domingo, 11 de agosto de 2019

Toni Morrison / Discurso del Nobel

Toni Morrison

Toni MorrisonBiografíaDiscurso del Nobel

«El lenguaje nunca puede fotografiar la esclavitud, el genocidio, la guerra. Ni debería lamentarse por la arrogancia de poder hacerlo. Su fuerza, su felicidad radica en lanzarse hacia lo inefable»


«Había una vez una mujer anciana. Ciega pero sabia». ¿O era un hombre anciano? Acaso era un gurú. O un griot calmando chicos inquietos. Yo escuché esta historia, o una exactamente como esta, en el saber popular de varias culturas.
«Había una vez una mujer anciana. Ciega. Sabia».
En la versión que conozco la mujer es hija de esclavos, negra, americana y vive sola en una pequeña casa afuera del pueblo. Su reputación respecto de su sabiduría no tiene par y es incuestionable. Entre su gente ella es a la vez la ley y su trasgresión. El honor y el respeto que le tienen va hasta mucho más allá de su pueblo; llega hasta la ciudad donde la inteligencia de los profetas rurales es una fuente asombrosa.
Un día a la mujer la visitan unos jóvenes que vienen con la intención de desaprobar su clarividencia y poner en evidencia el fraude que creen que ella es. Su plan es simple: entran en su casa y le hacen una única pregunta, cuya respuesta manifiesta la diferencia que tienen con ella, una diferencia que ven como una profunda ineptitud: su ceguera. Se le paran enfrente y uno le dice: «Anciana, tengo en mi mano un pájaro. Dígame si está vivo o muerto».



Ella no contesta y repiten la pregunta: «¿Está vivo o muerto el pájaro que tengo?»
Tampoco contesta. Es ciega y no puede ver a sus visitantes, mucho menos lo que tienen en sus manos. No sabe el color de su piel, de dónde vienen ni si son hombres o mujeres. Solo conoce sus motivos. El silencio de la mujer es tan largo que los jóvenes tienen dificultad para aguantar la risa.
Finalmente habla y su voz es suave, pero severa. «No sé», dice, «no sé si el pájaro que tienen está vivo o muerto, lo único que sé es que está en sus manos. Está en sus manos».
Su respuesta puede ser tomada así: si está muerto, ustedes lo encontraron de este modo o lo mataron. Si está vivo, todavía pueden matarlo. En caso de que lo dejen vivo, es su decisión. En todo caso, es su responsabilidad.
Por querer burlar los poderes y la impotencia de la anciana, los jóvenes reciben una reprimenda, porque son responsables no sólo del acto de burla, sino también por el pequeño manojo de vida sacrificado para conseguir sus fines. La anciana deja de prestarles atención a las aserciones de poder para centrarse en el instrumento mediante el cual ese poder es ejercido.
La especulación de qué podría significar ese pájaro-en-la-mano (otra que su propio cuerpo frágil) siempre fue algo atractivo para mí, especialmente ahora, pensando, como lo vengo haciendo, acerca del trabajo que me ha traído ante ustedes. Por eso elijo leer al pájaro como el lenguaje y a la mujer como a una escritora con práctica. Ella está preocupada por cómo el lenguaje con el cual sueña y que le fue dado al nacer es manejado, puesto al servicio de diversos intereses, incluso apartado de ella con nefastos propósitos. Siendo una escritora, considera al lenguaje en parte como un sistema, en parte como una cosa viviente sobre la cual se tiene control, pero sobre todo como una operación, un acto con consecuencias. Entonces, la pregunta que los chicos le hicieron, «¿Está vivo o muerto?», no es irreal porque ella piensa en el lenguaje como algo susceptible de muerte, de erosión. Desde luego, expuesto al peligro y salvable solo por un esfuerzo de la voluntad. Cree que si el pájaro en las manos de los visitantes está muerto, los custodios son responsables por el cadáver.
Para ella, una lengua muerta no es solo aquella que no se habla o no se escribe más, sino la obstinada lengua que se contenta con la admiración de su propia parálisis. Como una lengua estática, censurada y censuradora. Despiadada en su actividad policial, no tiene deseos ni otro propósito que mantener el campo abierto de su propio narcisismo narcótico, su exclusividad y dominio. Por más moribundo que esté, no queda sin efecto ya que frustra activamente el intelecto, ahoga la conciencia, suprime la potencia humana... Inmune a las preguntas, no puede formar o tolerar nuevas ideas, armar nuevos pensamientos, contar otra historia, llenar los desconcertantes silencios. Una lengua oficial, fragmentada para sancionar la ignorancia y preservar los privilegios, es una armadura pulida para dar brillo, una cáscara de la cual el caballero escapó tiempo atrás. Y, sin embargo, ahí está: tonta, predatoria, sentimental. Excitando la reverencia en las escuelas, dando resguardo a los déspotas, reuniendo falsas memorias de estabilidad y de armonía entre la gente.
Ella está convencida de que cuando el lenguaje muera, a causa del descuido, el desuso, la indiferencia y la falta de estima, o sea, asesinado por una orden, no solo ella, sino todos los hablantes y creadores serán responsables de su muerte. En su país, los chicos se sacaron la lengua a mordiscos y usaron balas para no repetir la voz sin habla, la voz de un lenguaje lisiado y golpeador; ese dispositivo para luchar con significados que los adultos abandonaron, y que podría proveerlos de una guía o expresar amor. Pero ella sabe que sacarse la lengua no es solo una opción de niños. Es muy común entre las infantiles cabezas de Estado y los comerciantes del poder, cuyos vaciados lenguajes les dejaron sin acceso a lo que queda de sus instintos humanos, dado que solo hablan a aquellos que obedecen o, en todo caso, hablan para forzar obediencia.
El saqueo sistemático del lenguaje puede ser reconocido como la tendencia de sus hablantes a renunciar a sus matizadas, complejas y mayéuticas propiedades para usarlo como medio de amenaza y subyugación. El lenguaje opresivo hace más que representar la violencia: es violencia. Hace más que representar los límites del conocimiento, lo limita. Sea el oscuro lenguaje de Estado o las tergiversaciones de los insensatos medios; sea el maligno lenguaje de la ley-sin-ética, o aquél designado para el alienamiento de las minorías, escondiendo sus saqueos racistas debajo de un maquillaje literario. Todo esto debe ser rechazado, alterado y expuesto. Es el lenguaje que chupa sangre, que se ajusta la bota fascista con crinolinas de respetabilidad y patriotismo, al tiempo que se mueve implacablemente hacia el último y más oscuro lugar de la mente. Lenguaje sexista, lenguaje racista, lenguaje teísta son todas formas típicas de las políticas de lenguaje del dominio, que no pueden y no permiten nuevos conocimientos ni el encuentro de nuevos intercambios de ideas.
La anciana es profundamente conciente de que ningún intelecto mercenario, ningún dictador insaciable ni político a sueldo o demagogo ni ningún periodista impostor serían persuadidos por estos pensamientos suyos. Hay y habrá un lenguaje que excite a los ciudadanos a mantenerse armados, asesinando y siendo asesinados en los «shoppings», juzgados, correos, plazas, cuartos y bulevares; un lenguaje agitado, conmemorativo, que enmascara la pena y el gasto de una innecesaria muerte. Va a haber un lenguaje diplomático que apruebe la violación, la tortura, el asesinato. Hay y seguirá habiendo más lenguajes seductores, mutantes, designados para estrangular a las mujeres, hacer de sus gargantas un paté con sus propias palabras transgresivas e imposibles de decir; va a haber más lenguajes de vigilancia disfrazados como investigación; de política e historia, calculados para someter al silencio a millones de personas que sufren; un lenguaje glamoroso para maravillar a los insatisfechos para que asalten sus barrios, arrogantes lenguajes pseudoempíricos maquinados para encerrar a las mentes creativas en jaulas de inferioridad y desamparo.
Debajo de la elocuencia, el glamour, las asociaciones aprendidas de memoria, por más seductoras o incitantes que sean, por debajo, el corazón de ese lenguaje está languideciendo o quizá ya no late más… Si el pájaro ya está muerto.
Ella pensó en cómo podría haber sido la historia intelectual de cualquier disciplina si no se hubiera insistido en el gasto de tiempo y vida que las racionalizaciones y representaciones de la dominación requirieron; pensó cómo podría haber sido si esa disciplina no hubiera sido metida a la fuerza en los letales discursos de exclusión que bloquean el acceso al conocimiento, tanto al guardián como al prisionero.
La convencional enseñanza de la historia de la Torre de Babel es que ese derrumbe fue una desgracia. Fue la distracción o el peso de tantas lenguas lo que precipitó la fallada arquitectura de la torre. Ese único y monolítico lenguaje hubiera dado curso a la construcción y el paraíso hubiera sido alcanzado. ¿El paraíso de quién?, ella se pregunta. ¿Y de qué tipo? Quizás alcanzar el Paraíso hubiera sido una cosa prematura y un poco apresurada, si nadie se podía tomar el trabajo de entender otras lenguas, otras miradas, otros períodos narrativos. Si así hubiera sido, es posible que ese paraíso lo hubieran encontrado a sus pies. Complicado, demandante, sí, pero sería una visión del paraíso como vida, y no como vida más allá.
Ella no quisiera dejar irse a los jóvenes con la impresión de que el lenguaje debe ser forzado a mantenerse vivo para que meramente sea. La vitalidad del lenguaje reside en su habilidad para pintar lo actual, las vidas imaginadas y posibles de sus hablantes, lectores, escritores. Aunque a veces su equilibrio esté en desplazar la experiencia, no ser el sustituto de ella. Se extiende y arquea hacia donde el significado puede estar. Cuando un presidente de los Estados Unidos pensó en el cementerio en el que su país se había convertido, dijo: «El mundo apenas notará ni recordará por mucho tiempo lo que digamos ahora. Pero nunca va a olvidar lo que acá pasó». Sus simples palabras son estimulantes en cuanto a sus propiedades para mantener la vida porque se negaron a encapsular la realidad de 600.000 muertos de una catastrófica guerra racial. Negándose a monumentalizar, desdeñando la «palabra final», el conteo preciso, reconociendo su «pobre poder para sumar o apartar», sus palabras señalan deferencia hacia lo incapturable de la vida que llora. Es esa deferencia lo que mueve a la anciana, ese reconocimiento de que el lenguaje nunca puede coincidir completamente con la vida. Cosa que tampoco debería. El lenguaje nunca puede fotografiar la esclavitud, el genocidio, la guerra. Ni debería lamentarse por la arrogancia de poder hacerlo. Su fuerza, su felicidad radica en lanzarse hacia lo inefable.
Grandiosa o escasa, excavando, estallando o negándose a santificarse, aunque se ría en voz alta o llore sin un alfabeto, la palabra elegida, el silencio elegido, el sereno lenguaje surge y se dirige hacia el conocimiento, no hacia su destrucción. Pero, ¿quién no sabe de literatura prohibida por ser cuestionadora, desacreditada por ser crítica, borrada porque invierte? ¿Y cuántos son violentados por el pensamiento de un idioma que se autodestruye?
Ella piensa que el trabajo con las palabras es sublime porque es generativo, toma un significado que asegura nuestra diferencia, nuestra humana diferencia del modo en que no somos como ninguna otra vida. Morimos. Ese puede ser el significado de la vida. Pero nosotros hacemos el lenguaje. Esa puede ser la medida de nuestras vidas.
«Había una vez…». Unos visitantes le hacen una pregunta a una anciana. ¿Quiénes son esos chicos?, ¿qué hicieron de ese encuentro?, ¿qué escucharon en esas palabras finales: «El pájaro está en tus manos»? ¿Una oración que gesticula alguna posibilidad o una que deja caer un picaporte? Quizás lo que los chicos escucharon es: «No es mi problema. Soy vieja, mujer, negra, ciega. Lo único que sé ahora es que no puedo ayudarlos. El futuro del lenguaje es suyo, no mío».
Están parados ahí. ¿Y si suponemos que no hay nada en sus manos? Supongamos que la visita no fue más que una astucia, un truco para que les hablaran, para ser tomados seriamente como nunca lo habían sido anteriormente. Una oportunidad para interrumpir y violar el mundo adulto, su discurso de miasma acerca de ellos, para ellos, pero nunca dirigido hacia ellos. Urgentes preguntas están en juego, incluyendo la que hicieron: «¿Está vivo o muerto el pájaro?» Quizá la pregunta quería decir: «¿Alguien podría decirnos qué es la vida, qué la muerte?» Ningún truco, ninguna tontería. Una pregunta directa que vale la atención de alguien con sabiduría. Y experiencia. Pero si quien tiene experiencia y sabiduría y ha vivido una vida y enfrentado la muerte no puede describir ni una ni la otra, ¿quién, entonces?
Ella no lo hace, se guarda su secreto, la buena opinión que tiene de sí misma, sus pronunciamientos de gnomo, su arte sin compromiso. Mantiene su distancia, la refuerza y se retrae en su singularidad y desolación, en un espacio sofisticado y de privilegio. Nada, ninguna palabra sigue a su declaración de transferencia. Ese silencio es profundo, más profundo que el significado disponible en las palabras que ella ha dicho. Tiembla ese silencio y los chicos, enojados, lo llenan con un lenguaje inventado en el momento.
«¿No hay discurso o palabras» –le preguntan– «que pueda usted darnos para atravesar su historial de fracasos, atravesar la enseñanza que nos acaba de dar, que no es tal cosa porque le estamos prestando mucha atención tanto a lo que acaba de hacer como a lo que dijo? ¿No hay palabras para atravesar la barrera que usted levantó entre la generosidad y la sabiduría?»
«No hay ningún pájaro en nuestras manos, ni vivo ni muerto. Solo la tenemos a usted y a nuestra impotente pregunta. ¿Es la nada en nuestras manos algo que no soportaría contemplar, ni siquiera adivinar? ¿No recuerda su juventud cuando el lenguaje era mágico sin significado, cuando lo que podía decir podía no significar, cuando lo invisible era lo que la imaginación se esforzaba por ver, cuando las preguntas y demandas de respuestas quemaban tanto que temblaba de furia al no conocer? ¿Tenemos que llegar a ser adultos y conscientes luchando esa batalla que héroes y heroínas como usted ya pelearon y perdieron dejándonos con nada en nuestras manos, salvo lo que ustedes imaginaron que había? Su respuesta es un hábil artificio y nos avergüenza y debería avergonzarla a usted. Su respuesta es indecente en su autocomplacencia. Es un guion hecho para la televisión, que no tiene sentido si no hay nada en nuestras manos. ¿Por qué no se estiró para tocarnos con sus dedos suaves, para retrasar el sonido de la mordida que es esta lección, hasta que supiera quiénes éramos? ¿Tanto despreció nuestro truco, nuestro modus operandi que no vio lo deslumbrados que estábamos por querer llamar su atención? Somos jóvenes. Inmaduros. Toda nuestra corta vida escuchamos que debemos ser responsables. ¿Qué puede significar eso en la catástrofe en que este mundo se ha convertido? Donde, como dijo el poeta «nada necesita ser expuesto porque todo ya está descubierto». Nuestra herencia es una afrenta. Usted quiere que tengamos sus viejos, ciegos ojos y que veamos sólo la crueldad y la mediocridad. ¿Se cree que somos tan estúpidos como para romper las promesas que nos hicimos una y otra vez, por la mera ficción de una nacionalidad? ¿Cómo es que se atreve a hablarnos del deber cuando estamos hundidos hasta la cintura en la toxina de su pasado?»
«Usted nos banaliza y vuelve trivial el pájaro que no tenemos en las manos. ¿Acaso no hay contexto para nuestras vidas, ninguna canción, literatura o poema lleno de vitaminas, ninguna historia conectada con la experiencia que nos pueda pasar para ayudarnos a empezar con más firmeza? Usted es una adulta. La anciana, la sabia. Deje de pensar en salvar su pellejo. Piense en nuestras vidas y cuéntenos su particular mundo. Invente una historia. Narrar es algo radical que nos crea al mismo tiempo que creamos. No le vamos a culpar si su alcance excede su comprensión, si el amor así enciende sus palabras, se transforman en llamas y nada queda de ellas salvo su combustión. O si, con la reticencia de la mano de un cirujano, sus palabras suturan solo en los lugares donde la sangre podría brotar. Sabemos que nunca podría hacerlo del todo bien así, de una vez y para siempre. La pasión nunca es suficiente, ni la habilidad. Pero intente. Para que ni nosotros ni los suyos olviden su nombre en las calles, díganos qué fue para usted el mundo en los lugares oscuros y en los luminosos. No nos diga qué creer, qué temer. Muéstrenos los amplios ámbitos de la creencia y la costura desde la cual se desenreda la membrana del miedo. Usted, anciana mujer, bendecida con la ceguera, puede hablar el lenguaje que nos dice aquello que solo el lenguaje puede: cómo ver sin pinturas. Solo el lenguaje nos protege del terror de las cosas sin nombre. Solo el lenguaje es meditación».
«Díganos qué es ser una mujer, así podemos saber qué es ser un hombre. Lo que es moverse en el margen. Lo que es no tener casa en este lugar. Ser puesto a la deriva y lejos de los que uno conoce. Lo que es vivir al borde de pueblos que no soportan su presencia. Cuéntenos acerca de los barcos alejados de la costa para Pascua, la placenta en los campos. Cuéntenos de los vagones cargados de esclavos, de cuán suavemente cantaban, de modo que no podían distinguirse de la nieve cayendo; de cómo sabían, por la curvatura del hombro más cercano, que la próxima parada sería la última; de cómo, con las manos juntadas en sus sexos, pensaban en el calor, y después en el sol, levantando sus caras como si estuviera ahí para tocarlo. Girando como si estuviera ahí para tocarlo. Paran en una posada. El conductor y su compañero entran en ella con una lámpara, dejándolos susurrando en la oscuridad. El vapor que sale de los resoplidos del caballo llega hasta la nieve debajo de sus patas, y ese silbido y la nieve derritiéndose son la envidia de los congelados esclavos. La puerta de la posada se abre: una chica y un chico se asoman desde ese adentro iluminado. Trepan al vagón. El chico tendrá un arma en tres años, pero ahora lleva una lámpara y una jarra con bebida tibia. Se la pasan de boca en boca. La chica ofrece pan, pedazos de carne y algo más: una mirada rápida a los ojos de aquellos a los que iba sirviendo. Uno para cada hombre, dos para cada mujer. Y una mirada. Ellos devuelven la mirada. La próxima parada será la última. Pero no esta. En esta hay calor».
Está todo en silencio cuando los chicos terminan de hablar, hasta que la mujer lo rompe: «Finalmente», dice, «confío en ustedes ahora. Confío en ustedes con el pájaro que no está en sus manos porque lo han atrapado verdaderamente. Miren. Qué hermoso es, esto que hemos hecho juntos».


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