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martes, 30 de abril de 2019

El cuento de ambiente / "Luvina", de Juan Rulfo




El cuento de ambiente: «Luvina», de Juan Rulfo

Por Luis Leal



         Según el principio cardinal de Edgar Allan Poe, un cuento debe de ser estructurado en torno a la unidad de impresión. Todos los elementos constituyentes del cuento dependen, según él, de ese principio. El cuento, por tanto, debe de ser breve, esto es, lo sufi­cientemente breve para ser leído en una sola sesión; porque si no lo es, «debemos resignarnos -según Poe- a perder el efecto in­mensamente importante que se deriva de la unidad de impresión; porque si es menester dos sesiones, los asuntos del mundo inter­ponen, y todo lo que signifique totalidad queda destruido por com­pleto». La brevedad del cuento, según se desprende de la cita, es el resultado de la unidad de impresión. El mismo principio obliga al cuentista a limitar la fábula (serie y contexto de los incidentes de que se compone la acción) a un sucedido único, aislado, y a crear un ambiente reducido, en el cual se mueve un personaje o un número muy reducido de ellos.

         Los cuentistas contemporáneos han probadko que la impresión única de que hablaba Poe no es necesario que sea, como él quería, el resultado de la selección de un tema emotivo, en torno al cual se elabora una intriga intensa que tiene un rápido desenlace sorpresivo. Que dicha estructura no es precisamente indispensable lo demuestra el cuento contemporáneo, ya sea el lírico, el de personaje o el de ambiente. En este último los elementos estructurales no convergen hacia el punto culminante y el desenlace sorpresivo. El cuento de ambiente, en verdad, se caracteriza precisamente por su falta de punto culminante y de desenlace; al mismo tiempo, la fábula es tan débil que a veces se disuelve en el ambiente. Este, en cambio, destaca sobre los demás elementos hasta el punto de convertirse en protago­nista. Así sucede en el cuento «Luvina», de Juan Rulfo, que pasamos a examinar como ejemplo destacado del cuento de ambiente.
         El título mismo, «Luvína», que tiene función estructural, ya hace al lector centrar su atención en el local y no en los personajes o la acción; en la introducción, desde la primera frase, se anuncia el tema —el ambiente desolado del pueblo de Luvina—-, que no se abandona hasta el fin.


         El cuento está estructurado dentro de las líneas dg un marco esté­tico: en una tienda, mientras toma cerveza, un profesor cuenta a un viajero sus experiencias en Luvina. En el cuento tenemos, en rea­lidad, dos mundos, el uno dentro del otro: el mundo del marco estético, mundo real, objetivo: la tienda donde se encuentra el na­rrador; allí vemos a un cantinero que se llama Camilo y les sirve cervezas al narrador y al viajero; las cervezas son reales, sin helar, y saben a «meados de burro»; el tiempo en la tienda es preciso: comienza a anochecer y la lámpara de petróleo ya está encendida; los comejenes entran y rebotan contra la lámpara, cayendo con las alas chamuscadas; motivo que se repite, dando unidad al cuento y al mismo tiempo haciéndose más real. Afuera de la tienda, el sonido del río, el rumor del aire, los gritos de los niños que juegan a la luz de la lámpara que se proyecta por la puerta abierta. El otro mundo, el de Luvina, es subjetivo, fantasmal.
         El punto de vista es el del personaje principal, el, profesor que ha sacrificado su vida en Luvina y que ahora, en una tienda no ubicada geográficamente, reconstruye el ambiente de Luvina para beneficio de un viajero que hacia allá se dirige. El hecho de que veamos al pueblo de Luvina a través de la mente del personaje le da al ambiente un sentido de irrealidad. En cambio, la vehemencia con que el profesor recrea dicho ambiente le da profundidad emo­tiva y lo hace resaltar sobre los otros elementos de la narración. El viajero que escucha la narración es también irreal; es, más que un personaje, una sombra; durante todo el cuento no emite ni una palabra. Más que hombre de carne y hueso parece un desdoblamiento del mismo profesor, quien, en vez de pensar, se habla en voz alta. Pero tampoco él está caracterizado objetivamente; muy poco sabe­mos de su vida, de sus señas particulares; sólo que es casado, que su mujer se llama Agripina, que tiene tres hijos y que pasó más de quince años de profesor en Luvina. Es, más bien, un hombre que vive hacia adentro, obsesionado por el ambiente de Luvina, que no puede olvidar a pesar de que trata de ahogar el recuerdo en cerveza y mezcal.
         Ese mundo interno, que cl profesor lleva en su alma, es un inun­do subjetivo, irreal, casi fantasmal. Es, más que este mundo, el mundo de los sueños; es, también, un inundo de pesadilla, un purga­torio, un infierno; está en un cerro alto y pedregoso, plagado de una piedra gris que el viento desmenuza y esparce por el pueblo; la tierra, «reseca y achicada como cuero viejo, es empinada y desga­gajada en barrancas hondas, en donde salen los sueños y sopla el viento, viento que rasca como si tuviera uñas, se filtra por las puertas y se mete dentro de las personas». Es un aire negro, como el que describe Dante en el segundo círculo del Infierno: «Maestro, chi son queue genti, che l’aura nera si castiga?» (Canto V, vv. 50-51). La gente del pueblo, cuando llena la luna, ve de bulto la figura del viento recorriendo las calles, llevando a rastras una cobija también negra. El profesor —como Bernal Díaz, que no vio al Apóstol San­tiago— confiesa no haber visto al viento de Luvina con su cobija negra. Pero vio algo peor: «Yo lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo.., siempre.»
         El viento no deja crecer nada en Luvina, ni las dulcamaras, «esas plantas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas a la tierra». En la plaza no hay ni una sola yerba para detener el aire. El viento es, en verdad, quien señorea al pueblo y sus habitantes. Estos, cuando caminan, caminan «repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento». El maestro los amonesta: «¿No oyen ese viento...? El acabará con ustedes.» Y ellos le contestan: «Dura lo que debe durar. Es el mandato de Dios... Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.»
         El cielo, en Luvina, nunca es azul: «Allí todo cl horizonte está desteñido: nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca.» En todo el pueblo no hay ni un árbol, ni siquiera «una cosa verde para descansar los ojos». La personificación del paisaje da a este ambiente desolado un aire mágico. Las dulcamaras viven «agarradas con todas sus manos al despeñadero». Cuando el chica­loste, única planta que florece en Luvina, se marchita, se le oye «rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el cuchillo sobre una piedra de afilar». El viento mismo «escarba con su pala picuda por debajo de las puertas».
         Después de describir el ambiente físico del pueblo, el narrador pasa a pintar, y también personificar, el ambiente emocional: Luvina es un pueblo muy triste, «es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa». La tristeza es lo único que no se lleva el aire: «Está como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra uno, y porque es oprimente con una gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.»
         Para hacer resaltar este ambiente subjetivo de Luvina, el autor lo pone en contraste con el mundo objetivo del narrador. La estructura del cuento tiene un diseño trazado; el narrador pasa con facilidad y frecuencia de su mundo objetivo, real, a su mundo subjetivo, irreal. Los motivos que aparecen en el mundo objetivo contrastan con los del mundo subjetivo: los gritos de los muchachos que juegan fuera de la tienda y su animación hacen más intenso el silencio en Luvina, y la inactividad de los viejos, eternamente sentados en sus puertas esperando la muerte; el ruido del río con sus aguas crecidas, hace más árido el terreno reseco de Luvina, donde casi no llueve; en fin, la tienda misma donde se encuentra el narrador nos hace pensar que en Luvina no hay posadas, no hay comida, no hay sino desolación y muerte. Por eso el narrador trata de ahogarse en cerveza, para compensar los años sin agua y sin fin pasados en Luvina.
         Otra relación entre los dos mundos la encontramos en la estruc­tura espacial temporal. Así como el espacio objetivo (la tienda) es limitado y el espacio subjetivo (Luvina) es amplio, así el tiempo objetivo (el intervalo durante el cual ocurre la narración del pro­fesor) es limitado y el tiempo sicológico (la percepción del tiempo que pasa en Luvina) es amplio; en verdad, el tiempo sicológico parece que está detenido:


          —Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad? La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eterni­dad... Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años...
         Y también:
         Está sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban de aflojarse los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si se viviera siempre en la eternidad.

         Notemos, también, la relación que existe entre el tiempo objetivo, que es breve, y el espacio objetivo, que es reducido; lo mismo que entre el tiempo sicológico, que está detenido, y el espacio sicoló­gico, que es fantasmal.
         El tema unificador del cuento es el ambiente de desolación que va desde lo físico hasta lo espiritual. La intensidad emocional la obtiene Rulfo reflejando el tema, tanto en el contenido y la moti­vación como en el estilo. Los comejenes que chocan contra la lám­para y caen con las alas chamuscadas nos hacen pensar en los hombres de Luvina, que sólo esperan la muerte, que es la única esperanza; esos hombres que pasan la vida «mascando bagazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva para engañar el hambre»; hombres que viven esperando que el sol les chupe la sangre y la poca agua que les queda en el pellejo. El punto culminante de la tensión se en­cuentra casi al fin del cuento, cuando el profesor dice: «San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay quien le ladre al silencio.»
         Los recursos estilísticos de que Rulfo se vale para dar unidad e intensidad al cuento son la repetición, la personificación, la alegoría y el uso de frases retóricas que reflejan el tema. Para ponderar la aridez de la tierra nos dice que es «reseca y achicada como cuero viejo»; las mujeres, vestidas de negro y con su cántaro negro, se confunden con los murciélagos negros y el aire negro con su cobija negra. El ritmo de la descripción (no podemos llamarla narración) se obtiene, en la estructura del cuento, por medio de las interrup­ciones periódicas del narrador y sus preguntas, nunca contestadas, al oyente. Ya Carlos Blanco ha hecho notar la insistente repetición en la frase rulfiana.
         En el cuento de ambiente, los personajes secundarios y auxiliares no son introducidos con el propósito de adentrar la fábula, sino con el de caracterizar el ambiente, que se convierte en el verdadero prota­gonista. No es necesario, por lo tanto, que existan relaciones entre los personajes, que sólo existen en relación al ambiente. A no ser, por supuesto, que los elementos naturales se conviertan en perso­najes, como sucede en este cuento de Rulfo, donde el sol espera que el viento deje de soplar para chuparle la sangre a la gente. Los per­sonajes de carne y hueso están orientados hacia ese ambiente central y no hay situaciones ni transiciones; no se introducen personajes cuyo fin sea ayudar a la transición de escena a escena. El desarrollo del cuento se lleva a cabo por medio de la descripción de varios estados de ánimo ele los personajes -que no son caracterizados objetivamente- frente a sus circunstancias. No hay, en el cuento de Rulfo, lucha entre los personajes, ni aun entre los personajes y la naturaleza; los hombres de Rulfo no luchan contra la fatalidad: la aceptan, y sólo esperan la muerte, su única esperanza.
         Para el narrador los de Luvina no tienen nombres; son simple­mente «los de allá». Las mujeres, con sus cántaros negros, echan a caminar «como si fueran sombras»; son mujeres sin fuerzas, «casi trabadas de tan flacas»; los viejos se encuentran eternamente senta­dos en sus puertas, con los brazos caídos. En Luvina no hay dife­rencia entre los vivos y los muertos. Los viejos no se van del pueblo porque no se pueden llevar a sus muertos. «Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.» En Luvina hay que morirse para poder vivir.
         Diferencia importante entre el cuento de intriga y el cuento de ambiente es el desarrollo de la acción. En el de intriga es necesario, para precipitar la acción, que el equilibrio inicial del mundo creado sea roto; cuando el cuento llega a su conclusión, el equilibrio es res­taurado. En el de ambiente, el equilibrio no tiene que ser roto ni res­tablecido. Es un ambiente que ya existía antes que dé principio el cuento y que continúa existiendo después que llega a su fin. No es el cuento de ambiente, sin embargo, un simple cuadro de naturaleza muerta, ya que puede haber gran movimiento y cambios constantes en la descripción del ambiente y en el ánimo de los personajes frente a dicho ambiente. En «Luvina», el ambiente, implacable, se impone sobre los personajes, que son casi estáticos, mientras el ambiente es dinámico.
         En conclusión, podríamos afirmar, sin temor a exagerar, que este cuento de Rulfo ilustra mejor que ningún otro relato mexicano contemporáneo la técnica del cuento de ambiente, que se caracte­riza por la poca importancia que se le da a la fábula, el poco relieve que se da a los personajes, la ausencia de un punto culminante y un desenlace sorpresivo y, sobre todo, la preponderancia que se da al ambiente, que eclipsa a los otros elementos del cuento, hasta el punto de convertirse en protagonista, en torno al cual se organiza la narración.

Helmy F. Giacoman, Editor.
Nueva York: Las Américas Publishing Co., 1974, pp. 91-98



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