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viernes, 5 de junio de 2020

Marc Behm / Conversación con la doctora Darras



Ilustración de Triunfo Arciniegas


Marc Behm 

CONVERSACIÓN CON LA DOCTORA DARRAS 


1



    El Ojo condujo en dirección a Norwich y echó un vistazo a la Granja Penitenciaria de Mujeres. Era un pueblo inmaculado con edificios blancos, con varios kilómetros cuadrados de bosque y prados. Chicas en sayal verde conducían tractores y marchaban alrededor, acarreando palas al hombro. Vistas de lejos, parecían soldados.
    Un guardia de la verja telefoneó a la administración, y unos minutos más tarde un carcelero salió conduciendo un jeep para hablar con el Ojo. Se llamaba Guilianello.
    —De la revista Time. —El Ojo le dio una de sus tarjetas falsas—. Me gustaría entrevistar a su psiquiatra.
    —¿El psiquiatra? —Guilianello le miró con asombro.
    —¿Tenéis uno, no?
    —Sí, señor. El doctor Brockhurst.
    —Estamos haciendo un reportaje sobre psicología en las cárceles. Yo me ocupo de la detención de mujeres en el estado de Nueva York.


    —No le podemos dejar pasar sin autorización de Albany, señor. Además el doctor Brockhurst este mes no está aquí. Está impartiendo conferencias en Yale.
    —Bueno, entonces me pondré en contacto con él más adelante. Y antes probaré con Albany.
    —Eso sería lo mejor, señor. Yo tengo una suscripción del Time por tres años.
    —Estupendo. ¿Cuánto tiempo lleva Brockhurst con ustedes?
    —Desde el setenta y tres.
    —¿Y quién estaba antes? A lo mejor, si pudiera hablar con su predecesor, me evitaría todo el papeleo.
    —La doctora Darras —dijo Guilianello—. Martine Darras. Ahora ejerce en privado. En Boston.
    El Ojo pasó la noche en Nueva York y por la mañana temprano tomó un vuelo regular para Boston. En el listín telefónico encontró la dirección de la doctora Martine Darras, en la avenida St. James.
    Su oficina se hallaba en una suite de la décima planta de un edificio de paredes de cristal templado de unos tres centímetros de grosor, frente a la torre de John Hancock. La sala de espera era azul, escasamente amueblada, con un sofá bajo alargado puesto contra la pared y un gráfico astral colgado de la misma.
    Una mujer joven vestida con un traje impecable de Chanel color granate salió de la oficina interior. Tenía unos treinta y dos años, morena, exquisita, de ojos como espejos. Colgado alrededor del cuello con una cadena fina, llevaba un medallón de plata grabado con el signo de Virgo. En la mano tenía un paquete de Gitanes.
    —Hemos cerrado —dijo amablemente—. Es sábado.
    —¿La doctora Darras?
    —Sí.
    —Hace años usted fue la psicóloga carcelaria de la Granja Penitenciaria de Norwich.
    —Sí, lo fui.
    Decidió no mentirle. Le dio una de sus tarjetas de Watchmen, Inc.
    —Estoy investigando a una de sus antiguas presidiarias. ¿Podría concederme unos minutos?
    —¿A quién está investigando?
    —Joanna Eris.
    —Pase —dijo.

2

    —Ella fue trasladada allí en agosto de 1970. La procesé el mismo día en que llegó. Así es como lo llamaban, procesamiento —se rió—. Unos cuantos tests sencillos —continuó— para determinar si el prisionero es o no un completo retrasado mental. La mayoría de las chicas lo eran. El lugar era una Babel de malhechoras ignorantes, iletradas y dementes. Robo a mano armada, hurto, extorsión y robo con allanamiento de morada. Incluso había unas cuantas falsificadoras. Todas eran unas farsantes que fingían ser unas santurronas contritas con tal de poder cumplir su tiempo de condena en la granja, en vez de dejarse encerrar entre cuatro paredes. Estar allí con ellas resultaba nauseabundo. Lo que Sartre llama huis clos. La llegada de Joanna fue como una bendición. Aunque, en realidad, yo no pude conocerla bien hasta que tuve que retirarla de la brigada de trabajo.
    Estaban sentados uno a cada lado del sofá largo en el cuarto azul y glacial, de cara a la ventana. Frente a ellos la torre Hancock se erguía en la neblina matinal como un acantilado de hielo amarillo.
    —Nuestros profesores siempre nos advirtieron —dijo la doctora Darras— de la posibilidad de enamorarnos de nuestros pacientes. Pero ahí estaba yo metida, en aquel zoológico putrefacto, con aquella chusma… y de repente ella apareció ante mí como Juana de Arco. ¿Qué podía hacer yo? Eris, Joanna. Número 643291. Ella era tan limpia, tan impecable y saludable. Solía observarla cuando marchaba alrededor del patio… de pie, en filas… sentada en el auditorio y en el comedor… no podía apartar mis ojos de ella. Me levantaba a las cinco y media sólo para oírla exclamar «¡Aquí!», cuando la llamaban por su nombre al pasar lista. Había una marimacho espantosa que intimidaba a todo el mundo. Era una india seneca que cumplía condena de diez años por homicidio involuntario. Tuve que hacerla trasladar al pabellón de psicópatas en Bellevue cuando comenzó a sacar las garras por Joanna. ¿Ético, eh?
    —¿Y por qué tuvo que retirar a Joanna de la brigada de trabajo? —preguntó el Ojo.
    —Ella estaba en una unidad de trabajo, afuera, en los campos, cavando una zanja de desagüe. De repente dejó de trabajar, y se limitó a quedarse mirando fijamente el bosque. Los guardias intentaron hacerla volver a la zanja. Pero no pudieron. Le gritaron y comenzaron a darle empujones. No reaccionó en absoluto. Estaba en trance. Cuando la trajeron al dispensario, parecía encontrarse en estado catatónico. No podía hablar ni moverse. La metí en la cama y le puse una inyección de tiopental. Le pregunté qué era lo que le preocupaba. Ella contestó que había visto algo en el bosque.
    —¿Qué cosa?
    —Se negó a decírmelo. Quiero decir, se negó a decírmelo entonces, durante esa primera sesión. Lo descubrí mucho más tarde. Me llevó meses sacárselo.
    —¿Y qué fue lo que vio, doctora Darras?
    —Un hombre que había bajo los árboles, mirándola. Obviamente era su padre muerto. Habían estado muy unidos. Ella se negó a aceptar su muerte. Bueno, para abreviar una larga historia… —Se levantó y anduvo sin objeto por la habitación—. La sometí a un… oh, a un análisis muy superficial. Encontré rabia y hostilidad, odio y melancolía. ¿Qué más desearía usted saber?
    —Virgo —dijo él.
    —¿Cómo dice?
    —Su signo zodiacal —señaló el medallón de su pecho—. Ella es Capricornio.
    —Lo sé. Ésa fue mi tarea, sacarlo a relucir. La hice interesarse por la astrología para mantener su mente ocupada. Y…
    —¿Y qué?
    —La música. Había una discoteca bastante buena en la granja. La hice escuchar los clásicos, ópera, jazz, de todo. Cualquier cosa que la hiciera despertar, que la estimulase y la inspirase. Hice que recitara poesía. La enseñé a bailar. Y los libros. La hice leer. Devoró cientos de novelas. Proust, Balzac, Dostoievski, Stendhal, Tolstoi. ¿Le apetece beber algo? —Abrió un armario, sacó una botella de Gaston de Lagrange y dos vasos.
    —¿Lleva puesta una peluca?
    —Sí, la llevo. —Sirvió dos bebidas. Se sentó a su lado y se quitó la peluca, descubriendo un cabello corto de color platino—. Hice que la nombrasen bibliotecaria. Eso la apartó de la brigada de trabajo. —El límpido y plateado efecto de sus ojos, el medallón y su cabello armonizaban, infundiéndole un matiz argénteo. Bebió a sorbos su coñac.
    —¿Descubrió usted tendencias suicidas? —le preguntó.
    Ella se lo quedó mirando fijamente.
    —Debe de conocerla bien.
    —No… no la conozco en absoluto. Pero cuando ella estuvo en ese hogar de chicas en Jersey, metió el brazo por una ventana y le tuvieron que dar cinto puntos. En otra ocasión, dejó el gas encendido toda la noche en la cocina.
    —Intentó matarse varias veces. Casi se electrocutó con unos cables o algo así. Y se cortó con una hoz. —Se estremeció—. ¡Una hoz!
    Él le preguntó inesperadamente, pensando no en la hoz, sino en la cornisa:
    —¿Se puede considerar el suicidio como una forma de locura, doctora? ¿Y las alu-lu —tartamudeó—, las alucinaciones y todo lo demás? — Como Grunder en el callejón, quiso añadir, disfrazado de Mefistófeles.
    Ella volvió a llenar su vaso.
    —La locura es mera infelicidad —contestó ella—. La mente es como cualquier órgano, se contamina con la polución. Y el suicidio no es más que otra variante de dosis de tiopental.
    Sus labios se crisparon con furia.
    —¡Ese condenado hogar de niñas casi acabó con ella! —continuó—. ¿Está usted en contra de la pena de muerte? Me gustaría ver a todos los bastardos que atormentan a los niños ahogados, descuartizados y destripados… —Luego se rió y encendió un Gitanes—. Y sin embargo, mi propio hijo se marchó de casa el otro día… Dijo que le perseguía. Me llamó sádica. —Se encogió de hombros.
    —¿Hasta dónde llegó?
    —¿Hasta dónde? —Le miró con asombro.
    —Usted y Joanna.
    Se levantó y se quedó frente a la ventana, bajando la mirada hacia la avenida St. James.
    —Le estoy contando todo esto y no debiera. Es absurdo. Ahí es hasta donde llegó. —Fue al fondo de la habitación y tiró el cigarrillo en un cenicero—. Cada noche nos encontrábamos en la biblioteca después de que apagasen las luces. Yo traía una botella de coñac. Nos desvestíamos y nos emborrachábamos. Bailábamos. Nos sentábamos en el suelo y hablábamos. O jugábamos al ajedrez. Se me olvidó decírselo, también le enseñé a jugar al ajedrez, o lo intenté. Fue un verdadero fracaso. Luego hacíamos el amor. Sólo que era algo más parecido a la desesperación que al amor. Otra forma de locura y suicidio.
    —¿La ha visto luego, después de que fuera puesta en libertad?
    —No, nunca —regresó al sofá—. Dígame, ¿qué es lo que ha hecho?
    Él se restregó la frente con gesto cansado, finalmente el agotamiento le había alcanzado tras todos aquellos días.
    —¿Qué es lo que le dijo que hiciera, doctora Darras?
    —¿Yo? —Frunció el entrecejo—. Le dije que hiciera frente a la vida. Que luchase. Que no se rindiera ni se arrastrase.
    —Bueno, pues eso es justo lo que ha hecho.


Marc Behm
La mirada del observador, capítulos 7, 8





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