Patricia Highsmith
PLACERES CRUELES
Por Raquel Guinovart
Dicen que Graham Greene habría
dicho sobre ella: “escribe sobre los seres humanos como una araña lo haría
sobre las moscas”. La frase es más impactante que precisa, y por ello
probablemente apócrifa. De todos modos la analogía dirá algo a quien haya leído
los libros de la escritora norteamericana Patricia Highsmith (1921-1995). Hay
un desapego en su forma de describir los crímenes humanos. Pero la frialdad con
que persigue las raíces de esos actos no sugiere el anhelo sigiloso de la
araña, sino más bien la curiosidad aséptica del científico. Patricia registra
las miserias de los hombres como un entomólogo lo haría con la conducta de las
amebas, o como el señor Knoppert, protagonista del cuento “El observador de
caracoles” lo hace con sus mascotas: “con la misma curiosidad sin emoción”.
El resultado es inquietante.
Instalada en el corazón mismo de la moralidad la escritora cruza la línea que
separa el bien del mal de un modo que revela la fragilidad de esa frontera. Y
lleva al lector en ese viaje. Gradualmente lo conduce a empatizar con lo
ilógico, lo irracional y lo caótico, y a descubrir que no le resulta tan ajeno,
que entiende al criminal, al loco, al retorcido y que incluso, podría serlo él
mismo. En sus novelas nunca se está seguro. “El trasgresor puede triunfar o ser
atrapado por la justicia, pero se tiene la sensación de que el orden es
impuesto por la intervención de la suerte o de las circunstancias y no porque
los personajes vivan en un mundo racional, gobernado por Dios”.
No es de extrañar que durante
su vida no fuera popular en los Estados Unidos. Desobedecía los códigos de las
novelas policiales, en los que la corrección moral está rigurosamente
respetada. En realidad, su literatura tiene más de Poe que de Conan Doyle y más
de Dostoievski que de Chandler, aun cuando se trate de novelas de suspenso.
Para los críticos siempre fue un problema ubicarla en una tradición y muchos
directamente la ignoraron. Pese a ello, a diez años de su muerte sus novelas
siguen adaptándose al cine y empieza a formar parte de los programas de
literatura de algunas universidades. Los tiempos parecen hoy más apropiados para
valorar a la vieja dama que invita a “experimentar placeres crueles”.
Bajo una estrella enfermiza
Sobre la historia de esta
escritora se sabía muy poco hasta la aparición en 2003 de la biografía de
Andrew Wilson, quien tuvo acceso a sus diarios íntimos, conocidos después de su
muerte. Mientras vivió, Patricia Highsmith mantuvo una distancia hosca con el
mundo, al que sólo emergía para promocionar sus novelas de tanto en tanto. Las
fotos la mostraban vieja, seca, descuidada. Se sabía que era lesbiana, que
había nacido en Texas y que desde los años sesenta vivía en Europa.
El retrato que completa el
libro de Wilson es, como prevé el tópico, el de una vida desgraciada. Ella dice
haber nacido “bajo una estrella enfermiza”. Fue el 19 de enero de 1921, nueve
días después del divorcio de sus padres. Patricia no conocería a su progenitor
hasta los 12 años. Su madre, que había intentado interrumpir el embarazo
tomando trementina, le diría más adelante “es curioso que adores ese olor,
Pat”.
Más maternal fue su abuela con
la que vivió durante periodos extensos de su infancia. Ella le enseñó a leer a
los tres años. Desde entonces “tuvo un amor casi físico por la palabra escrita
y mientras leía a menudo ponía el diario cerca de su nariz para respirar el
aroma de la tinta”. Por esa época aparece en escena Stanley Highsmith, su
padrastro, por quien ella sintió una antipatía inmediata. Recuerda haber tenido
repetidas fantasías sobre asesinarlo cuando tenía ocho años o menos. En su
diario diría: “aprendí a vivir con un odio homicida y opresivo muy temprano. Y
aprendí a sofocar también mis emociones más positivas. Todo eso probablemente
causó mi propensión a escribir sanguinarias historias de muerte y violencia”.
En la escuela era una niña
tímida con un acento tejano que la delataba como extranjera en Nueva York. Se
describe como lúgubre y madura para su edad. A los 9 años leyó La mente humana
del Dr. Karl Menninger, una obra de divulgación psiquiátrica que se ocupaba de
las llamadas conductas desviadas. Le atrajo el rechazo de Menninger por el
concepto de normalidad. En el prefacio leyó: “pienso que es la ignorancia la
que hace a la gente pensar en lo anormal solamente con horror y les permite
permanecer tranquilos en la proximidad de lo normal como promedio y mediocre.
De seguro cualquiera que aspire a algo es, a priori, anormal.” Ella, que ya se
sabía diferente, disfrutó de la perspectiva. El libro le mostró que tras
apacibles fachadas se esconden contradicciones y deseos perversos. Más tarde
diría “no puedo pensar en nada más apto para poner la imaginación en movimiento
que la idea –el hecho- de que cualquiera que pasa a tu lado en la calle puede
ser un sádico, un ladrón compulsivo, o incluso un asesino”.
El sabor de la libertad
La entrada en la universidad
significó para Patricia una forma de desprenderse del clima opresivo de su
casa. Su madre insistía en que fuese “normal”. A los 14 le había soltado ¿sos
una “lesbi”? porque estás empezando a comportarte como una”. Más tarde
recordaría como ese “comentario vulgar y estremecedor” la hizo sentir más rara
e introvertida. “Me parecía como los que se hacen en la calle, del tipo ‘¡mira
ese jorobado! ¿no es gracioso?’ Pero yo no era un lisiado en la calle, sino un
miembro de su familia”.
Se veía con una esencia
masculina escondida bajo una cáscara femenina. Un adivino le había dicho a su
madre: “Usted tiene un hijo. No, una hija. Debió ser un niño, pero es una
hija.” Así se sentía. Encontraba emocionantes las relaciones con las mujeres y
“el roce accidental con la mano de una chica era todo un paraíso”. No era fácil
en esa época reconciliarse con una inclinación considerada una enfermedad. En
el libro de Menninger el lesbianismo estaba clasificado como una de las
“perversiones del afecto y el interés”, junto con el fetichismo, la paidofilia
y el satanismo. Patricia lo vivía con culpa, pero al independizarse decidió
indagar.
En sus diarios describe cada
detalle de su despertar sexual, relatando con brutal franqueza sus relaciones
con un gran número de mujeres. Aunque reconocía que esa vorágine le hacía mal,
se sentía incapaz de resistirla. Se juzgaba como una especie de pervertida.
Era, sin embargo, tímida. Muchas veces en sus citas se quedaba callada y
confusa. “Creo que algunos psiquiatras llaman a la timidez arrogancia y presunción
invertidas. Esta explicación no ayuda a aliviar el dolor que produce”, escribió
por esos días.
Pero la cara que mostraba al
mundo no tenía rastros de sus tormentas interiores. Sabía lo que quería hacer
con su vida y lo que quería ser: una escritora. Para Patricia escribir era
ordenar la experiencia y le atraía porque su propia vida era caótica.
Espíritus libres
La primera vez que Patricia
prestó atención a los caracoles fue en 1946. Paseaba por un mercado de pescados
cuando vio dos, unidos en un extraño abrazo. Se los llevó a su casa, los puso
en una pecera y los observó desarrollar una actividad que parecía ser sexo.
Decidió describirla minuto a minuto, con un detalle casi científico. En base a
esta experiencia escribe el cuento “El observador de caracoles”, que su agente
literario juzgó “demasiado repelente para mostrar a los editores”. Desde esa
época fueron sus mascotas. “Me dan una especie de tranquilidad”, diría.
Ya en esos primeros cuentos se
notaba su predilección por lo extraño. No estaba interesada en escribir sobre
la salud, la felicidad, la gente equilibrada. Tal como ella lo veía, la satisfacción
equivale a estupidez. Pensaba que la locura, en lugar de ser cambiada y
normalizada, debería ser celebrada. “Me gusta la gente en la que las luchas
internas son visibles”.
Es por eso que simpatizaba con
los delincuentes y los encontraba interesantes a menos que fueran “monótona y
estúpidamente brutales”. Más adelante en Suspense, un ensayo sobre cómo
escribir novelas de intriga, explicaría que desde el punto de vista dramático
los delincuentes son atractivos “porque al menos durante un tiempo, son
activos, libres de espíritu, y no se doblegan ante nadie”. En un mundo en el
que la mayoría de las personas tratan de ser exactamente iguales a las demás,
sus héroes psicópatas o neuróticos se atrevían a ser ellos mismos.
Los primeros de su larga
galería son los protagonistas de Extraños en un tren, publicada en 1950. En
esta primera novela Highsmith construye una trama ingeniosa que se aproxima a
la concepción del crimen perfecto. Dos completos desconocidos que desean
deshacerse de alguien cercano, pactan intercambiar los asesinatos: que cada
cual mate a la víctima del otro. Logran así un asesinato puro, sin motivos
personales. La inversión de los homicidios debiera eliminar toda sospecha de
móvil y, por tanto, de culpabilidad. El argumento llamó la atención de la
crítica, aunque Patricia Highsmith estaba mucho más interesada en la
exploración de la conciencia de sus personajes. Uno de ellos asegura que
“cualquier persona es capaz de asesinar. Es puramente cuestión de
circunstancias”, una opinión que Highsmith suscribiría.
La suerte de este primer libro
decide su futuro. Alfred Hitchcock compra los derechos para filmarlo y al año
siguiente estrena Pacto siniestro, cuyo éxito convierte a Patricia Highsmith, a
los 29 años, en una escritora conocida.
El precio de la sal
Por esos años va a intentar
seriamente convertirse en una persona normal. Se compromete con Marc Blandel,
un joven escritor inglés y realiza una terapia para encauzar sus preferencias
amorosas. Durante meses oscila entre un deseo desesperado de casarse y el
convencimiento de que si lo hace, no sólo lo destruirá a él, sino también a si
misma. Cuanto más pensaba en la perspectiva del matrimonio, menos le gustaba.
Lo doméstico -afirma en su diario- le repelía y la idea de una vida de bebés,
cocina, sonrisas falsas, vacaciones, cine y sexo, particularmente lo último, le
desagradaba.
La terapia, que no logró
volverla heterosexual, tuvo un resultado no previsto. Para poder afrontar los
gastos que suponía, Patricia se empleó en el departamento de juguetes de la
tiendas Bloomingdale’s y allí se inspiró para escribir una novela sobre un amor
lésbico. Una tarde entró a la tienda una mujer elegante envuelta en un tapado
de piel. El encuentro no duró más que unos pocos minutos, pero tuvo un efecto
dramático en Patricia. Luego de atenderla se sintió “rara y un poco mareada,
casi al borde del desmayo, y al mismo tiempo exaltada, como si hubiese tenido
una visión”. Al finalizar su turno, volvió a casa y escribió el argumento de El
precio de la sal, publicado en 1952 con el seudónimo Claire Morgan y reeditada
con su verdadera firma en 1990 como Carol.
El libro adquirió la forma de
una confesión autobiográfica. Carol es una amalgama de todas las cualidades que
Highsmith admiraba en una mujer. Cabello rubio, ojos grises, graciosa,
elegante, femenina y con una cierta inaccesibilidad de diosa. El otro
personaje, Therese, es una versión ligeramente más joven y más ingenua de ella
misma. La novela es menor, pero tuvo una característica que la hizo muy
original y muy estimada por su público: la historia homosexual terminaba bien.
En esa época ese final era toda una novedad. Se habían escrito novelas de
amores homosexuales, pero siempre la ira de Dios castigaba finalmente a los
trasgresores. Como ella ha dicho, “antes de este libro, los homosexuales,
hombres y mujeres, en las novelas americanas tenían que pagar por su desviación
cortándose las muñecas, ahogándose a propósito en una piscina o acabando
miserables y despreciados”.
El final optimista es más
sorprendente considerando el clima de miedo que existía en los Estados Unidos
de esa época. El senador republicano Joseph McCarthy había provocado una caza
de brujas que inicialmente se dirigió a los comunistas, pero que pronto incluyó
a los homosexuales.
También era irónico que
Highsmith hubiese escrito una historia donde el amor triunfaba, cuando en su
vida sólo había conocido la frustración. Para ella la naturaleza del amor era
ilusoria. En una entrevista le preguntaron cuál era su esencia. “Imaginación
–respondió- porque está todo en los ojos del espectador. Nada que ver con la
realidad. Cuando estás enamorado estás en un estado de locura”. Esa convicción
no le impedía perseguirlo como si creyera en él. Para su biógrafo “como muchos
románticos, ella era, por momentos promiscua, pero su saltar de cama en cama
era un indicador, más que una refutación, de su búsqueda sin fin del ideal”.
Pat H, alias Ripley
En 1955 aparece el primer libro
de la saga de Tom Ripley, que la Highsmith describiría más tarde como el
triunfo incuestionable del mal sobre el bien, “y la alegría por ello”. Ripley
es el perfecto amoral, capaz de mentir, robar o matar sin el menor conflicto de
conciencia. Sin embargo, no se trata de un personaje plano. Hay en él un deseo
desesperado de ser otro y modela su vida como lo haría un escultor renacentista
con el mármol. Al igual que Oscar Wilde, Patricia pensaba que el hombre es una
obra de arte en sí mismo y Ripley debe ser leído en esa clave.
El personaje ha ejercido una
constante fascinación en el cine. Esta primera historia tuvo dos adaptaciones.
En A pleno sol (1960), el director René Clément, cambia el final para que el
criminal sea atrapado. La más reciente, El talentoso Mr. Ripley (1996) es más
fiel al espíritu de la novela pero también incluye una moraleja edificante. Su
director Anthony Minghella señala que esquivar la responsabilidad no es lo
mismo que eludir la justicia. Su Ripley, que siempre está buscando aceptación,
estropea su oportunidad de amar y ser amado. En cambio para Patricia, el
triunfo de Ripley es completo. “Tom Ripley es mi venganza contra los
privilegiados y los hermosos”, declaró.
En 1977 Win Wenders filma El
amigo americano, basándose en la otra novela importante de las cinco que
Highsmith le dedicara al personaje, El juego de Ripley (1974). El material era
interesante. El desprecio que le demuestra un hombre honrado, desde la altura
de su superioridad moral, desencadena el deseo de Ripley de darle una lección.
Fragua una estrategia matemática para demostrarle que, en las circunstancias precisas,
el también será capaz de cruzar la línea. La película de Wenders resulta una
buena obra de cine, pero una mala versión de Ripley. Dennis Hopper no convenció
a la Highsmith, ni a los lectores de la saga. En cambio, la elección que hizo
Liliana Cavani en el 2002 fue perfecta: John Malkovich da un Ripley refinado,
levemente afectado y capaz de arrebatos de violencia salvaje. La directora, sin
embargo, trivializa el planteo de la Highsmith. En su película (El amigo
americano) Ripley conduce a Trevanny al homicidio sólo porque lo había tratado
de esnob.
Fin de la misericordia
La saga de Ripley cimentó la
fama de Patricia como una escritora perversa. Cuando le preguntaron las razones
de su fascinación por la amoralidad dijo “supongo que encuentro un interesante
contraste con la moralidad estereotipada que frecuentemente es hipócrita y
falsa”. Esa moralidad le fastidiaba, pero el tema en sí mismo le preocupa. Se
describió como una novelista que encuentra el crimen muy bueno para ilustrar
los problemas éticos. Pero sus libros, lejos de ser una afirmación moral clara,
son una discusión consigo misma.
Su literatura es potente porque
al mismo tiempo que muestra las fuerzas terribles que habitan a los hombres,
documenta la banalidad del mal. Después de la segunda guerra mundial una
literatura así puede resultar chocante, pero no incomprensible. Highsmith cree,
por otra parte, que hay mucho de hipocresía en las exigencias de una literatura
edificante. “La pasión del público por la justicia me resulta aburrida y artificial,
porque ni a la vida ni a la naturaleza les importa que se haga o no justicia.
El público, al menos el público en general, quiere presenciar el triunfo de la
ley, aunque al mismo tiempo le gusta la brutalidad. Sin embargo, la brutalidad
debe estar en el bando bueno. Los héroes-detectives pueden ser brutales, sin
escrúpulos sexuales, pueden pegar patadas a las mujeres, y seguir siendo héroes
populares, porque se supone que andan persiguiendo algo peor que ellos mismos”.
Patricia no será complaciente con esa “pasión por la justicia”. Por el
contrario, ella buscará poner al lector en posiciones incómodas y lo enfrentará
a su propia ambivalencia.
Una de las novelas en la que
mejor logra ese propósito es Mar de fondo, publicada en 1957. Su protagonista
Víctor Van Allen, cuya perspectiva invade la narración bajo un estilo a primera
vista objetivo, es un hombre culto, tranquilo, un padre sensible. Se lo conoce
a través de setenta y siete páginas y cuando finalmente estalla y mata a uno de
los amantes de su mujer hasta el más pudibundo de los lectores tenderá a
admitir en su fuero interno que la víctima ha sido justamente asesinada. Como
lo explica Andrew Wilson, “en el mundo de Highsmith, el crimen puede ser
horrible, pero es también algo nacido de una necesidad psicológica y está
descrito de una manera tan lógica e imparcial que el lector es inducido a creer
que es simplemente parte del continuum de la conducta normal.”
Patricia explicaba a quienes se
escandalizaban por su trabajo que debían entender que ella estaba reflejando la
realidad. “He leído en alguna parte que sólo el 11% de los asesinatos se
resuelven (...) así que pienso ¿por qué no podría escribir sobre unos pocos
personajes que están libres?” Lo que más molesta a sus detractores es que en
sus libros estos personajes, a pesar de su locura y de sus actos, resultan
dignos de compasión.
Ese dulce mal
“Sin las mujeres no habría
tranquilidad, reposo ni belleza en la vida”, apuntó en su diario en 1948, “pero
la idea de que una relación puede mejorar la existencia es una falsedad”. Ese
aserto temprano fue una premonición. Sus vínculos amorosos fueron tormentosos o
no correspondidos. La única vez que entabló una relación apacible no pudo
soportar la situación por mucho tiempo, “era demasiado fácil, demasiado
confortable, demasiado segura para mí.” Es durante esta convivencia que escribe
el trabajo más débil de su obra, Un juego para los vivos (1958), el único de
sus libros de suspenso en que no se sabe hasta el final quien es el asesino.
Aunque dijo en su diario que su
obra era un monumento no dedicado a la mujer, lo cierto es en sus novelas las
mujeres no son muy dignas de ser amadas. No suelen ser las protagonistas, no
son las asesinas y pocas veces las asesinadas, pero son los detonantes de los
crímenes. La opinión que tenía de las señoras de su época no era muy buena.
Encontraba que la mayoría eran un puñado de trepadoras, dependientes, quejosas
y manipuladoras.
La aparición en 1975 de los
Pequeños cuentos misóginos, pareció zanjar la discusión acerca de su misoginia.
En estas historias, de un agudo humor negro, empezando por el nombre irritante,
hay un muestrario de mujeres que han hecho del engaño una forma de supervivencia.
Sin embargo, quienes la conocieron en profundidad opinan que ese vitriolo no
tenía como destinatario un solo género. Con los años se había desarrollado en
ella una creciente misantropía que sólo hacía más tolerable el sentido del
humor con que acompañaba sus comentarios. En ese mismo año publicó otro volumen
de cuentos, Crímenes bestiales, en los que distintas fieras y mascotas toman
revancha contra el mundo humano, un mundo que Highsmith consideraba a menudo
más salvaje que el reino animal. Las historias parecen inspiradas menos en la
piedad por los animales que en el disgusto por los hombres.
En su vida privada tendía a
embellecer el pasado, fantaseando con el retorno de sus amantes perdidas. Ella
sabía que estaba enamorada de la idea de la mujer, no de mujeres reales. “Es
bastante obvio que mis enamoramientos no son amor, sino la necesidad de unirme
a alguien”. Pero esas uniones la dejaban más desamparada. Alguna vez había
escrito:“El amor puede ser reducido a una simple y desequilibrada ecuación: por
un lado los días de exquisita felicidad del comienzo contra el inevitable
infierno del final.”
Consciente de que se ligaba con
mujeres que le hacían daño y que no le era posible convivir con nadie, decidió
refugiarse en la fantasía. En su diario de 1970 pasó revista a sus fracasos
amorosos en los últimos cinco años y concluyó: “la moraleja es: quédate sola.”
Cualquier idea sobre una relación amorosa podía ser imaginada, como había
escrito en alguna de sus historias. “Así no saldré herida, yo ni ninguna otra
persona”.
Sin aliento
La belleza física de Patricia
hacía tiempo que se había desvanecido. Fumaba alrededor de 33 Gaulois sin
filtro por día y empezaba beber antes del desayuno. Se volvía cada vez más
tímida. El contacto con la gente, no importaba cuan cercana fuera, la dejaba
agotada. El trabajo se convirtió, según un apunte de abril de 1972, en la única
cosa importante o disfrutable en su vida. Poco antes de empezar a escribir El
diario de Edith (1977), la última de sus grandes novelas, anotó en su cuaderno
de notas: “Hoy tuve el alarmante sentimiento de que sólo la fantasía me
sostiene...”
Esta obra es una excepción en
su trabajo, no es una novela de género y la protagonista es una mujer. Edith es
una ama de casa burguesa, atrapada en una rutina y en un mundo desquiciados,
tan incapaz de aceptar una vida que se va derrumbando como de hacer algo por
modificarla. Empieza a escribir unos diarios íntimos, en los que embellece su
realidad. Paulatinamente los límites con ese universo paralelo se vuelven más
difusos. El recorrido hacia la locura es el viaje que le propone al lector, y
nuevamente, Patricia lo va a asustar y a fascinar. Hubo quienes vieron la
novela como “un documento feminista centrado en el efecto aniquilador y
reductor del tradicional rol doméstico femenino”. Pero también tiene otra
lectura política. La visión de Edith sobre su época es parte de su desajuste
con la realidad, en un contexto donde la disidencia era considerada extremismo.
Al respecto, Highsmith afirmó que las ideas de Edith eran parcialmente las
suyas.
Una joven periodista inglesa
que había sido amante de la Highsmith, fascinada por su imagen de genio del
mal, llevó más lejos el paralelismo. “Si miras los personajes sobre los que
escribía, verás que ellos son ella.” Cuando la conoció de cerca escapó
horrorizada. “Era una persona extremadamente desequilibrada, hostil y
misántropa y totalmente incapaz de cualquier tipo de relación, no solo de las
más íntimas.” Siguió, sin embargo, admirándola como escritora. “De hecho, su escritura
la salvó”, arriesga. “Ella lo sabía. Ella sabía que eso estaba entre ella y la
locura. Si ella no hubiera tenido su trabajo podría haber terminado en un
manicomio o en un asilo para alcohólicos”.
El 5 de abril de 1985 le
diagnosticaron cáncer de pulmón. El terror la hizo dejar de fumar. La operaron
y el cáncer no volvió. Aun en los momentos más dolorosos de su vida Patricia
desechó el suicidio, lo consideraba una cobardía imperdonable. En 1993 se
declaró la enfermedad que la llevaría a la muerte, la leucemia. Lo tomó con
calma, y en sus últimos momentos pareció encontrar una especie de tranquilidad.
Cuando en 1995 se publica su novela final, los críticos parecieron entenderlo.
Uno de ellos dijo “Con Small g uno tiene la sensación de que, aunque no es una
buena novela, Highsmith ha llegado al punto donde experimentó algo así como la
felicidad”. Otro crítico fue un poco más egoísta al advertirlo. “Patricia
Highsmith ha hecho la paz con sus demonios –dijo. La bondad triunfa sobre la
maldad. Una lástima para sus lectores.”
Fuentes
Beautiful
Shadow, a life of Patricia Highsmith. Andrew Wilson, Bloomsbury,
Londres, 2003.
Suspense, cómo escribir una
novela de intriga, Patricia Highsmith, Anagrama, Barcelona, 2003.
El extranjero, reportaje a
Anthony Minghella, por Rodrigo Fresán y Todos somos Ripley, articulo de Anthony
Minghella, aparecido en el suplemento Radar, de Página 12, www.pagina 12.
com.ar/2000/suple/radar/00-03/00-03-05/nota3.htm. La novelas de Patrica
Highsmith
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