martes, 8 de junio de 2010

Silvia Tomasa Rivera / Un acto de violencia


Silvia Tomasa Rivera
UN ACTO DE VIOLENCIA
01/11/2002

Para mi hermano Horacio Rivera del Angel.

El verdadero dolor no sale, estamos enganchados a él desde la parte más íntima donde no hay género sexual ni moral ni utopía; en la desnudez del alma donde nadie entra, donde todos somos doble A. Regresar al punto del inicio no es toparse con el recuerdo, es vivir la realidad de nueva cuenta, destapar la botella, el ligazo. Un desequilibrio emocional. La enfermedad del dolor no tiene cara y no la cura el tiempo como a la vieja reuma, sólo la envuelve, la disfraza ocultándola a los ojos de todos.

Hay que aprender a vivir con la enfermedad. Hoy no me duele (tanto), mañana quién sabe. En cualquiera de las formas que se presente, la muerte siempre será para la cultura occidental un acto de violencia.

Cuando murió mi hermano Ariel Rivera del Angel, el Negro, alguien me dijo que estableciera con él una relación espiritual. No lo entendí entonces. Ahora sé que la única forma de relacionarnos con nuestros muertos es por medio del espíritu. Pero cuando sucede el acto de violencia, y no podemos ya tocar sus cuerpos y atraerlos a nuestra mesa y a nuestra cama, nosotros también morimos con ellos. Instintivamente nos cerramos a la vida y a sus pasiones. Nos volvemos muy frágiles y vivimos para lo esencial. La realidad comienza a distorsionarse, es como el amor a la inversa, la gente que nos quiere empieza a girar a nuestro alrededor sin darse cuenta de que lo único que deseamos es estar solos, solos con nuestro duelo. La verdadera caída del veinte viene tiempo después, cuando tenemos que integrarnos a nuestras labores cotidianas sin el ser que amamos, es decir, el que se nos murió. Así de claro, sin ningún paliativo de metáforas. La muerte de mi hermano fue definitivamente un parteaguas en mi vida. Nunca volví a ser la misma.

El Negro tenía treinta años cuando murió, ahogado en el mar de Puerto Escondido; yo tenía treinta y tres. Soy la mayor de siete hermanos (ahora seis) de una familia de ganaderos de la Huasteca veracruzana. Pero como nací mujer, mi padre ordenó desde niños que el mayor debía ser el Negro, y él asumió el mayorazgo con gran responsabilidad; actitud que a mí me quitó un peso de encima. En otras cosas tuvo sus desventajas, pero el Negro era el hombre y eso me dio la libertad de ser mujer, aunque de todas maneras hasta la adolescencia mi padre quiso que montara a caballo, los acompañara a recorrer el rancho y arriar las vacas al potrero vestida de niño.

Fue el Negro precisamente quien le dijo a mi padre que a mí ya me había bajado la regla y que ciertos días del mes yo no podría trabajar con ellos porque los vaqueros se podrían dar cuenta. A lo que mi padre respondió que eso no tenía importancia, que me pusiera una almohada encima de la silla de montar y asunto arreglado. Así era mi papá, todo lo que sabía de mí era a través del Negro; a él le dije mis primeros poemas y siempre estuvimos juntos hasta que murió. Yo me vine primero a México, y el único que sabía de ese viaje era el Negro. El me cubrió la espalda toda su vida. No podía estar sin él. Ya instalada en la ciudad le escribí y le dije que se viniera a estudiar y que viviéramos juntos. Aunque parezca extraño, mi padre mandó a todos mis hermanos a la universidad; yo fui la excepción, pero igual salí del rancho en estampida con un libro de poemas en el fondo de la maleta. El Negro estudiaba economía y yo escribía poemas, los dos trabajábamos.

Nos casamos y nos divorciamos y seguimos viviendo juntos. Éramos como un matrimonio. Lo único que nos faltó hacer fue sexo. Por lo demás el Negro fue el hombre de mi vida. Y hasta ahora no ha habido terapia que me haga opinar lo contrario. Digo que su muerte fue un parteaguas porque yo era otra: alegre y abierta, segura y desinhibida. Tenía un grupo de amigos que amaba, que aún amo; salíamos, cenábamos y leíamos versos Ilya de Gortari, Jaime López, José Joaquín Blanco, Emelina Paniagua y Manuel Fernández Perera. Siempre me veía con Gabriela Becerra, Lucía Alvarez Enríquez y Marcelita Fuentes Beráin. Todos nos queríamos. José Joaquín Blanco es un sabio: me enseñó a poner puntos y comas. Me abrió puertas y me enseñó a tener confianza en mí misma, algo que parece intransferible. Poco tiempo después conocí a Eli de Gortari, gran amigo. "Eres una pueblerina con suerte", me decía, "te viniste del rancho a Coyoacán. Necesitas viajar para que seas una mujer de mundo". En ese tiempo yo era novia del poeta Jaime Reyes —-también muerto— y me decía que yo era la niña de sus ojos. Como podrán ver, me sentía en los cuernos de la luna. Todo el tiempo estaba en los periódicos y me negaba a dar entrevistas por televisión porque me decían los envidiosos que me veía muy gorda y ustedes saben que la vanidad no conoce límites.

El Negro ya era economista y en aquel tiempo los economistas tenían buenos empleos. Era él quien me financiaba la existencia. Nunca fui vegetariana, es difícil para un huasteco ser vegetariano. Siempre me gustó el buen vino y el jamón serrano que mi hermano me traía de Perote. José Joaquín Blanco me invitaba a comer y cenaba quesadillas con Ilya de Gortari, él con ron y yo con vino tinto. Tenía un trabajo simbólico en una institución: era coordinadora de talleres literarios. Sonaba bien. Mi hijo Alex (ahora de veintitrés años) iba a una escuela cara de Coyoacán y. para mejor suerte, tenía buenas relaciones con mi exmarido el doctor Acuña (qué más podía pedir, pues quería viajar, como me decía Eli). "Voy a ir a Italia", le dije una noche a Ilya de Gortari, mi primer editor, mi confidente. "Quiero conocer Piamonte, la tierra de Cesare pavese". Yo escribí Duelo de Espadas después de leer a Cesare Pavese. Cuando una bestia no sabe trabajar y se le tiene sólo para la remonta le place destruir. Trabajar cansa. 1988 fue un gran año. Me dieron el Premio Nacional de Poesía Jaime Sabines. Yo había conocido a Sabines años atrás, cuando la UNAM y Bellas Artes le hicieron el homenaje por sus 60 años en el MUNAL (Museo Nacional de Arte) al que no me invitaron. A la hora de la hora me fui con el Negro y mis amigos a la Opera —ya saben: la cantina de 5 de mayo y Filomeno Mata—. Cuando terminó el homenaje y con varias copas encima le dije al Negro: "acompáñame a ver a Sabines". Iba subiendo las escaleras del MUNAL cuando él iba bajando, custodiado por todos. Me brinqué todos los trancos. El me vio. Yo me acerqué. "Soy Silvia Tomasa Rivera", le dije. Al otro día estábamos desayunando juntos en su departamento de la colonia Del Valle, tomando whisky y fumando cigarros Delicados. Ese fue el principio de una gran amistad, de un gran cariño que duró hasta su muerte. Decía yo que 1988 fue un gran año. Después de que me dieron el Premio Sabines en Chiapas, me fui a una gira al norte de Baja California con Ilya de Gortari a leer los poemas. La escenografía era un cuadro enorme de caracol de mar que me había hecho mi admirado Alberto Castro Leñero y que Ilya montaba y desmontaba después de cada presentación. Por supuesto que nos acompañó el Negro. El mar a nuestros pies. Nunca había bebido tanta cerveza. En el centro de Tijuana nos arrestaron por escandalizar en la vía pública. Regresamos a México. Comencé a hacer fiestas en la casa del Negro, para recaudar fondos para mi viaje a Italia. Era octubre y yo pretendía irme en enero. El frío no me afectaba como ahora. 1988 fue un gran año hasta el 25 de diciembre.

Por primera vez en su vida, el Negro no quiso pasar la Navidad en la Huasteca. Todavía teníamos el rancho. Eran vacaciones: me fui yo sola a la Huasteca y el Negro se fue a Puerto Escondido. Habíamos quedado de vernos el 2 de enero en la cantina La Giralda de la colonia Guerrero. Yo estuve ahí, el Negro no llegó. El 25 de diciembre a las 11 de la mañana, murió en Puerto Escondido; para el 27 de diciembre me enviaron a la Huasteca su cuerpo y su reloj, en un avión que irónicamente se llamaba "Puerto Escondido".

Lo que siguió después fue pura negrura. Mis amigos se trasladaron a la Huasteca para acompañarme a recibir el cuerpo. Mi madre enloqueció y mi padre daba manotazos en el aire ordenando que desocuparan la casa para velar al Negro. En cuestión de minutos el patio se llenó de gente, y mis otros hermanos corrían y tropezaban unos con otros, con los rostros desencajados.

Del 25 de diciembre en que se ahogó al 27 que encontraron el cuerpo fueron dos días y dos noches que velamos su alma con la casa llena. Todos nos preguntaban cómo había sido. Nosotros no sabíamos nada. Mi papá quería rentar un avión para ir al forense de Huatulco y robarse el cuerpo, porque alguien dijo que después de veinticuatro horas a los ahogados los mandaban a la fosa común. "No friegues", le dije, "¿un avión? Pero si el Negro ya está muerto". La respuesta fue una bofetada. Por fin el "Puerto Escondido" aterrizó en el aeropuerto de Tampico. Estaban conmigo Ilya, Emelina, Gabriela Becerra y Lucía Alvarez, mi querida Lucky a quien le pregunté cuando atravesábamos el puente del Río Pánuco: "¿Estoy viviendo una pesadilla o es verdad lo que está pasando? Tú dímelo, porque me estoy fugando de la realidad". "Es verdad", me dijo Lucía. "El Negro está muerto. Se ahogó antier en Puerto Escondido. La carroza que va adelante lleva su cuerpo. Tienes que aceptarlo y reaccionar, porque tu familia te necesita y Alex está muy asustado". Hasta entonces me acordé de que tenía un hijo, Alex. Atrás de la camioneta me miraba con los ojos hinchados de llorar. Tenía 9 años. Por sobre los asientos lo arrastré a mis brazos y, sacando fuerzas de no sé dónele, le dije: "No te preocupes, mi amor. Todos nos vamos a morir".

El regreso a México fue algo inenarrable. Mi hijo se quedó en la Huasteca. En mi estado de ánimo no podía atenderlo. Los primeros días de enero del 89 mis amigos me aconsejaron que tenía que regresar a trabajar, pero la sorpresa fue que el presidente, Carlos Salinas, quien recién había tomado el poder, había convertido la Institución de Cultura y Recreación, donde yo trabajaba. en el Instituto Nacional del Deporte. De modo que cuando llegué a mi oficina un señor gordo, con un altero de papeles a la izquierda y a la derecha unos tacos de bistec y una Coca cola, me dijo: "¿Usted es la maestra Silvia Tomasa Rivera?". "Sí", le respondí, "yo soy, ¿qué pasó aquí?". "Pues que ahora todos somos deportistas. Tendrá que integrarse al nuevo Instituto o renunciar, firme aquí". "¿Pero yo qué voy a hacer con los deportistas, si toda la vida me han dolido las piernas?" (de niña tuve fiebre reumática). "¡Quiero hablar con el nuevo jefe!", le dije con voz tan débil como si no fuera yo quien hablaba. 'Yo soy el nuevo jefe de usted, o me da clases de poesías a mí y a quien yo le indique, o mejor se va usted a buscar trabajo a las Bellas Artes'. Sentí como un mareo.

No había dónde sentarse. Me incliné: "Dígame dónde firmo, ¿licenciado?, porque no veo nada". "Aquí, ya le dije que aquí. Gracias". "De nada". Me hundí en mi departamento de Romero de Terreros, sólita y mi alma. En días no quise abrirle a nadie. De ser un gusto para mis amigos, de la noche a la mañana me convertí en una preocupación. Me fui a vivir al departamento de Lucía Alvarez con la condición de que no le dijera a nadie que estaba ahí. Pero al poco tiempo se me hizo injusto involucrarla en mi duelo, y que girara en torno mío. Regresé a mi departamento. La vida se detuvo. En este ínterin busqué al mejor amigo de mi hermano: Sabás Huesca Rebolledo (con quien el Negro comía casi todos los días). No quiso verme. Varias veces lo busqué. Quiero creer que su dolor era muy grande y decidió no enfrentarme. Diez años después el gobernador Miguel Alemán Velasco lo invitó a integrarse a su gabinete. Despachaba en el Palacio de Gobierno. Yo coordinaba el suplemento del Diario de Xalapa (como ahora). Cuestión de cruzar la calle y lo tendría enfrente. Por supuesto que no iba a pedirle cuentas, iba a pedirle apoyo para el suplemento como a cualquier funcionario en su lugar. Me lo dio. Hablamos de todo, menos del Negro. Fue hasta el año pasado que me lo encontré en Madrid y nos fuimos de marcha, que le dijo a uno que lo acompañaba: "Ella es la hermana del que fue mi mejor amigo".

Vuelvo a 1989. La realidad es que el Negro estaba muerto y yo no tenía trabajo, ni dinero, ni ganas de ver a nadie. Me entró una especie de agorafobia. Mis amigos, cuando lograba abrirles, me dejaban en la mesa algún dinero y comestibles. El doctor me había prohibido terminantemente tomar alcohol. Y yo no quería tomar antidepresivos. Los meses pasaban y el dolor no cedía: parecía que había enterrado a mi hermano el día anterior. Una noche abrí una botella de vino. No lo hubiera hecho: hacia la madrugada le estaba llamando a Jaime Sabines en un acceso de llanto incontenible. "No chinges", me dijo, "cómo te vas a estar emborrachando cuando acabas de enterrar a un muerto. Eres una cabrona cobarde, yo te tenía en otro concepto. Sufre en tu juicio, no seas pendeja. De aquí en adelante todas las noches y sin ninguna gota de alcohol, vas a leer 'Algo sobre La muerte del Mayor Sabines', el poema de Miguel Hernández a la muerte de Ramón Sijé y las 'Coplas por la muerte de su padre' de Jorge Manrique, y duélete y súfrete hasta que no puedas más. Es la única manera de salir, dejando que el dolor haga lo suyo. Ve a verme mañana a la Cámara de Diputados". Fui al otro día. Sabines me dio dinero para mantenerme. "No trabajes", me dijo, "ahora vas a ser una llorona de tiempo completo". Era enorme. Me le colgué literalmente del pescuezo y él me abrazaba y me daba palmadas en la espalda, diciéndome con voz pausada como si fuera un Dios: "Ya pasó, ya pasó". Y pasó un año. A principios del 90 me llamaron para que diera un taller de poesía infantil en la Nacional de Maestros. Nunca había hecho eso. Al mismo tiempo me llamó Fernando Solana Olivares para que escribiera regularmente en la sección cultural del periódico El Nacional.

Fue muy difícil, pero no podía decir que no. Tuve que comenzar haciendo caligrafía, porque entre otras cosas cada vez que iba a tomar una pluma se me paralizaba la mano derecha. Vencí el dolor y comencé a escribir. Nació mi libro La rebelión de los solitarios gracias a Fernando Solana que me obligó a escribirlo. Ya estaba en circulación; pero sentía que la gente me miraba con lástima. Yo era distinta. La muerte me había cambiado. A principios de 1991 regresé a mi estado. Me establecí en Xalapa. Xalapa fue el varón que equilibró el vaivén de mis temperaturas (dice Enriqueta Ochoa). Eso es cierto, pero también es cierto que en Xalapa me sentí más sola que en París. Me fui al pueblo del café, Coatepec, seguí escribiendo libros y ganando premios, pero nunca volvió a ser igual. Me volví solitaria, me apegué a la naturaleza y al campo. Tengo amigos que, como antes, me quieren.

Así es la vida, dicen: "Caer 7 veces y levantarse 8". Ahora vivo sola, en mi casa del cerro. Cuando amo a algún hombre, siento que lo voy a perder enseguida. Es como entrar al paraíso, pendiente del abismo. Nadie aguanta eso. No siempre pienso en el Negro; pero a veces, cuando despierto y miro las montañas, se me recarga la ausencia. Entonces bajo a comprar flores y espero la noche para ver a la luna rotar en el cielo. La misma luna que de niña veía en la Huasteca, de la mano del Negro, cuando buscábamos por aquellas laderas nidos perdidos.



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