
Cormac McCarthy
MERIDIANO DE SANGRE
Por Kaplan
16 de enero de 2007


Hacen falta agallas para leer Meridiano de sangre. Adentrarse en sus páginas significa exponerse al horror sin ambages, visitar el infierno con el mismo Diablo como guía. Y a pesar de ello, es una experiencia que el lector avezado agradecerá durante el resto de su vida, porque la prosa de McCarthy ilustra esa azarosa singladura con imágenes de sobrecogedora e inolvidable belleza.

Los recursos que utiliza el autor podrían servir para elaborar un tratado de construcción literaria. Los diálogos, imbricados en la narración, carecen de signatura propia, se aparean con la acción de forma que los personajes se suman al paisaje, protagonista mayestático del libro. Las frases cortas, aceradas como cuchillos, potencian la acción cuando ésta es necesaria. Como contrapunto, las descripciones cuentan con un sofisticado andamiaje y con un vocabulario tan vasto como la tierra que fotografían. Esa construcción peculiar produce una sensación de exótica coreografía en frases y párrafos, rara característica en una prosa tan densa, tan compacta. El uso de los tiempos verbales escapa también de la norma, pues presente, pretérito y futuro se suceden sin solución de continuidad. Las numerosas metáforas y comparaciones se suman al tenebrismo de la historia para aportar una oscuridad tan terrenal como metafísica.
"Los carroñeros ocupaban los ángulos superiores de las casas con sus alas extendidas en posturas de exhortación como pequeños obispos oscuros."
El lenguaje que utiliza McCarthy es tan rico y poderoso, tan visual, que las imágenes parecen cobrar vida. Consigue en sus descripciones que los paisajes humano y geográfico se confundan entre ellos, dotados, por gracia de su escritura, de una épica y un lirismo que sin embargo son desmentidos por la crudeza de los hechos que se narran. Tal es su poder de persuasión que el lector sensible encontrará belleza en todo ese horror, e incluso poesía en la descripción de ese infierno. Un logro inaudito si atendemos a la historia en sí, pues en este salvaje y visceral western gótico, McCarthy hace parecer, en la comparación, tiernos infantes a la mayoría de escritores del género de terror. Resulta ocioso calibrar la magnitud del mal en una novela cuando el bien jamás está presente.
Meridiano de sangre se muestra demoledora en sus dos interpretaciones, realista y fantástica. La primera apunta hacia una visión crítica del pasado norteamericano. Mucho antes de que el cineasta Clint Eastwood desmitificara la visión edulcorada y heróica con que el medio fílmico había presentado asiduamente la conquista del oeste americano, McCarthy ya había sacado a la superficie una historia paralela a la oficial, varios grados más violenta y, en su pluma, mucho más verosímil. En esta novela, el autor se muestra tan persuasivo, con un conocimiento del escenario tan apabullante, que produce la sensación de haber viajado en el tiempo para describir directamente, desde ese punto de la Historia, una época tan terrible como hermosa.
Esta recreación del pasado salvaje está diseñada como una suerte de bildungsroman perverso. El adolescente protagonista, al que sólo se conoce como "el chaval"(2), recorre el camino del aprendizaje del horror desde una actitud cercana al autismo, aunque con los ojos bien abiertos. Su presencia ejerce de cámara objetiva con la que el lector puede observar desde fuera a Glanton, a sus hombres y al juez, y, sobre todo, admirar el desolado paisaje. Eso permite un distanciamiento con respecto a los personajes que enriquece la perspectiva y que, ante lo depravado de sus actos, se revela incluso saludable. Los horrores con que se topa el chaval se multiplican tras el cruce de la frontera, a la que llega tras un largo viaje por un desierto terrible y fascinante, un paisaje sobrenatural tras el cual se encuentra un país que bien podría ser el infierno mismo.
A partir de ese punto, el reino de lo macabro abre sus puertas: apaches embutidos en pieles humanas, caballos destripados, murciélagos que sorben la sangre de los heridos, árboles decorados con bebés muertos y, finalmente, el juez Holden, guía del Grupo Glanton al que se une el chaval, y junto al que masacrarán indios primero y todo ser viviente que se cruce en su camino después. El escuadrón de hombres recorre esa tierra extraña y terrible y acaba infectado por su maldad. El horror acaba cubriendo a sus componentes de igual forma que la cal del desierto cubre sus rostros y los integra en el infernal paisaje; vivo, oscuro, hostil. Lo que viene a continuación es una Odisea por tierras de sangre y muerte, un viaje sin retorno hacia el mal, errando por tierras ignotas cargadas de atavismos y violencia, volcanes, ciudades fantasmales muertas hace largo tiempo y cementerios indios. El hombre enfrentado al horror y el horror enfrentado al hombre.
Ese viaje no arroja más filosofías ni conclusiones morales que las dimanadas de los discursos del juez, proselitista sin disfraz de la maldad y oscuridad del mundo. Es este personaje, cuya identidad real es fácilmente identificable, quien da un vuelco al significado de la historia y permite descifrar su componente fantástico. La primera aparición de Holden(3) se produce en una iglesia en la que provoca el linchamiento del predicador. Su oratoria se cimenta siempre en un mensaje metafísico desesperanzador, amoral, elogioso con la violencia como sustancia esencial del hombre. El conocimiento que muestra en la fabricación de explosivos mediante el uso de azufre salva al grupo y le permite continuar su viaje sangriento; su paso por los distintos emplazamientos humanos siempre desemboca, sospechosamente, en desapariciones infantiles. Tal es la magnitud del personaje que, a pesar de que el libro se manifiesta como una recopilación de horrores explícitos, nada aterroriza más en su lectura que la escena final, en la cual, tras la misteriosa desaparición de una niña, el juez atrae al chaval al sitio más infecto. Al cerrarse la puerta, la imaginación se abre al espanto, tanto por lo que va a pasar allí como por la sugerida identidad del joven protagonista, que pudiera ser la antítesis bíblica del juez o, tal vez, el lector mismo.
Los dos personajes principales de la novela, el juez Holden y el paisaje, están al servicio de una violencia que infecta al hombre. Es difícil sacar una conclusión moral de una obra que se esencia en la descripción continua del horror y la hostilidad del entorno fronterizo. Ni pontifica sobre el poder del mal ni ofrece moralejas. La intención de McCarthy es pintar, con trazos sublimes, el paisaje oscuro del alma y hacer que el lector se encuentre cara a cara con las tinieblas de la naturaleza humana. Y a fe mia que lo consigue.
(1) Al contrario que The Road, alabada por todos, la novela de Pynchon ha cosechado tantas críticas positivas como negativas. Entre las segundas destaca el juicio emitido por la siempre terrible Michiko Kakutani en el New York Times, cuya primera frase reproduzco a continuación.
"Thomas Pynchon’s new novel, “Against the Day,” reads like the sort of imitation of a Thomas Pynchon novel that a dogged but ungainly fan of this author’s might have written on quaaludes."
La crítica completa pueden encontrarla aquí.
(2) Sólo una vez se le cita por un nombre en todo el texto, aunque se trata más de un calificativo que de un nombre propio: el juez Holden se refiere a él como Blasarius.
(3) Es imposible, al leer la descripción del juez, no relacionarla directamente con la imagen del Kurtz que Marlon Brando interpretó en Apocalypse Now.

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