la clara visión
del paisaje. Encontramos un pequeño bote amarrado en el barranco; mi guía me
dijo que subiera a él e inmediatamente tuve la impresión de que nos
deslizábamos en medio del firmamento y de las nubes. Nunca había navegado y
tuve el terrible presentimiento de que quizá podríamos naufragar y morir
ahogados. Tan sólo se escuchaba el ruido del agua golpeando los costados de la
embarcación. Mientras avanzábamos, veíamos en ocasiones algún objeto oscuro que
flotaba en las aguas, aunque inmediatamente desaparecía con la misma rapidez
con que había surgido, y enseguida volvíamos a deslizarnos en medio de un
espacio vacío. Como a veces la bruma se elevaba un poco, pude ver gigantescas
rocas negras que sobresalían en el agua; también, no muy lejos de la orilla, vi
gigantescos árboles medio sumergidos, con sus grandes ramas que semejaban los
huesos de algún terrible esqueleto. El paisaje se hallaba tan repleto de cosas
horribles que incluso mi joven guía permanecía callado, mientras sus ojos
atentos intentaban constantemente taladrar la bruma en busca de posibles
peligros.
Aquellos
indicios me hicieron comprender que estábamos atravesando un terrible lago
asolado por fantasmas y diablos, y en consecuencia le encomendé mi espíritu a
Dios. El poder del Señor somete cualquier mal. En el momento en que terminé mi
oración contra los espíritus del mal, se rasgó el velo de oscuridad, ¡y el sol
brilló como una gigantesca rosa de fuego que cubriese al mundo con áureos y
vistosos ropajes!
Frente
a ese glorioso ojo de Dios, las sombras se desvanecieron y no volvieron a
acecharnos. La espesa niebla, transformada en una bruma leve y transparente, se
entretuvo un poco más en las laderas de las montañas, antes de desaparecer por
completo. No quedó ni rastro de ella, excepto en las profundas grietas de los
cerros. El lago parecía plata líquida; las montañas, brillantes, mostraban
selvas parecidas a llamas de fuego. Mi corazón estaba embriagado de asombro y
gratitud.
Mientras
nuestro bote avanzaba, noté que el agua del lago colmaba una cuenca larga y
angosta. A nuestra derecha los picos se levantaban hasta considerable altura,
con las crestas cubiertas de pinos, pero a la izquierda y enfrente había un
lugar muy placentero en el que se levantaba una gran construcción. Era San
Bartolomé, la residencia veraniega de mi Superior, el Padre Andrés.
Ese
tranquilo vergel no era demasiado grande; excepto en la zona que daba sobre el
lago, se encontraba rodeado de promontorios que se levantaban en el aire hasta
los mil pies de altura. Mucho más arriba, en la zona frontal de ese gigantesco
muro, había una fértil pradera que brillaba como una enorme joya sobre el manto
gris de la montaña. Mi joven acompañante me informó de que ése era el único
lugar en toda la región donde crecían Edelweiss.
Era, por lo tanto, el lugar exacto donde Benedicta había recogido aquellas
maravillosas flores que me había regalado mientras estaba de penitencia.
Contemplé aquel bello y terrible lugar con una mezcla de sentimientos que me
resulta imposible describir. El guía, cuyo estado de ánimo encajaba con el
jovial aspecto que en ese momento mostraba la naturaleza, gritaba y cantaba;
pero yo, al notar que abrasadoras lágrimas brotaban de mis ojos y me corrían
por las mejillas, escondí mi rostro en la capucha.
XXI
Tras
abandonar nuestro bote comenzamos a escalar por la montaña. Amado Dios, nada
sale de Tu venerable mano sin un designio y una utilidad, pero no logro
entender para qué agrupaste estas montañas, ni para qué las cubristes con
tantos peñascos que no suponen una bendición ni para los hombres ni para los
animales.
Después
de horas y más horas de ascenso alcanzamos un manantial; me senté agotado, con
los pies doloridos y jadeando. Contemplé el paisaje que se extendía a mi
alrededor y comprendí que todo lo que me habían dicho sobre aquellos parajes
desolados estaba completamente justificado. Allá donde mirase no veía más que
rocas grises y desnudas, veteadas de rojo, amarillo y marrón. Había tenebrosos
eriales cubiertos de piedra en los que nada crecía -ni una planta, ni una
brizna de hierba-, terribles abismos llenos de hielo y brillantes bancos de
nieve que escalaban hacia las alturas, tanto que casi parecían tocar el cielo.
Sin
embargo, encontré unas pocas flores entre las rocas. Parecía como si el Creador
de aquella inhóspita y solitaria región la hubiese considerado demasiado terrible
e, inclinándose sobre los valles, hubiera tomado de ellos un puñado de flores
para esparcirlas después por estas estériles regiones. Las flores, así
enaltecidas por la mano divina, habían crecido con una belleza celestial e
inigualable. El guía me enseñó la planta cuya raíz debía yo recoger, y también
algunas hierbas resistentes y saludables, útiles para el hombre, y entre las
que se encontraba el árnica de flores doradas.
Una
hora más tarde reemprendimos nuestro camino y seguimos hasta que casi me sentí
incapaz de arrastrar los pies ni siquiera un paso más. Finalmente llegamos a un
lugar solitario rodeado de negros y gigantescos peñascos. En su centro había
una miserable cabaña de piedra con una puerta baja en uno de sus lados, que
hacía las veces de entrada. El joven me explicó que aquélla habría de ser mi
morada. Nada más entrar, mi corazón se estremeció al pensar que tendría que
vivir en un lugar semejante. No había ni un solo mueble. Mi cama sería un ancho
banco cubierto por algunos secos matojos alpinos. También había una chimenea
que se alimentaba con leña, y uno o dos utensilios de cocina.
El
joven cogió un recipiente y se marchó a toda prisa. Yo me tumbé en el suelo
frente a la choza y enseguida me sumí en la contemplación de aquel paisaje agreste
y aterrador, en el que debería preparar mi espíritu para servir mejor a Dios.
El guía regresó rápidamente, sujetando la vasija con ambas manos. Al verme
lanzó un alegre grito, cuyos ecos retumbaron como si fuesen miles de voces
charlatanas entre las piedras. Aunque había permanecido solo apenas unos
instantes, me sentí tan alegre de ver un rostro humano que me adelanté y
respondí a su saludo con desproporcionada felicidad. ¿Cómo podía entonces tener
la esperanza de que conseguiría soportar una semana de aislamiento total en
aquel lugar solitario?
Cuando
el muchacho colocó el recipiente delante de mí, vi que estaba lleno de leche.
También sacó de entre sus ropas un pan de manteca amarilla, bellamente decorado
con flores alpinas, y un pedazo de queso blanco como la nieve, envuelto en
hierbas aromáticas. El ver aquella comida me agradó y le dije a modo de broma:
-Ya
veo que en estas alturas la leche y la manteca brotan de las piedras. ¿También
encontraste un manantial de leche?
-Usted
también podría conseguir un milagro como éste -contestó-, aunque me pareció
mejor trasladarme rápidamente hasta el Lago Negro y pedir esta comida a las
muchachas que viven allí.
Sacó
un poco de harina de algo parecido a una alacena que había en la cabaña;
encendió el fuego en la chimenea y se dedicó a preparar un pastel.
-De
modo que no estamos solos en esta región asolada -le dije-. ¿Dónde está ese
lago en cuyas orillas viven tan generosas personas?
-Es
el Lago Negro -contestó guiñando los ojos debido al humo-. Se encuentra detrás
de ese Kogel y la vaquería fue construida justo al borde de esa colina que
sobresale de entre las aguas. Es un mal lugar. El lago llega en línea recta
hasta el Infierno y entre las piedras se puede oír el rugido y el chirriar de
las llamas y los gemidos de los condenados. No hay lugar en el mundo que cuente
con tantos espíritus crueles y malvados. ¡Tenga mucho cuidado! Aquí, a pesar de
su santidad, podría ponerse enfermo. Podría conseguir leche, manteca y queso en
el Lago Verde, que está mucho más lejos; les diré a las mujeres que le traigan
lo que necesita. Se sentirán felices de poder ayudarlo, y si les predica un
sermón todos los domingos, ¡no les importará enfrentar al demonio en persona
con tal de complacerlo!
Después
de nuestro almuerzo, que me pareció el más agradable que jamás hubiese comido,
el joven se tumbó bajo el sol e inmediatamente se quedó dormido, roncando con
tanta violencia que me fue imposible seguir su ejemplo, a pesar del cansancio
que tenía.
XXII
Al
despertar, el sol ya se encontraba detrás de las montañas, cuyos picos
mostraban ribetes de fuego. Me pareció como si estuviera viviendo un sueño,
aunque pronto volví a la realidad. Los gritos del muchacho que retumbaron en la
distancia me hicieron comprender inmediatamente que estaba solo en aquella
región abandonada. Evidentemente le dio pena mi estado, porque en vez de
perturbar mi sueño, se marchó sin despedirse. Tenía que darse prisa si quería
llegar a la vaquería del Lago Verde antes de que anocheciera. Al entrar en la
choza vi que el fuego ardía con energía, y que habían apilado un buen montón de
leña a su lado. El previsor muchacho tampoco se había olvidado de dejarme la
cena, que consistía en algo más de pan y de leche. También había sacudido la
hierba de mi duro lecho, cubriéndolo con una manta de lana, servicios que le
agradecí desde lo más profundo de mi corazón.
Gracias
a mi largo sueño me encontraba nuevamente con fuerzas, y permanecí fuera de la
cabaña hasta bien entrada la noche. Hice mis oraciones mirando los promontorios
rocosos que se levantaban bajo aquel oscuro horizonte en el que las estrellas
parpadeaban alegremente. Se diría que allí, a aquella altura, las estrellas
brillaban más intensamente que en el valle, y era fácil suponer que si uno
escalaba hasta un punto más elevado todavía, podría llegar a tocarlas con la
mano.
Permanecí
muchas horas de aquella noche bajo las estrellas y el firmamento, examinando mi
conciencia y preguntándole a mi corazón. Tenía la impresión de encontrarme en
la iglesia, de rodillas frente al altar, notando la imponente presencia de
Dios. Finalmente mi alma se henchió de paz divina, y del mismo modo que un niño
se aprieta contra el pecho de su madre, recliné yo mi cabeza en la sabia
Naturaleza, ¡oh, madre de todos nosotros!
XXIII
¡Nunca
había visto un amanecer tan glorioso! Las montañas se teñían con una tonalidad
rosada y su apariencia era casi translúcida. Una plateada transparencia flotaba
en la atmósfera, tan fresca y pura que cada vez que aspiraba una bocanada de
aire me daba la sensación de estar renovando mi vitalidad. El rocío, blanco y
abundante, goteaba de las escasas briznas de hierba y se deslizaba sobre las
piedras como si fuese lluvia.
Mientras
estaba dedicado a mis oraciones matinales, conocí involuntariamente a mis
vecinos. Durante la noche las marmotas no habían dejado de chillar, con gran
molestia para mí, y en aquel momento saltaban alocadamente como si fuesen
conejos. En las alturas, pardos halcones giraban describiendo círculos y
observando fijamente a los pajarillos que revoloteaban entre los arbustos, y a
los ratoncillos de los bosques que corrían entre las rocas. Cerca de allí
pasaban una y otra vez manadas de gamuzas en busca de los pastos que crecían en
la zona más elevada de la montaña. En lo más alto, un águila solitaria se
recortaba contra el firmamento, subiendo cada vez más, como si fuese un alma
que se eleva hacia el Cielo después de verse liberada del pecado.
Todavía
estaba de rodillas cuando mi silencio se vio roto por un murmullo de voces.
Miré a mi alrededor pero, aunque podía escucharlas con claridad y captar
pedazos de canciones, no logré ver a nadie. Era como si aquellos sonidos
procediesen del interior de las montañas y, al recordadlos poderes del Maligno
que se manifestaban por toda la comarca, recité una plegaria y me preparé a
esperar acontecimientos.
Volví
a escuchar el cántico de nuevo, como ascendiendo de una profunda sima, e
inmediatamente aparecieron tres figuras femeninas. Al notar mi presencia
dejaron de cantar y profirieron agudos gritos. Así me di cuenta de que
pertenecían a aquellas tierras; pensé que quizá fuesen cristianas y esperé a
que se acercaran.
Vi
que llevaban cestos sobre sus cabezas y que eran jóvenes altas y de donosa
presencia, con el cabello rubio, el rostro moreno y los ojos negros. Dejaron
sus cestos en el suelo, me saludaron con modestia y besaron mis manos;
inmediatamente destaparon los canastos y me ofrecieron las apetitosas
provisiones que me habían traído: crema, queso, mantequilla y dulces.
Se
sentaron una vez más en el suelo y me explicaron que vivían en el Lago Verde y
que les agradaba enormemente poder contar de nuevo con un «hermano montañés», y
en especial con uno tan joven y gallardo como yo. Mientras hablaban de aquel
modo sus oscuros ojos parpadeaban alegres y en sus rojos labios lucían joviales
sonrisas, lo que me agradó sobremanera.
Les
pregunté si no las asustaba vivir en aquella desolada comarca, pero como única
respuesta se rieron, mostrando sus blancos dientes. Me dijeron que en sus
chozas tenían armas de caza destinadas a ahuyentar a los osos y que conocían
también diversos exorcismos y sortilegios muy eficaces contra los malos
espíritus. Además no se encontraban muy solas, me aclararon, porque todos los
sábados los jóvenes del valle subían a la montaña a cazar osos, y en aquellas
ocasiones se lo pasaban muy bien. A través de ellas me enteré de que entre las
elevaciones rocosas abundan los prados y las chozas, en las que viven durante
el verano los pastores y pastoras. Las mejores praderas, indicaron, pertenecían
al monasterio y se encontraban a muy poca distancia.
Me
deleitó su agradable charla, que hacía que la soledad se me hiciese menos
opresiva. Después de darles la bendición, me besaron la mano y se fueron como
habían llegado: riendo sin parar, y cantando a gritos; dando muestras del
alborozo propio de su corta edad y buena salud. De esa forma he llegado al
menos a una conclusión: la existencia de las personas que viven en las montañas
es más feliz y apacible que la de quienes habitan en los profundos y húmedos valles
ubicados más abajo. Además, parece como si sus corazones y sus mentes fuesen
más puras, lo que quizá se deba a que realmente viven mucho más cerca del Cielo
que, según aseguran algunos hermanos, en estas regiones está más cerca de la
tierra que en ningún otro punto del mundo, exceptuando Roma.
XXIV
Después
de irse las jóvenes, guardé las vituallas que me trajeron; a continuación,
armado con una corta y puntiaguda pala y un costal, me fui en busca de raíces
de genciana. Crecían en abundancia, y la espalda comenzó enseguida a dolerme de
tanto agacharme a cavar la tierra, aunque seguí con el trabajo, ya que deseaba
mandarle al monasterio una buena remesa como prueba de mi celo y obediencia. Me
había apartado bastante de mi cabaña, sin darme cuenta de la dirección que
tomaba, cuando inesperadamente me encontré al borde de un precipicio tan
profundo y horrible que retrocedí lanzando un grito de terror. En el fondo de
aquel abismo y a tanta distancia de mis pies que me mareaba el hecho de mirar
hacia abajo para verlo, había un minúsculo lago circular, que parecía el ojo
del diablo. En su orilla, cerca de un promontorio que se levantaba sobre el
agua, había una cabaña desde cuyo techo lleno de piedras surgía una delgada
columna de humo azulado. Alrededor de ella, en el suelo estrecho y estéril,
paseaban unas pocas vacas y ovejas. ¡Qué lugar tan espantoso para erigir una
vivienda!
Aún
miraba aterrado aquel agujero cuando volví a asustarme: ¡escuché con absoluta
claridad una voz que llamaba a alguien por su nombre! El sonido procedía de un
lugar situado a mis espaldas y el nombre era dicho con una dulzura tan
exquisita que me santigüé inmediatamente a modo de protección contra las
artimañas, maleficios y hechizos de las hadas. Volví a oír la voz y en aquel
momento mi corazón latió con tanta violencia que casi me desmayé: ¡era la voz
de Benedicta! ¡Benedicta en aquella terrible región y yo solo con ella!
Evidentemente,
me es imprescindible tu ayuda, venerable San Francisco, para que mis pasos no
se desvíen del sendero trazado por los designios divinos.
Al
darme la vuelta la vi. Saltaba de una roca en otra; miraba hacia atrás y
pronunciaba un nombre que me era desconocido. Cuando descubrió que la estaba
mirando se paró, inmóvil. Me acerqué a ella saludándola en nombre de la
Santísima Virgen, a pesar de que, ¡que Dios me perdone!, las terribles
emociones que me trastornaban casi me incapacitaban para poder realizar tan
sagrada invocación.
¡Qué
cambios parecían haberse operado en la desgraciada niña! Su hermoso rostro
estaba tan pálido como el mármol; los grandes ojos, hundidos e infinitamente
tristes. Sólo en su preciosa cabellera no se veía la menor alteración, y le
caía sobre los hombros como una cascada de hebras de oro. Permanecimos
mirándonos mutuamente, callados por la sorpresa; entonces volví a hablarle:
-¿De
modo que eres tú, Benedicta, la que vive en esa choza que hay junto al Lago
Negro, al lado de las aguas del Averno? ¿Tu padre vive contigo?
No me
contestó, pero sentí un estremecimiento en sus delicados labios, como le suele
ocurrir a los niños cuando intentan sujetar el llanto. Repetí la pregunta:
-¿Tu
padre vive contigo?
Me
contestó en un susurro poco mayor que un suspiro:
-Mi
padre ha muerto.
Noté
un agudo y repentino dolor en el mismo centro de mi pecho, y por algunos
segundos me sentí incapaz de decir nada más, completamente desconcertado por la
compasión. Benedicta había girado el rostro para esconder sus lágrimas y su
delicada figura se convulsionaba con el llanto. No logré contenerme por más
tiempo. Me acerqué, cogí su mano e, intentando relegar a lo más profundo de mi
corazón cualquier deseo humano de dirigirme a ella con alguna expresión
religiosa de consuelo, le dije:
-Hija
mía, querida Benedicta, tu padre ya no está a tu lado, pero todavía tienes a
otro Padre que te protegerá en todos y cada uno de los días de tu vida. En todo
lo que tenga que ver con Su venerable voluntad, bondadosa y encantadora
muchacha, te ayudaré a soportar tan terrible pena. Aquel por quien lloras no
está perdido, se ha dirigido a la casa donde habita la misericordia, y Dios
será benévolo con él.
A
pesar de todo, mis palabras sólo consiguieron agudizar su adormecida tristeza.
Se dejó caer al suelo y dio rienda suelta a su llanto, sollozando con tanta
vehemencia que me alarmé sobremanera. ¡Ah, Madre de Misericordia!, ¿cómo podré
superar el recuerdo de aquella angustia que sufrí al presenciar la tremenda
desdicha que aniquilaba a tan hermosa e inocente criatura? Me agaché sobre ella
y también mis lágrimas cayeron sobre sus dorados cabellos. Mi corazón me
impulsaba a levantarla del suelo, pero mis músculos se negaban a obedecerme.
Finalmente se serenó un poco y comenzó a hablar; lo hizo, a pesar de todo, más
como si estuviese hablando consigo misma que conmigo:
-¡Ah,
mi padre, mi pobre padre afligido! Sí, ha muerto... ellos lo mataron... hace
mucho tiempo que murió de congoja. Mi hermosa madre también murió de
tristeza... de pena y remordimiento por algún gravísimo pecado, no sé cuál, que
mi padre le había perdonado. Él sólo sabía ser compasivo y misericordioso.
Había tanta ternura en su corazón que no era capaz de aplastar siquiera a un
gusano o una cucaracha, y a pesar de ello se vio obligado a matar hombres. Su
padre, y el padre de su padre pasaron la vida entera y murieron también en el
Monte de los Ahorcados. Es una estirpe de verdugos cuya horrible herencia fue a
recaer en mi padre: no tuvo elección. Esa gente sin corazón le obligó a ejercer
la profesión de sus antepasados. Muchas veces le oí decir que había tenido
incluso la tentación de suicidarse, y estoy convencida de que lo habría hecho,
de no ser por mí. No podía tolerar la idea de que muriese de hambre; pero fue
forzado a ver cómo me humillaban y, finalmente, ¡oh, Santísima Virgen!,
escarnecida en público por un delito del que era inocente.
Cuando
Benedicta habló de la terrible injusticia con que había sido tratada, sus
blancas mejillas se encarnaron al recordar la ignominia sufrida, a pesar de que
en su momento fue capaz de soportarla con un ánimo diferente, por cariño a su
padre.
Mientras
me contaba sus desdichas se fue incorporando progresivamente, y después,
conforme recuperaba confianza en sus propias energías, terminó girando su
hermoso rostro hacia mí. Pero en seguida cubrió su cara con el cabello y me
habría dado la espalda de no ser porque se lo impedí suavemente mientras le
hablaba con frases reconfortantes, a pesar de que Dios sabe que mi propio
corazón estaba a punto de reventar, de tanta lástima como me inspiraba.
Permitió que pasaran algunos segundos y después continuó:
-¡Ah,
mi pobre padre siempre fue desgraciado! Ni siquiera se le permitió el consuelo
de ver bautizada a su niña. Como hija de verdugo, a mis padres les estaba
prohibido solicitar ese sacramento para mí; y nunca lograron encontrar un solo
sacerdote dispuesto a bendecirme en nombre de la Santísima Trinidad. Por ese
motivo me llamaron Benedicta, y me bendijeron ellos mismos un día tras otro.
»Tenía
muy corta edad cuando murió mi bella madre. Fue enterrada en tierra no
consagrada. Como no podía elevarse hasta el Padre Celestial que vive en lo más
alto, fue enviada al pozo de llamas del Infierno. Cuando agonizaba, mi padre
fue a suplicarle al Reverendo Superior la gracia de un sacerdote que pudiese
administrarle los últimos sacramentos. Pero su petición fue rechazada. No
apareció ningún sacerdote y mi desgraciado padre tuvo que cerrar él mismo. los
ojos de mi madre, mientras se le cegaban los suyos con las lágrimas de angustia
que le arrancaba el terrible destino que le esperaba a la difunta.
»Tuvo
que ser él mismo quien cavara la tumba, sin la menor ayuda. El único pedazo de
tierra de que disponía era aquel en que había enterrado a los ahorcados y
excomulgados, y se vio obligado a depositar allí a mi madre, en tierra no
consagrada. Ni siquiera se permitió que rezasen misas por su alma.
»Me
acuerdo perfectamente que después de aquello mi querido padre me llevó ante la
imagen de la Santísima Virgen y me dijo que me arrodillara. Juntó mis pequeñas
manos y me enseñó a rezar por mi desdichada madre, que no había tenido a nadie
que intercediera por ella ante el poderoso Juez de los Muertos. Desde aquel día
he rezado por las mañanas y por las noches por el espíritu de ella, y ahora lo
hago por el espíritu de mi padre también, cuya alma no fue preparada para
enfrentar al Todopoderoso, y que por tanto no se encuentra con Dios, sino que
arde en el fuego eterno.
»Durante
su agonía, corrí a presentarme ante el Superior, tal y como él había hecho con
mi madre. Le supliqué de rodillas, le imploré llorando, le besé los pies, y también
le habría besado la mano si no la hubiese retirado. Pero lo único que hizo fue
ordenarme que me fuera.
Conforme
avanzaba en su relato, Benedicta imprimía mayor énfasis a sus palabras. Se
levantó y permaneció en pie; echó hacia atrás su bella cabeza y levantó su
mirada al cielo, como presentando aquellas ofensas a los elevados ángeles del
Señor, mensajeros de su voluntad. Levantó sus brazos desnudos con un gesto
enérgico y dotado de tanta gracia natural que me sentí sobrecogido de asombro;
las palabras brotaban espontáneamente de sus labios con una elocuencia que
jamás le habría imaginado. No me atrevo a pensar que aquellas palabras fuesen
inspiradas desde lo alto, ya que, ¡que Dios nos perdone!, cada una de ellas era
una denuncia soterrada de Él y de su Santa Iglesia y, a pesar de ello, ¡no me
cabe la menor duda de que nunca habló de aquel modo ningún mortal cuyos labios
no hubieran sido tocados por el espíritu de fuego del altar! Delante de aquella
agraciada y sorprendente criatura me di cuenta con tanta claridad de mi propia
falta de méritos, que probablemente me habría arrodillado ante Benedicta al
encararla como una santa bienaventurada, de no ser porque inesperadamente ella
puso fin a sus palabras de una forma tan patética que me hizo llorar de emoción.
-Las
personas crueles le mataron -dijo intercalando el llanto entre sus palabras-.
Se apoderaron de mí, a quien él amaba. Me acusaron injustamente de un delito
horrible. Me vistieron con unas ropas deshonrosas, depositaron en mi cabeza una
corona de paja y me colgaron del cuello una tablilla negra como símbolo de la
infamia. Me escupieron y escarnecieron, obligando a mi padre a arrastrarme
hasta la picota, donde fui atada y golpeada con látigos o y piedras. Eso acabó
por destruir su grande y noble corazón; y con su muerte me dejó sola.
XXV
Después
de que Benedicta callase permanecí en silencio. ¿Qué podía decir ante una
tristeza como aquella? La religión carece de medicinas para heridas como la
suya. ¡Pensar en los horribles agravios que se le hicieron a aquella humilde y
pacífica familia, hizo que naciese en mi pecho una rebeldía feroz contra el
mundo, contra la iglesia y contra Dios! ¡Eran cruelmente injustos, espantosa y
diabólicamente injustos... tanto Dios, como su iglesia y el mundo!
Incluso
el paisaje que nos rodeaba -esa comarca inhóspita, desierta y deshabitada,
repleta de peligrosos precipicios y de heladas nieves perpetuas- parecía la
materialización tangible de la lamentable existencia a que la pobre niña había
sido condenada desde su nacimiento. Y era algo más que un paisaje, ya que la
repentina ausencia de su padre -incluso en un hogar tan sencillo como la cabaña
de un verdugo-, había provocado necesidades en ella que la habían obligado a
dirigirse hacia aquellas eternas soledades. Más abajo, sin embargo, existían
agradables pueblos, huertas fértiles, campos fecundos y hogares donde la paz y
la abundancia reinaban durante todo el año.
Después
de una pausa, cuando Benedicta logró restablecerse un poco, le pregunté si
tenía a alguien que pudiese cuidar de ella.
-No
me queda nadie -contestó. Aunque al percibir mi expresión entristecida,
añadió-: Siempre he vivido en lugares abandonados y malditos. Ya estoy
acostumbrada. Ahora que mi padre ha muerto, no hay nadie que se ocupe siquiera
de dirigirme la palabra, porque tampoco hay nadie con quien me apetezca
hablar... excepto usted.
Un
instante más tarde agregó:
-Bueno,
lo cierto es que sí existe alguien que se preocupa por verme, pero él...
Al
llegar a este punto se interrumpió y no quise preguntar para no colocarla en
una situación violenta. Entonces dijo:
-Ayer
supe que estaba usted aquí. Un joven vino a buscar leche y mantequilla. De no
ser usted un religioso, jamás habría acudido hasta mí en busca de comida.
Espero que la corrupción que contamina todo cuanto tengo o cuanto toco no logre
alcanzarlo. A pesar de ello, ¿está seguro de haber hecho la señal de la cruz
sobre todas las provisiones?
-Si
hubiese sabido que eras tú quien las mandaba, Benedicta, me habría ahorrado
esta precaución -contesté.
Me miró
fijamente con sus resplandecientes ojos, y exclamó:
-¡Oh,
mi querido señor y amado hermano!
Y
tanto sus palabras como su mirada me produjeron el más elevado placer...,
tanto, por cierto, como el de todas las palabras y gestos que procedían de
aquella santa criatura.
Le
pregunté entonces para qué había escalado hasta la cima del promontorio, y
quién era la persona a quien le había oído llamar.
-No
es una persona -replicó con una sonrisa-. Es mi cabra, que se ha perdido y a la
que buscaba entre las rocas.
Reclinó
la cabeza como si estuviese dispuesta a despedirse, y se giró para marcharse,
pero yo la detuve y le dije que la ayudaría a buscar a su animal.
Enseguida
encontramos a la cabra en una grieta del acantilado, y Benedicta se mostró tan
feliz de encontrar a su humilde compañera que se arrodilló junto a ella, la
abrazó y la cubrió de expresiones cariñosas. Me pareció algo realmente
encantador y no pude menos que observarlas con evidente admiración. Benedicta,
al percibirlo, dijo:
-Su
madre se despeñó y se rompió el pescuezo. Yo adopté entonces a su cría y la
ayudé a crecer alimentándola con leche; por eso me quiere tanto. Las personas
que viven en una soledad como la mía saben apreciar el cariño de un animal
fiel.
Cuando
la joven se disponía a marcharse reuní valor para preguntarle algo que desde
hacía tiempo me rondaba por la cabeza. Le dije:
-Benedicta,
¿es cierto que la noche de la fiesta acudiste al encuentro de los jóvenes
borrachos con el único motivo de proteger a tu padre de cualquier posible peligro?
Me
miró completamente asombrada.
-¿Qué
otra cosa cree que podría haberme empujado a actuar de ese modo?
-No
se me ocurría ningún otro motivo -respondí bastante confuso.
-Ahora
debo marcharme, hermano. Adiós -dijo mientras comenzaba a alejarse.
-¡Benedicta!
-exclamé. Ella se paró y me miró.
-El
próximo domingo instruiré en algunos asuntos piadosos a las mujeres del caserío
situado en el Lago Verde. ¿Acudirás?
-¡Oh,
no, querido hermano! -replicó vacilante, en un susurro.
-¿Por
qué no?
-Nada
me gustaría más, pero mi presencia podría ahuyentar a esas mujeres, y a otras
personas a quienes la benevolencia inherente en usted les empuja a escucharlo.
La caridad con que me trata podría terminar trayéndole problemas. Le pido,
señor, que acepte mi agradecimiento, pero no podré acudir.
-Entonces
iré yo a verte.
-Sea
prudente, señor, por favor, ¡tenga cuidado!
-Iré
a verte.
XXVI
El
joven me había enseñado a hacer un pastel. Ya sabía todo lo necesario para
hacerlo, y también conocía las medidas exactas de cada ingrediente; sin
embargo, cuando intenté llevar a la práctica lo aprendido, sólo obtuve
resultados desastrosos. Lo único que conseguí fue una masa pastosa y humeante,
más propia de las fauces de Satanás que de la boca de un devoto hijo de la
Iglesia y seguidor de San Francisco. Aquel fracaso me desanimó realmente,
aunque no acabó con mi apetito; cogí un pedazo de pan duro, lo remojé en leche
agria y ya le estaba obligando a mi estómago a comenzar su penitencia por mis
pecados cuando apareció Benedicta con un cesto lleno de apetitosos alimentos
procedentes de su caserío. ¡Querida niña!, mucho me temo que aquella curiosa
mañana no le di la bienvenida únicamente con mi corazón.
Al
ver la masa humeante abandonada en la vasija sonrió, y rápidamente se la arrojó
a los pájaros (¡que el Cielo los proteja!); limpió el recipiente en el
manantial y, al volver, preparó el fuego nuevamente. Entonces colocó otra vez
los ingredientes del pastel. Cogió dos puñados de harina y los colocó en una
vasija de barro cocido; después vertió un vaso de crema, añadió una pizca de
sal, e inmediatamente lo amasó todo con sus blancas y ágiles manos hasta
conseguir una masa suave y esponjosa. Acto seguido la depositó en el cazo que
acababa de engrasar con un poco de mantequilla, y finalmente colocó el
recipiente sobre el fuego. Cuando el calor hizo que la masa comenzara a crecer
hasta alcanzar el borde de la vasija, con suma habilidad la perforó en varios
puntos para evitar que se resquebrajase. Después de dejar que se tostase bien,
la sacó y la colocó frente a mí, a pesar de mi indignidad. La invité a
compartirlo todo, pero ella se negó. Insistió además en que me santiguara antes
de probar nada que ella hubiese tocado, para evitar que algún demonio se
apoderase de mi alma debido a la maldición que pesaba sobre ella; pero me negué
a aceptar semejante posibilidad. Mientras comía, Benedicta recogió flores entre
las piedras, confeccionó una cruz con ellas y la colocó frente a mi choza.
Después, cuando terminé de almorzar, limpió los platos y colocó cada cosa en su
sitio, de forma que me pareció la cabaña más confortable que antes, incluso a
la vista. Cuando ya no había nada más que hacer, y mi conciencia no era capaz
de inventar nuevas excusas para retenerla, Benedicta se marchó y, al hacerlo,
¡oh, mi Dios, qué sombrío y tenebroso me pareció el día! ¡Ah, Benedicta!, ¿qué
has hecho conmigo?... Entregarme al servicio exclusivo del Salvador, al que me
consagro, me hace menos feliz y menos santo que vivir una humilde existencia de
pastor, en medio de esta región solitaria, ¡pero contigo!
XXVII
La
vida en estas altitudes es menos desagradable de lo que me había imaginado. Lo
que me parecía un deprimente aislamiento se ha convertido en algo menos sombrío
y desolador. Esta región montañosa, que al principio me sobrecogía de terror,
está mostrando progresivamente su índole benigna. Su inmensidad es
deliciosamente bella y está dotada de una perfección que purifica y eleva el
espíritu. Es posible leer en ella, con la misma claridad que en un libro, las
alabanzas a su Creador. Cada día, mientras recojo raíces de genciana, le presto
atención a las voces de esta inhóspita región, y sosiego y corrijo cada vez más
mi corazón.
En
estas cumbres no hay pájaros cantores. Las aves del lugar apenas emiten
estridentes chirridos. Las flores, aunque exentas de fragancia, son
increíblemente bonitas y brillan con una intensidad semejante a la de las
estrellas. Conozco laderas y promontorios que sin duda no fueron jamás
profanados por pies humanos. Me dan la impresión de ser sagradas y aún es
posible encontrar en ellas el toque final del Creador, como si acabasen de ser
colocadas allí por Su santa mano.
Hay
abundante caza. En ocasiones las gamuzas forman manadas tan numerosas que
parecería como si la ladera misma de la colina estuviese en movimiento. Hay
también machos cabríos salvajes, auténticos monstruos; e incluso osos, aunque
hasta ahora, y gracias a Dios, no he visto ni uno solo. Las marmotas corretean
a mi lado como si fuesen gatitos, y las águilas, que son las aves más nobles en
este imperio de las alturas, anidan en los riscos para establecer sus hogares
lo más cerca posible del cielo.
Cuando
me siento cansado me tumbo sobre las aromáticas praderas alpinas, que huelen
como si fuesen valiosas especias. Cierro los ojos y escucho al viento susurrar
entre los altos troncos, mientras reina la paz en mi corazón. ¡Alabado sea
Dios!
XXVIII
Todas
las mañanas las doncellas de los caseríos próximos se acercan a mi cabaña. Sus
joviales gritos resuenan en el aire mientras el eco retumba en las montañas. Me
traen leche fresca, queso y mantequilla; charlan unos minutos y después se
marchan. Cada día me cuentan alguna novedad ocurrida en las montañas, o alguna
noticia que ha llegado a las aldeas procedente de los pueblos de la llanura.
Son felices y alegres y esperan con placer la llegada del domingo, día en que
tendrá lugar nuestra matinal celebración religiosa, y en cuya tarde suelen
asistir al baile.
Por
desgracia, estas dichosas personas no son inmunes al pecado de levantar falso
testimonio contra sus semejantes. Me han hablado de Benedicta, asegurando que
es una doncella inmoral, digna hija de un verdugo y (mi corazón se niega al
mero hecho de escribirlo), ¡la amante de Roque! La picota, afirman, ha sido
creada justamente para mujeres como ella.
Al
escuchar a estas jóvenes expresarse con tanta acritud y falsedad sobre alguien
a quien casi no conocen, me resultó difícil contener mi ira. Al final me apiadé
de su ignorancia y las reprendí con paciente tranquilidad. Era un error, les
expliqué, condenar a alguien sin darle la oportunidad de defenderse. Hablar mal
de alguien no es actitud propia de un cristiano.
No
entendieron. Las sorprendió que pudiese defender a alguien como Benedicta...
una doncella que, tal y como aseguraban y sin duda era verdad, había sido
infamada en público, y carecía de amigos en el mundo.
XXIX
Esta
mañana me acerqué al Lago Negro. Se trata, por cierto, de un lugar ominoso y
maldito, propio para que vivan en él los condenados. ¡Y pensar que es allí
donde vive esta pobre niña abandonada! Al acercarme a la cabaña vi que el fuego
ardía en la chimenea y que sobre él pendía una vasija. Benedicta se encontraba
sentada en un taburete, contemplando las llamas. Un resplandor rojizo le
iluminaba la cara y gruesas lágrimas le corrían por las mejillas.
Como
no quería ser un testigo secreto de su tristeza, le hice notar mi presencia
rápidamente y le hablé con la mayor dulzura posible. Se asustó, pero al ver
quién era sonrió, y su rostro se enrojeció. Se levantó y se adelantó para darme
la bienvenida; comencé a hablarle casi sin darme cuenta de lo que decía,
intentando que recobrase la serenidad. Sin embargo, hablé como un hermano
podría hacerlo con una hermana, con espíritu grave, porque mi pecho estaba
inundado de compasión.
-¡Oh,
Benedicta! -exclamé-. Puedo leer en tu corazón, y veo que existe en él más amor
por ese salvaje muchacho llamado Roque que por nuestro amado y santísimo
Creador. Sé que eres capaz de soportar pacientemente infamias y humillaciones,
tranquila con el pensamiento de que ese joven sabe que eres inocente. En ningún
momento he albergado el propósito de condenarte, pues, ¿es que hay algo más
santo y puro que el amor de una joven muchacha? Lo único que pretendo es
alertarte e impedir que le entregues tu corazón a alguien tan indigno de
tenerlo.
Escuchó
mis palabras sin levantar su cabeza y sin hacer el menor comentario, aunque
pude notar que suspiraba. Al ver que temblaba, continué:
-Benedicta,
la pasión que inunda tu pecho podría llegar a acabar con tu vida presente y
también con la venidera. Roque no es alguien dispuesto a casarse contigo ante
Dios y ante los hombres. ¿Por qué no fue capaz de hacer frente a todos y salir
en tu defensa cuando te acusaron injustamente?
-Él
no estaba allí -contestó levantando su mirada hasta cruzarla con la mía-; se
encontraba con su padre en Salzburgo. No supo nada de lo que había pasado hasta
que se lo contaron.
¡Que
Dios me perdone!, al escuchar aquellas palabras no me agradó que alguien
excusara a Roque del grave pecado que le había imputado, y me quedé indeciso,
con la cabeza gacha y en silencio.
-Pero
Benedicta -proseguí-, ¿crees que él aceptaría desposar a una doncella cuya
honra ha sido mancillada en presencia de su propia familia y de sus vecinos?
No; sin duda no te pretende con propósitos tan honorables. ¡Oh, mi querida
joven!, confía en mí. ¿Es que no es verdad lo que digo?
Permaneció
en silencio y no logré que dijese nada más. Se limitaba a temblar y suspirar;
parecía como si fuese incapaz de articular palabra. Comprendí que era demasiado
frágil como para resistir la tentación de amar al joven Roque; es más, noté que
le había entregado ya por completo su corazón, y mi espíritu, entristecido,
sintió compasión y pesadumbre... compasión por ella, y pesadumbre por mí mismo,
porque acababa de comprender que mis fuerzas no estaban a la altura del mandato
que se me había impuesto. Mi sufrimiento era tal que casi no pude contener las
lágrimas.
Salí
de la choza, pero no volví a la mía. Paseé errante por las hechizadas orillas
del Lago Negro, sin dirección alguna.
Al
pensar amargamente en mi fracaso y al pedir a Dios que me diese fuerza y gracia
mayores, me di cuenta de que me había convertido en un indigno discípulo del
Señor, y en un deshonesto hijo de la Iglesia. Comprendí mejor que nunca la naturaleza
terrena y la índole pecadora de mi amor por la doncella. Percibí que, en vez de
darle por completo mi corazón a Dios, me agarraba a un espejismo temporal y
humano. Con una lucidez inusitada, me resultó claro que, mientras el amor por
la dulce niña no se transformase en un cariño completamente espiritual,
purificado de cualquier sucia pasión, jamás podría recibir el orden sagrado, y
tendría que conformarme con seguir siendo siempre un pobre monje pecador.
Aquellas meditaciones me atormentaron profundamente: me entregué a la
desesperación y me dejé caer en el suelo invocando a gritos a mi Salvador.
Aquélla fue la mayor prueba de mi vida, y agarrándome a la Cruz exclamé: «¡Oh,
Señor, sálvame! Me ciega una enorme pasión... ¡Sálvame, Señor, o moriré eternamente!»
Durante
toda la noche luché y supliqué, debatiéndome contra los espíritus malignos que,
establecidos en mi espíritu, me atormentaban con la tentación de renegar de mi
amada Iglesia, de la que siempre he sido un hijo fiel.
«La
iglesia», susurraban a mi oído, «ya tiene demasiados servidores. Aún no te has
atado definitivamente al celibato. No te resultaría difícil conseguir la
dispensa de tus votos de monje; vivirías en las montañas como un laico más.
Puedes aprender el oficio de pastor o cazador, y permanecer siempre al lado de
la muchacha para protegerla, guiarla... y puede que llegado el momento seas
capaz de conquistar el amor que le ha entregado ahora a Roque, y convertirla en
tu esposa».
Luché
contra aquellas tentaciones con mis escasas energías y con toda la ayuda que mi
venerado Santo me concedió en esa terrible prueba. La batalla fue larga y
agónica, y constantemente, en medio de aquella región inhóspita donde mis
gritos retumbaban entre las piedras, sentí el deseo de rendirme; sin embargo al
amanecer me sentí más tranquilo, y una vez más la calma se adueñó de mi
corazón. Como si fuese un reflejo de mi estado interior, la luz del sol inundó
las terribles gargantas de la montaña, exactamente en el lugar donde unos
minutos atrás reinaban la oscuridad y la niebla. Reflexioné sobre los
sufrimientos y la pasión de nuestro Salvador, que entregó su vida para salvar
al mundo, y con cristalino fervor le pedí al Cielo que me concediese el don de
terminar mis días de un modo semejante, quizá con más humildad, aunque en mi
caso fuese con la única intención de salvar, no al mundo, sino a esa criatura
cuyo sufrimiento me angustiaba tanto: Benedicta.
¡Ojalá
el Creador llegue a escuchar mis oraciones!
XXX
La
noche anterior al domingo en que debía realizar mis celebraciones religiosas se
encendieron enormes hogueras en los riscos; para los jóvenes del valle era la
señal que indicaba que podían subir a los caseríos. Acudieron en gran número, y
fueron recibidos con músicas y gritos estridentes de las jóvenes doncellas de
los caseríos, quienes, además, hacían girar antorchas para iluminar las grandes
rocas y provocar tras ellas gigantescas sombras. Era un bello espectáculo,
llevado a cabo por personas que, por cierto, eran generalmente muy felices.
El
joven del monasterio llegó junto con los otros. Permanecerá aquí el domingo y a
su vuelta se llevará las raíces que he ido recogiendo. Me contó muchas de las
novedades que habían tenido lugar en el monasterio. En estos días, el reverendo
Superior se encuentra en San Bartolomé, cazando y pescando. Otra de las
novedades -que me produjo una considerable alarma- fue la de que el hijo del
Administrador, el joven Roque, se encuentra en las montañas, no demasiado lejos
del Lago Negro. Tiene un pabellón de caza en el promontorio más alto y un
sendero lo une directamente con el lago. El joven me dio aquella noticia sin
darse cuenta de mi estremecimiento al oírla. ¡Quiera Dios que un ángel con su
espada llameante vigile la senda que lleva hasta el lago y custodie a
Benedicta!
Los
gritos y la música duraron toda la noche, lo cual, unido a la agitación de mi
alma, me impidió conciliar el sueño. Al día siguiente, muy temprano, jóvenes y
doncellas llegaron por todos los caminos en grupos numerosos. Las muchachas
llevaban pañuelos de seda anudados graciosamente alrededor de la cabeza y
habían recurrido a las flores para engalanarse y para adornar también a sus
parejas.
Puesto
que todavía no soy sacerdote, no puedo decir misa o predicar una homilía; pero
recé por los fieles y les conté todo lo que mi dolorido corazón fue capaz de
manifestar. Les hablé de nuestra naturaleza pecadora y de la infinita
misericordia de Dios, del trato severo que nos damos unos a otros, del amor que
el Creador nos prodiga a todos y de Su sublime compasión. Conforme los ecos de
mis palabras eran devueltos por el abismo inferior y las elevadas cimas, me
pareció que me arrancaban de este mundo de penalidades sobre alas de ángeles, y
me llevaban hasta las brillantes esferas que hay más allá del firmamento. Fue
una celebración solemne; mis pocos fieles se encontraban concentrados en sus
oraciones y parecía que me encontraba en el sanctosanctórum.
Al
acabar el acto, les otorgué la bendición y todos se fueron tranquilamente. No
se habían alejado demasiado cuando escuché a los jóvenes proferir sus gritos
atronadores, aunque no me importó. ¿Por qué no habrían de sentirse felices? ¿Es
que la alegría no es la alabanza más pura que puede ofrecerle a Dios el corazón
de un hombre?
Por
la tarde me dirigí a la choza de Benedicta; se encontraba junto a la puerta
confeccionando una corona de Edelweiss para la imagen de la Virgen; para ello
intercalaba entre las blancas flores pimpollos de un color rojo semejante a la
sangre.
Me
senté junto a ella y, en silencio, la miré mientras se entretenía en su
delicada tarea, pero en mi alma había un confuso desorden de emociones y una
voz que clamaba:
-¡Benedicta,
mi amor, alma mía, te amo más que a la vida! ¡Te quiero más que a todo cuanto
existe en la tierra y en el Cielo!
XXXI
El
Superior me mandó llamar y con un extraño presentimiento seguí a su mensajero a
lo largo de la escarpada senda que lleva hasta el lago; allí volví a embarcar.
Me encontraba sumido en sombrías meditaciones y premoniciones sobre una ominosa
desgracia, y por eso casi no me di cuenta de que nos alejábamos de la orilla
cuando el sonido de alegres gritos me hizo entender que habíamos llegado a San
Bartolomé. En el precioso prado que rodea la residencia del Superior se
congregaba un sinfín de personas: Sacerdotes, frailes, cazadores y montañeses.
Muchos habían llegado desde lejanas comarcas, acompañados por nutridos séquitos
de sirvientes y acompañantes. En la casa se notaba una intensa actividad, había
también una gran confusión y se veía a todos ir en todas direcciones, sin sentido,
moviéndose de un lugar a otro como si fuese una feria. Las puertas permanecían
abiertas de par en par y las personas entraban y salían a toda velocidad,
hablando a gritos. Los perros también ladraban y aullaban con toda la fuerza de
que eran capaces. Bajo un roble había sido colocada una barrica de cerveza
sobre un caballete, y a su alrededor se concentraban muchas personas deseosas
de beber. Aparentemente, la bebida también corría en abundancia en el interior
de la casa, ya que cerca de las ventanas pude ver a muchos hombres sujetando
grandes copas en sus manos.
Al
entrar, me tropecé con un enjambre de criados que llevaban fuentes rebosantes
de pescado y de piezas de caza. Le pregunté a uno de aquellos sirvientes cuándo
podría ver al Superior. Me contestó que Su Reverencia bajaría justo después de
la comida; decidí entonces que lo mejor sería esperarlo en la recepción. En las
paredes de esta estancia había reproducciones de algunos peces gigantescos
capturados en el lago. Bajo cada uno de ellos se había inscrito en grandes
letras el peso del monstruo y la fecha en que fue pescado, así como el nombre
del pescador. No se me ocurrió otra posibilidad -quizá por mi espíritu
caritativo- que pensar que aquellos nombres incitaban a los buenos cristianos a
rezar por las almas de cuantos se exhibían en aquellas tablas.
Mi
Superior apareció por la escalera una hora después. Acudí a su encuentro y lo
saludé con absoluta humildad, propia de mi condición. Me contestó con un gesto
de cabeza, después me taladró con su penetrante mirada y me indicó que debía
presentarme en sus aposentos después de la cena. Eso fue lo que hice.
-¿Cómo
se encuentra tu alma, Ambrosio, hijo mío? -me preguntó solemnemente-. ¿Te
concedió el Señor Su gracia? ¿Lograste soportar con paciencia y resignación
estos días de prueba?
Inclinando
mi cabeza, contesté con sumisión:
-Muy
Reverendo Padre, en aquellas montañas solitarias el Señor iluminó mi
conocimiento.
-¿Respecto
a tu culpa?
Hice
un gesto afirmativo con la cabeza.
-¡Alabado
sea el Señor! -exclamó el Superior-. Estaba convencido, hijo mío, de que la
soledad le hablaría a tu alma como si fuese un dulce ángel. Tengo buenas
noticias para ti. Hablé de ti en una de mis cartas al obispo de Salzburgo. Ha
decidido que te traslades a su palacio. Te consagrará y te impondrá el sagrado
orden personalmente; después te establecerás en su ciudad. Dispón tus cosas,
porque dentro de tres días tendrás que dejarnos.
El
Superior volvió a mirarme fijamente, pero no le dejé llegar hasta mi corazón.
Le pedí que me bendijera, incliné la cabeza y me marché. ¡Ay, de modo que
quería verme para esto! Debo irme para siempre. Tengo que dejar tras de mí lo
que más deseo en el mundo; debo renunciar a la custodia de Benedicta. ¡Que Dios
nos ampare a ambos!
XXXII
Me
encuentro de nuevo en mi hogar montañés, aunque mañana debo abandonarlo
definitivamente. Pero, ¿por qué me siento tan infeliz? ¿Es que no me espera la
mayor de las alegrías? ¿Acaso no esperaba siempre con ansia el momento en que
iba a ser consagrado sacerdote, convencido de que sería la mayor dicha de mi
existencia? Y ahora en que el gozoso momento parece cercano, mi tristeza parece
superar cualquier límite.
¿Es
que puedo acercarme al altar de mi Salvador con una mentira en la boca? ¿Acaso
puedo permitirme recibir el santo sacramento como un mentiroso? Cuando sea
ungido con el santo óleo, mi frente arderá con un fuego, y el sagrado líquido
me abrasará el cerebro y me condenará eternamente.
Debería
arrodillarme ante el Obispo y pedirle: «Expulsadme, porque no persigo el amor
de Cristo, ni fines santos y celestiales; persigo cosas que son de este mundo».
Si
hablase de este modo sería inmediatamente castigado, pero soportaría mi
penitencia sin proferir una queja.
Si mi
alma estuviese limpia de pecados y yo pudiera, en derecho, ordenarme sacerdote,
podría serle muy útil a la desgraciada niña. Estaría en condiciones de poder
darle infinitas bendiciones y palabras de consuelo. Sería su confesor y la
absolvería de cualquier falta, y si viviese más que ella -¡Dios no lo quiera!-
podría incluso contribuir a redimirla del Purgatorio con mis oraciones. Podría
también rezar misas por las almas de sus desgraciados padres, que ahora sufren
las torturas infernales.
Sobre
todo, si consiguiera salvarla de ese único y destructor pecado que secretamente
desea cometer, y si pudiese cargarla conmigo y colocarla bajo tu protección,
¡oh, Santísima Madre de Dios!, eso sí que sería para mí la mayor de las
alegrías.
Pero,
¿qué santuario aceptaría a la hija de un verdugo? Sé perfectamente lo que ocurrirá:
en cuanto me marche de esta región prevalecerá el Maligno bajo la victoriosa
figura que ha elegido, y ella estará perdida en el tiempo y para siempre.
XXXIII
Fui a
ver a Benedicta.
-Benedicta
-le dije-, me voy de esta región..., debo abandonar las montañas..., y alejarme
de tu lado.
Empalideció,
aunque sin decir nada. Por un- momento le embriagó la emoción, ya que me
pareció como si se sofocara, y no fui capaz de continuar. Pero logré
recobrarme.
-¡Pobre
muchacha! ¿Qué va a ser de ti? Sé que tu amor por Roque es profundo, y el amor
es como un torrente impetuoso al que nada logra detener. Tu única posibilidad
de salvación es aferrarte a la cruz de nuestro Salvador. Prométeme que lo
harás..., no dejes que me vaya anonadado por el sufrimiento.
-De
modo que, ¿soy tan depravada? -me preguntó sin levantar la mirada del suelo-.
¿Ni siquiera puede depositar su confianza en mí?
-¡Ah,
Benedicta! El enemigo es muy poderoso, y tienes un traidor que abrirá los
cerrojos de todas tus puertas en medio de la noche: tu corazón.
-Roque
no me hará daño -susurró-. No hay duda de que usted está siendo injusto con él.
Yo
sabía sin embargo que no estaba siendo injusto, y por eso me preocupaba más
todavía saber que el lobo utilizaría las estratagemas del zorro. Ante la
sagrada pureza de la niña, las miserables pasiones de Roque aún no habían sido
descubiertas. Pero yo sabía que habría de llegar el momento en que Benedicta
necesitaría de todas sus fuerzas, y también sabía que en ese momento le
fallarían. La cogí por el brazo y le pedí un juramento: que se arrojaría en
medio del Lago Negro antes de hacerlo en los brazos de Roque. Pero se negó a
contestarme. Permaneció en silencio, mirándome fijamente, con unos ojos tan
llenos de tristeza y censura que mis pensamientos se perdieron por los más
sombríos derroteros. Entonces, volviéndole la espalda, me alejé de su lado.
XXXIV
¡Oh,
Dios mío, Salvador de mi espíritu!, ¿hasta dónde me has llevado? Me encuentro
en la torre de los convictos; soy un asesino condenado, ¡y mañana al amanecer me
conducirán al patíbulo para ahorcarme! Quien le arrebate la vida a otro hombre
será privado de la existencia: ésa es la ley de Dios y de los hombres.
En el
que habrá de ser mi último día en la tierra, he pedido que se me permita
escribir y me ha sido concedido. En nombre del Señor y de la verdad, contaré
cuanto ocurrió.
Después
de apartarme del lado de Benedicta, volví a mi cabaña. Preparé mis cosas y me
dispuse a esperar la llegada de mi joven guía. Pero no apareció, de modo que
habría de pasar una noche más en las montañas. Poco a poco me fue invadiendo el
desasosiego. La propia choza me parecía ahora demasiado estrecha, con un aire
excesivamente cálido y pesado para poder respirarlo. Salí afuera, me tumbé
sobre una roca y contemplé el firmamento, oscuro pero reluciente de estrellas.
Mi alma, sin embargo, no se encontraba en aquel cielo, sino en la cabaña que
había a orillas del Lago Negro.
Repentinamente
escuché un grito, débil y lejano, que parecía provenir de una garganta humana.
Me senté a escuchar, pero sólo oí el más absoluto silencio. Pensé que
probablemente habría sido el canto de algún ave nocturna. Iba a tumbarme de
nuevo cuando se repitió el grito, aunque en esta ocasión parecía provenir de
otra dirección. ¡Era la voz de Benedicta! Volví a escucharlo, y en ese instante
tuve la impresión de que brotaba del aire... del cielo, encima de mi cabeza;
pronunciaba mi nombre claramente; pero, ¡oh, Madre del Cielo!, ¡qué angustia
había en su voz!
Me
incorporé de un salto, gritando:
-¡Benedicta!,
¡Benedicta! -pero no tuve respuesta.
-¡Benedicta,
corro hacia ti! -grité de nuevo-. ¡No desesperes, hija mía!
Me
adentré velozmente en la oscuridad siguiendo el camino que conducía hasta el
Lago Negro. Corría a trompicones y saltaba, tropezando y cayendo a veces sobre
piedras y raíces de árboles. Mis brazos y piernas estaban heridos, mis ropas
rasgadas, pero no pensaba en ello. Benedicta estaba en un apuro, y yo era el
único que podía protegerla. Me lancé enérgicamente hacia delante hasta llegar
al Lago Negro. Pero en la choza todo parecía tranquilo; no había luz ni tampoco
ruido. Su aspecto era tan tranquilo como el de un santuario de Dios.
Después
de esperar durante un buen rato, me fui. La voz que había escuchado no podía
ser la de Benedicta; evidentemente se trataba de algún espíritu perverso que se
reía de mi infinita tristeza. Me dispuse a regresar a mi choza, aunque una mano
invisible me guió en otra dirección y, aunque me llevó hasta la perdición, no
me cabe la menor duda de que fue la mano de Dios.
Continué
caminando sin saber la dirección que llevaba, y como no logré encontrar la
senda que me había llevado hasta allí, me encontré de repente al pie de un
abismo. De ese punto partía un estrecho y escarpado sendero que ascendía por la
ladera del promontorio, y que comencé a subir. Después de recorrer alguna
distancia miré hacia arriba y distinguí, recortada contra el cielo alumbrado de
estrellas, una choza levantada en el borde mismo del precipicio. Una inesperada
revelación me hizo comprender que aquel era el pabellón de caza de Roque, y que
aquella senda era el camino que utilizaba para ir a ver a Benedicta. ¡Dios de
Misericordia!, no había duda de que el hijo del Administrador utilizaba aquella
ruta, no podía haber otra. Lo esperaría en ese punto.
Me
escondí en la sombra y esperé mientras reflexionaba en lo que podría decirle, y
le rezaba al Señor pidiéndole inspiración para poder cambiar su corazón hasta
el punto de alejarlo de su desdichado destino.
No
había pasado mucho tiempo cuando vi que el joven comenzaba a descender. Las
piedras que sus pies arrastraban al caminar rodaban por las empinadas laderas y
caían con un distante murmullo mucho más abajo, en el lago. Le pedí a Dios que
si no lograba yo calmar su corazón, que al menos perdiera pie en aquel descenso
y siguiera el camino de aquellas piedrecillas; era mejor enfrentar una muerte
repentina y sin penitencia, y que su espíritu se condenase, antes que dejarle
vivir lo suficiente como para destruir el alma de una niña inocente.
Después
de aparecer por un recodo del sendero se acercó en mi dirección. Me incorporé y
me adelanté bajo la débil luz de la luna. Me reconoció inmediatamente y con su
voz soberbia y despectiva me pregunto qué es lo que quería.
Le
contesté en tono conciliador, explicándole el motivo por el que le cerraba el
paso, y le pedí que volviera por donde había venido. Me insultó y se rió de mí.
-Maldito
aprendiz de santurrón -se mofó-, ¿no vas a dejar nunca de meterte en mis
asuntos? Sólo porque las jóvenes montañesas son tan necias como para admirar
tus dientes blancos y tus grandes ojos negros, ¿crees ya que no eres un monje,
sino un hombre? ¡Para cualquier mujer vales menos que una cabra!
Le
supliqué que depusiera su actitud y me escuchara. Me hinqué de rodillas incluso
y le pedí que, aunque me despreciase a mí y a mi humilde aunque sagrada
condición, respetara y preservara al menos a Benedicta. Pero me echó a un lado,
colocando su bota sobre mi pecho. Incapaz de contenerme por más tiempo, me
levanté y, de pie ante él, le dije que era un asesino y un canalla.
Por
toda respuesta extrajo un puñal de su cinto y gritó:
-¡Estúpido,
voy a mandarte al infierno!
Con
la velocidad de un rayo mi mano aferró su muñeca. Logré arrebatarle el arma y
la arrojé detrás de mí, mientras exclamaba:
-¡No
peleemos con armas, sino desarmados, y en las mismas condiciones! ¡Lucharemos a
muerte y será el propio Dios quien decida!
Nos
abalanzamos el uno sobre el otro con la rabia de dos animales salvajes, y
enseguida quedamos enredados con brazos y manos. Rodamos sendero arriba y
sendero abajo, ajenos a la existencia tanto del muro rocoso que teníamos a un
lado, ¡como del precipicio abismal que teníamos al otro, y que conducía
directamente hasta las aguas del Lago Negro! Forcejeamos y luchamos intentado
conseguir alguna ventaja, pero el Señor parecía estar contra mí porque permitió
que mi contrincante me superara y me lanzara al suelo justo al borde del
abismo. Me encontraba a merced de un fornido enemigo cuyos ojos brillaban como
dos ascuas. Su rodilla aprisionaba mi pecho y mi cabeza colgaba sobre el
abismo..., mi vida estaba en sus manos. Pensé que me dejaría caer, pero no lo
hizo. Me mantuvo allí, entre la vida y la muerte, durante un horrible instante;
entonces me dijo en un susurro siseante:
-Ya
ves, monje, que con un solo movimiento. podría tirarte a la sima como si fueses
una piedra. Pero de nada me sirve quitarte la vida, porque en el fondo no eres
ningún obstáculo para mí. Quiero que entiendas que esa joven es mía, ¿está
claro?
Con
esas palabras se levantó y dejó que me marchase, mientras comenzaba a descender
por el sendero que conducía hasta el lago. Sólo mucho después de que se
disipara el sonido de sus pasos fui capaz de moverme. ¡Dios Todopoderoso! No
creo que mereciese una derrota y un sufrimiento tan humillantes. Lo único que
pretendía era salvar un alma; el Cielo, sin embargo, permitió que me dominase
justamente aquel que iba a destruirla.
Finalmente
logré incorporarme, aunque ello me provocó agudos dolores por las heridas que
me había hecho en la caída y porque todavía notaba sobre mi pecho la rodilla
del airado joven y sus manos de hierro en mi garganta. Inicié trabajosamente el
descenso, a través del sendero que conducía hasta el lago. A pesar de mis
magulladuras volvería nuevamente hasta la cabaña de Benedicta y me situaría
otra vez entre ella y el peligro. Pero avanzaba casi arrastrándome y muchas
veces tenía que pararme para descansar. Ya casi había amanecido cuando renuncié
al sacrificio, convencido de que era demasiado tarde para hacerle a la
desdichada niña el pobre servicio de mi defensa, con lo poco que me quedaba de
energía.
Al
amanecer oí a Roque que regresaba, mientras entonaba una alegre canción. Me
escondí detrás de una roca, aunque no tenía miedo, y pasó sin notar siquiera mi
presencia.
En
aquel punto había una imperfección en la pared del acantilado; el sendero
pasaba junto a una enorme grieta que atravesaba la montaña como si un Titán le
hubiese asestado un espadazo. Al fondo, cubierto de cantos rodados, crecían
numerosas zarzas y arbustos, de en medio de los cuales brotaba un pequeño curso
de agua provocado por el deshielo de las cumbres nevadas. Fue allí donde
permanecí durante tres días y dos noches. Pude oír al joven del monasterio
mientras me llamaba a gritos por el sendero, buscándome, pero no contesté. Ni
una sola vez me permití siquiera calmar mi terrible sed en aquel arroyuelo, ni
sacié mi hambre con las zarzamoras que proliferaban por allí. Así fue como
mortifiqué mi espíritu pecador, acabando con mi rebelde naturaleza y sometí mi
alma al Señor, hasta que finalmente me sentí libre de todo mal, ajeno a la
esclavitud del amor terrenal y preparado para consagrar mi corazón, mi vida y
mi alma a una sola mujer: ¡Tú, Santísima Virgen!
El
Señor fue quien permitió ese milagro y mi espíritu se sentía tan leve y libre
como si unas alas me estuviesen llevando en volandas hasta el Cielo. Alabé al
Señor en voz alta, gritando y alegrándome hasta que el sonido tronó en medio de
los riscos. No cesaba de exclamar: «¡Hosanna!, ¡Hosanna!» Finalmente estaba listo
para presentarme ante el altar y para que mi cabeza fuese honrada con el óleo
bendito. Ya no era el mismo. Ambrosio, el miserable monje confuso, había muerto
para siempre. Ahora me había transformado en un instrumento, en la mano derecha
de Dios, preparada para ejecutar Su venerable voluntad. Elevé mis oraciones
pidiendo que fuese liberada el alma de la hermosa joven, y mientras oraba, ¡oh,
qué milagro!, apareció delante de mí el Cielo en toda su gloria y esplendor, y
el propio Dios, rodeado por infinidad de ángeles que llenaban la mitad del
firmamento. Un éxtasis sublime cegó mis sentidos, y enmudecí de júbilo. Con una
sonrisa de indescriptible bondad, el Señor me dijo:
-Ya
que has sido leal a la confianza que deposité en ti y no dudaste a pesar de las
pruebas a que te sometí, dejo ahora en tus manos la salvación del alma de esa
inocente criatura.
-Tú
sabes, oh Señor -contesté-, que no tengo medios para cumplir esa labor, y que
tampoco sé, del mismo modo, cómo llevarla a cabo.
El
Señor Todopoderoso mandó que me incorporase y comenzara a caminar. Obedecí;
alejé la mirada de la gloriosa Presencia que inundaba con su luz el centro de
la hendida montaña, y me aparté del escenario en que tuvo lugar mi
purificación, reemprendiendo el camino por el sendero que llevaba hasta la
pared frontal del acantilado. Comencé a ascender, sin parar de caminar, rodeado
por el esplendor del ocaso que brillaba en las nubes carmesíes.
Entonces,
repentinamente, sentí el impulso de pararme y mirar hacia el suelo. A mis pies,
brillando como una tea roja bajo las encendidas nubes, como si estuviese
manchado de sangre, se encontraba la daga de Roque. En ese preciso momento
comprendí por qué el Señor había tolerado que ese depravado muchacho me
sometiera, induciéndolo al mismo tiempo a perdonarme la vida. Había sido
reservado para llevar a cabo una tarea más elevada. De ese modo acabó en mis
manos el instrumento necesario para llevar a cabo tan sagrado designio. ¡Ah,
gran Dios, cuán inescrutables son Tus intenciones!
XXXV
«Quiero
que entiendas que esa joven es mía». Ésas habían sido las palabras del
miserable joven mientras me sostenía entre la vida y la muerte al borde del
abismo. Me dejó vivir, pero no lo hizo por cristiana misericordia, sino porque
despreciaba mi existencia, algo tan insignificante para él que ni siquiera
merecía la pena acabar con ella. Estaba convencido de su victoria, y por eso no
le importaba si yo vivía o moría.
«Quiero
que entiendas que esa joven es mía». ¡Oh, estúpido orgulloso! ¿Es que no sabes
que el Señor extiende Su mano protectora sobre las flores del campo y sobre los
polluelos en sus nidos? ¿Benedicta... tuya? ¿Y dejar que acabes de esa forma
con su cuerpo y con su espíritu? ¡Desdichado!, ya te darás cuenta de cómo la
mano del Todopoderoso también se extiende sobre ella y la protege. Aún queda
tiempo..., esa alma sigue aún inmaculada e inocente. ¡Vayamos ahora, entonces,
a cumplir las órdenes del Altísimo!
Me
arrodillé en el lugar en que el Señor había colocado en mis manos el
instrumento con el que habría de liberar a la doncella. Mi espíritu estaba
completamente absorto en la misión que me había sido confiada. El éxtasis más
sublime me embriagaba y pude presenciar con absoluta claridad, como si fuese
una inesperada revelación, el cumplimiento triunfal del acto que aún no había
realizado.
Me
levanté, escondí la daga entre mis ropas, desandé mis pasos y comencé a
descender por el sendero que conducía hasta el Lago Negro. La luna creciente
semejaba una herida divina en el oscuro firmamento. Parecía como si alguna mano
hubiese hundido un puñal en el sagrado pecho del Cielo.
La
puerta de la cabaña de Benedicta estaba abierta de par en par y permanecí fuera
largo rato, deleitándome con la hermosa visión que tenía frente a mí. La
estancia se encontraba iluminada por el brillante fuego de la chimenea. Frente
a él estaba sentada Benedicta, peinando su larga y dorada cabellera. Su rostro
había cambiado respecto a la última vez que la vi, y ahora resplandecía de
felicidad con una dicha tan intensa que jamás me hubiese imaginado que pudiese
alcanzar aquel aspecto. Una sonrisa sensual flotaba en sus labios mientras
susurraba en voz baja y melodiosa una romántica canción popular. ¡Ah, mísero de
mí!, era tan bella que parecía una desposada del Cielo. Pero su voz, a pesar de
ser angelical, tuvo el efecto de irritarme, y grité en voz alta:
-¿Qué
es lo que estás haciendo, Benedicta, a estas horas de la noche? Tarareas esa
melodía como si estuvieses esperando a tu amante y te peinas el cabello como si
te preparases para acudir a un baile. Casi no han pasado tres días desde que
yo, tu único hermano y amigo, te dejé sumida en la más profunda congoja y en la
desesperación. Y ahora estás tan radiante como una novia.
Se
levantó rápidamente mostrando la alegría que sentía al verme de nuevo, y se
precipitó a besarme las manos. ¡Pero, en cuanto le echó un vistazo a mi rostro,
lanzó un grito de terror y se alejó de mí como si yo fuese un demonio surgido
del Infierno!
Me
acerqué hasta ella y le pregunté:
-¿Para
qué te acicalas en medio de la noche?... ¿qué es lo que te hace sentir tan
alegre? ¿Apenas tres días han sido suficientes para que cayeras en la
tentación? ¿Te has convertido en la amante de Roque?
Permaneció
inmóvil, aterrada. Entonces me dijo:
-¡Ay,
señor!, ¿qué pasa? ¿Dónde ha estado estos días, y para qué ha venido aquí
ahora? ¡Parece gravemente enfermo! Siéntese, se lo ruego, y descanse un poco.
Su cara está muy pálida, y está temblando de frío. Le prepararé una bebida
caliente y se encontrará mejor.
Pero
mi sobria mirada la hizo callarse de nuevo.
-No
he venido para descansar ni para que me cuides -contesté-. Lo he hecho porque
el Señor me lo ha mandado. Dime ahora por qué cantabas.
Levantó
su mirada con la inocente expresión de un niño, y replicó:
-Porque
durante unos momentos me olvidé de que usted está a punto de partir, y me
sentía contenta.
-¿Contenta?
-Sí...,
no hace mucho que estuvo aquí.
-¿De
quién hablas... de Roque?
Ella
hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
-Es
muy bueno -aseguró-. Piensa pedirle a su padre que acceda a conocerme; puede
que le pida también que me admita en su gran mansión, y también convencerá al
Reverendo Superior para que suprima la maldición que pesa sobre mi existencia.
¿No sería maravilloso? Aunque puede que entonces -añadió con un inesperado
cambio de voz y de conducta- quizá usted ya no se preocupará por mí. Ahora lo
hace porque soy pobre y no tengo ningún amigo.
-¿De
qué estás hablando? ¿Convencer a su padre para que te acoja?... ¿que te reciba
en su casa... a ti, la hija del verdugo? ¡Él, ese joven canalla que vive en
guerra con el Señor y con sus ministros, conseguirá que la Iglesia acabe con su
rigor! ¡Falso, falso, falso! ¡Oh, Benedicta... confusa y perdida Benedicta! Tus
lágrimas y sonrisas me demuestran que crees en las infames promesas de ese miserable
villano.
-Sí
-reconoció ella, inclinando su cabeza como si estuviese haciendo profesión de
fe en la Iglesia-. Le creo.
-¡Entonces
ponte de rodillas -grité-, y da gracias a Dios por haber enviado a uno de Sus
mensajeros para salvar tu alma de la más completa perdición!
Al
escuchar estas palabras se estremeció como sacudida por un infinito pavor.
-¿Qué
quiere que haga? -preguntó temblorosa. -Que reces para que te sean perdonados
tus pecados. Un repentino y arrebatador impulso se adueñó de mi alma.
-Soy
un sacerdote -agregué-, ungido y ordenado por el propio Dios, y en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo te perdono de tu único pecado: tu
pasión. Te absuelvo incluso aunque no te arrepientas de él. Limpio así tu
espíritu de cualquier mancha de pecado, porque además lo pagarás- con tu sangre
y con tu vida.
Al
pronunciar aquellas palabras, la sujeté y la obligué a arrodillarse en el
suelo. Pero ella deseaba vivir: gimió y sollozó. Se agarró a mis rodillas y me
pidió y suplicó en nombre de Dios y de Su Santísima Madre. Después se levantó e
intentó huir. Volví a aferrarla, pero se libró de mis brazos y corrió hacia la
puerta abierta, gritando:
-¡Roque,
Roque! ¡Socorro!
Me
abalancé sobre ella y, agarrándola por el hombro, la hice girarse en redondo y
le hundí la daga en el pecho.
La
sujeté en mis brazos, apretándola contra mi corazón mientras sentía su sangre
caliente sobre mi cuerpo. Abrió los ojos y me dirigió una mirada de reproche,
como si le hubiese robado una vida llena de felicidad.
Después
sus ojos se fueron cerrando lentamente, exhaló un largo y débil suspiro e,
inclinando su hermosa cabecita sobre el hombro, expiró.
Envolví
su precioso cuerpo en un paño blanco, dejándole la cara al descubierto, y lo
deposité en el suelo. Pero la sangre manchó la tela, de forma que separé en dos
grandes mechones su larga y dorada cabellera, y la esparcí sobre las rosas
rojas que ahora florecían en su pecho. La había transformado en la desposada
del Cielo. Cogí entonces la corona de Edelweiss que había colocado frente a la
imagen de la Virgen, y se la coloqué sobre la frente. En ese instante recordé
aquel ramillete que me había regalado para reconfortarme, cuando me encontraba
en mi celda.
Después
avivé el fuego, que lanzó sobre su figura amortajada y sobre su bello rostro
una intensa luz púrpura, como si la gloria de Dios se hiciese presente para
envolverla en aquella hora. El resplandor la bañaba y se mezclaba con las
doradas trenzas extendidas sobre su pecho, convirtiéndolas en una masa de
llamas danzarinas.
XXXVI
Bajé
de la montaña por empinados atajos, pero como el propio Dios guió mis pasos no
me tropecé una sola vez, ni me precipité por el abismo. Amanecía ya cuando
finalmente llegué al monasterio. Hice sonar la campana y aguardé a que abrieran
el portal. Evidentemente, el hermano que me abrió pensó que yo era el diablo,
porque lanzó un alarido que consiguió despertar a la comunidad entera. Me
dirigí directamente hasta los aposentos del Superior y permanecí en pie a su
lado. Con mis ropas todavía bañadas en sangre le expliqué la tarea que me había
encomendado el Señor y le dije que ahora ya era un sacerdote ordenado. Como
respuesta me detuvieron, me encerraron en la torre, formaron un tribunal y me
condenaron a muerte... ¡a muerte, como si fuese un vulgar asesino! ¡Ah,
necios..., pobres y locos necios!
Hoy
una persona acudió a visitarme a mi mazmorra. Se arrodilló frente a mí y besó
mis manos por ser el instrumento elegido por Dios... Se trataba de Amelia, la
joven morena. Parece que ella fue la única que entendió lo noble y glorioso de
mi acto.
Le
pedí a Amelia que espantara a los buitres de mi cuerpo, ya que Benedicta se
encontraba en el Cielo.
Enseguida
me uniré a ella. ¡Loado sea el Señor! ¡Hosanna! ¡Amén!
A
este antiguo manuscrito se le añadieron los siguientes
párrafos, escritos por otra mano:
párrafos, escritos por otra mano:
En el
día quince del mes de octubre del año de nuestro Señor de 1680, y en este
lugar, fue ahorcado el hermano Ambrosio. A la mañana siguiente enterraron su
cuerpo bajo el patíbulo, al lado de la tumba de la joven Benedicta, a la que él
asesinó. Conocida como la hija del verdugo, esa tal Benedicta era -tal y como
se ha podido saber ahora gracias a las declaraciones del joven Roque- la hija
ilegítima del Administrador y la esposa del verdugo. El propio joven asegura vehementemente
que la doncella alimentaba una pasión secreta y prohibida, precisamente por el
hombre que la mató, sin saber que ella le amaba. En todo lo restante, el
hermano Ambrosio fue un digno servidor del Señor. ¡Rezad por él! ¡Pedid que la
misericordia del Todopoderoso se apiade de su espíritu!
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