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jueves, 4 de junio de 2020

Marc Behm / Muchachas en la piscina


Hammam o el reino de los cuerpos desnudos - Tubqal Marruecos

Marc Behm 

MUCHACHAS 

EN LA PISCINA



Ella y cinco o seis chicas más se agotaban en el gimnasio del club todas las mañanas, tres días a la semana. Dos de ellas eran hijas de papá, sin nada más que hacer. Las otras eran actrices y modelos.
    Al mediodía se bañaban desnudas en la piscina del ático. Una mañana el Ojo le dio al portero del edificio adyacente diez dólares para poderlas observar a través de una claraboya. Luego, en una cafetería en la Primera Avenida, oyó a dos hombres hablar de ella.
    —Creo que es una lesbiana machorra, apuesto a que se lo hace con Ditty cuando nos marchamos.
    —Es imposible. Una vez la toqué bajo el agua y no hubo ninguna respuesta.
    —Esos ojos que tiene me asustan un huevo.
    —Adoro su culo. Es que es perfecto.
    —El otro día me miró y me mareé.
    —Me pregunto cómo se lo hará.
    —Yo tuve un gato con ojos como ésos. Una auténtica bestezuela despreciable.
    —Si tuviera su culo, sacaría cuatro grandes a la semana.
    —Ese visón que lleva le debe de haber costado cuatro de los grandes.
    —Se lo pregunté. Me dijo que lo compró en el oeste prácticamente por nada.


    La siguiente vez que intentó espiar a las bañistas, el portero no le dejó entrar al edificio.
    —¡Váyase al diablo! —exclamó—. ¡Un tipo subió ayer y lo pesqué pelándosela! ¡Yo no llevo un salón de masajes!
    Debra Yates estaba desnuda, sentada al borde de la piscina, leyendo su horóscopo.
    Eres demasiado impulsivo. Éste no es momento para actuar despreocupadamente. No busques complicaciones innecesarias. Confía en las amistades de siempre.
    Las otras chicas se zambullían y retozaban a su alrededor, mirando la claraboya de encima, tratando de vislumbrar a algún mirón que pudiera estar arriba, en las ventanas de la galería del edificio de al lado, observándolas. Cuando estaban seguras de que había alguien, daban comienzo a su número orgiástico, retorciéndose al borde de la piscina como bacantes, pretendiendo echarse unas encima de otras, bailando lascivamente en el trampolín, encadenándose bajo el agua, masturbándose en un loco frenesí.
    Debra no participaba en aquellas bufonadas. Nadaba sus doce largos (uno bajo el agua), luego se comía una pera, leía o simplemente se tumbaba hasta que sentía frío y se marchaba.
    Raras veces charlaba, no tenía amigas y casi nunca se reía.
    Las especulaciones sobre ella se desataron. Decían que era una ex monja. Que se había licenciado en el Vassar. Que era una hija ilegítima del shah de Irán y de una india apache. Que era la puta más cara de Manhattan, especializada en anilingus, bestialismo, sadomasoquismo, escatofagia, terapia sexual de grupo y representantes de las Naciones Unidas. Que hacía películas porno en Los Ángeles. Que era el juguete WASP de un Don de la mafia. Que era marciana. Que era frígida.
    Finalmente todos decidieron que simplemente era una excéntrica y no menearon más el asunto.
    Ditty, la administradora del club, se acercó a ella.
    —Ven aquí, Debra, que quiero enseñarte algo.
    Debra se levantó y la siguió bordeando la piscina a una ventana frontal. Miraron abajo, a la Calle 59.
    —Mierda —exclamó Ditty—. Se ha marchado. Estaba allí, frente al antro de Charlie.
    Un repentino escalofrío cubrió la desnudez de Debra con carne de gallina.
    —¿Quién era? —Se envolvió una toalla alrededor de los hombros.
    —Escucha. —Ditty la rodeó con el brazo, aprovechándose de su complicidad para acariciarle el hombro—. El otro día, el viernes, estaba abajo, fuera, en la puerta, esperando a Romy. Quería ver quién conducía su coche. —Romy trabajaba en el gimnasio. Era la novia de Ditty y andaba constantemente envuelta en turbias infidelidades—. Creo que está jugando al gato y al ratón con Liz. Ya sabes, la tía del Hunter College. Se pegan el lote rápido cada vez que se les presenta la ocasión, como quien no quiere la cosa.
    —¿Y qué ocurrió, Ditty?
    —Bueno, yo estaba con el ojo alerta, de no ser así no me habría dado cuenta. Ese tío pasó por la puerta, ves. Luego volvió. Luego volvió otra vez. Pasó cuatro o cinco veces. Seguía allí cuando tú te marchaste. Te siguió de cerca.
    Debra se envolvió con la toalla, puso la cabeza entre los hombros y cruzó las manos sobre el pecho.
    —Quizá sólo sea uno de los pelmazos de al lado —dijo.
    —No lo creo, Debra. Como que el lunes estaba aquí otra vez. Llevaba puesta una trenka. Pasó andando, ¿sabes?, hacia la avenida York. Luego, cinco minutos más tarde ahí estaba, cruzando la calle, desde la Primera. Llevaba puesta una chaqueta de Tweed Harris. ¡Luego de vuelta otra vez, con un jodido impermeable! Probablemente tenga un coche aparcado en algún sitio y se vaya cambiando de ropa. Los cerdos de al lado no se tomarían tantas molestias.
    —Descríbemelo.
    —Pues normal. Mediano. Un término medio.
    —¡Eso no es una descripción, Ditty!
    —¿Y cómo coño describes tú a los hombres? Son amorfos. Te lo señalaré cuando vuelva a pasar por aquí.
    Pero el Ojo no volvió a pasar por allí. Las vio de pie en la ventana y se volvió a escabullir en su coche.
    Bajó por la Primera Avenida; entró en un edificio de oficinas en la esquina de la 57 Este, y se quedó en el vestíbulo observando a todo el que entraba por la puerta. Pasaron cincuenta personas. Intentó memorizar a todos los hombres.
    Anduvo siete manzanas hasta la Calle 50, giró al oeste, cruzó la Segunda, la Tercera y Lexington. Se metió en la iglesia de San Bartolomé, en Park Avenue, y se sentó en un banco trasero para poder mirar la puerta. Pasaron quince minutos. Un hombre entró. Tenía sesenta y tantos años, rechoncho, sonrosado, con el pelo cano; vestía una chaqueta cruzada. Dio unos pasos medidos hacia un banco, cruzando la nave lateral; frotó escrupulosamente el banco con las puntas de los dedos antes de sentarse.
    Le echó una ojeada furtiva, pestañeando, el rostro estremecido de tics. Giró hacia ella, se desabrochó el abrigo. Entre sus muslos, colgando de un trozo de cuerda que llevaba atada a la cintura, había un pepino grande y verde. Meneó las caderas, sacudiéndolo en su dirección. Luego se levantó de un brinco y salió trotando por la puerta.
    Ella se quedó sentada un rato más, reprimiendo una sonrisa y dándole tiempo a escapar. Salió a la 50, anduvo hacia Madison, luego viró al norte.
    Entró en una zapatería Hugo (Casa fundada en 1867) en la 55 Este. Se quedó frente al escaparate, mirando fijamente la acera. Le dijo al dependiente que esperaba a un amigo.
    Pasaron mil personas, dos mil, tres mil. Sólo miraba a los hombres, el interminable desfile de perfiles masculinos: narices, orejas, barbillas, torsos, tripas, sombreros, verrugas, muecas, lunares, guiños, gafas, puros, pipas…
    Se marchó. Compró dos peras en una frutería de la Calle 56 y se comió una.
    En la Quinta Avenida tomó un metro en el Queensboro Plaza.
    Se comió la otra pera, estudiando las caras de los viajeros. Un soldado. Un japonés. Un muchacho con gorra de béisbol. Un cura. Un negro. Otro japonés. Tres hombres con aspecto de ladrones, con bolsas de herramientas. Dos sordomudos que movían los dedos y emitían ruiditos de pájaros. Un policía. Y una decena más, todos con la cara en blanco, sin rasgos distintivos, tan inexpresivos como los muros de un retrete.
    Tomó tres autobuses, para Greenpoint, la Navy Yard y la avenida De Kalb. Comió una hamburguesa en un drugstore. Una vez se detuvo y miró por encima del hombro; por supuesto, él se encontraba justo a sus espaldas.
    En la calle Pacífico se volvió a meter en el metro.
    Se pasó toda la tarde y la mitad de la noche vagando de arriba abajo por Brooklyn en la Cuarta Avenida, West End y las Brighton Beach Lines. Cambiaba de vagón cada cuatro o cinco paradas. Fue y volvió a Coney Island cuatro veces. Estaba convencida de que nunca veía la misma cara dos veces.
    A la una de la madrugada se registró en un hotel de mala muerte en Kings Highway. Le dio diez dólares al portero de noche.
    —Quiero que me anote los nombres de todos los que entren detrás de mí —le dijo.
    El tipo soltó una risita.
    —¿Para qué?
    —Para recibir otros diez cuando me marche mañana.
    —Es un trabajo de toda la noche, señorita —dijo sonriendo afectadamente—. Mejor que sean veinte.
    Ella le dio diez dólares más. Se pasó toda la noche sentada en una habitación fría y húmeda, mirando a la calle. A las seis bajó a recepción y el portero le pasó un ejemplar de Penthouse. Tres nombres estaban garabateados en la cubierta.
    El señor y la señora Gable.
    El señor Wm. O’Algunacosa.
    El señor Ed Dantes.
    Ella le dio sus veinte dólares y se sentó en el mísero vestíbulo a leer el Penthouse, esperando a que saliesen del hotel.
    O’Algunacosa bajó a las 6:40. Era tan alto como un gigante de circo y llevaba tres pesadas maletas. Se marchó en un coche con matrícula de Idaho. El señor y la señora Gable eran una puta y su chulo, ambos puertorriqueños. Se marcharon a las 7:10. Ed Dantes era el Ojo.
    La vio cuando se disponía a bajar las escaleras. Retrocedió sigilosamente al pasillo de arriba y salió trepando por una ventana. Cayó de un salto en el patio trasero, cruzó corriendo un solar hacia la calle paralela.
    Ella se quedó allí sentada hasta las nueve, mirando la escalera. Cuando llegó el portero de día hizo que le telefoneasen al cuarto. Nadie respondió.
    Se marchó.
    Estaba en el andén de la estación de King Highway cuando ella cogió el tren de vuelta a Manhattan, pero no le vio.
    Regresó al hotel Park Lane y se dio un baño. Luego volvió a las andadas. Fue al club y ella y Ditty observaron la Calle 59 Este hasta pasadas las dos.
    Comida en un restaurante chino en la Tercera. Una película en la Calle 42. Cruzó el Central Park hacia la 72 Oeste, luego bajó andando la avenida de Colón hasta Broadway. Cenó en una pizzería próxima al Grand Central. Un hombre de traje beige y camisa hawaiana se sentó a la mesa de al lado, comiéndosela con los ojos, aguándole la cena.
    Fue a un bar en la Calle 54 Este, bebió dos coñacs y leyó Hamlet. A medianoche telefoneó al hotel de Kings Highway y preguntó al portero de noche de las risitas si podía hablar con el señor Dantes.
    —¿Quién?
    —El señor Dantes.
    —Se ha marchado.
    —¿No dejó ninguna dirección?
    —¿Es usted la bella señorita que me dio los cuarenta dólares?
    Colgó.



Marc Behm
La mirada del observador, capítulo 5





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