lunes, 1 de junio de 2020

George V. Higgins / La llamada

telefono de suicidio negro, teléfono público, lazo, tecnología ...

George V. Higgins

LA LLAMADA 

    Con las manos en los bolsillos, Eddie Coyle apoyó la espalda en el poste de metal verde que sostenía los soportales del centro comercial encima de las cabinas de teléfono. Dos mujeres movían los labios como si deliberasen sobre cada palabra de los cientos que pronunciaban. Un hombre pequeño con un polo de color dorado estaba plantado con el receptor en la oreja y un aire de resignación en la cara. De vez en cuando, decía algo.
    El hombre salió primero.
    —Lamento haber tardado tanto —dijo.
    —Tranquilo —dijo Eddie Coyle—. Yo también haré una llamada larga.
    El hombre sonrió.
    Una vez en la cabina, Eddie Coyle metió una moneda de diez centavos y marcó un número de Boston.
    —Eh, ¿está Foley? —preguntó cuando le respondieron. Hizo una breve pausa—. No, no quiero decir de parte de quién. Pásame a Foley y déjate de monsergas. —Hizo otra pausa—. Dave —dijo—, me alegro de encontrarte ahí. ¿A qué viene eso de quién es? Tenemos amigos comunes en New Hampshire. Sí, soy Eddie. ¿Te acuerdas de que querías una razón poderosa? ¿Sí? Pues aquí la tienes. Esta tarde, a las cuatro y media, un chico con un Roadrunner azul metálico, matrícula de Massachusetts KX4-197 , va a encontrarse con cierta gente en la estación de tren de la 128. Va a venderles cinco ametralladoras M16. Las armas están en el maletero del Roadrunner. —Coyle hizo una nueva pausa—. KX4-197 —continuó—. Roadrunner azul metálico. El chico tiene unos veintiséis años y pesa unos ochenta kilos. Pelo negro, bastante corto. Patillas. Chaqueta de ante. Vaqueros Levi’s , unos Levi’s azules. Botas de ante marrones con flecos. Lleva gafas de sol casi siempre. —Coyle hizo otra pausa—. No sé a quién va a vendérselas. Si fueras allí, tal vez te enterarías. —Coyle hizo una nueva pausa—. Supongo que sí —dijo—. Y ahora grábate esto en la cabeza, ¿de acuerdo?: yo he cumplido. —Coyle hizo otra pausa—. De nada —dijo—. Siempre es un placer hacer un favor a un amigo con buena memoria.
    Eddie Coyle colgó el teléfono con delicadeza. Abrió la puerta de la cabina y encontró a una mujer gorda de unos cincuenta años que lo miraba fijamente.
    —Ha tardado lo suyo —le dijo.
    —Estaba llamando a mi madre. La pobre está enferma.
    —Oh —dijo ella y enseguida relajó la expresión y se mostró compasiva—. Lo siento. ¿Lleva mucho tiempo enferma?
    —Que la jodan, señora —sonrió Eddie Coyle—, a usted y a la madre que la parió.


George V. Higgins
Los amigos de Eddie Coyle, capítulo 16.    


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