jueves, 15 de agosto de 2019

Graham Greene / El fin de la aventura / Reseña de Vargas Llosa


Milagros en el siglo XX 

El fin de la aventura, 

de Graham Greene



Mario Vargas Llosa
Londres, 7 de julio de 1999

A Graham Greene le irritaba sobremanera que lo llamaran "un escritor católico", y en el segundo volumen de su elusiva autobiografía, Ways of Escape, explicó que no era "a Catholic writer but a writer who happens to be a Catholic". Sin embargo, lo cierto es que las tres mejores novelas de su vasta obra, The Power and the Glory, The Heart of the Matter y The End of the Affaire, en las que se acercó más a la obra maestra que nunca llegó a escribir, giran en torno de la religión, del problema de la fe, y, más concretamente, del drama que significa ser católico en el mundo moderno.
     Donde con más audacia desarrolló este tema fue en El fin de la aventura (1951), cuyo arranque es uno de los mejores con que haya empezado jamás una novela ("Una historia no tiene principio ni fin..."), comparable a las más hechiceras frases inaugurales de una historia (como "En un lugar de la Mancha" o "Digamos que me llamo Ismael"), que inmediatamente subyugan al lector y lo instalan en un clima psicológico que la continuación del relato irá espesando. Fue la primera ficción que Greene narró en primera persona, dice que por influencia de Great Expectations de Dickens, que estaba leyendo en diciembre de 1948, en el Hotel Palma de Capri, al empezar a escribir esta historia.
     Ella narra, en el marco de un Londres sórdido, triste y pobretón, aturdido por constantes bombardeos de la aviación alemana, los amores adúlteros de un mediocre novelista ateo, Maurice Bendrix, con Sarah Miles, esposa de su amigo Henry, un funcionario apagado, eficaz y, en cierto modo, emblemático. La sencillez estructural del relato es engañosa, porque encierra una compleja trama espiritual de la que el lector va tomando conciencia tardíamente, al igual que el propio protagonista, el retorcido Bendrix, quien sólo luego de la muerte de Sarah descubre la explicación de su extraña conducta, algo que él, estúpidamente, trataba de esclarecer haciéndola seguir por un detective privado (el amable y juicioso Parkis, que inyecta algo de humor al mundo asfixiantemente depresivo en que fluye la historia).




     En verdad, el tema profundo de El fin de la aventura, que la torturada relación de Bendrix y Sarah sirve para ilustrar, es si Dios existe y si su existencia, tal como está concebida por la teología católica, es compatible con una vida que no exija de los creyentes el heroísmo, la santidad, que congenie con los vaivenes y quebrantos de la normalidad. La respuesta que la novela ofrece a esta indagación es enigmática, o, mejor dicho, librada a cada lector, porque el narrador-personaje de la historia, aunque nos transmite todos los elementos de juicio necesarios para decidir al respecto, es incapaz él mismo de sacar una conclusión, salvo —situación recurrente en las ficciones de Graham Greene— la de, pese a reconocer que la trascendencia existe, que hay un más allá y un ser superior al que sin duda el alma de Sarah ha accedido, persistir en su ateísmo y rechazar a Dios.
     No es de extrañar que la novela erizara los cabellos de un príncipe de la Iglesia Católica, el cardenal Griffin, quien, según cuenta Greene en A sort of life, lo llamó a Westminster Cathedral para decirle, sin ambajes, que aquel libro debía ser excomulgado por el Santo Oficio. El pío purpurado no había comprendido que las novelas de Greene, como los misioneros, no orientan sus empeños hacia los creyentes convencidos, sino a los dudosos y atormentados, y a los no creyentes, a los que muy sutilmente tratan de ganar para la fe. Es la superioridad, en términos literarios, del catolicismo de Graham Greene sobre el de escritores como François Mauriac o Claudel, cuyas obras, cuando abordan el tema de la fe, la presuponen en el lector, y el que no la comparte o la comparte con traumas, queda excluido de su mundo. Si a alguien se asemeja Greene es más bien al olvidado Georges Bernanos o a Unamuno, que vivieron también la fe como drama y agonía y supieron llegar en sus libros a creyentes e incrédulos por igual.
     La relación de Bendrix y Sarah comienza a alterarse por culpa de él, no de ella, y no por falta sino exceso de amor. Porque la desea y goza con ella más que con ninguna otra mujer, Maurice la cela e importuna, como si, de manera inconsciente, temiera la felicidad y quisiera atajarla. La aventura concluye de manera abrupta. Un encuentro casual, tiempo después, parece reavivarla, pero no llega a suceder por una recóndita resistencia de Sarah, que, sin embargo, quiere a Maurice tanto como él a ella. La sustracción de un diario de Sarah, por obra de Parkis, revela a Maurice la verdad. Es decir, la conversión de Sarah al catolicismo en medio y a raíz de sus amores clandestinos, y el dilema que la desgarra desde entonces entre su pasión y su fe.



     Esta historia pasablemente convencional experimenta un brusco trastorno cuando, a pocos, con astucia, como sin quererlo ni advertirlo, el narrador nos revela que la conversión de Sarah no fue un acto espontáneo, sino de alguna manera inducido por el más allá. ¿Cómo? A través de un milagro. Este episodio, el cráter de la novela, está admirablemente contado, según un dato escondido que, de manera ambigua y demorada, va transpareciendo hasta hacerse visible, pero siempre de modo que quede, respecto a su naturaleza profunda, un margen de duda, una interpretación que permita rechazarlo —es lo que hace Bendrix— como hecho sobrenatural. Una de las tardes en que la pareja se encuentra en la pensión de Maurice para hacer el amor, sobreviene uno de los periódicos bombardeos nazis, y los amantes divisan incluso por la ventana algunos de los cohetes y proyectiles con paracaídas que lanza el enemigo contra la ciudad. Uno de ellos estalla en el edificio, mientras Bendrix bajaba las escaleras hacia la salida, enterrándolo bajo los escombros. Cuando recobra el sentido y vuelve a la habitación, Sarah, de rodillas, está rezando. Sólo mucho después averiguamos que, en el intervalo, algo ocurrió que Bendrix ignoraba. Luego de la explosión, Sarah corrió en su busca y lo encontró sepultado bajo los restos de la escalera. Tocó su mano yerta y supo que estaba muerto. Entonces, imploró a Dios que hiciera un milagro y (según ella) lo hizo.
     Ese episodio desencadena o acelera el proceso de conversión que devolverá a Sarah a la Iglesia (había sido secretamente bautizada por su madre al nacer, pero ella nunca lo supo), la apartará de Maurice y, en cierto modo, pondrá fin a su vida terrenal. Pero no a la otra, la trascendente, la eterna, desde la cual una invisible Sarah seguirá discretamente manifestándose en los últimos capítulos al privilegiado grupo de personas que la conoció y amó. No creo que haya hazaña más difícil, en una novela contemporánea, que narrar un milagro con poder de persuasión suficiente para hacerlo verosímil a creyentes y no creyentes por igual. Y Greene lo consigue en este caso, gracias a la destreza con que descoloca y disimula los datos que conforman lo ocurrido. Pero que, además de este milagro, haya otros dos más, es demasiado, literariamente hablando. Por más dominio técnico, por más rodeos y precauciones verbales que el narrador adopte para referirlas, aquellas misteriosas ocurrencias que por acción de Sarah parecen haber sucedido —la desaparición de la marca que afeaba la cara del predicador racionalista Smythe y la curación in extremis del hijo de Parkis— fuerzan la credibilidad del lector de manera excesiva. Es verdad que Maurice Bendrix, curándose en salud, se resiste a aceptarlos como milagros, que se empeña en rebajarlos a la miserable condición de sucesos naturales, hablando de coincidencias y excepciones científicas. Pero no le creemos porque —basta arañar la superficie de sus palabras para descubrirlo— él tampoco se lo cree. Y la prueba es que este ateo termina blasfemando contra Dios.




Estos dos excesos disminuyen, pero en modo alguno desaparecen, el vigor de la novela. Aunque la relación de Sarah y Maurice es su espina dorsal, hay en ella otros episodios singulares, trenzados con habilidad al principal. Como la inesperada y entrañable complicidad que surge, luego de la muerte de Sarah, entre el marido de ésta y Bendrix. Llegan a vivir juntos, a olvidar celos y rencores de antaño, y a sostenerse mutuamente, hermanados se diría y tal vez hasta bendecidos —describo, no hago una broma— por la mujer que, para no tener que optar en este mundo por el uno contra el otro, se martirizó en silencio hasta alcanzar la misteriosa santidad.
     El fin de la aventura es una novela que difícilmente convencería a un agnóstico, pero que conmueve a todo lector sensible, por la eficacia de su estilo y la delicadeza de su construcción. Aunque no tenga el colorido y el sustrato épico que da tanta viveza a El poder y la gloria, en ella Greene consiguió una profundidad y complejidad de la que por lo general están exentas sus ficciones. Es sabido que él dividió éstas entre entertainments y obras serias, una nomenclatura sumamente discutible. La verdad es que todas sus novelas fueron siempre "diversiones", aunque algunas, como el trío que he citado, encararan asuntos morales de turbia consistencia, principalmente la tensión a que está condenado el creyente que trata de domesticar sus instintos, emociones y apetitos —la naturaleza humana— para vivir de acuerdo con los postulados de su fe. Éste es un tema que Greene vivió en carne propia, desde que, a los 22 años, en Nottingham, se convirtió al catolicismo. Y sabemos, por sus biógrafos, que lo atormentó a lo largo de toda su vida, y volvió problemática su relación con sus varias amantes, sobre todo con aquella que sirvió de modelo al personaje de Sarah Miles y a quien está dedicada The End of the Affaire. Pero, incluso en estas novelas en que volcaba asuntos tan personales y vívidos, Graham Greene nos parece un escritor más superficial y previsible —más cerca de la cultura comercial y popular del mero entretenimiento que de la artística y creativa— que un E.M. Forster, una Virginia Woolf o un William Faulkner. Esto no se debe a los temas que trataba, que eran a veces, en potencia, como el de esta novela, de riquísima proyección moral y psicológica, sino a lo convencional y simple de la forma en que los plasmaba, una forma que, al mismo tiempo que los volvía fáciles y entretenidos, los aligeraba y a veces banalizaba a niveles cinematográficos. (Por eso sus historias pasaban con tanto éxito a la pantalla; y algunas de las que escribió directamente para el cine, como El tercer hombre, son magníficas.) En literatura el tema no es nunca lo esencial; lo son el estilo y el orden —la forma—, pues ellos determinan que una obra sea profunda o vacua, espléndida o exangüe de significados. Con el tema más truculento y disparatado que cabe imaginar, Faulkner escribió novelas tan imperecederas como Santuario y Mientras agonizo.


     En El fin de la aventura el estilo y la estructura de las ficciones de Graham Greene alcanzan su apogeo y muestran sus límites. La claridad y la transparencia del lenguaje son tan extremas que raspan el ideal flaubertiano de la invisibilidad: se diría que la historia se autogenera ante nosotros, sin necesidad de palabras. La estructura se ciñe al tema con precisión y economía de medios. Además de Bendrix, hay un segundo narrador-personaje, ya que el diario de Sarah está transcrito literalmente —ella habla en primera persona en esos capítulos— y la cronología, que muda entre dos instancias del pasado, una remota y otra próxima, sirve para impregnar de expectativa e incertidumbre el relato. El puñado de personajes está caracterizado con la solvencia con que solía hacerlo Greene, aunque todos ellos, incluido Bendrix, parezcan instrumentales, dóciles a la voluntad del narrador. La excepción es Sarah, el mejor personaje femenino de toda su obra, que, en el curso del relato, se crece y emancipa hasta cortar totalmente los vínculos con la persona que cree evocar su antiguo amante. Cuando, luego de muerta, se revela la intensidad del drama de Sarah, sus escrúpulos, su pureza y el indecible sufrimiento con que lo vivió, se agiganta un personaje que hasta entonces parecía una mujercita de clase media malcasada, sin misterio ni vida interior. En esas páginas, que son casi las últimas, la historia alcanza una nueva valencia, retroactivamente se carga de una dimensión espiritual y moral insospechadas en lo que fingía ser una vulgar historia de adulterio muy bien contada.
     Nunca volvió a estar tan cerca de la obra maestra Graham Greene como en El fin de la aventura. ¿Por qué no llegó a escribirla, teniendo el excelente oficio, la buena cultura y la pasión por la literatura que tenía? ¿Qué le faltó? Dos ingredientes, difíciles de definir, que asoman detrás de todas las grandes novelas, pero nunca en las suyas: una ambición desmesurada y cierta dosis de insensatez (puede llamársele locura). Greene, viajero incansable, aventurero al que su curiosidad llevó a vivir guerras, revoluciones, plagas, y a frecuentar, por todos los rincones del planeta, a los tipos humanos más pintorescos y diversos, a la hora de sentarse a escribir perdía aquellos ímpetus, aquella vocación de riesgo que lo llevó de adolescente a jugar a la ruleta rusa, y se volvía un eficiente escribidor, tímido y funcional, que se sentía satisfecho contando con acierto una historia que hiciera pasar un rato feliz y distraído a toda clase de lectores. Desde luego que consiguió lo que se propuso como escritor, pero lo que se propuso fue siempre poco y por debajo de su talento. 

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