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sábado, 6 de junio de 2020

Marc Behm / Trío

lesbian art | this girl
Marc Behm 

TRÍO



   Pasó el resto de la noche en un motel, registrada como señorita Valerie Anderson. Por la mañana vendió el MG en un establecimiento de coches usados en Alameda. El Ojo también se deshizo del Rabbit allí.
    Cogió un taxi para el aeropuerto y voló a Boisa, Idaho.
    Se pasó dos meses en Sun Valley. Su nuevo nombre era Ella Dory.
    El Ojo, liado en un anorak de piel y una bufanda, se sentaba mañana y tarde tiritando en la terraza del hotel con sus prismáticos, observándola esquiar; por la noche iba al Igloo, una taberna de la zona turística, y la miraba bailar. Ella sólo hizo amistad con un hombre. Y su encuentro casi le costó al Ojo un ataque de apoplejía.
    Una noche mientras entraba en el Igloo, ella surgió de repente frente a él, saliendo de la pista.
    —Desearía que dejaras de perseguirme —dijo ella—. De veras.
    Él se quedó petrificado.


    Pero ella miraba por encima de él a alguien que estaba de pie en la entrada. El Ojo se giró y vio a un hombre esbelto, bronceado y sonriente de unos cincuenta años que llevaba una pelliza de carnero.
    —Yo no la persigo —se rió—. Simplemente parece que siempre vamos en la misma dirección y a la misma hora.
    El Ojo salió corriendo y tragó varias bocanadas de aire. Se sentía como si acabara de precipitarse por la ladera del Borah Peak.
    Su nombre era Jerome Vight. Era procurador de Little Rock, Arkansas. Un solterón. Después de aquello, ellos y unas cuantas parejas más formaron una peña casual que se reunía para tomar cócteles y esquiar, Joanna completamente indiferente a todo el plan, y Vight (el Ojo observaba cada fase de la seducción) cada vez más cautivado por su calma. A finales del primer mes ya estaba enganchado.
    Cora Earl era otra historia completamente distinta. Diseñadora de moda de Nueva York, de treinta y dos años, divorciada dos veces, misántropa de pies a cabeza. Llegó al hotel una tarde con un safari de botones que le transportaban quince bultos de equipaje. Vio a Joanna sentada en el salón, se acercó a ella y dijo exactamente lo que tenía que decir:
    —Te apuesto mil dólares a que has sido seducida al menos por uno de esos bastardos forofos del esquí desde que estás aquí.
    Joanna la miró fijamente y alargó la mano.
    —Dame los mil —contestó.
    Cora abrió su cartera, sacó dos billetes de quinientos.
    —Estoy en la ciento diecisiete C —le dijo—. Cuando te pongas cachonda, sube y duerme conmigo.
    Una semana después Joanna aceptó la oferta.
    El Ojo, observándolas bailar juntas en el Igloo, estaba encantado por dentro. Ella necesitaba a alguien que le restituyera la confianza en sí misma y que le enmendara el cuerpo. Ningún hombre en la tierra era capaz de esa tarea, pero Cora era perfecta; justo como lo había sido, años atrás, la doctora Martine Darras. Ambas mujeres eran el mismo narcótico que la apaciguaba, el mismo sueño de pasión por la noche, la misma diosa que sonreía en la tempestad y que alargaba una mano tranquilizadora con la que poder cicatrizar una herida espantosa.
    Las siguió de vuelta al hotel. En el pasillo del séptimo piso saltó por una ventana y avanzó, centímetro a centímetro, a lo largo de un antepecho resbaladizo, hasta la terraza de la 117C. Se quedó bajo la nieve, junto a la ventana del apartamento, observándolas.
    Joanna colgó su abrigo de visón en el respaldo de una silla. Luego se sentó y se quitó las botas. Cora andaba de un lado a otro de la habitación, agitando airadamente los brazos.
    —¡… Yo le enseñé todo lo que sabe sobre diseño de ropa, la muy puta! De hecho, todo el material de Los Ángeles del año pasado era idea mía en un principio. Los pantalones harén, el pico del pañuelo, los monos, los trajes de baño y todo eso. La semana pasada la telefoneé y le dije: «¡Querida, bravo!», y ella me contestó: «¡Vete a joder a otra parte!». ¡Qué te parece! —se rió—. ¡Pero espera a que vea mi nueva colección! ¡Hará que sus harapos parezcan el último grito de Bulgaria! ¡La muy asquerosa!
    Vestía una falda de gamuza y un blusón de gasa transparente. Un cilindro le colgaba de una cadena alrededor del cuello. Joanna lo tomó en su mano.
    —¿Esto qué es? —preguntó.
    Cora lo abrió y sacó del tubo un cepillo de dientes.
    —Es para utilizar dondequiera que estés —dijo—, para después. —Se desvistió del todo y se acercó, desnuda, a la ventana. Joanna se quitó su suéter y su traje de esquiar. Se levantó, fue tras ella y se apoyó en su espalda. Estaban junto al vidrio empañado, justo enfrente del Ojo. Cora tocó el cristal con sus pezones—. ¿Qué hay entre Jerry Vight y tú? —susurró.
    —Es un tauro —contestó Joanna.
    Cora alzó su mano derecha hacia atrás y la posó en sus caderas, acercándola hacia sí.
    —Debieras agarrarlo. No sabe qué hacer con todo su jodido dinero. Pero no le saques nada hasta que esté dispuesto a casarse contigo. Me gusta que te apoyes sobre mi espalda. —Cerró los ojos—. Te siento amenazadora. Una amiga mía fue sodomizada por un policía en Central Park. ¡Dijo que aquello era la gloria! Yo nunca lo he probado. Se supone que funde toda clase de plomos. Físicamente es repugnante; Jerry, quiero decir. Una comadreja. Probablemente tenga una polla como un obelisco. ¡Pero es tan jodidamente rico! Una vez voló alrededor del mundo con una chica que recogió en Nueva Orleans. Fueron a Madrid, Atenas, Nairobi, Sidney y Tokio. ¡Así como así! ¡Pero me estoy yendo por las ramas! —Se giró y la tomó entre sus brazos—. Deja que te mire. —La besó en el hombro—. «Tenerte, abrazarte» —canturreó—, «tan sólo una breve hora de éxtasis…»
    —Mi padre fue a Nairobi —dijo Joanna—. Era antropólogo. Escribió un libro,
El principio del tiempo.
    —«Y luego dejarte marchar otra vez» —cantó Cora. Sus manos se movieron entre ambos cuerpos.
    —Fue a Mozambique. —Joanna se llevó el dedo torcido a la boca, lo mordió—. Y remontó el río Cocodrilo en una goleta hasta… no sé hasta dónde. Nunca regresó. Estaba buscando la tribu perdida de los limpopo. Los limpopo eran una raza de dioses que construían ciudades de oro por toda África, en tiempos inmemoriales. Probablemente nunca existieron… pero él estaba convencido de que aún seguían allí, en algún lugar más allá de la selva y las planicies, morando en templos dorados, esperándolo a él. A lo mejor los encontró. Quizás ahora estén allí.
    —Pero ¿de qué coño me estás hablando? —Cora la bajó bruscamente al suelo y la envolvió entre sus piernas.
    El Ojo trepó por la barandilla, se arrastró hacia atrás a lo largo del antepecho hasta la ventana del pasillo. Se metió en su cuarto e hizo un crucigrama.
    A la mañana siguiente Joanna se encontró con Jerry Vight en la cafetería. Naturalmente, estaba furioso.
    —Déjame darte un consejo paternal, Ella —soltó con brusquedad.
    —«Sea tu intención benéfica o malvada —le recitó seriamente—, te presentas en forma tan sugestiva que quiero hablarte.»
    —¿Qué? —preguntó él frunciendo el entrecejo.
    —Hamlet—dijo ella sonriendo—. ¿Qué es lo que te preocupa?
    —Bueno, escucha… —Bajó la voz—. Sé que este asunto de chica con chica es lo que se lleva hoy en día, y no quiero parecerte un carca anticuado, pero… —La cogió de la mano—. Cora es una puta. Una auténtica desgraciada, lo juro por Dios. Es egoísta, cruel, ególatra, y completamente despiadada. Cuando haya acabado contigo, te echará de una patada y cerrará la puerta de un golpe.
    Joanna se rió.
    —Hablas de ella como si fuera un hombre.
    —Es peor que un hombre —aseguró él—. Es neutra.
    El Ojo, sentado en la mesa de al lado, observó la cara de Joanna. La tristeza de la noche anterior había desaparecido. Otra vez llevaba puesta su máscara de asesina. Él sintió como si unos puños fríos de nerviosismo lo agarrasen por sus partes vitales.
    Atacó en Nochebuena.
    Tan pronto como el sol se puso, saltó por la ventana del pasillo a la terraza de la 117C. Lo había estado haciendo las últimas tres semanas, y ya estaba familiarizado con cada paso escurridizo del antepecho y la cornisa.
    Estaba nevando.
    Se quedó en medio de la nivea oscuridad mirando fijamente a través de la ventana. Estaba sola, echada en el suelo, desnuda. Tenía la espalda cubierta de arañazos y cardenales. Se incorporó y estiró los brazos. Llevaba ensartadas de la muñeca a los hombros unas relucientes guirnaldas de pulseras. Se había atado una ristra de perlas alrededor de su cintura. Tenía abierta frente a ella una de las quince maletas de Cora. Era un pequeño neceser de cuero azul lleno de joyas. Cogió un anillo de diamantes y se lo deslizó en el dedo pequeño del pie. Se volvió y sonrió. Él podía ver sus ojos verde claro por toda la habitación. Destellando de placer mientras se colgaba un pequeño rubí de la oreja. Ella casi lo estaba mirando, y era como si su presencia fuera la causa de su deleite.
    Él levantó la mano, y la agitó tímidamente.
    Ella rodó sobre su espina dorsal como un gato y se rascó la espalda contra la alfombra. Luego se levantó de un salto, cogió el reloj de la chimenea y comprobó la hora. Metió todas las joyas en el maletín y lo cerró con llave.
    Fue al dormitorio. Reapareció, arrastrando por los pies el cuerpo rígido y desnudo de Cora. Cruzó el cuarto tirando de él y abrió la ventana. El Ojo trepó al antepecho y se ocultó en el ángulo ciego de la pared. Joanna alzó el cadáver y lo tiró por la barandilla. Éste cayó siete pisos hasta el callejón sin salida que había detrás del hotel, hundiéndose en varios metros de nieve. Volvió a la habitación y cerró la ventana.
    Quince minutos después el Ojo estaba abajo en el vestíbulo, pagando su cuenta. A las nueve en punto Ella surgió del ascensor, seguida de un botones que llevaba su equipaje. Sostenía el joyero azul bajo el brazo, envuelto en el visón. Pagó la cuenta, luego envió al botones a buscar a Vight. Se sentó en el salón y encendió un Gitanes.
    Había una fiesta en el bar. Una orquesta tocaba polkas de taberna. Invitados con sombreritos de papel salían y entraban por todos los corredores, arrojando serpentinas y tocando pitos.
    Jerry atravesó el salón, su esmoquin salpicado de confeti.
    —¿Qué te ocurre, Ella?
    —Tenías razón. —Mantuvo un pañuelo en los ojos, sorbió y lloriqueó—. Me despidió. Fue horroroso. Me siento tan asqueada. Deberías haberla oído. Tenías razón. Es un monstruo.
    —Bueno… —Él no sabía qué decir—. Que se vaya al infierno.
    Ella se puso en pie.
    —Hasta pronto, Jerry.
    —¿Qué quieres decir con hasta pronto?
    —Me marcho.
    Salió al vestíbulo. Él la siguió.
    —¡Ella! Espera un segundo… ¡Ella!… Por favor, ¡escúchame! No puedes… ¡Ella!
    Él salió del hotel también. Esa noche se casaron en Boise. A la mañana siguiente tomaron un avión a Honolulú.

Marc Behm
La mirada del observador, capítulo 11




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