martes, 24 de junio de 2025

Erica Jong / El cuerpo de Adrian

 


Erica Jong
EL CUERPO DE ADRIÁN

Me enfurecía que me viera más cínica de lo que me veía a mí misma. Siempre pienso que me protejo contra las opiniones de los otros respecto a mí adoptando la opinión más agria posible acerca de mí. Entonces advierto repentinamente que incluso esta opinión agria es autohalagadora. Cuando me hieren, caigo en el francés del bachillerato:
    — Vous vous moquez de moi .
    —Tienes mucha razón. Mira, estás ahora conmigo porque tu vida es un engaño y tu matrimonio está muerto o muriéndose o plagado de mentiras. Las mentiras son tu propia obra. Tienes que salvarte. Es tu vida lo que estás jodiendo, no la mía.
    —Creí que habías dicho que deseaba que me salvaras.
    —Lo deseas. Pero no me voy a dejar atrapar así. Te fallaré en algo importante y empezarás a odiarme mucho más de lo que odias a tu marido.
    — No odio a mi marido.
    —Muy bien. Pero te aburre…, y eso es aún peor, ¿verdad?
    No respondí. Ahora me sentía verdaderamente deprimida. Se me estaban disipando los efectos del champaña.
    —¿Por qué tienes que empezar a convertirme incluso antes de que hayamos jodido?
    —Porque eso es lo que quieres.
    —¡Mierda, Adrian! Lo que verdaderamente quiero es que te me folles. Y deja en paz mi maldita mente —pero sabía que estaba mintiendo.
    —Señora, si usted desea que se la folien, nos la follaremos —puso en marcha el coche—. Casi me gusta llamarte señora, ya ves.
    Sin embargo, yo no llevaba el diafragma y él no tuvo ninguna erección, y cuando finalmente conseguimos llegar a la pensión, estábamos ambos agotados por habernos perdido por la ciudad en tantas ocasiones.
    Nos tendimos en su cama y nos abrazamos. Examinamos la desnudez mutua con ternura y diversión. Lo mejor de hacer el amor con un hombre nuevo después de años de matrimonio era descubrir el cuerpo de un hombre. El cuerpo del marido de una era prácticamente como el propio. Todo lo que se relacionaba con él resultaba conocido: todos los olores y sabores, las líneas, los pelos y las marcas de nacimiento. Pero Adrian era como una tierra recién descubierta. Mi lengua hizo un recorrido sin guía por él. Empecé por su boca y bajé. Su cuello, moreno del sol. Su pecho, cubierto de pelo rojizo y rizado. Su vientre, algo barrigudo, muy distinto al de Bennett, liso y moreno. Su pene rosado y rizado. Sus testículos muy rosáceos y peludos. Sus muslos musculados. Sus rodillas morenas. Sus pies. (Que no besé). Sus uñas de los pies sucias. (Lo mismo). Acto seguido empecé de nuevo. En su deliciosa y húmeda boca.
    —¿De dónde has sacado estos dientecitos afilados?
    —Del armiño que era mi madre.
    —¿El qué?
    —Armiño.
    —Ah.
    No sabía lo que quería decir, pero no me importó. Nos estábamos probando mutuamente. Estábamos en posiciones opuestas y su lengua jugaba con mi sexo.
    —Tienes un coño encantador —dijo— y el culo más impresionante que he visto en mi vida. Mala suerte; no tienes tetas.
    —Gracias.
    —En cualquier caso, no quiero joder.
    —¿Por qué?
    —No lo sé… No me apetece.
    Adrian quería ser amado por sí mismo y no por su pelo amarillo. (O su polla rosada). Resultaba bastante conmovedor de hecho. No quería ser una máquina de joder.

    —Puedo joder como el mejor cuando tengo ganas —dijo en tono de desafío.
    —Naturalmente.
    —Ahora te ha salido tu condenada voz de asistente social —dijo.
    Había hecho las veces de asistente social en un par de ocasiones en la cama. En una ocasión con Brian, después de salir del pabellón psiquiátrico y de estar demasiado lleno de torazina (y ser demasiado esquizoide) para follar. Durante un mes nos habíamos tendido en la cama haciendo manitas. «Como Hansel y Gretel», dijo. Fue algo bastante dulce. Lo que imaginarías de Dodgson y Alicia en una barca en el Támesis. También resultó cierto alivio después de la fase maníaca de Brian en la que casi me había estrangulado, pero incluso antes de caer enfermo, las preferencias sexuales de Brian eran en cierta manera extrañas. Sólo le gustaba chupar, no joder. En esa época, mi inexperiencia me impedía advertir que no todos los hombres eran así. Contaba veintiún años y Brian veinticinco, y recordando lo que había oído respecto a que los hombres alcanzaban su apogeo sexual a los dieciséis y las mujeres a los treinta, imaginé que había que echarle la culpa a la edad de Brian. Estaba en decadencia. Bajando, pensé. No obstante, conseguí aprender a chupar muy bien.
    También había actuado de asistente social con Charlie Fielding, el director de orquesta cuya batuta languidecía. Se mostró deslumbrantemente agradecido. «Eres un verdadero hallazgo», iba diciendo aquella primera noche (significado que había esperado que lo echara a la calle y no lo hice). Lo consiguió más tarde. Sólo las noches de estreno le languidecían.
    Pero ¿Adrian? El sexy Adrian. Se suponía que sería mi jodedor descremallerado. ¿Qué sucedía? Lo divertido es que no me importaba verdaderamente. ¡Era tan bello yaciendo allí y su cuerpo olía tan bien! Pensé en los siglos en que los hombres adoraron a las mujeres por sus cuerpos, mientras despreciaban sus mentes. Recordando la época en que adoraba a los Woolf y a los Webb, esto me había parecido inconcebible, pero ahora lo comprendía. Porque así pensaba a menudo respecto a los hombres. Tenían la mente aturdida sin remedio, pero ¡sus cuerpos eran tan bellos! Sus ideas resultaban intolerables, pero sus penes eran de seda. Había sido feminista durante toda mi vida (fecho mi «radicalización» en la noche de 1955, en el metro IRT, cuando el imbécil de Horace Mann, que era el chico con quien salía, me preguntó si había decidido ser secretaria), pero el gran problema era cómo hacer que tu feminismo se mofara de tu hambre incansable de cuerpos masculinos. No resultaba fácil. Además, cuanto más mayor, más claro me resultaba que los hombres se sentían aterrados ante las mujeres. Algunos secreta y otros abiertamente. ¿Qué podía ser más lacerante que una mujer liberada frente a una polla fláccida? Todos los grandes problemas de la historia palidecían comparados con estos temas quintaesenciados: la eterna mujer y la eterna polla fláccida.
    —¿Te asusto? —le pregunté a Adrian.
    — ¿Tú?
    —Bien; algunos hombres aseguran que me temen.
    Adrian se rió.
    —¡Eres un encanto! —exclamó—; una gatita, como decís los americanos. Pero no es este el problema.
    —¿Tienes a menudo este problema?
    — Nein , Frau Doktor, y no quiero que me hagas más condenadas preguntas. Es absurdo. No tengo un problema de potencia…; sólo que estoy maravillado ante tu estupendo culo y no me apetece joder.
    La deposición sexista definitiva: la polla que se tumba en pleno trabajo. El aroma definitivo en la guerra entre los sexos: la polla fláccida. La bandera del campo enemigo: la polla a media asta. El símbolo del apocalipsis: la polla de cabeza atómica que se autodestruye. Esta era la básica desigualdad que nunca se podría enderezar: no era que el macho tuviera una maravillosa atracción suplementaria en un pene, sino que la hembra tuviera un maravilloso coño para todos los tiempos: ni la tempestad, ni el aguanieve, ni la oscuridad de la noche podían perturbarlo. Siempre se encontraba allí, siempre dispuesto. Bastante aterrador, si pensamos en ello. No es de extrañar que los hombres odien a las mujeres. No es de extrañar que se inventaran el mito de la insuficiencia femenina.
    —Me niego a que me atravieses con un alfiler —dijo Adrian, sin advertir el chiste que inmediatamente me pasó por la cabeza—. Me niego a ser categorizado. Cuando por fin te dispongas a escribir sobre mi persona, no sabrás si soy un héroe o un antihéroe, un cerdo o un santo. No podrás atribuirme una categoría.
    Y, en aquel momento, me enamoré locamente de él. Su polla fláccida había penetrado hasta donde otra erecta nunca hubiera llegado.

Erica Jong
Miedo a volar
Círculo de Lectores, Bogotá, 1984, pp. 106-109




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