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domingo, 7 de junio de 2020

Marc Behm / La pera


Pera Heverth Musichever - Artelista.com
Pintura de Heverth Musichever

Marc Behm 

LA PERA



      El Ojo la siguió afuera. Se fue caminando por la acera con la cabeza gacha, el abrigo colgándole de un hombro. Él fue tras ella, casi a su lado.
    Estaba oscureciendo. Las farolas de la calle estaban encendidas, los regueros de apresurados compradores se empujaban a su alrededor. Hacía frío, estaba húmedo y resbaladizo, era una noche de postal navideña, adornada con guirnaldas y luces de color, el clamor de las campanas y los cláxones de los coches, resplandeciente de escaparates dorados que brillaban en la nieve. Y ella estaba justo enfrente, tan sólo a unos centímetros, con las mejillas encendidas, la respiración empañada. Su cagoule de lana brillante de copos de nieve. Se puso el visón. Él alargó la mano, lo sujetó por el cuello mientras ella deslizaba sus brazos por las mangas. No se dio cuenta. Estaba llorando.

    Él prodigó su amor de pastor por delante, abriendo paso entre la multitud para que ella pudiera pasar sin que nadie la tocase. En los cruces cambiaba los semáforos del verde al rojo, interrumpiendo el tráfico para que ella pudiera cruzar las calles a salvo.
    Él nunca olvidaría ese crepúsculo tan especial. Años después, rememorando los viajes que habían hecho juntos, aquel paseo por el Penn Boulevard llegaría a ser su recuerdo más querido. Se despertaría de un sueño profundo en la muerte de la noche y recordaría Filadelfía, las Navidades y la nieve. Oiría villancicos a lo lejos, tocando a vísperas, y saborearía el aire invernal que se respiraba y sentiría el helado pesar y la soledad que los dividió. Ése fue el año en que le di una pera, le diría a la oscuridad.
    —Todos los vuelos han sido cancelados —dijo la chica de detrás del mostrador.
    —¿Hasta cuándo?
    —Hasta que amaine un poco la ventisca. Probablemente pueda marcharse esta noche, si no le molesta esperar.
    Joanna facturó su equipaje y se sentó en el salón. El aeropuerto estaba hasta los topes de pasajeros dejados en la estacada, de pie junto a las ventanas mirando airadamente el cielo oscuro. Una turba de vuelos chárter, sumergida entre equipajes, ocupaba una vasta extensión en la esquina de la sala. Tras ella, un hombre joven se quejaba con voz estridente a dos japoneses.
    —Bueno, si no estoy en Washington mañana al mediodía, quizá debiera coger un tren.
    Ella intentó leer, luego desistió y simplemente se recostó y esperó. El dedo la estaba molestando. Se lo mordió suavemente, lo masajeó. Un coro de gaitas tocaba Oh, Little Town of Bethlehem. Luego la orquesta interpretó las bandas sonoras de Erich Wolfgang Korngold.
    —Sabía que venir a Filly era un error —se lamentó el joven tras ella.
    Frank Sinatra cantó Extraños en la noche.
    —Es algo que no me explico —comentó uno de los japoneses—, por qué no se usan las máquinas quitanieves para despejar las pistas de aterrizaje.
    Entonces su nombre sonó por los altavoces, su nombre real. Ella se levantó de un brinco, asombrada. Pensó que había echado una cabezada y que simplemente lo había soñado. La llamada se volvió a repetir. Se dirigió al mostrador de información. Una azafata le entregó un paquete envuelto en papel de regalo.
    —Un señor dejó aquí esto para usted —explicó.
    —¿Cuándo?
    —Hace sólo unos minutos.
    —¿Quién? ¿Quién era?
    —No dejó su nombre.
    Joanna lo abrió. Contenía una enorme pera fresca y amarilla envuelta en una bolsa de celofán. Llevaba prendida una tarjeta. La sacó y la leyó. Era una felicitación escrita a mano: ¡feliz cumpleaños!
    Miró a su alrededor, entrecerrando los ojos. Vio al hombre joven que hablaba con los dos japoneses. Vio a una auxiliar de vuelo de Lufthansa. Vio a un hombre con una chaqueta de sport con capucha, otro hombre liado en pieles como un esquimal, dos muchachos que sujetaban esquíes, otro chico que llevaba una guitarra.
    —¿Dónde estás, hijo de puta? —susurró por lo bajo.
    Vio a algunos hombres de vuelos chárter bebiendo latas de cerveza, un hombre con uniforme de El Al, un negro leyendo Oui, un hombre con un abrigo Chesterfield leyendo el Playgirl, otro hombre leyendo el periódico, otro que fumaba en pipa, otro durmiendo…
    Se acercó al hombre de la chaqueta sport con capucha, lo miró de reojo. Luego fue hacia el negro y lo escrutó de cerca. Él levantó la mirada hacia ella.
    —¿Puedo hacer alguna cosa por usted, señora? —preguntó incómodo.
    Ella siguió andando, pasando por delante del Ojo, y se quedó de pie frente al hombre del Chesterfield. Él le sonrió educadamente.
    —No creo que podamos salir de aquí por esta noche —comentó.
    Ella volvió a su silla y se sentó. Se encogió de hombros y se comió la pera.
    A las diez el altavoz anunció que no saldrían más vuelos hasta mañana por la mañana. Joanna se había quedado dormida. Un portero la despertó haciendo sonar un cubo y una fregona en su oreja.
    —¡Eh! —le gritó—. ¡Vamos a cerrar!
    —Feliz Navidad —contestó ella.
    —Sí —rezongó el hombre.


Marc Behm
La mirada del observador, capítulo 14




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