martes, 18 de enero de 2000

Cine y literatura / La mujer zurda


Fotografía de triunfo ARciniegas

"LA MUJER ZURDA"

Cine y literatura

Jesús Fernández Santos
8 de enero de 1980
La mujer zurda no es zurda, es ambidextra, al menos escribiendo a máquina. La mujer zurda busca su propia soledad, rechaza a su marido, a su editor; se refugia en su hijo, en alguna que otra contada y breve amistad femenina. La mujer zurda apenas habla, se supone que medita, piensa en temas no amables porque sonríe en contadas ocasiones. Cuando se sienta, mira o pasea por los alrededores de su casa no sabe dónde va, qué quiere, aparte de su soledad, que llena por completo la película. La mujer zurda con su cuerpo poco agraciado, por no decir deforme, desprovisto casi de atributos femeninos, es tan sólo equívoco entre su cara un rostro e campesino y convencional hechos de rasgos hostiles que provocan, no se sabe por qué, una cierta simpatía.La mujer zurda de Peter Handke, para ganar su vida y llenar sus horas traduce a Flaubert; un Flaubert que, sobre todo en su Educación sentimental, viene a hacer la apología del fracaso. La mujer zurda bien hubiera podido llegar a ser su moderna protagonista. Su rechazo del hombre, su progresivo alejamiento de los niños, su incapacidad de comunicarse con el mundo en torno, culmina en el encuentro con el padre a un tiempo cordial y frustrado, haciéndola aparecer como heroína de una historia frente a una burguesía empeñada en levantar sociedades inhóspitas.




La mujer zurda

Guión y dirección de Peter Handke. Fotografia: Robby Muller. Música: Juan Sebastián Bach. Intérpretes: Edith Clever, Bruno Ganz, Michael Lonsdale, Ángela Winkler, Inés de Longchamp, Phillippe Caizergues, Gérard Depardieu, Bernhard Wichi, Bernard Minetti, Ruediguer Vogler. Alemania Occidenta , 1979. Dramático Local de estreno: Alphaville 4

Peter Handke, pariente cercano del Nouveau Roman, ha realizado su película sobre un cuento demasiado corto para llenar tantos minutos. El problema de su protagonista no necesita tanto para dejarse comprender, para entender sus silencios, sus idas y venidas, los trenes que lo cruzan de modo obsesionante, los niños que incordian o las noches vacías que forman una barrera difícil de salvar, a no ser por la nada de la muerte.
Cuando un escritor realiza cine por primera vez, su historia suele caer en la trampa de unos diálogos demasiado teatrales. Muchas veces sus personajes se convierten en simple portavoz de sus Ideas, como en este caso, en diatribas, alabanzas y todo tipo de ajenas consideraciones.
Seguramente, el autor-realizador ha gozado bastante imaginando su aventura; localizando los lugares en donde debería desarrollarse; buscando estéticos encuadres inscribiendo su nombre de antemano en el nuevo cine alemán, vecino al de Wim Wenders. El público no se entretiene tanto porque el filme, a la postre, resulta reiterativo, estático.
Y, sin embargo, como es fácil suponer, no se trata de un empeño vulgar, sino de una meditación que el autor propone a sus lectores habituales. Más allá de sus imágenes demasiado perfectas, de su hermetismo elemental, a quien tenga la paciencia de conocerlo en su totalidad puede que llegue a emocionarle, aun por razones extracinematográficas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 8 de enero de 1980

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