martes, 6 de octubre de 2020

Sergio Pitol / El universo de Bruno Schulz




El universo de Bruno Schulz

Autor de dos trilogías fundamentales de la literatura mexicana contemporánea, la del Carnaval y la de la MemoriaSergio Pitol (Puebla, 18 de marzo de 1933-12 de abril de 2018, Xalapa) fue, además de traductor, diplomático y viajero, un incansable divulgador de las literaturas marginales europeas
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POR SERGIO PITOL

Dentro del panorama de la literatura polaca de vanguardia, que se produjo en el periodo entre las dos grandes guerras, destacan tres figuras insólitas, totalmente diferentes entre sí, cuya obra comienza a valorarse debidamente apenas en los últimos años. Son ellos Ignacy Witkiewicz, Witold Gombrowicz y Bruno Schulz. La obra de estos tres “excéntricos”, colmada de aparentes juegos, parodias, caricaturas, exageraciones llevadas hasta la última instancia, nos ofrece la fuente más rica en ideas de todo ese periodo. Anticipándose en un cuarto de siglo a la literatura del absurdo francesa, inglesa y norteamericana, nos ofrece un pregusto del trágico sinsentido en el que el hombre real iba a verse sumergido pocos años más tarde. El terror ante un mundo que va a convertir al hombre en cosa y, como cosa, en algo incapaz de sentimientos, ajeno a las ideas, radicalmente negado a lo fantástico y a la poesía, y al intelectual —en el mejor de los casos— en un robot al servicio de esa cosa.
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Nada en su vida, sino acaso su absurdo final, hace presentir un lazo entre la opaca existencia de este oscuro maestro de dibujo de una pequeña ciudad de provincia y su fantasmagórica obra. Schulz nació en el seno de una familia judía en 1893, en Drohowicz, Galicia, cuando aquella región pertenecía aún al imperio austrohúngaro. No fue sino hasta 1918 cuando su ciudad se reintegró a Polonia. Fuera de una estancia de dos años en Viena, realizada durante la adolescencia para estudiar en la Academia de Bellas Artes, no abandonó su ciudad natal, más que en viajes muy ocasionales a Varsovia o a Lwow y durante una estancia de tres semanas en París. Tímido hasta un grado patológico, sus dos breves libros de cuentos se editaron casi por azar, auspiciados por algunos amigos que conocían los manuscritos. Al aparecer Las tiendas de canela, Schulz fue saludado por la élite cultural polaca como un notable innovador. Sin embargo en vida del autor, por diversas razones, su obra no trascendió de un pequeño grupo de “conocedores”. Al estallar la guerra fue internado en el ghetto de su ciudad natal, donde en 1942 lo asesinó un agente de la SS.
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Aparte de Las tiendas de canela, publicada en 1934, y El sanador de la clepsidra, en 1937 —esta última laureada con el premio de la Academia Polaca de Literatura—, no quedan sino algunos borradores, cartas, fragmentos y una buena colección de sus dibujos. Todo lo demás se extravió definitivamente durante la ocupación alemana. No iba a ser sino hasta muchos años más tarde cuando se iniciaría la fama de Bruno Schulz. Al terminar la guerra, su obra, casi desconocida, no pudo publicarse durante muchos años. De ninguna manera cabía dentro de los obtusos marcos del stalinismo. Los cargos que más a menudo se repetían sobre sus libros eran los de formalista y decadente. Moralmente su obra era nociva: ciertas obsesiones de carácter masoquista se traslucían en varios de sus cuentos. No fue sino hasta 1964 cuando se hizo la primera edición completa de su prosa. Pero ya en 1961, en Francia, Maurice Nadeau había publicado en su colección Les Lettres Nouvelles una amplia selección de sus relatos con el título de Tratado de los maniquíes. Nadeau comparaba al autor con Kafka y lo situaba en la más alta jerarquía de los creadores europeos contemporáneos.
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Se inició la fama. Poco después se hicieron traducciones al inglés, al alemán, al italiano. Actualmente ha sido traducido a casi todas las lenguas europeas.
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Los dos libros de cuentos de Schulz constituyen una extraña incursión en el mundo de la infancia. El universo es la provincia. Una familia judía: el padre, la madre, un hermano, la tía Pelagia, la sirvienta Adela, son los personajes. Dentro de un cuadro provinciano estático, mortecino, inmovilizado, donde nada ocurre, Schulz, a través de un idioma casi mágico, nos introduce en una esfera donde la realidad es ella misma y a la vez su caricatura. Con morosa minuciosidad, y un brío verbal que llega hasta lo exasperante crea una realidad que siempre es de otra manera: fantástica, absurda, llena de tensiones, de un humorismo trágico, jamás patética porque un sentido brutal de la ironía se lo impide, risible y coloreada de un erotismo perturbador. Cada cuento se inicia con los proyectos del padre para intentar crear un universo diferente al que el medio circundante le impone y termina con su derrota final inflingida por el “buen sentido” de Adela, la sirvienta, la torturadora, ante la mirada del niño que siempre permanece como testigo. Es la parábola permanente del sueño abatido y castigado por el “sentido común”.
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En repetidas ocasiones se ha equiparado el mundo de Schulz con el de Kafka. Ambos universos tienen puntos en común: la misma formación cultural austriaca, los dos autores pertenecían al mismo tipo de burguesía, de costumbres, los dos estaban marcados por la misma religión. En ambos la figura del padre es obsesiva. Pero en Schulz el elemento trágico está cuidadosamente encubierto; los personajes no marchan hacia un pathos, sus derrotas son siempre jocosas; existe, además, el elemento erótico que en él juega un papel muy importante y que en las narraciones de Kafka apenas existe.
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La obra de Schulz es una de las más vigorosas expresiones de una individualidad creadora. En sus libros llega a constituirse una mitología poética. Un mundo perfectamente conformado, expresado en una de las formas más originales que puede concebirse.
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Nada en común tienen Las tiendas de canela y El sanatorio de la clepsidra con cualquier otra inmersión en la infancia que yo conozca. Cito al respecto un comentario de Jerzy Ficowski, uno de los más acreditados conocedores de Schulz:
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“El cuento schulziano sorprende por su verdad artística, nunca rompe el lazo con la esencia de las cosas de donde brotó y de las que es prolongación e interpretación poética. La realidad de esos cuentos admite amplias posibilidades de transformación de la materia, de extensión y encogimiento en el tiempo, en sus ‘ramificaciones laterales’, las metamorfosis, la mezcla de seres diferentes. El padre se vuelve cucaracha; el cóndor, cangrejo; la tía Pelagia se transforma en un montón de cenizas bajo la influencia de la cólera que la consume interiormente. El acto poético cobra en esta prosa sensual las apariencias de un proceso cognoscitivo”.
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Algunos críticos han señalado que Schulz eleva una protesta contra la degradación del hombre al pintar sus fracasos, sus derrotas, su caída. No sé hasta dónde esto pueda ser cierto, más bien me parece que se trata de expresiones artificiosas para defender la obra de Schulz del anatema oficial, recubriéndola de un entusiasta humanitarismo. No sé hasta dónde pueda ser exacto que el describir una condición sea denunciarla. Tampoco estoy seguro de lo contrario, lo que sí me resta es la impresión de conocer pocas obras tan despiadadas, tan implacables y desesperanzadas como las de este oscuro judío de la Galicia polaca.
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Un conflicto central es que a la postre el de todo tiempo, el de toda generación, el mismo que acució a Shakespeare y a Balzac, a Lawrence y a Camus, se devela de manera palpable en estos relatos. La extinción de un mundo, de una moral, antes de que la que debe suplantarla esté nítidamente definida y arraigada. Las sombras —que no personajes— de Schulz se mueven fantasmalmente, a la deriva, mientras otros personajes —figuras esas sí muy concretas— semejantes a maniquíes, van suplantándolas. Y la vida se vuelve una incesante, monótona, cruel repetición de ese juego insensato de sustituciones.
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Schulz es el evocador de la vida patriarcal de antaño, cargada de aromas, ahíta de recuerdos, de las pequeñas tiendas de canela donde una carga acumulada de fantasía aflora en las más divertidas extravagancias, y a la vez es el previsor de un mundo maquinal. Donde lo único que tiene sentido es el actuar, el hacer. De ese antagonismo surgieron sus extrañas y bellas narraciones.
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Texto publicado originalmente en el número 43 de La palabra y el hombre, revista de la Universidad Veracruzana, Segunda Época, 1967, pp. 475-478.


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