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lunes, 25 de mayo de 2020

Jesús Pardo / Los corresponsales

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Jesús Pardo

LOS CORRESPONSALES

    
Llegar tarde a todo es una de las bromas más pesadas que puede jugarle a uno el destino. Yo llegué al despacho de Juan Aparicio cuando éste ya no disponía de vistosas revistas literarias donde colocarme, y a Londres cuando los corresponsales de prensa ya estaban muy deslucidos.
    Al llegar yo a Inglaterra seguían deslumbrándome, aunque como cosa ya inalcanzable, las fabulosas crónicas de Augusto Assía y de Jacinto Miquelarena: las primeras, sobre los bombardeos de Londres, concebidas entre incendios y explosiones; y las segundas describiendo la fulgurante campaña alemana de Rusia, fechadas en Minsk o Vitebsk, entre deslumbrantes oficiales alemanes y gemebundos prisioneros rusos, y sin otra protección para su autor que el certificado de ario puro que, como buen vasco que era, recibió firmado del puño y letra de Adolfo Hitler.


    La gente se disputaba el Ya y el ABC por aquellas crónicas, que eran como islotes de lujuriante policromía entre el gris mortal de la información nacional que el Régimen ofrecía a sus ovejas pastueñas. Incluso las de otros corresponsales menos brillantes, o destacados en puestos menos expuestos, despertaban el interés de lo insólito por su contraste con la monotonía iglesiera y triunfalista dictada por curas y militares. Yo me imaginaba a aquellos corresponsales exudando sofisticación y codeándose con todos los grandes de la época, que hasta les pedían consejo, o bien pasándose por las armas a mujeres complicadas y políglotas, y por el gañote botellas de champán que siempre tenían el buen gusto de quedar mediadas. Nunca en trances tan plebeyos como pedir aumentos de sueldo.
    En el gris cotidiano del Santander franquista yo acariciaba el sueño inalcanzable de vivir así en alguna gran ciudad cosmopolita bajo la distante férula de Juan Aparicio; ese día llegó, y bien pronto, pero, al tiempo, demasiado tarde.

    Jacinto Miquelarena, el de los tristes destinos, era alto, macizo, lento de ademanes y premioso y estudiado de palabra, vivo retrato de una torre inclinada en permanente trance de desladrillamiento; cada aliento de su falso aplomo exhalaba corta, serpenteante, suspicaz atención a zancadillas.
    Ateo que camuflaba su miedo al infierno con ingeniosidades volterianas, Miquelarena era un patético globo hinchado, al borde en todo momento del pinchazo que finalmente le asestó el duque de Primo de Rivera al cortar de raíz su primer intento de reanudar el tuteo de cuando ambos eran jóvenes activistas de la Falange temprana; quedó relegado a su puesto, insuficiente para él a todas luces, de decano de los corresponsales, y aun esto más por el lustre que le impartía su periódico, el ABC, que por luminosidad personal.
    Tenía en Madrid fama de wildeano y profundo conocedor de Inglaterra y los ingleses: «Genio de la frase brillante y acerada como una daga veneciana», se decía de él.
    La verdad me dejó chocadísimo: Miquelarena ni conocía Inglaterra ni sabía apenas nada de los ingleses, cuyo idioma ignoraba por completo. Despreciaba olímpicamente la recia, solidaria democracia inglesa como decadente camuflaje del poder de cuatro judíos agazapados en la City, desde donde, por intermedio de una clase dirigente servil, dictaban la voluntad de Israel a una plebe esnob y dócil, deslumbrada por el relumbrón monárquico:
    —Pura tapadera, decía, sin réplica posible, desahuciando así con condescendiente indulgencia el centenario sistema de equilibrio político y trasvase social más sofisticado de Europa. En esto, de paso sea dicho, no le iban en zaga los demás corresponsales españoles, cada uno de los cuales tenía su versión personal de la conspiración aristocrática inglesa contra el resto del país.
    —Yo mimo el artículo —decía Miquelarena—, soy un pluma de oro.
    Y cierto es que escribía con gracia castiza, y que sus piéces montées tenían la facilona cohesión preciosista de un Gómez Carrillo pasado por agua, pero todo quedaba en fuegos artificiales.
    Miquelarena vivía en Londres con una señora argentina llamada Felicitas Flores, mucho más fina y culta que él. Felicitas le traducía la prensa y le tenía al tanto de lo que se decía en la calle, a la que él era incapaz de lanzarse. A Felicitas, que, al parecer, había dejado en Buenos Aires una buena situación social y económica por seguir a Miquelarena, no se la recibía en la embajada, y él apenas la llevaba a casas españolas, ni, menos, a España, donde su mujer legítima estaba siempre ojo avizor.
    Un día el ABC sacó a Miquelarena de su elegante piso londinense y le forzó a irse a París con su colección de muebles y grabados ingleses y sus ediciones del Quijote en inglés. Poco después desapareció entre las ruedas del metro parisino, acuciado por dos angustias gemelas: el cáncer, recién diagnosticado, y el acoso de Luis Calvo, director entonces del ABC, a quien dirigió una desesperada acusación postuma, encontrada de su puño y letra en el cadáver:

    «Luis, tu carta, recua de insultos, is murder

    La tragedia del corresponsal que lleva muchos años en el extranjero y quiere volver airosamente a España pero no sabe cómo, suele tener muy mala salida: la casualidad brillante, como en mi caso; el fracaso anónimo, como la mayor parte; el infrecuentísimo suicidio, como Miquelarena, que requiere un valor no a todos deparado.
    Jacinto Miquelarena, complicada su situación por la presencia de Felicitas y angustiada su vulnerable vanidad por la perspectiva de un Madrid donde estaría en desgracia y su brillo no deslumbraría a nadie, necesitó, así y todo, el acicate decisivo de un cáncer recién diagnosticado para resolver tantas acechanzas de un solo, sencillo y ejemplar golpe; yo, conociéndole, pensé entonces, y sigo pensando ahora, que también sin cáncer se habría tirado al metro.
    Como en España estaba prohibido el suicidio, su muerte se transformó en accidente: «en urgente búsqueda de la noticia», la embelleció el corresponsal parisino del Madrid, dando así a Miquelarena, verdadero rond-de-cuir del periodismo, un halo dinámico que nunca había tenido. Y todos los periódicos tiraron de fotos de archivo, en las que aparecía un Miquelarena veinteañero que en nada se parecía al atropellado.

    Miquelarena no perdía ocasión de zaherir el origen judío de Guy Bueno:
    —¡Ah!, ¿de modo que estuvo usted cenando anoche en casa de Bueno?, no le daría tocino...
    Guy Bueno, a diferencia de Miquelarena, se creía sus propias mentiras, y a veces se las hacía creer a los demás. Pequeño y delgado, semítico perfil de pez en tierra firme, se había creado una segunda personalidad con la que se defendía de su auténtica dimensión de hombrecillo superficial e ignorante. Con waltermíttica discreción se jactaba de haber sido agente confidencial del gobierno franquista para la repatriación de los españoles refugiados en Rusia al fin de nuestra guerra civil, y de haber organizado la negativa antebélica de los estudiantes de Oxford «a combatir por el rey y la patria», que es la versión inglesa de «por la patria y el rey».
    Tal era su ubicuidad que con frecuencia había estado presente simultáneamente en dos acontecimientos de importancia mundial, y llevó su talento para la anticipación informativa a coger la famosa fiebre asiática en Londres antes de que llegase a Europa. Hablaba castellano con cierto acento extranjero, con mimética imprecisión italiano, francés y alemán, y con infantil ostentosidad el ruso.
    Cada crónica suya era toda una odisea: contactos telefónicos y personales con embajadores y ministros, telegramas a las más altas instancias, encuentros discretísimos en sitios insospechados para recibir en exclusiva la información más reservada.
    La prensa del Movimiento, de la que era corresponsal veterano, le mandó de Londres a la sede neoyorquina de las Naciones Unidas, y allí le vi yo años más tarde organizando una spanish extravaganza en honor del secretario general saliente, U Thant. La embajada española ante la ONU recurría a él en casos desesperados, como cuando se vio que no iba a acudir nadie a la conferencia de prensa del entonces ministro español de Asuntos Exteriores, Gregorio López Bravo; Guy Bueno discurrió convertir la conferencia en invitación a turistas y norteamericanos a comer gratis paella y arroz con leche entre innumerables botellas de Rioja, pero los corresponsales españoles tuvimos que pagar quince dólares por barba: así se consiguió que la conferencia de prensa del ministro rebosase de maestras de escuela de Illinois, granjeros de Arkansas, cowboys de Colorado vestidos de fiesta, japoneses de paso por Nueva York.
    Guy Bueno debió de ser el único comunista, anónimo o de carnet, que lució su pluma durante veinte años en la prensa del Movimiento en defensa del imperio hacia dios: marxista medular, acabó retirándose a Mallorca, donde tenía una casa, «a escribir cuentos para niños», justo lo que se había pasado la vida entera haciendo sin que ni él ni sus lectores se percatasen de ello.


    Si a la tragedia de Miquelarena sigue la comedia de Guy Bueno, parece lógico pasar ahora al género chico: Juan Antonio Martínez de Aguilar era sainete puro. Alto y bien plantado, seguía diciendo a sus cuarenta años cumplidos:
    —Nosotros, los chicos jóvenes.
    Aguilar basaba su pundonor en su aristocracia y sus conquistas amorosas, hasta el punto de tener siempre el teléfono descolgado porque las mujeres no le dejaban en paz y llevar su escudo familiar en todas partes: anillo, cartera, camisas; se decía que hasta en los calcetines.
    Era hijo de ciertos condes de Casa Rull, título de comienzos del XIX creado, al parecer, en lugar del anterior de Tetillas, porque, a pesar de su posible alcurnia, causaba ya sorda hilaridad incluso proclamado por el mayordomo más venerable en el salón más linajudo de Madrid.
    Había sido alférez provisional y llevaba en el cuerpo una bala a la que recurría con frecuencia para impresionar a inglesas ingenuas: útil baza para batallas de amor, acabó sumiéndole en campo de espinas, pues terminó prematuramente con su vida.
    Había diseñado una máquina de joder que quería comercializar vendiendo su patente a los harenes de Arabia Saudita: me enseñó el prototipo, que había mandado hacer a su costa por una fábrica inglesa y tenía en su dormitorio, a los pies de su cama. Consistía en dos trípodes metálicos unidos por una barra de la que pendía un juego de correas para sujetar al usuario; éste podía regular el ritmo y la agresividad del ataque manejando los mandos de una pantallita situada a la derecha:
    —A las inglesas —me dijo— las fascina, no sabes la prisa que se dan por verla funcionar.
    Juan Antonio Martínez de Aguilar fue mi predecesor en la corresponsalía londinense del Madrid, y debe de ser el único periodista español que se ha acostado con una mujer policía inglesa que, además, era campeona de lucha libre. Había publicado a sus expensas una novela titulada Diosas de barro que yo no llegué a leer, a pesar de que Miquelarena me prestó su ejemplar dedicado a condición de que no se lo devolviera.


    Tristán La Rosa, corresponsal del Ya y La Vanguardia, apareció de pronto en Londres con halo de gran intelectual barcelonés. Bajo y delgado, rostro pequeño, atezado y rugoso, ojillos vivos de ratón de presa, bigote de lapicero copia exacta del de Alfonso XIII. «Un Mediterráneo de cabeza pequeña», me le definió Juan Aparicio. Tan escrupuloso en el vestir que hasta para ponerse de trapillo consultaba revistas de moda.
    Se presentaba como escritor, «aunque ahora hago periodismo», y se insinuaba representante personal en Londres del conde de Barcelona. Colmaba de desdén a toda la embajada, pero un día apareció en Londres recién nombrado consejero de Información y Turismo, dicen que por Manuel Fraga Iribarne con un empujoncito de don Juan de Borbón: era el sueño de poder que llevaba años acariciando, y por lo que adulaba a escondidas de sus colegas al embajador y a todos los que pudiesen ayudarle a conseguirlo, porque Tristán La Rosa, corto de vista en la mente cuanto en los ojos, confundía el poder con su apariencia y le bastaba disponer de una gran mesa de despacho con secretaria y teléfonos para sentirse poderoso.
    A partir de ese día, Tristán La Rosa se convirtió en acendrado sabueso y campeón del Régimen y su censura, explicando a los ingleses que él representaba «a la nueva ola de políticos jóvenes que preparamos la transición a la monarquía».
    Dejó de tratar a sus ex colegas, reduciéndoles condescendientemente a la categoría, para él muy baja, de «chicos de la prensa», y enviaba al ministro informes reservados, y no solicitados, en los que decía, por ejemplo: «Como material humano, son muy poca cosa»; de mí dijo, con toda la razón, que era un frívolo. En las fiestas de la embajada llegó a ser dificilísimo tener un aparte con él.
    Su ensayadísima sonrisa diplomática parecía decir a cuantos se le acercaban: «Mi sonrisa está aquí, pero yo no.» Consistía en fruncir la cara entera, nariz y todo, en tupida red de arruguitas en torno a ojos chispeantes de inhóspita afabilidad: «Sí, sí, todo lo que tú quieras, pero no te acerques mucho»; sonrisa que en el así sonreído daba por supuesta ávida admiración, y en el sonriente onerosa carga de sofisticación que lucir y secretos oficiales que defender.
    Tristán La Rosa se compró un cochazo con su primer sueldo de consejero, pero lo vendió antes de volver a Barcelona:
    —No vaya a vérmelo un inspector de Hacienda y me joda.
    Vendía a los galeristas londinenses la asistencia y la pluma de sus ex colegas para ornato y propaganda de sus exposiciones al precio de uno de los cuadros expuestos. Era corresponsal clandestino del diario bonaerense Clarín
y se alquilaba clandestinamente a la agencia Efe siempre que tenía lugar en Londres alguna negociación o congreso político con participación española.
    Fue caso muy típico del personajillo decidido a medrar en política y en intelecto sin fuerzas para lo primero ni altura para lo segundo. Su agobiante complejo de inferioridad se aliviaba a fuerza de humillar a los demás y de rodearse de un velo de arcana superioridad cebado a fuerza de medias palabras y enigmáticas sonrisas. Mientras le duró el cargo trató por todos los medios de exhalar un poder que no tenía, quizás para convencerse a sí mismo de que, por fin, era alguien a otros ojos que los de su embebecida mujer, porque ni los suyos propios se lo creían. Perdió todo sentido del humor, hablando constante y crípticamente de oscuras maniobras políticas de altísimo nivel en las que él era pieza clave, y fue el más déspota de cuantos esbirros franquistas he conocido, desquitándose así, me figuro, de su larga y triple servidumbre: un suegro multimillonario con influencia decisiva en su periódico, La Vanguardia; un jefe, el conde de Godó, todopoderoso; y el marqués de Santa Cruz, de quien Tristán, en cuanto se vio miembro de la embajada, se erigió innecesariamente en criada para todo. Siempre a su zaga por todas partes, pendiente en todo momento de sus menores deseos:
    —¿Desea algo, señor embajador?, solicitud rayana en el servilismo, como si quisiera afianzar sus poderes de cómitre exagerando auténtica sumisión de galeote.


    Llegó a detectarse en él una punta de sadismo, como cuando intentó, menos mal que sin éxito, que el embajador nos ordenase a los periodistas asistencia puntual a las fiestas de la embajada, con obligación de informar exactamente de ellas al día siguiente al dictado de Tristán. Durante su periodo de consejero dejamos de recibir información de la embajada, porque a Tristán le gustaba transformarlo todo en secreto oficial. Los demás de la embajada le tomaban a broma, aunque alguno llegó a sospecharle agente secreto personal de Franco, justo lo que él hubiera querido ser para poder ocultarlo estentóreamente a cuantos le rodeaban.
    Tristán La Rosa, o Tristón La Risa, como también se le llamaba, hubo de volver a Barcelona, de donde su suegro hizo que La Vanguardia le enviase a París; allí le vi yo años más tarde, tan sin canas, a pesar de sus sesenta años cumplidos, y tan sin gafas, a pesar de su fuerte miopía y de que entonces no había lentillas, como en sus más juveniles tiempos londinenses.
    Murió de un cáncer, y la verdad es que, en términos estrictamente humanos, se perdió bien poca cosa. Atento siempre a convertir principios que no tenía en medios ajenos con los que alcanzar fines que no entendía, fue uno de los hombres más innecesarios que he conocido.


    Recuerdo a mis colegas de Londres con nostálgico desdén. Vivían pendientes de Madrid, no de Londres, y algunos también del embajador, a quien consultaban y halagaban servilmente. Del gobierno británico, cuyos avatares pasaban por vigilar, apenas sabían nada. Conmigo se mostraban, al principio, muy cautos en sus opiniones sobre personajes y personajillos de mi Madrid tibetano: todo lo más, juicios neblinosos o ceñidos a rutinaria ortodoxia. Miquelarena era especialista en cáusticas pullas y agudos pseudorejones sobre gente vistosa, pero no importante, con lo que trataba de dar la impresión de estar por encima del qué dirás oficial.
    Pensándolo ahora me digo que es realmente increíble que gente como nosotros pudiésemos dar el pego durante tantos años sin otro esfuerzo que copiar los periódicos ingleses. Yo, por lo menos, tenía amigos ingleses, aunque ningún ministro, ni diputado siquiera. Vida verdaderamente charlotesca la nuestra: en un país como España, donde la realidad se inventaba/exageraba, nosotros, por escribir desde países cuya política estaba dejada por Franco de la mano de Dios y pasaba por ser extravagante o incluso aberrante, ocupábamos con nuestros inventos/exageraciones en política, y con nuestras exageraciones/inventos en pintoresquismo, el espacio que la censura franquista rehusaba al debate en profundidad de las verdaderas realidades españolas.



Jesús Pardo
Autorretrato sin retoques





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