martes, 4 de febrero de 2025

Petro en un domingo cualquiera


Andrés Caro
El columnista Andrés Caro. Foto: La Silla Vacía


UN DOMINGO CUALQUIERA


Andrés Caro
2 de febrero de 2025


No me gusta Donald Trump.

            Lo he dicho aquí.

            Y aquí.

            Y aquí.

Creo en las fronteras abiertas y me convencen los argumentos morales y económicos a favor la migración.

Viví como inmigrante en Estados Unidos y quiero a ese país. Me gustan su música, sus libros y sus películas. Me gustan sus ciudades, las ideas con que lo fundaron y las ideas que vinieron despuésComo al presidente de Colombia, me gusta Paul Simon.

Fui un inmigrante privilegiado. Tengo una visa de estudiante, y nunca he recibido nada distinto a la hospitalidad de un país que ahora tiene una política migratoria xenofóbica que ha contaminado la cultura popular en una especie de arrebato cruel.

Conocí a inmigrantes ilegales de muchos países. Los vi trabajar en casi todos los restaurantes, los vi manejar Uber, los vi limpiar los baños. Los vi hacerse una casa allá y un país allá y una vida allá.

Sí: “yo también creo en América”.  

Por eso, no me gustó que Trump tuviera un triunfo tan contundente en su primera semana, ni que lo tuviera a costa de unos migrantes colombianos y con el aplauso infame de otro. Me frustró y avergonzó que lo tuviera porque el presidente de Colombia se lo regaló.

Me sentí, como todos, humillado. Pero así es este presidente.

A las 3 de la mañana del domingo pasado, trinó que recibiría a los pasajeros de los dos aviones que ya habían sido autorizados “con banderas y flores”. Media hora después, trinó que desautorizaba la entrada de los migrantes, que viajaban en condiciones indignas.

El gobierno de Trump respondió imponiéndole a Colombia sanciones arancelarias del 25%, suspendiendo la emisión de visas y revocándoselas a funcionarios colombianos y a sus familias. Fue una respuesta atroz y desmedida.

En vez de corregirla, el presidente empeoró la situación. A las 4 de la tarde, le ordenó al ministro de comercio “elevar los aranceles de importaciones desde los EEUU en un 25%”. Así, extendió una guerra comercial que habría destruido la economía colombiana y habría convertido a Colombia en un estado paria.

Lo que Venezuela recorrió en 15 años, Colombia lo habría hecho en dos semanas.

El presidente no estaba en Bogotá durante esta crisis, y no les dio instrucciones claras al canciller saliente, a la canciller entrante o al embajador de Colombia en Estados Unidos. Trinaba mientras sus funcionarios trataban de solucionar la crisis que su irresponsabilidad había creado. Parece que lo aislaron y que ellos, con ayuda de Álvaro Uribe, resolvieron el problema en lo que quizás fue una especie de golpecito de estado que recuerda al gobierno paralelo, al sanedrín, que dicen que Germán Montoya y Gustavo Vasco organizaron para gobernar mientras el presidente Barco se iba olvidando de las cosas.

Cansados y sin el presidente, los funcionarios salieron a decir que habían “superado el impase”. Todo se resolvió de una manera triste y humillante.

Minutos antes, la presidencia de Estados Unidos había publicado un comunicado que decía que Colombia “había aceptado todas las condiciones del presidente Trump, incluida la aceptación irrestricta de todos los inmigrantes ilegales provenientes de Colombia que sean retornados desde los Estados Unidos, incluso en aeronaves militares estadounidenses, sin limitaciones ni demoras. (…) Los acontecimientos de hoy dejan claro al mundo que Estados Unidos vuelve a ser respetado”.

Nunca antes el presidente de Colombia había perdido tanto poder. Perdió poder frente a sus ministros, que lo desautorizaron y frente a Estados Unidos, que sacó un triunfo barato y “ejemplar” a costa de Colombia. Perdió poder en América Latina, pues, aunque trató, no pudo organizar una coalición de países latinoamericanos contra la política migratoria de Trump. Perdió poder en Colombia, pues quedó, nuevamente, como alguien incapaz de gobernar y cuyos errores tienen que ser corregidos con los oficios de su principal adversario.

Gustavo Duncan dijo que la “estabilidad mental para gobernar” del presidente se puso nuevamente en duda. Jorge Humberto Botero se preguntó, también, si el presidente está cuerdo. También, claro, se ha hablado de drogadicción, de alcoholismo y de depresión.

Los griegos hablaban de la akrasia, que es la incontinencia y la falta de control. En el Protágoras, Sócrates se pregunta cómo una persona puede preferir una acción X, si sabe que la acción Y es mejor o que va a producir cosas mejores. La respuesta, para él, es que el agente es ignorante. Si supiera que Y es realmente mejor, tendría que preferir eso, actuar de acuerdo con esta preferencia y con este conocimiento. Para Aristóteles, el problema son los deseos, que pueden ser buenos o malos, y que deberían ser controlados por la razón práctica. Una persona podrá tener un fuerte deseo de hacer X (irse de fiesta en vez de cumplir con sus obligaciones) pero, si es racional, escogería Y (quedarse en su oficina trabajando, digamos).

Quienes están argumentando que el presidente está mostrando señas cada vez más claras de incapacidad para gobernar acuden a argumentos de este tipo. Piensan que el presidente ignora los hechos y las consecuencias de sus acciones.

Pero, por más que estos argumentos me hayan convencido antes, puede haber una explicación más preocupante y quizás mejor. Hablando sobre el trino patético con el que el presidente se enfrentó a Trump, Laura Ardila explicó que “quien conoce a Petro sabe que este trino es una de las satisfacciones más grandes de su vida. Casi se podría decir que está contento (…) Las aguas mansas no son lo suyo. Él quiere ser Gaitán y quiere ser Allende”.

El domingo fue, quizás, la apoteosis de cincuenta años de decir pendejadas.

Si esto es cierto, el presidente no trinó lo que trinó por ignorar las consecuencias de sus acciones, sino conociéndolas. Tampoco lo hizo por estar drogado, borracho o triste. Lo hizo porque no le importan las consecuencias de sus acciones y, más bien, porque en la imagen que tiene de sí mismo (Aureliano Buendía, Gaitán o Allende –“me matarás, pero sobreviviré en mi pueblo”, le dijo a Trump), vale más la autocomplacencia que el gobierno, más la ideología que la realidad, y más su nostalgia antiimperialista que el bienestar de millones de personas en Colombia.

Al presidente le importa más él que la gente o que el país. Y este no es un problema de incontinencia, de disociación o de adicción. Quizás sí sea un problema de akrasia en la medida en que le atribuye un peso equivocado a una decisión y la toma, entonces, por razones incorrectas. En vez de escoger X (reconocer el poder de Estados Unidos, lidiar con Trump y negociar una situación aceptable para Colombia a cambio de soportar su cruel política migratoria), el presidente escogió Y (hacer una reivindicación vacía para agrandar la imagen que tiene de sí mismo, sin importar que eso pudiera destruir la economía de su país).

Los griegos también hablaron de esto. En la Política, por ejemplo, Aristóteles distingue los tipos de gobierno por el número de personas que tienen el poder: hay monarquías, aristocracias y repúblicas. También los distingue por el tipo de bien que buscan alcanzar: unos regímenes buscan el bien común y otros buscan el bien individual de las personas que gobiernan. Para Aristóteles, un monarca es distinto a un tirano porque el monarca busca el bien colectivo mientras que el tirano busca el suyo propio. Lo mismo diferencia a una aristocracia de una oligarquía, y a una república de una democracia.

Con su concepción de la presidencia como un ejercicio retórico, de victimización y de saboteo, y con sus declaraciones dañinas, el presidente no actúa en el interés colectivo sino en el suyo propio. Su interés no es el país sino volverse un símbolo, acaso un mártir, o una “idea reivindicatoria,” como explicó con zalamería Roy Barreras. 

Pero un país no se gobierna con “ideas reivindicatorias”, ni en la apoteosis o la intoxicación de un domingo cualquiera.


LA SILLA VACÍA 


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