miércoles, 7 de agosto de 2019

George Trakl / Incesto y cocaína en un gran poeta


Georg Trakl
Ilustración de T.A.


Georg Trakl, incesto y cocaína en un gran poeta

El novelista Claude Louis-Combet revive en 'Hiere, negra espina' la relación erótica del poeta alemán con su hermana Gretl, que marcó sus trágicas vidas y su escritura
Antonio Lucas
29 de julio de 2019

Para qué más, si a los 27 años había acumulado la dosis de infierno necesaria para escapar del mundo dando un portazo. El poeta Georg Trakl fue un hombre de su tiempo, pero más aún una tiniebla. Cayó fulminado en 1914 por un exceso de cocaína. Vino y cocaína. Entonces ya había acumulado poemas que instauraban otra forma de intervenir en el expresionismo: poderosos, dañados, feroces, inquietantes, cargados de una bruma capaz de calar hasta lo hondo del hueso.





El poeta Georg Trakl, de niño, junto a su hermana Gretl en la primera década del siglo XX. Y, al lado, Gretl dos años antes de suicidarse.
A tan alta cumbre de intemperie no llegó solo. Las averías que llevaba de serie, la sensación de estar fuera de sitio en cualquier situación, las lecturas de Karl Kraus, la amistad con el arquitecto Adolf Loos, los insomnios. El alcohol. Las drogas. Los desastres de la Primera Guerra Mundial en la batalla de Grodek (Galitzia ucraniana), donde tuvo que asistir sin recursos a 90 heridos graves como oficial médico. Qué gran poeta y qué difícil le fue serlo. Estaba bien acondicionado para la vida, pero escogió el camino selvático de existir a destajo, con un temple espiritual fuera de lo común. Junto a Rilke y Stephan George fundó la nueva senda de la poesía alemana de los primeros compases del siglo XX.
"Hiere, negra espina" fue las palabras que hizo pronunciar a su hermana Margarethe (Gretl) poco antes de la batalla de Grodek. Y en ese verso oscuro se apoya Claude Louis-Combet, exquisito escritor, para armar una hermosa novela que cruza a las filas de la biografía, se asienta muy bien en los territorios de la especulación, avanza por la senda de la herida y regresa (de nuevo) al lugar de lo imprevisto. Decimos novela, pero es un artefacto literario bien surtido de intensidad, de buena escritura, de seducción.
El comienzo de los comienzos sucede aquí en el otoño de 1897, en un desván de la casa familiar. Un niño de 10 años (el poeta Trakl) y su hermana menor, de cinco (Gretl) juegan, se descubren, despliegan una belleza de infancia que el tiempo transformará en una pasión incestuosa, en un infierno delicado y terrible. Aprenden a tocar el piano. Comparten lecturas. El mundo aún tiene modales de azúcar y parece imposible la herida. Aquel desván es su cobijo y, al mismo tiempo, el territorio de un amor incombustible que va mucho más allá del descubrimiento del sexo. Pues la vida de Trakl, y este libro sobre el fondo subacuático de su expedición torcida, es una manera de entender cómo se enfrentó a sí mismo, a sus propios demonios. A su manera imbatible de sufrir.
La relación del poeta con Gretl marcó dramáticamente a los dos. La culpa tuneló el ánimo de él entre noches sin mañana. A ella le adulteró la posibilidad de ser ella misma. Salieron al mundo desde «la nocturna casa del dolor». La inocencia y el pecado se combinó estrepitosamente en estos dos lobos de sí mismos. Capaces de entender su apetito mutuo desde la primera regla del canibalismo: no sólo devorar al otro, sino dejarse comer.
Ella fue la única pasión de Trakl en los 27 años que apuró y padeció. Toda su obra quedó recogida, ya póstuma, en 100 páginas donde queda fijada una configuración poética del mundo. Porque Trakl, esencialmente, fue un excelente poeta. La muerte aparecía en sus textos como un recogimiento. Una manera de añorar el reposo contra tanto vapuleo.
Al final de su apurada juventud estaba dislocado sin remedio. Y esa agonía es la que retrata con una fuerza extraordinaria Louis-Combet en este libro que es algo más que un relato sobre la casa de la locura y el dolor. Es la constatación de una deriva: «Arrinconado por aquel horror se le desencajaba el rostro; no quería ver más, no quería tocar más, no quería sentir más».
Algo muy extraño debe de esconder el cerebro cuando existe el instinto de abalanzarte sobre el mundo como una tea, consciente de que esa expedición es el fin mismo de las cosas. Trakl levantó su poesía desde ese límite del abismo donde todo movimiento es una descarga emocional, espiritual, desconcertada. Mirando a su hermana, cada uno con su significado, intentaba explicarse el infierno de una pasión que no encuentra remedio en otra parte.
Pero la novela de Louis-Combet no acampa sólo aquí, sino que desde esa experiencia va desplazándose por una biografía que tiene algo de llamada de auxilio. Nombrar era, de algún modo, despedirse de lo nombrado. Y muchas veces, la poesía le resultaba insuficiente para esquivar el mal del mundo. Para sortear el mal que sentía en él mismo. Fue una travesía de tiempo y de espera. Dos de la razones también de Hiere, negra espina. Y, de algún modo, el ensayo de cómo una obra cruza límites entre literatura y vida con una potencia hipnótica.
La belleza de la escritura de Louis-Combet es un excelente observatorio para entender la pureza tiznada que estos dos seres acumularon en su manera de asistir a su propio aquelarre. «Compartían la miseria y la exaltación. ¿Quizá aún les estuvieran deparados algunos momentos de éxtasis que los ayudarían a creer que la vida les reservaba todavía el secreto de un sentido oculto en un mundo regenerado por su amor único?».
No fue así. Trakl murió antes que Gretl. Pero Gretl murió quizá antes que Trakl. Se suicidó tres años después de la desaparición del poeta. Resultaba imposible para ambos soportar la canción de su daño.

HIERE, NEGRA ESPINA

Editorial Periférica. 144 páginas. Traducción: David M. Copé. Precio: 15,50 euros.
EM


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