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lunes, 25 de mayo de 2020

Jesús Pardo / Jenny

lolita Painting by yossi kotler | Saatchi Art

Jesús Pardo
JENNY

1

    Menos mal que justo entonces surgió de la nada Jenny Durnford Slater, diluyendo mi negra, desconcertada desesperación en pura maravilla.
    No sólo me borró toda huella de Phoebe Lancaster y todo interés por provocar una explicación a fondo con ella, sino incluso el recuerdo de cuantas mujeres la habían precedido en mi vida, excepto el de tía Curra.
    Conocer a Jenny fue la mejor suerte que pudo caerme en suerte en aquella suerte clave de mi vida, y fue también pura suerte que Jenny, a quien conocí en casa de Frank Percival, hortera si los hubo, perteneciese a una gran familia inglesa venida a menos y muy desclasada.
    Su lujuria era espontánea, sencilla y abierta, de facilísima conflagración y carente por completo de coquetería; su talante trascendía cuanto yo había conocido hasta entonces de lo femenino, y era equilibradísima síntesis mental y carnal justo cuando mi cuerpo y mi mente más necesidad tenían de ambas cosas fusionadas en versión hembra.


    Lo que hubo entre Jenny y yo no fue amor, que entonces nos habría sido prematuro y desviante de nuestro verdadero, urgente objetivo subconsciente: aprender, pues el amor enturbia la mente, sino puro bálsamo y saciedad de las tres entrepiernas activas que tiene el ser humano: mental, cordial y subventral.
    Terapéutica que me llegó en el momento justo, y por tal razón Jenny merece de mí una breve, escueta oración sin más fantasía que la pura y heterogénea realidad, rival eficaz de la más loca implausibilidad; Jenny, en muy pocos meses, me hizo partícipe de casi todo lo imaginable: lujuria y religión, hambre y gastronomía, pobreza y abundancia, donativos generosos y créditos usurarios, pero, sobre todo, equilibrio, un equilibrio tan hondo y persistente que aún siento su recuerdo en lo más hondo y retorcido de mis nervios.

2

  
  Era pequeña y rechonchamente esbelta, y el plenilunio de su cara se salvaba de excesiva redondez gracias a unos ojos relucientes de precocísima sagacidad. Tenía gran inteligencia natural, y su apabullante sentido común la indujo desde el principio a no creer en otros dogmas que los por ella misma formulados, ni en más milagros que el de su propia existencia.
    Si Norma tenía treinta y cinco años y confesaba, aparentándolos, veinticinco, Jenny sólo tenía catorce mal aparentados. Hacer el número trece de su lista de amantes no me dio mala suerte: conocerla fue mi finishing school, mi puesta a punto mental y sentimental.
    Flechazo instantáneo, y si la suerte de matar se demoró unos días fue únicamente por sus recelos a coger purgaciones conmigo, nacidos de tontas jactancias mías sobre mi prostibularia vida madrileña. Jenny corrió a la biblioteca municipal de Kensington, miró «purgaciones» en una enciclopedia médica y comprobó que desde mi vuelta de Madrid había pasado tiempo sobrado para sacar a la superficie las purgaciones más soterradas. Así y todo, me abrió la bragueta en busca de los síntomas que su enciclopedia enumeraba, ante la ausencia de los cuales nos sumimos en otra dimensión, y tardamos bastante tiempo en reintegrarnos a la llamada vida real.

3

    Su padre era general de brigada prematuramente retirado en Bedford, cuyas heroicidades como jefe de comandos en Bretaña y Noruega le habían hecho efímeramente famoso. Sus memorias de guerra, traducidas al francés, se citan en numerosas historias de la Segunda Guerra Mundial: una de sus hazañas más sonadas consistió en asestar un audaz golpe de mano a un prostíbulo para oficiales instalado por el alto mando alemán en un castillo normando, llevándose a todas las pupilas a Londres, donde Churchill les hizo someterse a un ceñidísimo interrogatorio sobre la moral bélica de la oficialidad enemiga en vísperas del desembarco de Normandía. Jenny me regaló un pañuelo de seda con el mapa de Noruega indeleblemente dibujado para guía de comandos en sus operaciones. El dinero de su madre, vieja, pequeña y muy callada, era cuantioso, pero tan discreto que hasta la muerte de su dueña no se atrevió a salir del anonimato bancario donde llevaba años procreando mientras la familia vivía sin mucha holgura de la nada pingüe pensión del héroe jubilado.
    Jenny había pasado el año anterior interna en un colegio suizo, donde se deshizo de su virginidad una noche de nieve cuyo muelle frío estaba tan ansiosa de sentir contra su trasero desnudo como las agresiones masculinas contra su treceañera entrepierna. Cuando la conocí, Jenny tenía de la virginidad el mismo bajo concepto que yo, pero no era éste nuestro único punto de acuerdo: pocas veces me he llevado tan bien con mujer alguna, a pesar de que ésta habría podido ser hija mía un tanto prematura.
    Los pocos meses que duraron nuestras relaciones, de las que he hablado extensamente en una novela, los pasamos casi por entero en la cama, con cortos altos en Daquise, cafetín polaco de South Kensington donde tomábamos innumerables cafés y discutíamos de todo.
    Jenny cumplió los quince años en la cama conmigo, y si yo, paradójicamente, la enseñé virtud tan ajena a mí como la permanencia en el amor, fue porque ella hasta entonces nunca había pasado más de unos días con el mismo hombre; a cambio de esto disipó cuantas dudas residuales pudiesen caberme aún de que las diferencias entre hombres y mujeres son puramente glandulares.
    Jenny, precoz en todo, descartaba lo abstracto de forma inmediata, pero no por no comprenderlo, sino por sentirlo innecesario para su principal objetivo vital: un equilibrio mental y físico que tanto ella como yo confundíamos persistente y gozosamente con el espiritual: también en esto disipó Jenny cuantos posos catolicoides pudiesen quedarme en la mente.
    La lógica de Jenny era autoexplícita e inefable; su avasallante sentido común prescindía tajantemente de cualquier revelación basada en libros escritos hace dos mil años, como no fuese sobre la cura de sabañones, por mucha divinidad que se imputara al revelador; su tremendo aplomo personal irradiaba clara conciencia de ser ella el único ser humano por cuya supervivencia estaba dispuesta a morir.
    Jenny no jugaba sucio con nadie, y las veces que cometí la ordinariez de exigirle fidelidad sólo quiso prometérmela as long as this feels the way it does now, rehusándome una seguridad que sabía imposible a la larga, por tranquilizadora que pudiese parecerme a la corta.
    A sus amantes les exigía únicamente sexo puro y duro, y les dejaba en cuanto dejaban de satisfacerla, y sólo por eso. It is a mad desire tu put something in, como ella misma me definió su parcialidad por el amor físico, ingrediente inseparable de su fuerte sentido de lo que era propio y decente: quedar bien con los demás, pero ante todo con uno mismo.

 4


   Durante una temporada Jenny jugó, tan inconvincente como inconvencida, a hacerse católica. íbamos juntos al Brompton Oratory, ella con mantilla y misal, regalo mío, y yo tratando de recordar genuflexiones y persignaciones medio olvidadas; rematábamos la ceremonia con cuantos polvos nos brindaban nuestras fuerzas en glorioso tecnicolor.
    Riqueza o pobreza le daba igual: cuando le llegaba el dinero de casa me convidaba a comer en sitios buenos, y a veces, sin tener un chelín, me llevó al club militar de su padre, en cuyo restaurante podía firmar la cuenta; días hubo en que pasamos casi hambre, reducidos a spaghetti con agua del grifo, y otros en los que el bolsillo nos daba para ahogarlos en vino peleón. Hacia fin de mes Jenny solía empeñar una pulsera que yo le desempeñaba en cuanto me llegaba el sueldo del periódico. En ocasiones me prestó y hasta me regaló dinero, y vez hubo en que me dijo que me lo prestaría un amigo suyo, pero cobrándome el veinticinco por ciento; años más tarde me confesó que había sido ella misma la prestamista.

5


    Su educación, entre altoburguesa y aristocrática, se expresaba en total certidumbre de tener razón, incluso ante la más irrefutable evidencia en contrario; y en una incapacidad también total de no acusar ofensa por desdenes, insultos y rechazos, excepto en la medida exacta en que a ella le conviniese. Era inmune a la depresión y el pesimismo, y se creía capaz de todo. Profundamente inglesa, invulnerable a cualquier lengua extranjera que no fuese su francés endeble de desclasada niña bien, Jenny se sentía tan ciudadana del mundo como Marco Aurelio, en cuya mente sólo el griego podía equipararse al latín.
    Por unas horas tomamos en serio la idea de casarnos en cuanto ella tuviese la edad:
    —Viviremos —me decía— del dinero que me toca de la herencia de mi abuelo; nos vamos a una isla mediterránea y a vivir se ha dicho.
    No tardó en ver las cosas con más lucidez:
    —¿Cuánto tiempo piensas que tardaría yo en coger y fugarme con cualquier vecino guapo?


6

    Yo había llevado a vivir a casa de Frank Percival a un cierto Francis Hadwen, miembro de pleno derecho de mi droite infernale londinense. Era rico y más esnob que noble, incansable donjuán y gran bebedor, muy cuidadoso con su dinero y amigo de dar golpes de efecto, como ir a fiestas de postín en pijama de seda blanca, porque así le echaban espectacularmente y a la mañana siguiente aparecía en las secciones de cotilleo social de los periódicos; o alquilar una guardia de honor que le recibiese, uniformada de fantasía y a toque de trompeta, a la llegada del tren donde él iba. Quería un título nobiliario, y a pesar de no tener más de veinticinco años ya lo supeditaba todo a ese objetivo: había sido secretario de Churchill y proyectaba entrar en política con el Partido Conservador.
    Jenny y yo acabábamos de separarnos: ella, advirtiéndome con una anticipación de dos o tres horas de su inminente lío con su profesor de no sé qué. A las dos semanas o así me anunció inesperadamente desde Bedford que estaría en Londres a las once de la mañana siguiente: me esperaría a mediodía en una cafetería del centro para cobrarme dos libras esterlinas que le debía. Era evidente que nos acostaríamos juntos por mor de otros tiempos: puro capítulo de nostalgia, no de cuernos a su nuevo amante, tan acreedor a su fidelidad como yo a su añoranza. Pero justo entonces yo me encontraba tronadísimo y me hacía falta dinero aquel mismo día para un flirt que tenía todo el aire de estar empezando en serio.
    —Oye —le dije a Francis—, si te apetece Jenny, te la cambio por cinco libras.
    Francis la ansiaba a distancia, prendado de su impresionante acento aristocrático; ella había toreado corto y ceñido sus tanteantes embestidas:
    —Soy mujer de muchos hombres, pero de uno en uno.
    Quedamos en que él me daría tres libras e iría a verla en mi lugar alegando cualquier cosa; le devolvería sus dos libras, y allá los dos.
    Al día siguiente acudí a mi cita con mis tres libras y volví a casa a media tarde. La puerta del cuarto de Francis estaba cerrada, y no se oía el menor ruido. Llamé discretamente: nada; más fuerte, y al cabo de unos minutos asomó Francis la cabeza, envuelto deprisa y corriendo en su batín. Me cerró la puerta en plena cara:
    —Incredibly tactless of you, Pardo!

7


    Tardé varios años en volverla a ver, y para entonces yo estaba casado y ella divorciada, ambos por primera vez. Reanudamos nuestra liaison sin casi proponérnoslo. Nos veíamos en su apartamento: yo aduciendo en casa cenas de embajada. Relativo remanso de mi atroz vida conyugal que terminó con su vuelta a Formentera, donde tenía una casa.
    Seguimos así un par de años, aprovechando sus breves visitas a Londres y carteándonos el resto del tiempo. Concertamos una vez una cita en Barcelona, que se frustró por un inoportunísimo telegrama de su madre, llegado justo antes de nuestra primera noche en la pensión que Jenny misma nos había apalabrado: su padre estaba volviéndose loco y Jenny tenía que volver a casa lo antes posible. Aquella misma tarde la vi salir para Inglaterra en su cochecillo viejo y renqueante.
    Nuestros encuentros siguientes, a lo largo de varios años, fueron ralos y vacíos.


8

    Ni ella ni yo éramos muy sapientes en sexo: únicamente entendíamos y deseábamos la esplanissada que tanto añora la emperatriz de Bizancio en Tirant lo Blanc. Y menos mal que coincidíamos en esto, lo principal, porque nada hay peor que la conexión inconexa de un gourmet y una gourmande, o al revés, en pos del mismo orgasmo. Jenny y yo, gourmands perdidos, nos contentábamos con ponernos morados de lo que fuese: spaghetti con vino peleón, por ejemplo, siempre que para postre hubiera sexo a lo bruto, y no conocíamos mejor paraíso.
    La imagen más persistente que guardo de Jenny es su figura muelle y redonda, jadeando y riendo como loca sobre la cama de mi cuarto:
    —Cualquier día me explota el corazón de gusto...

Jesús Pardo

Autorretrato sin retoques






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