Venía de una larga herida, por casi una semana, para el placer de un hombre ajeno. En una ciudad revuelta y violenta, amasijo de historias y traiciones, sólo eran dos destinos que se cruzaban fugazmente en el territorio neutral de un hotel barato.
─¿Te imaginas? Tú y yo, viejos, en una casita de Copacabana. Qué locura.
Sólo abandonaron la habitación para saborear un helado en Junín, comprar una novela en El Ojo de Vidrio o ver una película en Cinema Paradiso, y aun así la ciudad les mostró sus dientes. No más en la primera salida vieron que un motociclista le disparaba tres veces a una mujer que cayó con las piernas abiertas sobre una venta de flores. Otro día vieron pasar desde El Astor a una loca descalza, con los cabellos verdes y los senos al aire.
─Esa soy yo.
El hombre, que la trató con dedos de algodón, entre mariposa y fino vaso de cristal, la dejó acomodarse a su cuerpo poco a poco. La exploró desde varios frentes tratando de encontrar el origen de sus desgracias. Ella dijo tres o cuatros frases sobre un país al que nunca volvería, una niña lejana y muerta, un hombre altivo, violento, sin principios.
–Sueño que me arranco el corazón –dijo–. Me lo trago y lo vomito con asco infinito.
En más de una ocasión, en tardes moribundas, el hombre la contempló dormida después del amor, desnuda, bocabajo, abandonada en la geografía de las sábanas, mientras el ventilador batía las cortinas de la ventana que daba a la calle. Y afuera, la ciudad como un ruidoso e insensato animal. La contemplaba desde una silla de plástico y tornillos, fumando o bebiendo una Coca-Cola, hasta saciarse, y luego se acercaba a la cama y la despertaba a besos, desde los pies hasta la nuca, oliéndola con ansia, casi masticándola.
Ella lo recibía desde el territorio de los sueños, toda tibia, tal vez confundiéndolo con otro hombre y otros tiempos más tormentosos pero más felices. Luego, cuando el cuerpo recuperaba el sosiego, la mujer parecía disculparse con la mirada, encendía un cigarro y contemplaba el techo.
El hombre dijo con voz ronca:
–Tuve un gato. Van Gogh. Otros gatos le habían destrozado una oreja.
–¿Te dije que una vez me corté las venas? –dijo la mujer.
La frase giró por la habitación como una golondrina, empapó el aire, recorrió los cuerpos.
–¿Por qué?
La mujer encendió otro cigarrillo.
–¿Volverías a hacerlo?
–Lo pienso todo el tiempo.
Se emborracharon la última noche y fueron felices. Ella lloró, gritó, se abrió como una flor definitiva. Tres disparos en el corazón de la noche la arrancaron del sueño. Corrió desnuda a la ventana y gritó a los fantasmas:
–¿Hasta cuándo van a seguir matándose?
El hombre la arrancó de la ventana y la devolvió al lecho. La mujer lo miró despavorida hasta reconocerlo.
–Mi pobre gato –dijo–. Si me olvidas, no habrás existido.
Se refugió en el pecho del hombre y regresó al sueño. Se levantó temprano, a oscuras, y abandonó la habitación cuando el hombre todavía dormía.
No se volvieron a ver.
Medellín, 2000.
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