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miércoles, 20 de mayo de 2020

Lily King / Fiebre III




Lily King
FIEBRE III




13

    El tiempo se estiraba como un pelo agarrado por ambos extremos, más próximo a romperse a cada segundo. Tenso. Más tenso. Más tenso aún. Todo estaba de color naranja. Mis dedos jugaban con el fleco de una almohada en la cama de mi abuela. Una almohada naranja. Inglaterra. Yo era un niño pequeño. Un niño pequeño con una pequeña erección. Si no me la apretaba levantaba la sábana como una tienda de campaña. Un insecto parecido a una babosa del tamaño de un automóvil de juguete me pasó por encima, dejándome marcadas unas rodadas húmedas de neumático. Hacía calor, luego frío, luego calor. Unos rostros enormes de color naranja se inclinaban sobre mí y desaparecían con un temblor. No siempre podía tocarlos. Los ojos me lagrimaban. El pene me dolía cada vez más. Me giré y se deslizó en el interior de un ñame helado, duro y frío, y me dormí o me sumí en otro sueño. Soñé con mi cubo, tras la casa de Dottie: de madera, manchado de moho verde, con un asa de alambre que se te clavaba en la piel cuando pesaba mucho. Soñé que me faltaban dedos en las manos. Alguien se asomaba a mirarme, personas que sabía que debía reconocer, pero no los reconocía. Los globos oculares me pesaban un quintal cada uno. Cuando cerré los ojos vi las espirales de una oreja, una oreja gigante, y tuve que hacer un esfuerzo para abrir los párpados de nuevo y hacerla desaparecer.

    «Tengo un gusano en el pito», pensé.
    —¿De verdad? —respondió una señora.
    Por la voz, parecía sonreír. No me parecía que lo hubiera dicho en voz alta. Aunque estaba seguro de que tenía los ojos abiertos para evitar la oreja gigante, no veía si era Nanny imitando un acento extraño.
    John estaba en Francia, no en Bélgica, desnudo, en una carretera comarcal. Martin salió de detrás de los matorrales y lo tapó con la chaqueta de lino de mi padre. Les llamé, pero ellos no reaccionaron. Grité y grité para que se giraran. Intenté correr, pero un hombre barbudo me inmovilizó, sacó un cuchillo y, con toda delicadeza, se puso a sacarme larvas de moscarda de las llagas del estómago.
    «Hagas lo que hagas, Andrew —me dijo mi madre una vez—, no vayas por ahí aburriendo a la gente con tus sueños.»
    No sé si pasaron horas o días antes de poder identificar el lugar donde me encontraba. Era de noche, y distinguí el humo de cigarrillo y el sonido de una máquina de escribir. Mi habitación estaba en penumbra, pero veía la larga casa y, al fondo, la otra mosquitera donde una mujer con una trenza a la espalda, una trenza oscura sobre una camisa blanca, estaba escribiendo a máquina. A su lado había un hombre de pie, fumando. Luego él se agachó, con la mano que sostenía el cigarrillo apoyada en el respaldo de la silla, para ver sus palabras. Nell. Fen. Me sentí tan aliviado al reconocerlos como un niño al identificar a su madre y a su padre.

  
    —¡Bankson! ¡Ahí está nuestro pajillero febril!
    Me empujó, haciéndome girar hacia un lado y luego hacia el otro, le lanzó las sábanas sudadas a alguien y cogió otro juego.
    —¿Puedes levantar la espalda?
    —Sí —dije, pero no podía.
    —No te preocupes.
    Volvió a empujarme a un lado y al otro y al poco me encontré con sábanas limpias por encima y por debajo. Tenía el rostro humedecido del sudor. Había una silla junto a la cama y se sentó en ella. Me ofreció una taza de agua. Intenté aproximármela a los labios, pero no llegaba. Él me pasó una mano por detrás de la nuca y me acercó la cabeza hacia la taza, sosteniéndola mientras yo bebía.
    —Bien, bien —dijo, y volvió a bajarme—. ¿Quieres dormir un poco más?
    ¿Había estado durmiendo?
    —No.
    —¿Tienes hambre?
    —No.
    Alguien levantó la cortina de tela y oí voces al otro lado, sobre todo de niños, y sentí un viento cálido. Un joven caminaba hacia el agua con un fardo de sábanas blancas arrugadas. Wanji.
    —Hablemos —dije yo, echando la cabeza hacia delante.
    —¿De qué quieres hablar? —respondió aparentemente divertido.
    —Háblame de tu madre —dije.
    Yo estaba pensando en mi madre, en cómo era cuando yo era pequeño, y en su delantal de cocina y su mano, grande y fresca, que apoyaba en mi frente, y en el olor a polvos de naranja procedente de sus axilas.
    —No, no quiero hablar de eso.
    Empezó a dolerme la cabeza, y no podía pensar en otro tema. «Cuéntame lo que sea.» Pero antes de que pudiera decirlo, el sueño volvió a dominarme. No sé si los ojos se me habían quedado abiertos; quizá no le importara que se me hubieran cerrado. Pero cuando me desperté estaba hablando de los mumbanyo.
    —Lo vi otra vez, cuando lo trajeron de nuevo. El día antes de irnos. Le tocaba darle de comer a Abapenamo, y él me dejó que le siguiera.
    Había acercado la silla a la cama un poco más. Hablaba en voz baja. Tras dos años en los territorios de Nueva Guinea todos habíamos adelgazado, pero las clavículas de Fen se elevaban extremadamente, curvándose sobre los huecos oscuros que se le formaban en la base del cuello, y su rostro no era más que una estrecha cuña. Al sentir su aliento se me revolvió el estómago y tuve que apartarme.
    —Pensé que estaría en alguna cabaña a menos de media milla, pero estaba al menos a una hora de camino, y la mayor parte lo recorrimos a la carrera —bajó la voz hasta un murmullo—. Memoricé la ruta. Te juro que sería capaz de volver. La repaso mentalmente cada día para no olvidarme.
    Se levantó y miró por la ventana en ambas direcciones; luego volvió a sentarse.
    —No hay nada parecido en toda esta región. Tiene cientos de años. Grande, al menos mide dos metros. Y tiene símbolos, Bankson, logogramas tallados que cubren toda la mitad inferior y que cuentan sus historias. Pero sólo les enseñan a leerlos a unos cuantos hombres de cada generación.
    Incluso en mi sopor febril, era consciente de que aquello era algo emocionante e imposible a la vez. No se había descubierto ningún sistema de escritura en ninguna de las tribus de Nueva Guinea.
    —No me crees. Pero yo sé lo que vi. Era de día. La tuve en la mano. La toqué. Luego la dibujé.
    Su silla crujió, y al poco estaba de vuelta con unas páginas en la mano. Había usado los lápices de colores de Nell.
    —Te juro que éste es el aspecto que tenía. ¿Ves esto? —dijo, señalando un grupo de símbolos, como círculos, puntos y corchetes. Mover tanto los ojos me dolía—. Mira esto. Dos puntos en el círculo: significa mujer. Un punto, hombre. Esta V de aquí, con los dos puntos, cocodrilo. Abapenamo me los explicó todos. Abuelo, guerra, tiempo. Todo logogramas. Esto significa correr. Tienen verbos, Bankson.
    Era un buen artista. La flauta tenía la forma de un hombre, con un gran rostro furioso pintado y un pájaro negro posado en el hombro, con el largo pico curvo que le pasaba por encima hasta clavársele en el pecho. Debajo había un pene erecto con el glande cubierto. Y debajo, según Fen, había filas verticales de escritura.
    —Echa un vistazo aquí —dijo, pasando páginas—. Esto es un mapa que hice aquel mismo día. Lleva hasta allí. Has tardado tanto en volver que ahora casi no nos queda tiempo. Tenemos que volver allí y hacernos con esta cosa.
    —¿Hacernos con ella?
    Un crujido en las escaleras le hizo ponerse en pie de un salto y ocultar los dibujos en el mismo lugar de donde los había sacado, un arcón negro al otro lado de la cama. El crujido cesó y él se asomó por la ventana, girándose hacia la escalera. Una mujer buscaba a NellNell, y Fen le dijo dónde estaba, señalando hacia el camino.
    —No podemos irnos de aquí sin ella. La próxima vez que vengamos, estará en otro sitio. Yo sé dónde está ahora. Podríamos vendérsela al museo por un buen pellizco. Y luego se pueden escribir libros sobre el tema, libros que dejarán en nada Los niños del Kirakira. Esto nos solucionaría la vida, Bankson. Seríamos como Carter y Carnarvon cuando descubrieron a Tut. Podríamos hacerlo juntos. Somos el equipo perfecto.
    —Yo no sé nada de los mumbanyo.
    —Conoces a los kiona. Conoces el Sepik.
    Me sentía como si me hubieran colocado cien kilos más encima y unas cuantas flechas envenenadas me hubieran atravesado el cráneo.
    —Sé que estás enfermo, colega. No tenemos que seguir hablando de esto ahora. Recupérate, y luego lo planearemos.
 
 
    Soñé con la flauta, con su boca abierta y su pájaro siniestro. Soñé con orejas talladas en la madera y con la cara de Fen en forma de cuña.
    Nell me dio pastillas de las que yo le había dado. Me hizo beber. Me ofreció de comer, pero yo no podía tragar. La visión de la comida hacía que se me cerrara el estómago. No intentó hablarme de nada, aparte de aquellas transacciones básicas de líquido y medicina. Pero se sentó en la silla, no cerca de la cama como Fen, sino a un metro más o menos de mi pie izquierdo, levantándose a veces para colocarme un trapo húmedo en la frente, a veces leyendo, otras veces dándome aire con un gran abanico y otras mirando a un punto sobre mi cabeza. Si le sonreía ella me devolvía la sonrisa, y había veces en que casi fingía, casi me creía que era mi mujer.
    Cerré los ojos y Nell desapareció. En su lugar apareció Fen, que se sentaba mucho más cerca, casi dándome con el abanico, con trapos húmedos que goteaban. El agua me entraba en los ojos.
    Creo que me estaba hablando del tiempo que había pasado en Londres, qué ocurrió justo después de eso. Lo único que sé es que todo lo que era grande se volvió pequeño y todo lo que era pequeño se volvió grande. Una enorme inversión aterradora. Recuerdo que no era capaz de cerrar la boca. Después de eso no recuerdo nada, sólo que me desperté más o menos en los brazos de Fen, en el suelo. Él gritaba a pleno pulmón, escupiendo saliva a chorros. Después vino mucha gente, Nell y Bani y otros que yo no conocía, y me pusieron de nuevo en la cama, y cuando abrí los ojos sólo estaban Fen y Nell, y parecían tan horriblemente asustados que tuve que volver a cerrarlos. Cuando recobré la conciencia, Fen me estaba afeitando.
    —Te estabas rascando tanto que pensé que te dejarías la piel.
    Me echó la cabeza atrás para poder llegar bajo la barbilla.

  
    A través de la mosquitera vi que Nell lo agarraba por detrás para tranquilizarlo porque Fen estaba muy agitado.
    Oí:
    —Qué bueno eres con él.
    —Mejor que contigo, ¿eh?
    —Yo creer que tú buen papá.
    —Tú creer, pero no estás segura.

  
    —Has sufrido un ataque —dijo Fen—. Te has quedado rígido como un cadáver y luego te has retorcido como una culebra. Después te has quedado rígido otra vez, te ha empezado a salir de la boca esa porquería amarilla y has puesto los ojos en blanco. Eran dos pelotas blancas, así...
    Hizo una mueca horrible y unos ruidos inhumanos, y Nell le dijo que parara.
    Me dolía todo. Era como si me hubieran tirado desde lo alto de un rascacielos de Nueva York.

  
    Me bajó la fiebre. Eso me dijeron. Me trajeron platos de comida y parecía que esperaban que me levantara de la cama de un salto.

  
    Me desperté y ya tenía los ojos abiertos. Fen estaba hablando. Daba la impresión de que estábamos en plena conversación. Yo me había convertido en receptor de sus pensamientos frenéticos, y no le importaba especialmente que estuviera despierto o dormido, lúcido o confundido.
    —Mis hermanos eran problemáticos, todos ellos. Pero yo era el hijo menos querido. Me gustaban los libros. Quería libros. Mis profesores me elogiaban. Mis padres me zurraban. Odiaba el trabajo de la granja. Quería irme de casa antes incluso de tener palabras para poder expresarlo. Casi me hubiera ido mejor si me hubiera ido entonces, cuando tenía tres años, empaquetando cuatro cosas en una bolsita y dirigiendo mis pasos inciertos hacia la calle. No estoy seguro de que las cosas hubieran podido ir mucho peor. Nos criaron para que no supiéramos nada, para que no pensáramos nada. Para que masticáramos y tragáramos, como las vacas. Sin decir nada. Eso es lo que hacía mi madre: no decía nada. Yo me demostré tan inútil como pude para poder seguir en el colegio. Fui el único que lo hizo. Si no hubiera tenido tres hermanos mayores, mi padre nunca lo habría permitido.
    —Y una hermana —recordé.
    —Ella era más pequeña. En el colegio recibí algo cercano al afecto. En casa, incluso cuando conseguía ganar a mis hermanos jugando a algo, era ridículo. Entonces mi madre murió y la cosa empeoró.
    —¿Cómo murió?
    Hizo una pausa sorprendido por mi intervención.
    —Gripe. Se fue en cinco días. No podía respirar. El ruido que hacía era terrible. Lo único que vi por la puerta antes de que mi tía se me llevara fue un pie desnudo saliendo de un lado de la cama. Estaba de color azul pálido.

  
    En aquellas horas o días me daba la impresión de que me dormía y me despertaba con el sonido de su voz.
    —Estaba bastante majara cuando me subí en aquel barco. Veintitrés meses con los hechiceros dobu y luego unos días en Sídney, donde me declaré a una chica que pensaba que era mi novia y ella me rechazó. Una bruja dobu me había hecho un embrujo amoroso antes de irme, pero ya ves de qué sirvió. Después de aquello, no quería nada que tuviera que ver con las mujeres ni con la antropología. Aquella primera noche en el barco oí a Nell, sentada a una gran mesa, que no paraba de hablar durante la cena, y me imaginé que habría hecho un brillante viaje de estudios y que estaría compartiendo sus estúpidas revelaciones sobre la naturaleza humana y el universo, y eso era lo último que quería oír. Pero era prácticamente el único hombre joven del barco, y unas viejas metomentodo se las arreglaron para que bailara con ella. Lo primero que me dijo fue: «Aquí dentro me cuesta respirar». Yo le dije que a mí me pasaba lo mismo. Ambos sufríamos una especie de claustrofobia encerrados en aquellas salas. En cuanto pudimos escaparnos, dimos un paseo por la cubierta, el primero de una larga serie. Debimos de caminar unas cien millas durante aquel viaje. A ella la esperaba un colega en Marsella, yo quería que se quedara conmigo en Southampton. Nell no sabía qué hacer. Fue la última en bajar del barco, pero el colega me vio y supe que se quedaría conmigo. Lo vi en el rostro de aquel tipo.
     

    —Tenía el cuerpo de una fulana. Nada que ver con el de mi madre. Grandes pechos, cintura estrecha, una cadera hecha para las manos de un hombre. Yo tenía la horrible sospecha de que mis hermanos y yo habíamos creado ese cuerpo, que si no hubiéramos hecho lo que hicimos, ella no habría acabado como acabó —su voz era tan tenue que apenas podía distinguir las palabras—. Joder, esa granja estaba en medio de la nada. Nadie tenía ni idea de lo que pasaba. Salvo mi madre. Ella sí sabía. Sé que lo sabía.
    En ese momento la voz se le rompió, se quedó mirando a las vigas y se limpió las lágrimas. Mirándole a la cara, parecía que el pájaro negro estuviera perforándolo con su pico. Entonces alargó la mano, se encendió un cigarrillo y prosiguió, bastante tranquilo:
    —No hay nada en el mundo primitivo que me sorprenda, Bankson. O no, más bien, lo que me sorprende del mundo primitivo es cuando percibo cualquier indicio de orden y ética. Todo lo demás (el canibalismo, el infanticidio, los ataques, las mutilaciones) me resulta comprensible, casi razonable. Siempre he visto el salvajismo que se oculta bajo la pátina exterior de la sociedad. No está muy lejos de la superficie, vayas donde vayas. Incluso en Inglaterra, estoy seguro.
     

    Los oí en las esterillas que habían colocado en la gran habitación con mosquitera, junto a sus escritorios. Las esterillas crujían. Susurros. Respiraciones. El inconfundible ritmo del sexo. Un gritito ahogado de golpe. Risas.
     

    Era de día y él estaba gritando. Me giré y lo vi junto a Bani, que parecía minúsculo a su lado, agachado junto a la mesa del comedor. Fen le dio un bofetón en la oreja y el chico cayó al suelo, lloriqueando, hecho un ovillo.
    

    —¿Dónde está Nell? —dije.
    Tenía la sensación de que hacía días que no la veía sentada en la silla.
    —Fuera, contando bebés. Estoy haciendo un trabajo tan espléndido que me ha ascendido a enfermero jefe —estaba afeitándome de nuevo—. Eres como un oso —dijo, aunque él era mucho más peludo que yo.
    Olía a cigarrillos y a whisky, el olor de Cambridge y de la juventud. Yo no necesitaba un afeitado, no deseaba especialmente un afeitado, pero aspiré el olor de sus manos y de su aliento. Me limpió con una toalla seca.
    —Tienes tres pecas, justo encima del labio.
    Estaba borracho, bastante borracho, y di gracias de que no me hubiera cortado. Se acercó para tocar las pecas y siguió inclinándose hasta que su boca tocó la mía. Apenas tuve que ponerle una mano en el pecho y se apartó de un respingo, limpiándose los labios con la mano como si aquello lo hubiera provocado yo.
     

    Nell leía en voz alta Luz de agosto, que una amiga le había enviado hacía unos meses. Fen estaba estirado en la cama a mi lado y Nell leía desde la silla, con un tono algo altivo, con la misma pretensión con que recitan sus textos las actrices americanas. Estaba algo cohibida, leyendo en voz alta, algo que no le ocurría en absoluto en la vida real, cuando usaba sus propias palabras.
    Fen y yo cruzamos una mirada tras la primera frase. Él hizo una mueca y Nell me pilló sonriéndome.
    —¿Qué pasa? —dijo ella—. Es un buen libro, ¿no?
    —Es una típica bobada tendenciosa americana —dijo Fen—. Pero sigue.
    Se mostraba tan a gusto conmigo que empecé a preguntarme si el beso no habría sido una alucinación mía. Cuando Nell acabó de leer, se subió también ella a la cama y allí nos quedamos los tres, observando a los bichos que intentaban abrirse paso a través de la mosquitera, hablando del libro y de las narraciones occidentales en comparación con las historias que se contaban allí. Nell dijo que en las Islas Salomón quedó tan harta de oír sus mitos de la creación del hombre—cerdo y los mitos del enorme pene, que les contó toda la historia de Romeo y Julieta.
    —Lo escenifiqué con todo detalle. Representé la escena del balcón, los apuñalamientos. Por supuesto lo situé en un poblado como los suyos, con dos aldeas rivales y un curandero en lugar de un fraile, y cosas así. En realidad es una historia tribal, así que no me costó adaptarla para que les resultara familiar.
    Ella estaba en su lado y yo en el mío, mirándola, y Fen estaba boca arriba, entre los dos, de modo que sólo le veía media cara a Nell.
    —Así que por fin (tardé más de una hora, con aquel idioma asqueroso; ¡seis sílabas por palabra!) llegué al final. Julieta muere. ¿Y sabes qué hicieron los kirakira? Se rieron. Se partían de la risa, convencidos de que era el chiste más divertido que habían oído nunca.
    —A lo mejor lo es —dijo Fen—. Yo preferiría mil veces una historia del hombre—cerdo antes que esa porquería.
    —Yo creo que responden a la ironía —sugerí yo.
    —Oh, sin duda —dijo Nell, haciendo caso omiso de Fen—. Es curioso que la ironía nunca es trágica para ellos, sólo cómica.
    —Porque la muerte para ellos no es trágica, al menos no como lo es para nosotros —dije.
    —Lloran a sus muertos.
    —Sienten pena, una gran pena. Pero no es una tragedia.
    —No, no lo es. Saben que sus ancestros tienen un destino para ellos. No tienen la sensación de que sea algo malo. La tragedia se basa en la sensación de que se ha producido un terrible error, ¿no?
    —En comparación somos como unos enormes bebés dramáticos —apunté.
    Ella se rio.
    —Bueno, pues este bebé tiene que hacer un pipí —dijo Fen, levantándose y bajando por la escalera.
    —Usa la letrina, por favor, Fen —gritó Nell.
    Pero no debía de haberse apartado más de medio metro de la casa antes de que el chorro cayera al suelo con gran fuerza.
    —Esto durará un buen rato —dijo Nell.
    Y así fue. Estábamos mirándonos el uno al otro sobre la cama.
    —Y luego vendrá... —Fen se tiró un pedo—. Eso.
    —Togate —dijo Fen en voz baja, eso significa «perdón» en tam.
    Nos reímos. Ya sentía la cabeza clara. Nuestras manos estaban a unos centímetros de distancia, en el espacio caliente que antes ocupaba el cuerpo de Fen.






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