lunes, 24 de mayo de 2010

Roberto Saladrigas / El hombre que hizo hablar a Juan Rulfo

Juan Rulfo

Roberto Saladrigas

El hombre que hizo hablar a Juan Rulfo

Robert Saladrigas rescata las conversaciones que mantuvo con las cabezas más visibles del 'boom' latinoamericano




Pablo Neruda y Mario Vargas Llosa (sentados), con Roger Caillois y Ángel Rama (de pie a la derecha), en un encuentro literario en Viña de Mar (1969). / SARA FACIO









No era fácil hacer hablar a Juan Rulfo. Y también resultaba difícil arrancarle palabras a Juan Carlos Onetti. Se sabe también de la alergia que siente Gabriel García Márquez cuando se le acerca un periodista, aunque este sea de su propia especie. Pues Robert Saladrigas los hizo hablar, hasta por los codos. Fue a principios de los años setenta del siglo pasado, cuando acababa de fundarse el boom de la literatura latinoamericana y él, que ya era un narrador, hacía de reportero literario para la revista Destino. Muchos años después la editorial Alfabia le pidió a Robert Saladrigas que rescatara aquellas entrevistas. Y aquí están, editadas en libro, veintiuna de las conversaciones que publicó este barcelonés de 1940, premiado muchas veces por su obra literaria, en catalán y castellano, entre la que figuran las novelas La mar no está mai sola y Memorial de Claudi M. Bruch. Crítico literario de la literatura extranjera publicada en España, Saladrigas fue director del suplemento literario de La Vanguardia. En esta conversación cuenta cómo hizo hablar a aquellos grandes mudos. Además de Rulfo, Onetti y García Márquez, aparecen otros más locuaces, como Mario Vargas Llosa, Nivaria Tejera, Jorge Luis Borges, Jorge Amado, José Donoso, Pablo Neruda, Manuel Puig, Jorge Edwards o Severo Sarduy…
PREGUNTA. ¿Cómo consiguió que Rulfo hablara tanto?
RESPUESTA. Fue una entrevista absolutamente deliciosa. Hablamos durante una larga tarde, en una de sus etapas de desintoxicación alcohólica durante la cual solo bebía café y no paraba de fumar. Hubo un instante, mientras hablaba de la muerte en México, en el que yo no supe si lo que me contaba era algo real o se lo estaba inventando. Comparaba el concepto de la muerte en México con el que tienen en Estados Unidos. Él decía que en México se celebraba la muerte y que los yanquis, cuando veían pasar un entierro por la calle, se daban la vuelta, miraban un escaparate y no querían saber nada.
P. Usted se fija en las manos, en los gestos de sus entrevistados. Y al tiempo reproduce lo que le dijeron. ¿Grabó?
R. No, pero me fijé mucho. Conocía bien la obra, anotaba sus características físicas y con todo eso componía el retrato.
P. Pero también reproduce cómo hablaban, sus acentos respectivos…
R. Cuando a uno le gusta un autor es importante fijarse en su acento. Soy partidario de conocer la obra de un autor y después conocer sus documentos biográficos. En esas comunicaciones íntimas hay elementos que aclaran mucho más la obra literaria de cada uno de ellos… Fue una experiencia que me enseñó mucho en aquel momento de mi vida.
P. En todos esos escritores se encuentra una actitud política común, muy prorrevolucionaria… ¿Qué reflexión se hace sobre lo que significaba literariamente aquel momento político?
R. Fue el momento de su literatura… Para Europa fue la llegada de los latinoamericanos. Ellos tenían algo que nosotros aprendimos a valorar porque carecíamos de ella. Tenían la selva muy a mano y las historias que contaban a nosotros nos sonaban a mágicas. Para ellos eran reales.
P. Comala, por ejemplo, la geografía de Pedro Páramo…
R. Cuando Rulfo me cuenta el origen de Comala me dice que aquel era su pueblo, del que se marchó, y que cuando volvió estaba deshabitado y que de aquella calle surgieron fantasmas. Me sonaba a magia. Para él era pura realidad. Descubrimos que nosotros no podríamos hacer lo mismo en Europa por más que quisiéramos… Europa no tiene leyenda, aquí impera el racionalismo, nunca impera la leyenda. Y es que no tenemos selva, tenemos bosques, que es distinto.
P. Los junta un momento político, aunque hubiera actitudes distintas. Ahora sería difícil lograr un ramillete así…
R. Creo que había muchas divergencias. Imagínate, entre Onetti y Borges, entre Rulfo y Puig… Muchos de ellos tenían como punto en común el exilio, la idea de que entendían mucho mejor a su país desde lejos. Entonces, todo lo que llegaba de Latinoamérica nos impresionaba y seducía, nos fascinaba. Ahora lo que nos llega de América no nos interesa en absoluto…
P. Y eso es malo…
R. Hemos pasado de un extremo a otro y es muy duro… Había un interés por América y por la literatura iberoamericana. Iba unido; no podías disociar Paradiso, por ejemplo, de Cuba. Paradiso era Cuba. Y Cuba en aquel momento representaba la revolución… Lo que decían de la democracia era tremendo, lo que decía Rulfo, por ejemplo… No confiaban en la salida democrática de América, en absoluto, y además empezaban a estar un poco decepcionados de la revolución cubana, pese a que todavía eso no se decía en voz alta.
P. El propio Rulfo decía que aquello no iba a terminar como había empezado. “La Revolución cubana no es ya lo que fue ni lo que prometió ser. En cambio [decía, refiriéndose a la época de Allende, era 1971], Chile está viviendo ahora la experiencia más bonita de Latinoamérica”.
R. Exacto, y hablaba desde México, estaba muy cerca de nosotros… Pero gente como Vargas Llosa, por ejemplo, no decían eso mismo en voz alta. Lo hacía gente como Rulfo, un hombre ya muy mayor que lo veía desde otra perspectiva. Y lo que dice de Chile hay que verlo desde la perspectiva de entonces; desde ahora, claro, se entendería peor.
P. En su libro aparecen ya los rasgos dramáticos de Donoso, Sarduy y Puig, seres que reflejaban una angustia que no se compadecía con su espectáculo exterior.
R. Muy cierto. Fíjate que, además, en el caso de Donoso hoy es casi inconcebible el éxito de un libro como El obsceno pájaro de la noche. No lo leería nadie. Y en aquel momento nos fascinaba. Pero visto en perspectiva, en efecto, el aspecto de algunos de los que has mencionado resultaba patético, alegres y tan tristes.
P. ¿Cómo le fue con Pablo Neruda y con Jorge Luis Borges?
R. La entrevista a Neruda la hice en París, cuando él estaba ya enfermo y se abandonó. La de Borges fue en Madrid. Se sentía atacado y quiso explicarse. Le dije que me gustaban más sus relatos que su poesía; eso le hizo gracia, y se abrió… Le pregunté si escribía mucho. Me dijo: “De vez en cuando escribo una paginita”.
P. Aparece Sarduy, pero no está Cabrera Infante…
R. Sarduy no tenía nada de alegre, era trágico… Y con Cabrera Infante me crucé en un Premio Biblioteca Breve, en una comida bastante multitudinaria. Nunca más nos cruzamos y lamenté mucho no haber podido entrevistarle.
P. Hizo hablar a Onetti, que era tan búho…
R. ¡Búho y buhonero, ja ja! Era un personaje muy de Santa María. Con aquella mirada de ojos saltones, se quedaba en silencio, reflexionaba sobre una respuesta mientras te miraba. Y no sabías qué buscaba en ti. Un tipo apasionante. La expresión de su rostro era la de Buster Keaton.
P. El más joven de los que viven es Vargas Llosa. Tenía 34 años. ¿Cómo lo vio entonces?
R. Detecté en él un enorme talento literario. El gran intuitivo de la literatura latinoamericana es García Márquez, él tiene instinto para la prosa poética, pero Mario es el gran novelista, el gran narrador de esta generación de escritores latinoamericanos.
P. Solo hay dos mujeres en su lista…
R. La argentina Luisa Mercedes Levinson, la madre de la narradora Luisa Valenzuela. Levinson era un personaje impresionante, autora de unos relatos realmente muy buenos. Y Nivaria Tejera, cubana, que vive afortunadamente. Una vanguardista desubicada por la revolución y por la propia literatura. Muy buena desde el punto de vista experimental.
P. Superó usted la resistencia de varios tímidos. Como Gabo…
R. Eso es un mito. Fue muy fácil. Él vivía en un apartamento en Sarrià, escribía El otoño del patriarca con un tablero sobre dos caballetes, con su mono de mecánico. Fue una conversación infinita.
Voces del “boom”. Robert Saladrigas. Alfabia. Barcelona, 2012. 240 páginas. 18 euros.




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