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domingo, 31 de enero de 2021

Patricia Highsmith / En busca de «Tal o cual Claveringi»

 

Patricia Highsmith 
En busca de «Tal o cual Claveringi»
    (The Quest for «Blank Claveringi»)

Avery Clavering, profesor de zoología en una universidad de California, se enteró de la existencia de los caracoles gigantes de Kuwa por una nota de pie de página en un libro sobre moluscos. Faltaban tres meses para sus vacaciones sabáticas cuando leyó estas pocas líneas:
    «Los indígenas de las islas Matusas dicen que existen caracoles aún mayores que éstos en la isla deshabitada de Kuwa, que dista cuarenta kilómetros de las Matusas. Los matusanos afirman que esos caracoles tienen una concha de seis metros de diámetro y devoran a los hombres. El doctor Wm. J. Stead, residente ahora en las Matusas, visitó Kuwa en 1949 y no encontró ningún caracol, pero la leyenda persiste».
    Esta nota despertó el interés del profesor Clavering, porque tenía un gran deseo de descubrir algún animal, pájaro, reptil o siquiera molusco, al que pudiera dar su nombre. Tal o cual Claveringi. El profesor contaba ya cuarenta y ocho años. Quizá el tiempo no apremiaba, pero la verdad es que todavía no había alcanzado renombre alguno. El descubrimiento de una nueva especie le ganaría la inmortalidad en su especialidad.
    Vio en un mapa que las Matusas eran tres pequeñas islas, dispuestas como los puntos de un triángulo isósceles, no lejos de Hawai. Escribió al doctor Stead y recibió la siguiente respuesta, escrita con una abominable máquina, con tantas palabras casi invisibles, que apenas si logró leerla:



    8 de abril de 19…
    Estimado profesor Clavering:
    Hace mucho tiempo que he oído hablar de los caracoles gigantes de Kuwa, pero antes de que emprenda usted un viaje tan largo, debo decirle que los indígenas me informan que hace unos veinte años un grupo de ellos fue a Kuwa para exterminar a los llamados caracoles devoradores de hombres, que se imaginaban que podrían atravesar a nado el estrecho desde Kuwa a Matusas y causar así daños en estas últimas islas. Aseguran que exterminaron a toda la comunidad de caracoles, salvo uno viejo, al que no pudieron matar. Esto es típico de las leyendas indígenas: siempre hay uno que escapa. No me cabe duda de que los caracoles no tendrían más de un metro de diámetro y que no eran… [aquí había una palabra ilegible, debido a la vez a lo gastado de la cinta de la máquina y a un insecto aplastado exactamente en ese punto de la carta]. Dice usted que leyó una nota sobre mi intento, en 1949, de descubrir los caracoles gigantes. Lo que no indica es que desde entonces he hecho otros viajes para encontrarlos. En realidad, me retiré en las Matusas con este propósito. Actualmente, estoy convencido de que esos caracoles son simples ficciones folklóricas, producto de la imaginación de los indígenas. En su lugar, no malgastaría tiempo y dinero en una expedición.
    Atentamente suyo,

    Wm. J. S TEAD, doctor en medicina



    El profesor Clavering disponía del dinero y del tiempo. Le pareció descubrir cierta acrimonia en la carta del doctor Stead. Tal vez éste había tenido mala suerte. Por correo, el profesor Clavering alquiló en Hawai un buque de vela de diez metros, con motor auxiliar. Quería hacer el viaje desde las Matusas en solitario. Tal o cual Claveringi . Dejando aparte su tamaño, el caracol sería probablemente diferente de cualquiera conocido, a causa de su aislamiento… si es que existía. Iría un mes antes que su mujer y Wanda, su hija de veinte años, y después de visitar Kuwa se uniría a ellas en Hawai, para unas vacaciones más ortodoxas. Con un mes tendría tiempo sobrado de encontrar el caracol, incluso si sólo había uno, hacer fotos y tomar notas.
    Fue a finales de junio cuando el profesor Clavering, equipado con tanques de agua, carne, sopa y leche enlatadas, galletas, cámara fotográfica, papel y bolígrafo, cuchillo, hacha y un Winchester del 22, que apenas si sabía manejar, se hizo a la mar desde una de las Matusas rumbo a Kuwa. El doctor Stead, que había sido un anfitrión por irnos días, lo despidió. Decía tener setenta y cinco años, pero parecía mayor, tal vez a causa de la bebida y la existencia al parecer sin sentido que llevaba. Desde hacía dos años, le dijo, no había vuelto a buscar al caracol gigante.
    —He dedicado, por así decirlo, el último tercio de mi vida a buscar ese caracol —había agregado el doctor Stead—. Pero supongo que ése es el destino del hombre: buscar lo inexistente. Bueno, profesor Clavering, que tenga suerte.
    Agitó en el aire su viejo sombrero de paja mientras el Samantha se alejaba, a motor, del muelle.
    El profesor Clavering indicó a Stead que si encontraba unos caracoles regresaría en seguida a recoger a algunos indígenas que lo acompañaran, y volvería a Kuwa con lo necesario para hacer jaulas para los caracoles. Stead expresó sus dudas acerca de la posibilidad de que hubiera ningún indígena dispuesto a acompañarlo, si el caracol o los caracoles eran realmente grandes. Pero la verdad es que el doctor Stead se había mostrado muy pesimista acerca de todo lo relativo a la busca del profesor Clavering. Éste se alegraba de alejarse de él.
    Cosa de una hora más tarde, el profesor Clavering paró el motor y trató de izar algunas velas. El viento era favorable, pero tenía escasa experiencia en navegación a vela y por esto no apartaba los ojos de la brújula.
    Por fin avistó Kuwa, una giba de color canela en el mar azul. Hasta que estuvo muy cerca no vio motas verdes, y aun éstas eran sólo la copa de algunos árboles. Buscaba ya con la vista algo que se pareciera a un caracol gigante y pronto lamentó no haberse llevado unos prismáticos, pero la isla tenía sólo cuatro kilómetros y medio de largo y uno y medio de ancho. Decidió dirigirse a una pequeña ensenada.  Dejó caer las dos anclas en un mar tan claro que podía ver la arena del fondo. Se quedó unos minutos en cubierta.

    La única vida que divisó fueron algunos pájaros en las copas de los árboles, pájaros de colores brillantes y con cresta, que lanzaban graznidos nunca oídos antes. No había ninguna clase de vegetación baja, maleza o hierba, como hubiera podido esperarse en una isla como aquélla, muy parecida a las Matusas por el color del suelo, y esto era un buen augurio sobre la presencia de caracoles, que debieron haber devorado todo lo verde a su alcance.
    Eran sólo las dos menos cuarto. El profesor Clavering comió una tajada de papaya, dos huevos duros y se hizo café en su fogón de alcohol, pues no había tomado nada desde las seis de la mañana. Luego, con el cuchillo de caza y el hacha colgando del cinturón de sus shorts caqui, y la cámara colgándole del cuello, descendió al agua. El Samantha no llevaba bote de remos.
    Se hundió en el agua hasta el cuello, pero sus pies tocaban el fondo y podía caminar. Mantuvo la cámara en alto. Salió jadeando, porque pesaba unos diez kilos más de lo debido. El profesor Clavering acabaría lamentando cada uno de esos kilos, antes de que terminara el día, pero al recobrar el aliento y mirar alrededor suyo, y sentir cómo se iba secando bajo el cálido sol, era feliz. Secó con arena el cuchillo y el hacha y se adentró en la isla, manteniéndose alerta para descubrir la silueta redonda de una concha de caracol, en movimiento o parada. Pero como los caracoles son más o menos nocturnos, se dijo que podrían estar durmiendo en cualquier cueva o grieta, sin pensar en emerger hasta la noche.
    Decidió que primero atravesaría la isla y que luego seguiría la costa, hacia la derecha o la izquierda, hasta dar la vuelta completa. No había caminado medio kilómetro cuando el corazón le dio un salto dentro del pecho. A diez metros enfrente de él vio tres serpollos doblados, con las hojas de arriba mordisqueadas. Los arbolitos tenían unos diez centímetros de diámetro, en la base. Se necesitaba un peso considerable para doblarlos, por lo menos cincuenta kilos. El profesor observó el suelo alrededor de los arbolitos y los troncos de éstos, buscando el barniz viscoso y brillante que dejan los caracoles, pero no lo encontró. Tal vez la lluvia lo había borrado. Un caracol cuya concha tuviera un metro de diámetro no pesaría bastante para doblar arbolitos como aquéllos. El profesor Clavering, pues, esperaba hallar un espécimen mayor. Siguió caminando.
    Llegó al otro lado de la isla. El mar había mordido en la costa, formando una hondonada o zanja casi seca de un centenar de metros de longitud y una profundidad de diez metros. Allí, el suelo era arenoso, pero húmedo, y había algo de vegetación, en forma de parches de hierbas. Allí, las ramas bajas de todos los árboles habían sido privadas de sus hojas, y de esto hacía tanto tiempo que las ramas se secaron y cayeron. Todo esto mostraba la presencia de caracoles de tierra. El profesor Clavering se detuvo y oteó el fondo de la hondonada. Vio, al borde de su lado de la zanja, la curva pardo rosada de algo que no era ni arena ni roca. Si era un caracol, era monstruoso. Involuntariamente, dio un paso atrás, haciendo caer varias piedrecitas al fondo.
    El profesor corrió alrededor de la zanja para ver mejor. Era un caracol y su concha medía unos cinco metros de altura. Veía su lado izquierdo, el que no tiene espiral. Se parecía a una vela de color de melocotón, hinchada por el viento, y los rayos del sol hacían brillar algunas zonas nacaradas, plateadas, que titilaban al moverse esta enorme cosa. El profesor se dio cuenta de que la leve lluvia de piedrecitas lo había despertado. Si la concha medía de cinco a seis metros de diámetro, el cuerpo o pata del caracol debería tener unos cinco metros y medio cuando se extendía. El profesor permaneció inmóvil, emocionado tanto por la frase (todavía vacía) Tal o cual Claveringi , que palpitaba en su cabeza, como por el hecho de que estaba viendo algo que ningún hombre había visto jamás, o por lo menos ningún científico. La jaula tendría que ser mayor de lo que había pensado, pero cabría en la cubierta de proa del Samantha.
    El caracol retrocedía, para sacar la cabeza de la parte angosta de la zanja. El cuerpo húmedo, color de té con leche, apareció con la lentitud de una enorme serpiente que despertara de su sueño. Todo estaba en silencio, salvo el ruido de las piedrecitas que caían debajo del caracol a medida que éste levantaba la cabeza y la respiración entrecortada del profesor. La cabeza del caracol, de cara al interior de la isla, se levantó más y más, y sus antenas, con las que miraba, comenzaron a extenderse. El profesor Clavering se dio cuenta de que había perturbado su sueño diurno, y un breve terror le hizo retroceder de nuevo, con lo que más piedrecillas cayeron en la hondonada.
    El caracol oyó este ruido y volvió hacia el profesor su enorme cabeza.
    Clavering se quedó paralizado. Un rostro gigantesco lo miraba, un rostro con mejillas o labios caídos, escamosos, con antenas que llegaban ya a los dos metros, cuyos ojos, al final de las mismas, escrutaban al profesor desde su mismo nivel y a apenas tres metros de distancia, con el desdén de unos hercúleos gemelos, con la desconocida potencia de un par de descomunales telescopios. El caracol alcanzaba tal altura que tuvo que inclinar sus antenas para seguir mirándolo. ¿Cinco metros y medio? Más bien siete o nueve metros. El caracol se dio vuelta para avanzar hacia él.
    Pero el profesor no se movió. Sabía que los caracoles —incluso los de jardín, tan pequeños— poseen veinte mil pares de dientes, dispuestos como las púas de un peine, visibles los de la parte superior, constantemente en movimiento arriba y abajo detrás de la carne transparente. Un caracol de aquel tamaño, con dientes en proporción, podía masticar un árbol tan de prisa como el hacha de un leñador, pensó el profesor. El caracol avanzaba con monumental confianza. Se quedó inmóvil unos segundos, para admirarlo. Su caracol. El profesor abrió la cámara y tomó una foto, en el preciso momento en que el caracol arrastraba su concha por encima del borde de la zanja.
    —¡Eres magnífico! —dijo el profesor Clavering con voz suave y emocionada.
    Dio unos pasos atrás.
    Era agradable pensar que podía moverse ágilmente, en comparación con el caracol, observando a éste desde todos los ángulos, mientras que el caracol sólo podía arrastrarse hacia él a una velocidad que le pareció de un metro cada diez segundos. El profesor pensó que podría observar el caracol durante cosa de una hora y luego volver al Samantha a tomar nota de lo visto. Dormiría a bordo, mañana por la mañana haría unas cuantas fotos más y luego pondría en marcha el motor para regresar a las Matusas. Corrió unos veinte metros y se volvió para ver cómo avanzaba el caracol.
    El caracol marchaba con la cabeza a cosa de un metro del suelo, manteniendo al profesor enfocado con sus ojos. Ahora avanzaba más de prisa. El profesor Clavering se retiró más rápidamente de lo que preveía y antes de poder tomar otra foto.
    Miró alrededor, buscando la pareja del caracol. Se alegró, en cierto modo, de no verla, pero debía tener en cuenta que no podía descartarse la posibilidad de una pareja. No sería nada agradable hallarse acorralado por dos caracoles, pero, sin embargo, esta idea le emocionó. Era imposible imaginar una situación en que no pudiera escapar de dos lentas y pesadas criaturas como… ¿como qué? Amygdalus Persica (pensó en los melocotones, debido al hermoso color de la concha) Carnivora (tal vez) Claveringi. Aún podría mejorarse el nombre, pensó el profesor, mientras caminaba para atrás, observando al animal.
    Una pequeña arboleda le dio una idea. Si se metía en ella, el caracol no podría alcanzarlo y, sin embargo, lo vería desde cerca. El profesor se colocó en medio de quince o veinte árboles, todos ellos de por lo menos seis metros de altura.
    El caracol no disminuyó su velocidad, pero empezó a dar la vuelta a la arboleda, sin dejar de mirar al profesor. Al no encontrar ninguna apertura entre dos árboles bastante ancha para que pudiera pasar, levantó la cabeza aún más, hasta unos cinco metros, y empezó a trepar por los árboles. Muchas ramas se rompieron y un árbol crujió.
    El profesor Clavering se encogió y retiró. Vislumbró el gran vientre del animal que se deslizaba, sin rasguño alguno, por un tronco hecho astillas, y una boca circular de más de medio metro de ancho, abierta y mostrando la hilera, todavía más ancha, de dientes como los de un tiburón, que masticaba automáticamente. El caracol avanzó suavemente por las copas de los árboles, algunos de los cuales volvieron a recobrar su posición cuando los dejó el peso del animal.
    Clic hizo varias veces la cámara del profesor.
    ¡Qué espectáculo! Algo así como una lenta carrera de obstáculos. Se imaginó explicando a sus amigos lo sucedido, apoyándose en las fotografías, una vez regresara a California. El viejo profesor McIlroy, del departamento de biología, se había reído de él por gastar siete mil dólares en un proyecto que podía preverse que sería fútil.
    El profesor Clavering empezaba a sentirse fatigado, de modo que se dirigió sin rodeos al Samantha . Se fijó en que el caracol tomaba una dirección que lo interceptaría, si ambos seguían con las velocidades firmes, pero diferentes, que habían adoptado. El profesor se rió y se puso a correr. El caracol también aceleró su marcha, y el profesor recordó la amplia ondulación del cuerpo del caracol cuando se abalanzó sobre los árboles. Sería interesante ver cuán de prisa podía avanzar en línea recta. Pero esta prueba tendría que esperar hasta que llegara a América.
    Llegó al borde del agua y vio la playa a unos metros a su derecha, pero el velero no estaba allí. Pensó que se había equivocado y que su playa estaba al otro lado de la isla. Pero entonces vio el Samantha, a la deriva, a irnos quinientos metros mar adentro.
    —¡Maldición! —exclamó en voz alta el profesor Clavering.
    Sin duda no había sabido echar correctamente las anclas. ¿Se atrevería a nadar hasta el barco? La distancia le asustó, tanto más cuanto que aumentaba por momentos.
    Un ruido de guijarros a sus espaldas le hizo volverse. El caracol estaba apenas a seis metros.
    El profesor bajó trotando a la playa. Tenía que haber en la costa alguna cueva o fisura bastante estrecha para admitirle a él pero donde estuviera fuera del alcance del caracol. Quería descansar un rato. Lo que le fastidiaba, realmente, era la perspectiva de una fría noche sin mantas ni comida. Los indígenas de las Matusas tenían razón: en Kuwa no había nada comestible.
    El profesor Clavering se detuvo de golpe, con los zapatos resbalando sobre la arena y los guijarros. Delante de él, a menos de veinte metros, en la playa, había otro caracol tan grande como el que lo seguía, pero de color algo más claro. Tenía la cola en el mar y de la boca le caía agua al levantar la cabeza para mirarlo.
    Era aquel caracol, pensó el profesor, el que había cortado con sus dientes las cuerdas de cáñamo y había soltado el barco. ¿Es que había algo en las cuerdas nuevas de cáñamo que atraía a los caracoles? Apartó de momento esta cuestión de la mente. Tenía un caracol delante y otro detrás. El profesor trotó a lo largo de la playa. La única hondonada que estaba seguro de haber visto era la del otro lado de la isla. Se esforzó en caminar por un rato, a respirar normalmente, y finalmente se sentó y descansó.
    El primer caracol fue el primero que apareció, y como lo había perdido de vista, levantó la cabeza y miró lentamente a derecha e izquierda, aunque sin menguar la marcha. El profesor se quedó sentado,inmóvil, con la cabeza descubierta y agachada, con la esperanza de que el caracol no lo vería. No tuvo esta suerte. El caracol lo divisó y cambió de ruta, para dirigirse derechamente hacia él. Detrás llegó el segundo caracol. ¿Su macho? ¿Su hembra? El profesor no lo sabía y ni había manera de saberlo.
    El profesor Clavering tuvo que abandonar su descanso. El peso del hacha le recordó que disponía, por lo menos, de un arma. Un susto, pensó, una herida menor, tal vez los desanimaría. Sabía que estaban hambrientos, que sus dientes podían desgarrarle la carne más fácilmente que los árboles, y que, vivo o muerto, esos caracoles se lo comerían, si les dejaba. Empuñó el hacha y les hizo frente, consciente de que su apariencia no era precisamente formidable, con su vientre algo saliente, sus piernas flacas y pálidas, su talla de metro setenta —cosa de una tercera parte de la altura de los caracoles—, pero las cejas, fruncidas encima de sus lentes, mostraban que estaba decidido a defender su vida.
    El primer caracol se alzó, cuando estuvo a poco más de diez metros de él. El profesor avanzó y blandió el hacha contra el flanco izquierdo del animal. No se había atrevido a acercarse bastante y el golpe quedó centímetros corto. El peso del hacha hizo perder el equilibrio al profesor. Se tambaleó y cayó debajo de la cabeza y tuvo apenas tiempo para dar vueltas sobre sí mismo antes de que la boca descendiera y tocara el suelo allí donde había estado. Furioso, ahora, rodeó el caracol y dio un hachazo a la concha nacarada, en la que el arma rebotó. El hacha hizo saltar una astilla de cosa de dos centímetros de profundidad, pero nada más. El profesor la blandió de nuevo, más alto ahora, hacia el centro de la parte posterior de la concha, tratando de alcanzar la válvula pulmonar que estaba debajo, pero la válvula se hallaba más arriba, a más de tres metros del suelo, y de nuevo el hacha sólo hizo saltar una astilla. El caracol comenzó a darse vuelta para enfrentarse con él.
    El profesor se dirigió entonces al segundo caracol, corrió hacia él blandiendo el hacha y le hizo un corte en la mejilla. El hacha se hundió hasta el mango de madera, tuvo que tirar con fuerza para sacarla y entonces se vio obligado a correr unos metros, porque el caracol aceleró y levantó la cabeza para atacarlo a mordiscos. Con una ojeada hacia atrás, el profesor vio que no salía ningún líquido de la herida en la mejilla del caracol. Desde luego, no esperaba sangre. En realidad, no pudo ver la herida. Era evidente que el corte no había desalentado en absoluto al caracol.
    El profesor Clavering caminó sin apresurarse, dirigiéndose al cubil de los caracoles, al otro lado de la isla. Cuando llegó, tambaleándose, al borde de la hondonada, estaba sin aliento y le dolían las piernas. Pero vio con alivio que la hondonada se estrechaba hasta formar una angosta V. Si se metía como una cuña en el fondo, estaría a salvo. El profesor Clavering miró la V, que tenía una especie de techo saliente, como una cueva, cuando vio que lo que le habían parecido rocas curvas empezaban a moverse; por lo menos algunas de ellas se movían. Eran crías de caracol. Mayores que voluminosas pelotas de playa. Y por la manera como devoraban briznas de hierba, vio que estaban hambrientas. Arriba, a su izquierda, apareció una cabeza de caracol. El padre —o madre— gigante comenzó a descender la hondonada. El crepitar de los guijarros y un par de antenas a su derecha anunciaron la llegada del segundo caracol. No le quedaba ningún lugar en el que refugiarse excepto el mar, lo cual no era mala idea, dado que se trataba de caracoles de tierra. El profesor vadeó y dio vuelta a la izquierda, caminando con el agua hasta la cintura. Avanzaba lentamente, y uno de los caracoles seguía persiguiéndolo. Se acercó a tierra y corrió con el agua hasta los muslos.
    El primer caracol, el más oscuro, entró audazmente en el agua y se arrastró por una profundidad de varios centímetros, dando muestras de estar dispuesto a adentrarse más en el agua cuando rebasara al profesor Clavering. Éste confiaba en que el otro caracol, tal vez la madre, se hubiese quedado con las crías. Pero no, lo seguía desde tierra y aceleraba su marcha. El profesor se dirigió lo más de prisa que pudo a tierra, donde podría correr más.
    Ahora, gracias a Dios, vio rocas. Grandes masas rocosas cubrían una colina que descendía hasta el mar. De seguro que habría algún nicho, entre las piedras, donde refugiarse. El sol se hundía en el océano, pronto oscurecería y sabía que no habría luna. El profesor estaba sediento. Cuando llegó a las rocas, se lanzó como un cadáver en una especie de trinchera entre cuatro o cinco peñascos, que le rasguñaban y le obligaron a tenderse en curva. Las piedras se elevaban algo más de medio metro por encima de su cuerpo, y la trinchera apenas si tenía treinta centímetros de anchura. Los caracoles no podrían meter la cabeza y morderlo.
    Las curvas de un caracol aparecieron y luego se acercaron las del otro.
    «Les atacaré con el hacha si se acercan —se dijo el profesor—. Haré trizas la cara con el cuchillo».
    Estaba resignado a matar a los dos adultos, porque se podrían llevar un par de crías, y hasta con más facilidad, pues no eran tan grandes.
    El caracol parecía husmear como un perro, aunque de modo inaudible, cuando su cabeza pasó por encima del escondite del profesor. Luego, con calma majestuosa, descendió por las rocas entre las que estaba tendido el profesor. Su pata viscosa cubrió la apertura y en unos segundos bloqueó toda luz.
    El profesor Clavering, furioso y asustado, sacó el cuchillo y lo hundió varias veces en la blanda carne del caracol. No pareció siquiera estremecerse. Unos segundos más tarde, dejó de moverse, aunque el profesor sabía que no sólo no estaba muerto, pues las cuchilladas no habían alcanzado ningún órgano vital, sino que sehabía adherido del modo más firme posible sobre la trinchera. No se veía ni una rendija de luz. El profesor sintió alivio al pensar que la irregularidad de los peñascos debía proporcionar entrada al aire. Empujó frenéticamente con las palmas de las manos el cuerpo del caracol, y las manos resbalaron y se rasguñaron contra las rocas. La firmeza del caracol y la incapacidad del profesor de moverlo le dieron un instante de mareo.
    Transcurrió una hora. El profesor casi se durmió, pero en realidad fue más bien como una prolongada alucinación. Soñó, o temió, que lo masticaban veinte mil pares de dientes hasta convertirlo en un montón de picadillo que los dos caracoles compartían con sus crías. Empeoraba la situación el hecho de que tenía hambre y frío. El cuerpo del caracol no proporcionaba calor y hasta era fresco.
    Unas horas más tarde, el profesor despertó y vio estrellas sobre su cabeza. El caracol se había marchado. Estaba oscuro. Se incorporó cautelosamente, tratando de no hacer ruido, y salió de la trinchera. ¡Libre! ¡Estaba libre! El profesor Clavering se tendió en un rincón cubierto de arena, a pocos pasos, apoyándose en la cara vertical de un peñasco. Y así durmió las horas que quedaban hasta el amanecer.
    Despertó apenas a tiempo; tal vez lo sacó de su sueño no la luz del alba, sino un sexto sentido. El primer caracol se acercaba y estaba a poco más de tres metros de él. El profesor se levantó sobre sus temblorosas piernas y corrió hacia el interior, por una ladera. Se le ocurrió algo: si lograba empujar una roca de, digamos, doscientos o trescientos kilos —cosa posible con una palanca—, para que cayera sobre el caracol adulto, y aplastaba el lugar de su cuerpo donde estaba el pulmón, entonces lo mataría. Si no, no veía ningún otro medio a su alcance con que pudiera infligirle una herida mortal. Con el rifle, tal vez, pero el rifle estaba en el Samantha . Ya había calculado que acaso transcurriría una semana antes de que llegara ayuda de las Matusas, o quién sabe si nunca. El Samantha no derivaría forzosamente hacia las Matusas, ni otro barco lo vería en muchos días, y hasta si lo avistaban, ¿se les ocurriría que iba a la deriva? Y si se les ocurría, ¿se desviarían hasta las Matusas para informar? No necesariamente. El profesor se inclinó rápidamente y lamió el rocío de una hoja. Los caracoles estaban ahora a veinte metros detrás de él.
    «Lo malo es que comienzo a agotarme», se dijo.
    A mediodía estaba aún más exhausto. Lo perseguía solamente un caracol, pero el profesor se imaginó que el otro descansaba o masticaba la copa de un árbol, para reponer fuerzas. A intervalos el profesor trotaba un centenar de metros, hasta hallar un punto en el que descansar, pero sin atreverse a cerrar los ojos por temor a caer dormido. Y la falta de alimentos le debilitaba de modo perceptible.
    Así transcurrió el día. Su idea de hacer caer un peñasco por la ladera fracasó por dos razones: el segundo caracol vigilaba la hondonada, colocado encima de la V del fondo, y no había ninguna roca bastante grande, por lo menos a cien metros a la redonda.
    Cuando llegó el anochecer, el profesor no consiguió encontrar la colina donde estaba la trinchera entre las rocas. Ambos caracoles lo vigilaban. Su reloj señalaba las siete menos cuarto. El profesor Clavering respiró hondo y decidió que debía intentar matar a uno o a los dos caracoles antes de la noche. Sin casi pensarlo o planearlo —estaba demasiado agotado para esto— cortó a hachazos un árbol delgado y le arrancó las ramas. Las hojas de esas ramas fueron devoradas por los dos caracoles apenas cinco minutos después de caer al suelo. El profesor arrastró el tronco varios metros hacia el interior de la isla, y con el hacha aguzó un extremo. Resultaba un arma demasiado pesada para manejarla con una sola mano, pero levantándola con las dos podía considerarse como una lanza o un ariete.
    Inmediatamente, el profesor Clavering se volvió y atacó, corriendo con la punta de la lanza ligeramente levantada. Quería clavarla en la boca del primer caracol, pero el golpe quedó bajo y la lanza penetró unos diez centímetros en el pecho del caracol, en la zona debajo de su rostro, donde no hay ningún órgano vital salvo el esófago, que en esos caracoles gigantes estaría más profundo que a diez centímetros de la superficie. No sacó nada del ataque más que lacerarse las manos. La lanza colgó por unos segundos de la carne del caracol y luego cayó al suelo. El profesor se retiró, sacándose el hacha del cinturón. El segundo caracol, avanzando algo más que el otro, se detuvo un instante, para masticar unos centímetros del tronco cortado y luego se unió a su compañero en la tarea de ocuparse del profesor Clavering. Había algo despectivo, algo de una suprema seguridad, en el lento avance de los caracoles hacia él, como si pensaran: «Escápate cien, mil veces, pero finalmente te alcanzaremos y te devoraremos de pies a cabeza».
    El profesor avanzó una vez más, dio vuelta al caracol al que acababa de atacar con la lanza y golpeó con el hacha en la parte de atrás de su concha. Desesperadamente, atacó el mismo punto con cinco o seis hachazos, pues ahora tenía un plan. Tuvo que detener su operación, porque se le acercaba por detrás el segundo caracol. Su morro y una antena hasta rozaron una pierna del profesor, y su húmedo contacto le hizo tambalearse antes de apartarse. Pudo dar todavía dos hachazos y luego se detuvo, porque le dolía el brazo izquierdo. No había logrado atravesar la concha, pero ya no le quedaba fuerza para seguir manejando el hacha. Se volvió a recoger la lanza. Su blanco era pequeño, pero corrió hacia él con decisión desesperada.
    Ahora dio en el blanco. Hasta consiguió atravesar la concha.
    Las manos del profesor quedaron más laceradas aún, pero ni se fijó. Su éxito le daba tanta alegría como si hubiese matado a ambos  enemigos, como si un buque de rescate, con comida, agua y una cama, estuviera llegando a la playa de Kuwa en aquel mismo instante.
    El caracol se retorcía y empinaba presa del dolor.
    El profesor Clavering avanzó, se agarró a la lanza y con todas sus fuerzas la hundió más en el cuerpo del caracol, inclinándola lo más posible hacia arriba, para llegar al pulmón. Tanto si el caracol moría pronto como si no, estaba fuera de combate, se dijo. Y él mismo experimentó algo así como un colapso físico un momento después de comprobar la condición del caracol. Era incapaz de atacar al segundo caracol de la misma manera, a pesar de que se le acercaba. El profesor trató de caminar en línea recta alejándose de ambos caracoles, pero se tambaleaba de fatiga y debilidad. Miró hacia atrás. El caracol indemne estaba a unos diez metros. El caracol herido le hacía frente, pero inmóvil, a medias fuera y a medias dentro de la concha, sufriendo en silencio la agonía de la asfixia. El profesor Clavering siguió caminando.
    Por casualidad, cuando empezaba a oscurecer, llegó a su colina de peñascos. Se refugió entre ellos por segunda vez. El morro del caracol husmeó la trinchera en que se hallaba, pero no pudo alcanzarle. ¿No sería mejor quedarse mañana en la trinchera, confiando en que lloviera y esto le diera agua que beber? Cayó dormido antes de llegar a ninguna decisión.
    Una vez más, cuando el profesor se despertó al alba, el caracol se había marchado. La sangre latía con fuerza en las manos del profesor. Las palmas estaban cubiertas de costras de sangre seca y arena. Creyó prudente acercarse al mar y lavarlas con agua salada.
    El segundo caracol estaba entre él y el mar, y al acercarse, el animal comenzó muy lentamente a dirigirse hacia el profesor. Éste dio una vuelta, vacilando, y continuó en dirección al mar. Hundió las manos en el agua y las movió rápidamente a un lado y otro; luego, se llevó agua a la cara, con ansias de mojarse la reseca boca, pero advirtiéndose que no debía hacerlo; finalmente cedió a la tentación, pero escupiendo el agua casi en seguida. Los caracoles de tierra detestan la sal y se les puede matar con cristales de sal. El profesor, furioso, arrojó agua a la cara del caracol. Pero éste se limitó a levantar más la cabeza, poniéndola fuera del alcance del profesor. Su forma era ahora más afinada y, cosa curiosa, tenía la gracia de una gacela con astas, de un animal de la familia de los ciervos. El caracol bajó la cabeza y el profesor se alejó, pero no bastante de prisa: la boca succionadora agarró su hombro.
    El profesor gritó. «¡Dios mío!», pensó, mientras le arrancaba un pedazo de camisa, un pedazo de carne y acaso un pedazo de hueso. «¿Por qué me entretuve como un asno?». El peso del caracol lo derribó, pero el agua era poco profunda y logró levantarse y acercarse a tierra. La sangre le corría, caliente, por el costado. No podía soportar la idea de mirarse el hombro para ver lo sucedido, y no se hubiera sorprendido si el brazo izquierdo le hubiese caído en cualquier momento. El profesor caminó sin saber adonde por el agua poco profunda, cerca de la tierra. Todavía iba más de prisa que el caracol.
    Entonces levantó la vista hacia el horizonte vacío y vio una mancha oscura en el agua, a mediana distancia. Se detuvo, preguntándose si era real o una alucinación. Pero no, podía distinguir un catamarán y creyó ver el sombrero de paja del doctor Stead. ¡Habían venido de las Matusas!
    —¡Eh! ¡Eh!
    El profesor se sorprendió de la aspereza y debilidad de su voz. Ni pensar que lo hubiese oído.
    Pero con la esperanza aumentaron las fuerzas del profesor. Se dirigió a una pequeña playa —no la suya, sino otra, más angosta— y al llegar se colocó en el centro, levantó el brazo útil y gritó:
    —¡Doctor Stead! ¡Aquí estoy! ¡Aquí! ¡En la playa!
    Veía ya perfectamente el sombrero del doctor Stead y cuatro cabezas oscuras.
    No hubo ningún grito en respuesta. El profesor Clavering no sabía si lo habían oído o no. Y el maldito caracol estaba sólo a diez metros. Se dio cuenta de que había perdido el hacha. Y la cámara, a la que arrastró al agua sin fijarse, estaba echada a perder, y con ella las dos fotos. Poco importaba. Sobreviviría.
    —¡Aquí! ¡Aquí! —volvió a gritar, levantando el brazo.
    Los indígenas lo oyeron. De repente todas las cabezas en el catamarán se volvieron en su dirección.
    El doctor Stead lo señaló y gesticuló, y el profesor Clavering oyó la voz lejana del buen doctor incitando a los indígenas a que se dirigieran a la playa. Vio al doctor Stead incorporarse a medias en el catamarán.
    Los indígenas lanzaron un alarido. A lo primero, el profesor Clavering pensó que era un grito de alegría, o un saludo, pero inmediatamente una oscilación violenta de la vela y la espuma de un par de remos le indicaron que los indígenas trataban de cambiar de rumbo.
    Crujieron los guijarros. El caracol se acercaba. Esto era, evidentemente, lo que los indígenas habían visto: el caracol gigante.
    —¡Por favor!… ¡Aquí! ¡Aquí! —aulló el profesor.
    Se metió en el agua.
    —¡Aquí!
    El doctor Stead intentaba hacer algo. El profesor Clavering se dio cuenta de esto. Pero los indígenas remaban, hasta con las manos, y la vela los llevaba oblicuamente mar adentro.
    El caracol levantó ruidosamente agua espumosa al meterse en el mar. ¿Ahogarse o que se lo comiera vivo? El profesor se lo preguntó. Tenía el agua a la cintura, en el momento en que tropezó. Agua hasta la cintura pero con la cabeza hundida cuando el caracol lo aplastó, y se dio cuenta, al sentir los miles de dientes comenzando a masticarle la espalda, que su destino era, a la vez, ahogarse y que lo devoraran.

Patricia Highsmith, Once



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