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lunes, 18 de mayo de 2020

Lily King / Euforia III





Lily King
EUFORIA

3



    -Bankson. ¡Dios mío! ¡Qué alegría verte, hombre!
    Recordaba a Schuyler Fenwick como un capullo estirado y picajoso que me tenía cierta manía, pero cuando le tendí la mano, la apartó y me rodeó con sus brazos. Yo le devolví el abrazo y aquella exhibición de afecto provocó las risas de los kiaps achispados que teníamos cerca. La garganta me ardía con la emoción inesperada del momento, y antes de que tuviera tiempo de recuperarme me presentó a su mujer.
    —Es Bankson —dijo como si no hablaran de otra cosa día y noche.
    —Nell Stone —dijo ella.


    ¿Nell Stone? ¿Fen se había casado con Nell Stone? Desde luego, al tipo se le daban bien los trucos, pero en este caso se había superado. Con todo lo que me habían hablado de Nell Stone, nadie me había mencionado nunca que fuera tan menuda o enfermiza. Me tendió una mano con una herida recién curada en la palma. Si se la cogía, le haría daño. Su sonrisa afloró con naturalidad, pero el resto de su rostro estaba hundido, y el dolor apagaba sus ojos. Tenía una cara pequeña y grandes ojos de color humo, como un cuscús, el pequeño marsupial que los niños kiona adoptaban como mascota.
    —Está herida.
    A punto estuve de decir «enferma». Le toqué la mano suave, brevemente.
    —Herida, pero no vencida —dijo ella esforzándose para esbozar algo parecido a una risa.
    Unos labios preciosos en un rostro absolutamente agotado. «Me estiraré un rato para sangrar —decía la balada que aún sonaba en mi cabeza—. Y luego me pondré en pie y lucharé de nuevo contigo.»
    —Qué fantástico que aún sigas aquí —dijo Fen—. Pensé que ya te habrías ido.
    —Eso debería haber hecho. Creo que, si me largara, mis kiona lo celebrarían con una semana de fiestas. Pero siempre esperas encajar alguna pieza más, aunque parezca que no tengas ninguna posibilidad.
    Se rieron con ganas, con una especie de complicidad profunda que cayó como un bálsamo sobre mis nervios destrozados.
    —Sobre el terreno siempre se tiene esa sensación, ¿no? —dijo Nell—. Luego vuelves y todo encaja.
    —¿Ah, sí? —pregunté yo.
    —Si has hecho el trabajo, sí.
    —¿Tú crees?
    Tenía que quitarme aquel tono de chiflado de la voz.
    —Vamos a tomar otra copa. Y a comer algo. ¿Quieres comer algo? Seguro que sí. ¿Nos sentamos?
    El corazón me golpeaba contra el pecho y sólo podía pensar en cómo lograr que no se fueran, que no se fueran. Sentía que la soledad se me hinchaba dentro como un bocio y no tenía muy claro qué hacer para ocultarlo.
    Había unas cuantas mesas vacías en la parte trasera de la sala. Nos dirigimos a la que estaba en la esquina, atravesando una nube de humo de tabaco, apretujándonos entre un grupo de oficiales de patrulla blancos y de buscadores de oro que bebían rápido y se gritaban unos a otros. La banda empezó con Lady of Spain ,pero no salió nadie a bailar. Yo paré a un camarero, señalé hacia la mesa y le pedí que nos trajera algo de cena. Ellos fueron delante; Fen primero, adelantado, y Nell más rezagada al cojear por algún dolor en el tobillo izquierdo. Yo la seguí de cerca. La parte trasera de su vestido azul de algodón estaba cubierta de arrugas.
    Nell Stone, para mí, era una figura mayor, una matrona. No había leído el libro que la había hecho famosa últimamente, el libro que hacía que la mera mención de su nombre convocase visiones de conductas lascivas en playas tropicales, pero yo me había imaginado a una clásica ama de casa americana rodeada de una banda de nativos lascivos de las Islas Salomón. Aquella Nell Stone, en cambio, era casi una niña, de brazos delgados y con una gruesa trenza que le caía por la espalda.
    Nos acomodamos junto a la mesita. Sobre nuestras cabezas colgaba un triste retrato del rey.
    —¿De dónde venís? —pregunté.
    —Hemos empezado en las montañas —respondió Nell.
    —¿En las tierras altas?
    —No, en las Torricelli.
    —Un año con una tribu que no tenía siquiera un nombre para ella misma.
    —Les pusimos el nombre de su pequeña montaña —dijo Nell—. Los anapa.
    —No podían ser más aburridos, ni aunque estuvieran muertos —observó Fen.
    —Eran amables y dulces, pero estaban débiles y malnutridos.
    —Desesperadamente sosos, querrás decir —insistió Fen.
    —Fen, básicamente, se pasó todo el año de caza.
    —Era el único modo de mantenerse despierto.
    —Yo me pasaba el día con las mujeres y los niños en los huertos, de donde apenas sacaban para que comiera todo el poblado.
    —¿Y acabáis de venir de allí? —dije intentando entender cómo y dónde había adquirido aquel mal aspecto.
    —No, no. ¿Los dejamos en...? —preguntó Fen girándose hacia ella.
    —En julio.
    —Bajamos y nos acercamos un poco a ti. Encontramos una tribu en el Yuat, río abajo.
    —¿Cuál?
    —Los mumbanyo.
    —No he oído hablar de ellos.
    —Unos guerreros temibles —señaló Fen—. Apuesto a que pondrían en serios apuros a tus kiona. Aterrorizaban al resto de las tribus del río. Y se aterrorizaban entre ellos.
    —Y a nosotros —apuntó Nell.
    —Sólo a ti, Nellie —dijo Fen.
    El camarero nos trajo la comida: ternera, puré de patata y unas alubias inglesas gruesas y amarillentas, de ésas que esperaba no volver a ver en mi vida. Devoramos la carne hablando sin parar, sin preocuparnos de taparnos la boca o esperar nuestro turno. Nos interrumpimos y nos solapamos. Criticamos nuestros trabajos respectivos, aunque quizá ellos, al ser dos, fueron los que más criticaron. Por la naturaleza de sus preguntas (las de Fen sobre religión y tótems religiosos, ceremonias, guerra y genealogía; las de Nell sobre economía, alimentación, gobierno, estructura social y crianza de los niños) tuve claro que tenían los campos de trabajo claramente divididos, y sentí una punzada de envidia. En todas mis cartas al departamento, en Cambridge, había pedido un compañero, algún joven que empezara y que quisiera un poco de orientación. Pero todo el mundo quería marcar su propio territorio. O quizá, pese al esfuerzo que hacía por ocultarlo, detectaban en mis cartas mi atasco mental, el punto de estancamiento al que había llegado mi trabajo, y preferían mantener las distancias.
    —¿Qué te has hecho en el pie? —le pregunté a Nell.
    —Me hice un esguince en el tobillo remontando el Anapa.
    —¿Cómo? ¿Hace diecisiete meses?
    —Tuvieron que cargarla colgándola de un palo —dijo Fen, divertido al recordarlo.
    —Me envolvieron en hojas de banano: parecía un cerdo empaquetado para la cena.
    Nell y Fen se rieron de pronto, con fuerza, como si fuera la primera vez que lo hacían en su vida.
    —Gran parte del tiempo me lo pasaba boca abajo —dijo ella—. Fen siguió adelante, llegó allí un día antes y no me envió ni una nota. Hicieron falta más de doscientos porteadores para llevar todo nuestro equipo.
    —Era el único que llevaba pistola —contó Fen—. Nos advirtieron de que las emboscadas no son infrecuentes. Esas tribus se mueren de hambre, y nosotros llevábamos todos nuestros víveres encima.
    —Debes de tenerlo roto —dije yo.
    —¿Qué cosa?
    —El tobillo.
    —Sí —dijo, y miró a Fen con cierto recato—. Supongo.
    Observé que no había comido como él y como yo. Se había limitado a mover la comida por el plato.
    A mis espaldas cayó una silla. Dos kiaps se agarraban por el uniforme, congestionados y trastabillando como una pareja de baile ebria, hasta que uno de los dos separó el brazo y lo lanzó de nuevo a gran velocidad para asestar un fuerte puñetazo en la boca del otro. Para cuando los separaron, tenían la cara como si les hubieran atacado con un rastrillo de jardinería y las manos cubiertas de sangre. Las voces aumentaron de volumen y el director de la banda inició una melodía rápida a todo volumen, animando a todo el mundo a bailar. Pero nadie le hizo caso. En el otro extremo de la sala se inició otra pelea.
    —Vámonos —propuse.
    —¿Irnos? ¿Adónde? —preguntó Fen.
    —Os llevaré río arriba. En mi casa hay mucho sitio.
    —Tenemos una habitación arriba —adujo Nell.
    —No dormiréis. Y si queman el edificio, no tendréis ni cama. Esta gente lleva bebiendo cinco días sin parar. Además, tengo medicinas para esos cortes —dije señalándole la mano y las heridas que acababa de descubrir que tenía en el brazo izquierdo—. No tienen pinta de haber sido tratados.
    Me puse en pie, esperando que se decidieran. Poc, poc. Os necesito. Os necesito. Cambié de táctica:
    —Has dicho que te gustaría ver a los kiona —le dije a Fen.
    —Me gustaría mucho. Pero nos vamos a Melbourne por la mañana.
    —¿Y eso?
    No habían mencionado que se iban de Nueva Guinea en las horas que llevábamos juntos.
    —Vamos a intentar robarle una tribu a Elkin.
    —No —no quería decirlo así, al menos no con aquel tono tan petulante—. ¿Por qué? ¿Los aborígenes? —No podían irse con los aborígenes—. ¿Qué pasa con los mumbanyo? Sólo habéis estado allí cinco meses.
    Fen miró a Nell para que ella se lo explicara.
    —No podíamos quedarnos más —dijo Nell—. Yo no podía, desde luego. Y teníamos la idea de que quizá en Australia encontraríamos una región que nadie hubiera reclamado.
    La palabra «reclamado» me ayudó a entenderlo. Supongo que ella también se dio cuenta.
    —No dejéis el Sepik por mí, bajo ninguna circunstancia. No es propiedad mía; ni lo quiero. Hay ochenta antropólogos por cada maldito navajo, y sin embargo a mí me dan un río de más de setecientas millas. Nadie se atreve a acercarse. Creen que es «mío». ¡No lo quiero! —Era consciente del tono lastimoso de mi voz, pero no me importaba. Me pondría de rodillas si hacía falta—. Por favor, quedaos. Os encontraré una tribu mañana mismo, hay cientos de ellas, muy, muy lejos de mí, si queréis.
    Accedieron tan rápidamente, y sin mirarse siquiera el uno al otro, que luego me pregunté si habían estado jugando conmigo desde el principio. No me importaba. Quizá ellos me necesitaran, pero yo los necesitaba mucho más.
    Mientras esperaba a que recogieran sus cosas de la habitación intenté recordar cada tribu de las que había oído hablar, río arriba y río abajo. La primera que me vino a la mente fue la de los tam. Mi informador, Teket, tenía una prima que se había casado con un tam, y cuando describía sus estancias con ellos siempre usaba la palabra «tranquilos». Había visto a unas cuantas mujeres tam comerciando con pescado en el mercado y había observado su actitud lacónica y profesional, cómo se mantenían firmes ante los kiona, duros regateadores, mientras otras tribus capitulaban. Pero el lago Tam estaba demasiado lejos. Tenía que pensar en otro pueblo mucho más cercano.
    Bajaron con sus bolsas.
    —No puede ser que eso sea todo lo que tenéis.
    —No, no exactamente —dijo Fen con una mueca.
    —El resto lo enviamos a Port Moresby —dijo Nell, que se había puesto una camisa blanca de hombre y unos pantalones marrones, como si esperara volver al trabajo a la mañana siguiente.
    —Puedo dar orden de que os lo vuelvan a enviar aquí. Es decir, si os quedáis.
    Cogí dos de sus petates y salí antes de que pudieran cambiar de opinión.
    En el repentino silencio, sentí que los oídos aún me retumbaban. Con la luz eléctrica que salía del puesto de control gubernamental, la música atenuándose hasta convertirse en un fino hilo musical y la corta hierba bajo los pies, podía dar la impresión de que salíamos de un baile en una cálida noche de Cambridge. Me giré y vi que Fen había cogido a su mujer de la mano.
    Los llevé al otro lado de la carretera, más allá de los muelles, los hice pasar por una abertura entre los matorrales y llegamos a la playita donde había dejado mi canoa. Incluso en la oscuridad pude ver cómo se les ensombrecía el semblante. Supongo que se habrían imaginado una lancha, con asientos y cojines.
    —Me la gané. Es una canoa de guerra. La conseguí disparando a un jabalí —expliqué, compensando su decepción con una gran energía.
    Lancé sus bolsas al interior y luego corrí de nuevo a la playa en busca del motor, que había ocultado tras una gruesa higuera. Se animaron considerablemente cuando lo vieron. Debían de haber pensado que iba a llevarlos hasta mi poblado a remo, lo cual me habría llevado toda la noche y parte de la mañana.
    —Desde luego esto no lo he visto nunca —dijo Fen cuando coloqué el motor en su sitio.
    Coloqué los petates en la proa, creando una especie de cama para que Nell pudiera dormir. La ayudé a situarse, puse a Fen en el centro y empujé la canoa unos metros. Subí de un salto, tiré de la cuerda y le di gas. Si tenían alguna duda de última hora, no la oí con el rugido del motor, que nos impulsó rápidamente sobre las oscuras y agitadas aguas en dirección a Nengai.








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