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martes, 26 de mayo de 2020

Jesús Pardo / Radiografía de un vuelo picado

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Jesús Pardo

RADIOGRAFÍA DE UN VUELO PICADO

 
   Unos días más tarde aterricé en el aeropuerto de Praga. Que mi viaje era por impulso soberano se notó en que, al proponer yo en EFE que me diesen mil dólares para gastos, me respondieron negativamente: dos mil, y billetes de avión en primera. Y los hoteles, aparte.
    El tercero y último de mis vuelos panorámicos por todos los altos eurorientales de mi desolación, cuyos nombres oficiales: Praga, Budapest, Bucarest, Belgrado, Sofía, Berlín Oriental, Varsovia eran puro camuflaje de los verdaderos: Becherovka, Pálinka, Tsuica, Slivovits, Vodka, Branntwein, y otra vez Vodka.
    La anestesia, como el bicarbonato, no es medicina, sino tapadera. Este vuelo en picado por el Euroriente no tenía otro aterrizaje posible que mi entrada pública en EFE: justo lo que, por el momento, no estaba a mi alcance.



    Yo había conocido la ciudad de Praga en sus tres fases recientes: ahogada por la apatía burocrática que se escudaba tras los ideales socialistas; hirviendo en optimismo bajo Dubcek; y humillada por los tanques y los soldados de todo el Pacto de Varsovia, salvo Rumania. Ahora volvía a verla ahogada por la rutina burocrática, sin otra esperanza que la estricta supervivencia cotidiana.
    Mis amigos checos me contaron que durante la invasión rusa la gente había pegado nombres equivocados en las calles para despistar a los tanques invasores, varios de los cuales chocaron espectacularmente en el centro mismo de Praga.
    En el bar del hotel Yalta conocí a un joven policía secreto cubano llamado Polito Formoso: estaba allí, me dijo, «estudiando interrogatorio», y los checos le daban trato de vip. Polito confesaba no conocer la teoría marxista ni interesarle; a mi pregunta de por qué Castro no dimitía de una vez, me respondió:
    —Pues porque seguiría mandando igual desde su retiro.
    Polito hacía sus prácticas con estudiantes cubanos que se fingían interrogados, pero pronto dispondría de auténticos disidentes cubanos que le iban a mandar de La Habana para que los interrogase de verdad bajo la tutela de sus profesores checos. No encontraba nada extraño en estos estudios, y decía que el interrogatorio, por ceñido que sea, no es una tortura, pues su objetivo consiste en obtener confesiones por voluntad libre del interrogado.
    Supongo que se doctoraría en interrogatorio y acabaría teniendo cátedra de interrogatorio en la universidad de La Habana.
    Polito ansiaba hablar castellano y quería tenerme contento, aunque de mí no pudiese oír otra cosa que inconexiones y etilicidades. Me llevó al Hotel Park, donde había un restaurante especial para vips: allí, en un ambiente de zíngaro y austrohúngaro barroquismo, te servían el champán, soviético, por supuesto, en grandes botas de oficial de caballería habsbúrgico tan impermeablemente forradas que ni una sola gota se filtraba por ellas.
    Supongo que aterrizaría en Budapest, porque recuerdo clarísimamente a una estudiante húngara de arquitectura que se dedicaba en sus ratos libres al diseño de edificios fantásticos cuyos pesos y resistencias calculaba luego sobre bases hipotéticas que ella misma decidía, y a la venta al por mayor y menor de fotos pornográficas de sí misma que le sacaba en solitario su novio formal.
    Yo la veía entre una niebla de pálinka, el aguardiente húngaro de cerezas, y ella puntuaba mis libaciones con rápidos chupitos seguidos de pequeños visajes de su pomuloso rostro ugrofínico. En el hotel me guardaban la botella, reponiéndomela automáticamente. No aceptó ni mi cuerpo ni mi dinero, pero me regaló una antología de fotos suyas y fue a despedirme al aeropuerto, donde yo veía los aviones como ataúdes volantes y desde el aire confundía las ciudades con ruinas camufladas en un camino sin meta concretable, con mis crónicas a modo de hito único que Armesto tiraba al cesto de los papeles sin siquiera mirarlas.
    —Si te las encargué —me dijo más tarde—, fue sólo porque pensé que, si no, te desmoralizarías más de lo que ya estabas.
    En Bucarest pasé lo que quedaba del primer día telefoneando a Budapest entre vasos de tsuica, cuyo fuerte olor a ciruela se me disolvía en alquitrán en el paladar y en puro fuego en el estómago. Me inventé números de teléfono húngaros, pero unos no existían, y a otros me respondían voces checas anónimas diciendo haló.
    Un negro kenyata que estaba en el Hotel Athenée Palace me invitó a tomar LSD en su cuarto, donde encontré a varias personas esperándole: rumanos todos, y una chica entre ellos.
    —No hay peligro —me dijo el negro—, los rumanos son realistas y sólo dan importancia a lo que de veras la tiene.
    A través de la nube de formas y colores cambiantes noté que mi amigo negro se volvía azul marino, y se lo dije.
    —Y tú —me contestó— marrón oscuro.
    Seguí pensando en mi fugaz amiga húngara a través de mi brevísima muerte sofiota. Tampoco supe nunca el nombre del joven diplomático español que me llevó a cenar a casa de un médico búlgaro amigo suyo, donde me morí. Desperté a la mañana siguiente en mi cuarto del hotel, y que no era un despertar normal me lo dijeron el estar vestido, cuando yo siempre duermo desnudo, y la silla rota que había junto a la cama. El médico del hotel subió a verme en cuanto llamé para pedir el desayuno, me tomó el pulso y me felicitó por lo recio que tenía el corazón.
    Yo me encontraba perfectamente. Llamé a mi diplomático, que me puso al corriente de todo:
    —Cuando llegaste ya ibas muy cargado de vodka, y en casa del médico bebiste más, y luego, durante la cena, el médico y tú os apostasteis a ver quién de los dos bebía más vodka caliente y especiado; os pusieron una botella a cada uno y tú te bebiste la tuya casi entera. Caíste redondo, técnicamente muerto. Menos mal que el anfitrión era médico y no registrador de la propiedad, porque inmediatamente te volvió a la vida.
    Le eché a perder su populosa cena, pero él me hizo perder a mí la gran oportunidad de desaparecer sin pena ni gloria en un momento en que de toda mi vida anterior sólo quedaba la pena sin que aún se atisbase mucha gloria. Con esa vaga nostalgia cogí el avión de Berlín Oriental, o tal dice mi pasaporte, pues de mis tres días allí no recuerdo otra cosa que un pianista alemán que cantaba en francés en la boite del hotel y grandes platos de caza bien regados de aguardiente.
    En la gran mancha malva oscuro que sigue siendo para mí la Varsovia preposcomunista, el Hotel Bristol brilla aún como una bombilla de pocas bujías en medio de una gran sala cuyo lujo sobredorado reluce empañado y mate. El hotel había sido propiedad del pianista y presidente polaco Ignacio Paderewski, cuyo barroco apartamento se conservaba intacto en el primer piso; me lo enseñaron como un gran favor.
    El encargado de recepción me cobró cinco dólares por una hoja de papel con la dirección, pergeñada a lápiz, de un burdel de lujo para invitados del partido.
    —Es aquí enfrente —me dijo—, en el Hotel Europeiski, con que enseñe esto le dejarán entrar.
    Sí, pero pagando cien dólares, y la encargada misma, una mujerona cuadrada y vestida de escueto gris militar, eligió por mí dos chicas, con las que llegaron otras tantas botellas de champán soviético y una bandeja de canapés variados.
    Eran jóvenes, y justo lo contrario de feas. Trabajaban de día en puestos respetables en los que, creo recordar, ganaban mil zlotis al mes, el precio de sus apartamentos, de modo que para pagar sus otras cuentas tenían que hacer horas nocturnas. Una de ellas, maestra de escuela, me explicó que el complicado strip-tease con que nos obsequió a mí y a su compañera, que también parecía interesada, lo había aprendido de sus párvulos:
    Los días de invierno, las criaturas se eternizaban quitándose las capas y capas de ropa en que les embutían sus padres por las mañanas antes de mandarles a la escuela.
    Entre las dos me enseñaron a jugar cachondamente con un calcetín, habilidad que luego he lucido en ocasiones en que me parecía venir a cuento.
    Al verme de nuevo en la calle noté la falta del reloj de pulsera. En el Hotel Europeiski negaron taxativamente que allí hubiese burdeles: si no me iba llamarían a la policía. Tuve entonces una inspiración: les mostré la invitación, recibida aquel mismo día, en que Jerzy Urban, ministro portavoz del gobierno polaco, me convocaba a una fiesta en nombre del presidente de la república, y el encargado del hotel, llamado a toda prisa, me guió en silencio a la suite de donde acababa yo de salir: estaba desierta y en perfecto orden. Por mucho que busqué, allí no había reloj.
    Me refugié en el bar del Bristol, donde estaban mis putitas bebiendo vodka con dos jóvenes, y una me mostró retadora su muñeca derecha con mi reloj perdido. Las dos hablaron con sus amigos y los cuatro rieron mucho, mirándome de reojo. Los ojos de los chicos hervían de amenaza, y yo me batí en retirada. En recepción pedí una botella de vodka; el encargado me miró con ojos comprensivos:
    —¿Quiere usted compañía?
    La botella casi me pisó los talones: me la traía una chica joven y jocunda.
    Al día siguiente salí para Londres, y durante el vuelo le fui dando a una botella de vecherovka, el gran aguardiente checo de hierbas medicinales que cura su propio mal al tiempo que lo agudiza.

    Fue un viaje en picado al centro de mí mismo: levitante sensación de peligro inminente diciéndome que su remate podría ser estrellarme en mi propio fondo o rebotar de él a nuevas alturas. Pero de forma tan agoreramente abstracta me lo decía que no me habría sido posible definir el peligro cuya inminencia me atenazaba. Mi mente giraba como una peonza cuya cuerda no estuviese en mis manos, y en torno a ella acechaban invisibles cuervos. Era un ser sin ser en mí, un ser como yo nunca había sido hasta entonces ni volví a ser nunca después, un constante sentirme fuera de mí mismo o, mejor dicho, más dentro de mí mismo que nunca hasta entonces. De vuelta en Londres traté de reconstruir el viaje concatenando sus incidencias, pero mi memoria las mezclaba todas, y sólo gradual, muy gradualmente conseguí introducir en su huella mental un orden que sólo lo era epidérmica, no íntimamente. De la oscura danza y contradanza de botellas y caderas salía, terca, la figura de la chica húngara, cuyas fotos, pornográficas decía ella, pero a mí no me lo parecían en absoluto, me acompañaron tangible y abstractamente durante varios meses hasta el punto de inducirme a probar números telefónicos juntados al azar para ver si de Budapest me contestaba su voz, lo cual, naturalmente, no ocurrió una sola vez, fotos que acabaron perdiéndoseme en celuloide, pero no en la mente. Mi vuelo en picado siguió hacia el centro de mí mismo sin encontrar fondo contra el que estrellarse o del que rebotar, y tanto apego llegué a coger a su angustioso vacío que, incluso ahora que me suena a hueco, lo remedo a veces en sueños.



Jesús Pardo
Retrato sin retoques

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