jueves, 20 de abril de 2023

Samanta Schweblin / Olingiris

 


Samanta Schweblin

Olingiris

1. 

Alcanzaba para seis. Una quedó afuera, en la sala de espera. Dio vueltas por el hall. Tardó en asumir que tendría que aguantarse las ganas hasta el día siguiente, o el siguiente, o hasta que volvieran a llamarla. No era la primera vez que le pasaba. Las que entraron subieron las escaleras blancas hasta el primer piso. Ninguna se conocía particularmente con las otras. Quizá alguna vez se cruzaron, tal vez en ese mismo lugar, pero nada más que eso. Pasaron al cambiador en silencio. Colgaron sus carteras, se quitaron los abrigos. Se lavaron las manos por turnos, y por turnos también se acomodaron el pelo frente al espejo, atado en una cola o con una bincha. Todo con amabilidad y en silencio, agradeciendo con gestos o sonrisas. Han pensado en esto toda la semana. Mientras trabajaban, mientras cuidaban a sus hijos, mientras comían, y ahora están ahí. Ya casi dentro de la sala, ya casi a punto de comenzar.

Una de las asistentas del instituto abre la puerta de la sala y las hace pasar. Dentro todo es blanco. Las paredes, las repisas, las toallas enrolladas como tubos unas sobre otras. La camilla, al centro. Las seis sillas alrededor. También hay un ventilador de techo, girando con suavidad, seis pinzas plateadas alineadas en una toalla, sobre una banqueta de madera, y una mujer recostada en la camilla, boca abajo. Las seis mujeres se acomodan en las sillas, tres de cada lado, ubicándose alrededor de las piernas de la mujer. Esperan mirando el cuerpo, impacientes, sin saber muy bien qué hacer con sus manos, como si frente a una mesa al fin hubieran traído la comida pero todavía no se pudiese empezar. La asistenta las rodea, ayudándoles a acercar las sillas aún más. Después reparte las toallas de mano, y entrega, una por una, las seis pinzas que estaban sobre la banqueta. La mujer de la camilla sigue inmóvil, boca abajo. Está desnuda. Una toalla blanca la cubre desde la cintura hasta la media pierna. Tiene la cabeza hundida sobre los brazos cruzados, porque es bueno que no se le vea la cara. Tiene el pelo rubio, el cuerpo delgado. La asistenta enciende el tubo de luz que hay sobre la camilla, a unos dos metros de altura, lo que ilumina aún más la habitación y a la mujer. Cuando el tubo parpadea, levemente, antes de quedar completamente encendido, la mujer de la camilla mueve apenas los brazos, como reacomodándose, y dos de las mujeres miran con reprobación el movimiento. Cuando la asistenta da la señal de comenzar, las mujeres doblan sus toallas de mano en cuatro, y colocan el pequeño recuadro de tela frente a ellas, sobre la camilla. Después algunas arriman todavía más las sillas, o apoyan los codos, o se acomodan por última vez el pelo. Y empiezan a trabajar. Levantan las pinzas sobre el cuerpo de la mujer, eligen rápidamente un pelo y las bajan abiertas, con decisión. Pinzan, cierran, tiran. El bulbo oscuro sale limpio y perfecto. Lo estudian un segundo antes de dejarlo sobre la toalla, y van por el siguiente. Seis picos de gaviotas arrancando peces del mar. El pelo en la pinza las llena de placer. Algunas hacen el trabajo a la perfección. El pelo entero cuelga de la pinza, huérfano e inútil. Otras luchan un poco con la tarea y hacen más de un intento antes de lograrlo. Pero nada las priva del placer. La asistenta rodea la mesa. Cuida que todas estén cómodas, que a ninguna le falte nada. Cada tanto, un tirón, un pinchazo, provoca un leve temblor en las piernas. Entonces la asistenta se detiene en seco y vuelve su mirada a la mujer de la camilla. Maldice que las reglas del instituto las deje boca abajo, porque con la cabeza oculta no puede reprenderlas con la mirada. Pero tiene su anotador, que saca del bolsillo de su guardapolvo, y registra con eficiencia los excesos. La mujer de turno sobre la camilla escucha el chistido de las sandalias de goma al detenerse en seco. Sabe lo que eso significa. Un punto menos, una cruz, un tilde. Tarde o temprano suman lo suficiente para descontar algo de su sueldo. Las piernas van llenándose de pequeños puntos rosados. Ya casi no tiemblan, porque los tirones adormecen la piel resentida, ahora apenas consciente de un leve ardor.

2. Cuando la mujer de la camilla tenía diez años vivía con su madre cerca del río. Era una zona que a veces se inundaba y las obligaba a mudarse a lo de su tía, que vivía unos metros más arriba, en una casa montada sobre una estructura de madera. Una vez, cuando la mujer de la camilla estaba haciendo su tarea en el comedor de la tía, vio por la ventana que un pescador merodeaba su casa, la de su madre. Había llegado en un bote, que ató a unos árboles. Unas botas altas lo protegían del agua, que le llegaba casi hasta las rodillas. Lo vio desaparecer por un lado de la casa, y después volver a aparecer por el otro. Espió por las ventanas. Pero en ningún momento golpeó la puerta o los vidrios. Cuando la madre lo vio le hizo una seña y lo hizo pasar. La mujer de la camilla podía verlos si se mantenían cerca de la ventana. Su madre le ofreció té caliente y se sentaron en la mesa. Después se alejaron. Cuando la mujer de la camilla regresó de la otra casa hablaron de los viajes que él hacía, de su trabajo de pescador, del río. El pescador se ofreció a llevar a la mujer de la camilla de pesca al día siguiente. Como era época de inundaciones y no había colegio, a la madre le pareció bien. El pescador la llevó hasta la desembocadura, en el lago. A esa altura el bote casi ni se movía, avanzaba suave sobre el espejo de agua y a ella fue quitándosele el miedo. Entonces se dio cuenta que tenía frío, y un poco de hambre. Recién empezaba a amanecer. El pescador armó su caña, dispuso los anzuelos, y empezó a trabajar. Ella preguntó si su madre les había preparado algo para desayunar, pero el pescador le chistó y le hizo una seña para que permaneciera en silencio. Entonces preguntó si tenía algún abrigo de más en el bote. El pescador volvió a chistar.

—¿Usted es mi padre? —preguntó ella al fin.

El pescador se quedó mirándola y a ella se le dio por sonreír. Pero él dijo:

—No.

Y no volvieron a decirse nada.

La madre de la mujer de la camilla siempre quiso que su hija estudiara y se mudara a la ciudad. Le exigió que se sacara buenas notas y se esmeró en repetirle que lo que no se esforzara de chica lo pagaría de grande, a un precio muy caro. La mujer de la camilla estudiaba. Hacía todo lo que la madre decía. El colegio quedaba a dos kilómetros de la casa y ella hacía el recorrido en bicicleta. Cuando estaba inundado le dictaban la tarea por teléfono. En el secundario aprendió mecanografía, inglés, algo de computación. Una tarde en que volvía a su casa rompió la cadena de la bicicleta. La mujer de la camilla se cayó al barro y se estropearon los cuadernos que llevaba en la canasta. Un chico que conducía una camioneta por la ruta la vio caer, la alcanzó y se bajó a ayudarla. Fue muy amable. Le juntó los cuadernos, que limpió con las mangas de su abrigo y se ofreció a llevarla hasta la casa. Cargaron la bicicleta en la caja de la camioneta. En el viaje hablaron un poco. Ella le contó lo que estaba estudiando, le dijo que estaba preparándose para mudarse a la ciudad. Él parecía interesado en todo lo que ella decía. Tenía una cadena dorada, muy fina, colgando del cuello con una cruz pequeña. A ella le pareció hermosa. Ella no creía en dios, su madre tampoco, pero algo le hacía pensar que él podía caerle bien a su madre. Cuando llegaron lo invitó a pasar a cenar más tarde con ellas. El pareció encantado, pero dijo:

—Es que salgo a trabajar en un rato. Soy pescador. —Sonrió— ¿Puedo venir mañana?

—No —dijo ella—. No creo que mañana sea una buena idea. Lo siento.

Cuando la mujer de la camilla llegó a la ciudad tenía veinte años. Le gustó ver que las casas no se elevaban sobre estructuras de madera, eso descartaba las inundaciones y los pescadores. La ciudad le pareció además calurosa, y la mareó un poco durante los primeros días. Los domingos llamaba a su madre y le contaba algunas cosas de su semana. A veces mentía. No lo hacía con maldad, lo hacía más bien para distraerse. Le decía a la madre que había salido con nuevos amigos. O que había ido al cine. O que había comido algo muy rico en un restaurante del barrio. A la madre le encantaban estas historias, y a veces no podía esperar a cortar y las repetía al teléfono para que la tía también se enterara.

La mujer de la camilla tenía algunos ahorros y se había anotado en un terciario. Pero los gastos de comida, alquiler y estudios eran muy altos y pronto tuvo que interrumpir la carrera y buscar un trabajo. Una tarde en que estaba comprando pan, la señora del almacén, con la que a veces conversaba de sus problemas, le dijo que tenía un trabajo para ella. Dijo que ganaría más dinero, y tendría tiempo para estudiar. La mujer de la camilla no era tonta. Sabía que el trabajo podía tratarse de algo desagradable que nadie más querría hacer, o algo peligroso. Pero dijo que, si no había ningún compromiso, le interesaría ver de qué se trataba.

La mujer del almacén la llevó en su coche hasta una avenida cercana, y se detuvo frente a un edificio de dos plantas con un cartel que decía “Instituto”. Dentro había un pequeño tumulto de mujeres. Una de ellas, vestida con un uniforme color durazno que también decía “Instituto”, pidió a las mujeres que se reorganizaran en una cola y las amenazó con no reservarles turno si permanecían fuera de la línea. Rápidamente las mujeres se ordenaron. Otra mujer de traje reconoció a la señora del almacén y se acercó de inmediato a ellas. Las hizo pasar a una sala contigua y le pidió a la mujer de la camilla que se arremangara los pantalones para poder ver los vellos de sus piernas. La mujer de la camilla pensó en un primer momento que no había entendido el pedido. Pero se lo repitieron. Entonces pensó que era ridículo, y que seguramente no era un trabajo para ella. Pero tampoco vio un peligro en mostrarle los pelos a la mujer de traje, así que se arremangó la manga del pantalón, y se los mostró. La mujer de traje se colocó los anteojos y estudió los pelos iluminándolos con una pequeña linterna que llevaba en el bolsillo. Revisó el tobillo, donde los pelos no eran tan fuertes todavía, y también la pantorrilla. Solo cuando pareció estar convencida de que funcionaría, explicó en que consistía el trabajo, los términos generales y el sueldo. La mujer de la camilla no supo qué decir. Porque el trabajo era muy simple, el horario aceptable, y el sueldo excelente. Su madre le había hablado tanto sobre las trampas de la ciudad, que se esforzó algunos segundos en entender dónde podía estar el peligro o la mentira. Pero todo siguió pareciéndole perfecto. Y aceptó.

3.

Cuando ya no quedan pelos las piernas se ven vivas y coloradas. La mujer de la camilla está inmóvil. Las seis mujeres parecen cansadas, pero satisfechas. Se apoyan finalmente en los respaldos de las sillas, suspiran, descansan las manos sobre el regazo. La asistenta junta las toallas de mano donde las mujeres fueron dejando los pelos. Antes de levantarlas, las pliega dos veces a la mitad, para evitar que los pelos se pierdan, y así mismo las deposita cuidadosamente en una bolsa, que una vez llena cierra con un nudo doble. Solo entonces ayuda a las mujeres a incorporarse, corriéndoles la silla, acomodándoles algunas veces los cuellos o las hombreras a las que han quedado desalineadas. Después toma la bolsa atada, con delicadeza, cuidando de no inclinarla, abre la puerta y acompaña a las mujeres hasta el cambiador. Cuando todas están dentro la asistenta regresa al pasillo y cierra tras de sí la puerta. A veces las mujeres comentan sobre el turno, se ríen, o se hacen preguntas sobre las veces anteriores. La asistenta las escucha hablar mientras baja las escaleras blancas. Sabe que debe entregar la bolsa antes de volver con la mujer de la camilla.

4.

La asistenta nació en el campo, en una familia que vivía de siembras y viñedos. Tenían un casco de estancia rodeado de jardines y una pequeña fortuna. A la asistenta le gustaban los peces, y el padre, que casi nunca estaba en la casa, le mandaba libros enormes con ilustraciones a color de todos los peces del mundo. Ella se aprendía los nombres y los pintaba en su cuaderno. Le gustaba, de todos los peces, uno que se llamaba Olingiris. Tenía el cuerpo fino y chato, con la trompa larga en forma de tubo. Turquesa y amarillo. Los libros decían que era un pez delicado, porque solo comía pólipos de coral, y eso no podía encontrarse en cualquier sitio. Pidió uno, pero le explicaron que no podía tener peces en el campo. La asistenta le mostró a su madre un libro que explicaba cómo instalar y mantener una pecera, pero la madre dijo que, aunque consiguieran la pecera y la comida adecuada, los peces se morirían de tristeza. La asistenta pensó que su padre tal vez no opinaría lo mismo, que podría mostrarle las fotos y él entendería. Pero cuando al fin él estuvo en la casa, ella no encontró el libro por ningún lado.

La asistenta tenía muchos hermanos, pero eran mayores y trabajaban con el padre, así que estaba casi todo el día sola. Cuando cumplió siete años empezó a ir a una escuela rural. Uno de los hombres que trabajaba para el padre pasaba a buscarla a las siete y media, la dejaba en el colegio a las ocho y volvía por ella a las doce. A la asistenta le costó adaptarse a ese nuevo ritmo. No le fue bien al principio. La madre contrató una profesora particular, y entonces la asistenta estudiaba por la mañana en el colegio y por la tarde en la casa. Como la profesora particular sabía del interés que la asistenta tenía por los peces, acotaba los ejercicios a esa temática. A veces le leía algo de poesía y una vez en que estudiaban puntuación le propuso que escribiera algunos versos. La asistenta hizo la prueba y la maestra particular pareció encantada con el resultado. Le dejó como tarea escribir una poesía con los nombres de sus peces preferidos. La asistenta se tomó la tarea con mucho interés. Despejó su escritorio y dejó en él solo unas hojas blancas, un lápiz y una goma de borrar. Escribió una poesía sobre los peces, pero peces inventados, sobre lo que sentía a veces a la mañana, cuando recién se despertaba y a veces no sabía bien quién era, ni dónde estaba. Sobre las cosas que la hacían feliz, sobre las que no, y sobre su padre.

Una tarde la profesora particular le dijo a la asistenta que tenía una sorpresa para ella, y sacó de su bolso un paquete muy grande, del tamaño de una carpeta, o más, envuelto en papel regalo. Antes de permitirle abrirlo le hizo prometer a la asistenta que sería un secreto, y que nunca le contaría a nadie sobre el regalo. La asistenta asintió. Arrancó el papel y cuando vio de qué se trataba pensó que no le alcanzaría la vida para devolverle a la profesora particular algo del valor que ella le había regalado. Era el libro de las peceras. No el mismo libro, pero uno igual, nuevo, idéntico.

A los doce años el nivel de la asistenta había mejorado mucho, y su madre decidió que ya no era necesario que viniera la profesora particular. La asistenta la dibujó un tiempo entre sus peces. Hizo algunos de la profesora particular besando al Olingiris y otro de la profesora particular embarazada de un Olingiris. Escribió algunas poesías para que su madre enviara a la profesora particular, pero no tuvo respuesta.

Cuando la asistenta terminó el secundario empezó a administrar las finanzas del padre y a ocuparse de algunas cosas del campo. Ya no pintaba ni escribía, pero tenía sobre el escritorio un portarretrato con la foto del Olingiris, y a veces, cuando descansaba, lo levantaba para mirarlo detenidamente, y pensaba en qué estaría haciendo la profesora particular, y en cómo sería vivir como un Olingiris.

No se casó ni tuvo hijos. Dejó el campo cuando su madre tuvo los primeros síntomas de enfermedad, el mismo año en que la sequía acabó con los viñedos y la siembra. Decidieron que la asistenta viajaría con la madre a la capital, y vivirían en el departamento que el padre había comprado unos años antes. La asistenta llevó consigo el libro de las peceras que le había regalado la profesora. El departamento no era muy grande, pero alcanzaba para las dos. Tenía una ventana que daba a una calle y por la que entraba mucha luz. Compraron una mesa y dos camas de pino, y la asistenta arrancó del libro algunas láminas y las pegó en las paredes a modo de cuadros. La asistenta aprendió a cocinar, a hacer las camas y a lavar la ropa. Encontró un trabajo en una tintorería. Una vez que la ropa estaba limpia había que colocarla en la máquina de vapor, cuidando que no quedase ninguna arruga. Bajar la tapa, esperar unos segundos, y repetir todo otra vez con el resto de la prenda. También había que doblarla y perfumarla. A veces había manchas difíciles, y había que llevarlas atrás, al lavadero, para ponerles un producto especial. Cuando pasaba eso la asistenta elegía la primera pileta, y mientras esperaba los diez segundos que necesitaba el producto, se miraba en el espejo a los ojos.

Cuando la madre de la asistenta murió, la asistenta renunció al trabajo. Encontró entre la ropa de su madre el libro de las peceras, el original perdido. Vació la mesa de pino y abrió los dos libros en la primera página. Los releyó a la par, varias veces. Pensó que quizá podría encontrar una diferencia, porque a simple vista parecían iguales, pero ella recordaba al primero de otra manera, era algo difícil de explicar. Simplemente estaba segura de que tendría que haber una diferencia. Pero no la encontró. Cerró los libros y se sintió muy triste. Sintió que ya no le serían necesarios, y los guardó juntos debajo de la cama. Esperó en la casa varios días. Cuando se le acabó la comida y el dinero, salió a caminar por el barrio y encontró un aviso de búsqueda de personal en un edificio que decía “instituto”. El trabajo era simple, y pagaban bien. La tomaron de inmediato. Con el dinero de los primeros meses le alcanzó para pintar el departamento y comprar nuevos muebles. Tiró las láminas que tenía colgadas en las paredes. Salía por la mañana con su traje del instituto. Abría puertas, llenaba fichas, acompañaba a las mujeres hasta el cambiador, abría la sala, disponía los materiales, controlaba a la mujer de turno en la camilla, recolectaba los pelos, cerraba la bolsa, entregaba la bolsa, despedía a las mujeres, le pagaba a la mujer de la camilla, apagaba las luces, cerraba con llave. En la casa ordenaba las compras, hacía la comida, comía frente al televisor, lavaba las cosas, se duchaba, se cepillaba los dientes, ordenaba la cama, y se acostaba a dormir. A veces se acababan las fichas y había que ir hasta la librería por más. O las mujeres de la camilla se movían y había que descontarles puntos del sueldo. O no conseguía lo que deseaba cenar y entonces se acostaba más temprano.

5.

La asistenta fue hasta la recepción y vio por la vidriera que ya era de noche. Guardó la bolsa en un estante, junto a otras tres bolsas idénticas, bajo la mesada de atención. Enseguida se abrió la puerta de la calle y la mujer entró con el frío. Era pequeña pero robusta. Vestía una campera gruesa y una botas altas y negras que siempre llevaba, que siempre a la asistenta le habían parecido de hombre, de pescador, pero a las que había terminado por acostumbrarse. Saludó con rudeza, y la asistenta respondió con un tímido asentimiento. La mujer puso ambas manos sobre la mesada. La asistenta vio que el auto de siempre esperaba en marcha en la calle. Le alcanzó las cuatro bolsas, cuidadosamente, una por una. La mujer las tomó con firmeza, dos en cada mano, y se fue sin saludarla. Solo dijo:

—No olvide apagar todas las luces antes de cerrar.

La asistenta dijo que no lo olvidaría, y se quedó ahí unos segundos para verla subir al coche. Bajaron las mujeres ya cambiadas y se despidieron antes de salir a la calle. Sólo faltaba la mujer de la camilla, que debía estar esperándola, ya lista, arriba. Subió, abrió de vuelta la sala y le sorprendió ver que la mujer de la camilla seguía desnuda. Estaba sentada en la camilla, abrazada a sus rodillas con la cabeza metida bajo los brazos. Le temblaba la espalda. Estaba llorando. Era la primera vez que esto pasaba y la asistenta no sabía muy bien qué hacer. Pensó en salir de la sala, volver unos minutos después, pero sacó el anotador, rehizo las cuentas en voz alta y le extendió a la mujer de la camilla el ticket con el dinero. Entonces la mujer de la camilla la miró, por primera vez. Y la asistenta tuvo un impulso, sintió su estómago contraerse apenas, mecánicamente, sus pulmones tomaron aire, sus labios se abrieron, su lengua suspendida en el aire, a la espera, como si fuese a preguntar algo a la mujer de la camilla. ¿Algo como qué? Eso fue lo que cerró su boca. ¿Si se encontraba bien? ¿Bien respecto a qué? No es que fuera a hacer la pregunta, aunque la distancia entre sus cuerpos era la adecuada y estaban solas en el edificio, solo era algo a paso lento en su cabeza. Pero fue la mujer de la camilla la que calmó su respiración, y dijo:

—¿Está usted bien?

La asistenta esperó. Quería ver qué pasaba, entender lo que pasaba. Sintió algo fuerte en la garganta, un dolor punzante que le devolvió la imagen de los libros sobre la mesa de pino, las láminas de los dos Olingiris, uno junto al otro, y como si fuese una nueva oportunidad, buscó desesperada una diferencia, en los ojos, en las escamas, en las aletas, en los colores.

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