martes, 15 de febrero de 2000

Antonio Muñoz Molina / Balthus

The painter and his model, 1980-1981
Balthus

Balthus

LOS NOVEDOSOS Y LOS ORIGINALES

ANTONIO MUÑOZ MOLINA
14 FEB 1996


Cuenta Julio Camba en un artículo que él casi nunca recibía cartas elogiosas de sus lectores, pero que una vez le escribió un lector entusiasta de Guadalajara y eso estuvo a punto de arruinarle la carrera, porque desde entonces, cada vez que empezaba un artículo, se preguntaba si no iba a defraudar a su lector de Guadalajara. Hay fervores temibles y devociones tan recias que uno casi preferiría no merecerlas. Hace un par de semanas, esperando mi turno en una frutería, una señora bien vestida y de edad intermedia se me quedó mirando y me sonrió con expresión de reconocerme, y en menos de un minuto me propinó un correctivo ejemplar:-Hay que ver, el otro día leímos en casa un artículo suyo sobre arte, no me acuerdo de qué trataba, y lo estuvimos comentando, qué mal, ¿no?, decíamos, qué equivocado está este hombre, no se entera de nada, claro, como es de letras, y los de letras ya se sabe, perdona que te lo diga, cuando escribís de arte metéis la pata siempre, es lo que comentábamos en casa, que de literatura entenderéis mucho, pero de arte nada, te lo digo porque yo tengo una galería, y, claro, cuando alguien no entiende de una cosa un profesional lo nota enseguida, y como yo tengo una galería...
Por fortuna llegó mi turno y pude escapar de aquella mujer tan afable y despiadada, que a diferencia de mí no era de letras y tenía una galería, pero aún me duran los efectos de su reconvención. Igual que a Julio Camba se le presentaba el espectro intimidatorio de su lector de Guadalajara cada vez que iba a escribir un artículo, yo me acordé de ella, de mi lectora de la frutería, cuando al cabo de algún tiempo fui a ver la exposición de Balthus en el Reina Sofia, y si me gustaba mucho un cuadro una voz me remordía por dentro sugiriéndome que seguramente estaría equivocado en mi apreciación, dado que soy de letras. Ahora mismo, mientras escribo, mientras intento precisar las sensaciones que despertaron en mí aquellos cuadros incomparables, aquellos dibujos tan desvanecidos y su tiles como bocetos del Quattrocento, el fantasma inquisitivo de la galerista me parece que me espía por encima del hombro para censurar mis palabras apenas surjan en la pantalla del ordenador, para recordarme que sólo tienen la legitimidad necesaria para juzgar el arte los que se dedican profesionalmente a su comercio o a su crítica: como ella, por ejemplo, que es dueña de una galería y, por tanto, forma parte de ese Olimpo o Sanedrín de expertos que estos días zumban en el panal de Arco y llevan tantos años dictaminando y legislando, inventando genialidades al mismo tiempo irrisorias y sagradas, despreciando todo aquello que no se ajustara exactamente al esnobismo de sus veleidades o a sus simples intereses monetarios, imponiendo una idea de la figura del artista cada vez más parecida no ya a un fabricante de moda, sino a un dependiente en una tienda de moda, a un vendedor o vendedora de calzoncillos o de chucherías, de pompas de jabón dotadas de una etiqueta, de una etiqueta con el precio, desde luego.
Antonio Machado, que también era de letras, dice que en las épocas de decadencia los partidarios de lo novedoso apedrean a los originales. Me acordaba de esas palabras examinando la profunda originalidad de la pintura de Balthus, su maestría solitaria, su desapego hacia las supersticiones que han convertido en leyes los expertos, los gurus, los legisladores de una trayectoria única en el arte moderno. Yo no digo que el de Balthus sea el único camino, ni tampoco creo que sus cuadros se aparten radicalmente de la tradición de las vanguardias: lo que me parece indudable es que las artes del siglo no tenían por qué avanzar en un sola dirección, a lo largo de una línea recta que iría de Cézanne al cubismo, de Picasso a Pollock, de Duchamp a Andy Warhol y a Joseph Beuys, etcétera, para terminar donde estamos ahora, en el paraíso de los teóricos y de los entendidos, de los modernos en nómina oficial que costean sus antojos de coleccionismo a costa del dinero público, en el paroxismo bendecido de la nadería, de monitores de vídeo y muñequitos de peluche, en el que todo el mundo se afirma joven, despectivo y distinto y, sin embargo, resulta idéntico, lo mismo en sus productos que en su indumentaria. Ya no hace falta la paciencia apasionada del aprendizaje: cualquier cosa es instantáneamente genial si así lo certifica la autoridad competente.
El novedoso grita como un charlatán callejero las evidencias de su novedad: el original indaga a solas y muy lentamente en los aprendizajes del oficio, en las imágenes y los volúmenes de las cosas, en el legado de los maestros que admira. Balthus no es menos discípulo de Cézanne que Picasso, pero la lección que aprende de él no es la misma. Sus cuadros, bajo una apariencia relativa de naturalidad, tienen de pronto un misterio de sueños que inquietan más que los sueños obvios del surrealismo. Balthus finge perspectivas de pintor académico y, sin embargo, quiebra el espacio y violenta las cosas y los cuerpos en yuxtaposiciones cubistas, y sabe sugerir en una misma figura la ligereza de un dibujo japonés y la majestad pensativa de un retrato de Piero della Francesca. A veces pinta interiores que recuerdan la opacidad húmeda de los interiores de Lucien Freud, pero en él hay siempre una evidencia de sensualidad y ternura, de espacio cálido, muy usado y vivido, el de las habitaciones de esas casas de campo que hay en sus paisajes y a las que a mí me dan ganas de irme a pasar veranos de laborioso retiro, como los que habrá pasado Balthus tantos años de su vida, solitario en la obstinación y en la originalidad de un trabajo que casi nadie apreciaba, rescatado ahora, vindicado, tan sabio en los oficios artesanos del dibujo, de la perspectiva y del óleo como en el amor por las presencias humanas y por las formas de las cosas.
Salía de la exposición excitado y feliz, alimentado, confirmado, como se sale de las mejores películas y se concluyen los mejores libros, pero el recuerdo de mi galerista de la frutería no tardó en amargarme. Siendo de letras, no entiendo de arte, no regentando una galería, ¿habré sido capaz de comprender a Balthus? ¿No seré como esos desgraciados que se emocionan con Chaikovski para desdén y escarnio de los melómanos? Está claro que me urge cambiar. Cambiar de frutería, por lo menos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 14 de febrero de 1996



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