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miércoles, 3 de febrero de 2021

Triunfo Arciniegas / Once


Triunfo Arciniegas
ONCE

La ventaja más grande de la relectura es la certeza del placer. Asegurada la calidad, uno puede relamerse por anticipado. La trama se ha desdibujado con los años. Más que el libro, uno suele recordar la dicha que acompañó la lectura, así como conserva en la memoria el brillo de las piernas de la profesora de cuarto grado en vez de sus palabras. Todo se va aclarando y hay sorpresas, detalles y conexiones que pasaron desapercibidos en lecturas anteriores. El libro nunca es el mismo porque la mirada no es la misma. La primera vez que leí El túnel, de Ernesto Sábato, en mi adolescencia, me espantó el crimen del protagonista. La segunda vez, diez años más tarde, me pareció tan natural que el hombre hubiera asesinado a la mujer, y en la tercera, otros diez años después, prácticamente entendí que no tenía otro camino. No se asombren: en la ficción cometemos los crímenes que nos acobardan en la realidad. Por otro lado, con los años empeoramos en todos los sentidos.

Si bien disfruto y agradezco los senderos inesperados y riesgosos de un libro nuevo o de un texto encontrado al azar o recomendado por alguien, me encanta la certeza de los parajes cuya belleza he saboreado en otros tiempos. Con la infinita e inagotable oferta del universo de las librerías y las bibliotecas, no creo que nadie sea tan imbécil como para releer un libro que considera malo. Uno vuelve una y otra vez a la dicha de beber el tequila destilado ciento por ciento de agave, con denominación de origen: Flaubert y Tolstói, Capote y Hemingway, Borges y García Márquez, Rubem Fonseca y Roald Dahl, Rulfo y Chejov, pero no a la obra de Carlos Fuentes o las novelas de R.H. Moreno Durán. Ni menos a la mayoría de los títulos que nos obligaron a leer los profesores para cumplir con los programas de literatura. La literatura, ante todo, significa embriaguez.

Está madrugada terminé de leer Once, de Patricia Highsmith. No hay un solo cuento malo o regular en esta colección. Por algo se trata de mi tercera lectura. Cuatro o cinco de estos cuentos son obras maestras.

"Highsmith es una autora de novelas de detectives cuyos libros
se pueden leer una y otra vez. De muy pocos se puede decir esto."

Por el prólogo, un texto muy citado, la escritora pagó cuatrocientos de los quinientos dólares que cobró Graham Greene, y no creo que se haya arrepentido. "Patricia Highsmith es una poeta de la aprensión y el recelo más bien que del miedo", dice Greene. "Es una escritora que ha creado su propio mundo, un mundo claustrofóbico e irracional", señala, y remata con una observación certera, a propósito del protagonista de "El observador de caracoles": "El señor Knoppert tiene, respecto a sus caracoles, la misma actitud que Patricia Highsmith respecto a los seres humanos". Tal vez de aquí provenga la famosa frase anónima que considera que la Highsmith escribe sobre los seres humanos como lo haría una araña sobre las moscas.




En inglés, antes de Eleven, el libro se tituló The Snail-Watcher (El observador de caracoles), que es precisamente el cuento inaugural y que trata de un coleccionista de estos babosos moluscos al que no le saldrán bien las cosas. Y no es el único. En otro cuento, un pretencioso profesor de zoología de una universidad de California se entera de la existencia de los caracoles gigantes de  Kuwa por una nota de pie de página: "Los indígenas de las islas Matusas dicen que existen caracoles aún mayores que éstos en la isla deshabitada de Kuwa, que dista cuarenta kilómetros de las Matusas. Los matusanos afirman que esos caracoles tienen una concha de seis metros de diámetro y devoran a los hombres". Apenas faltan tres meses para las vacaciones sabáticas cuando el profesor concibe la mala idea de visitar la isla. Es sabido que a Patricia Highsmith le fascinaban los caracoles, más que las personas. Podía llegar a una cena, sacarlos como si nada de su bolso y dejarlos pasear por la mesa, ante el asombro mudo de los demás. Un caracol suele ilustrar la tapa de las distintas ediciones de este libro.

Advertencia para el lector: hay dos muchachas locas, muy locas, en estas páginas. La primera es la protagonista de "Cuando la escuadra llegó a Mobile", el cuento favorito de Graham Greene y una de las obras maestras de Highsmith. Solo vemos por los ojos de Geraldine y sabemos que no estamos viendo todo. Fascinados y al mismo tiempo recelosos, permanecemos en su cabeza. Percibimos el peligro pero no acertamos a explicarlo. Unas líneas: "Volvería a adoptar su propio nombre, Geraldine Ann Lewis, liso y llano, y alquilaría un apartamento pequeño y por las noches cocinaría, acaso iría al cine una vez por semana y a la iglesia los domingos por la mañana, y se mostraría muy precavida a la hora de trabar amistad, especialmente con hombres".

Highsmith refina la técnica de mantener la cámara a escasos centímetros del personaje en "La heroína", un cuento digno de cualquier antología y uno de los más memorables. Su protagonista, otra loca de remate, es una muchacha entusiasta y desbocada que se dirige ciegamente al abismo, arrastrando a quienes pretende amar. Se dice frente al espejo, abrochándose el cinturón de su uniforme de niñera: "Esto es como volver a empezar, Lucille. Desde ahora, tendrás una vida feliz y útil, y olvidarás todo lo de antes..." El libro tiembla en las manos del lector.

Con una mujer madura que va al siquiatra para hablar de su marido, Highsmith construye una historia sorprendente y, en "La pajarera vacía", una pareja es atormentada por un extraño animal, casi una criatura de la mente. En el mundo de Patricia Highsmith los límites se confunden.

"La tortuga de agua dulce" es un cuento cruel, Highsmith en estado puro. Un niño resolverá de la manera más inesperada la conflictiva relación con su madre, que lo ridiculiza y lo obliga a llevar pantalones cortos y a memorizar poemas:

"Víctor salió corriendo hacia el cuarto de baño, pero se desvió en el camino y se arrojó de cabeza en el sofá, con la cara contra los almohadones. Cerró los ojos con fuerza y abrió la boca, llorando pero sin llorar, de una manera que había aprendido con la práctica también. Con la boca abierta, la garganta cerrada, sin respirar por casi un minuto, podía en cierto modo sentir la satisfacción de llorar, hasta de gritar, sin que nadie se diera cuenta. Hundió la nariz, la boca abierta, los dientes en el almohadón rojo del sofá y, si bien siguió oyendo la voz de su madre, el tono burlón y la risa, imaginaba que esos sonidos se iban apagando y alejándose. Se imaginaba que estaba muriendo. Pero la muerte no era un escape; sólo un hecho concentrado y doloroso, el clímax de su no llorar."

Acá se vale la advertencia: el lector se enfrenta a estas páginas bajo su propio riesgo. Así como a nadie se obliga a la lectura, tampoco se responde por las consecuencias.

En "Los pájaros a punto de volar", un hombre solitario y desgraciado responde las cartas de amor de una mujer dirigidas a otro. ¿Quién no lee una historia que desarrolla semejante idea?

En "Gritos de amor", dos viejas viven juntas para hacerse daño. ¿Se precisa decir algo más? Así comienza la historia: "Hattie tiró de la cadenita de la lámpara de mesa, estiró la sábana hacia sus hombres y permaneció tendida, tensa, esperando que se calmara la tos y los resuellos de Alice". Y apenas en la segunda página: "Con los dedos de los pies doblados hacia arriba, tiesos, Hattie se dirigió despacio hacia el sillón del lado de la ventana, por la que entraba, oblicuamente, un rayo de luna; se sentó con las tijeras y la chaqueta de angora en su regazo. A la luz de la luna, su rostro brillaba, desdentado y diabólico. Examinó la chaqueta al modo de quien tienta un pedazo de carne antes de decidir por dónde meter el cuchillo".

En "Otro puente por cruzar", al protagonista en apariencia no le sucede nada y es el cuento que más me sorprendió en esta lectura. Puede decirse que antes no lo había entendido. Merrick, un hombre que ha perdido a su esposa Helena y a su único hijo, Adam, en un accidente, recorre Europa para aliviar la pena. Italia, tierra de pintores, se come con los ojos. La narración, exquisita, se detiene en los detalles, en una canción, en la belleza del paisaje, en un jardín:

"Se dejó oír el tañido de una guitarra. La música parecía venir de abajo, donde el terreno se hundía en oscuras masas de árboles y matorrales, aunque no había nada ni ninguna luz en aquella parte. Sólo sonaba la guitarra, pero tenía la riqueza de tres instrumentos que tocaran juntos. La canción se deslizaba con naturalidad y seguridad. Su línea melódica era lenta e intrincada, hasta desembocar en una nota baja que parecía vibrar en la sangre de Merrick cuando el músico llegaba a ella una y otra vez. Se dio cuenta de que a lo mejor se trataba de un slow foxtrot popular, pero ahora parecía mucho más que esto, casi un aria destinada a la fama, de la ópera de un gran compositor. Merrick respiró hondo. Había oído una canción parecida en Amalfi, cuando Helena y él estuvieron allí. Nunca más la había oído, pues ni él ni Helena se preocuparon de conocer su título o de comprar un disco para llevárselo a los Estados Unidos. Simplemente, la tocaban, de vez en cuando por la noche, en su hotel, y también en una guitarra. Sabían que aparecería, como cierto pájaro en el crepúsculo, en algún momento, y no encontraron apropiado preguntar por su título o pedir a un músico que se la tocara, porque aparecía a su propio tiempo."

Pasan cosas, por supuesto: un hombre se suicida arrojándose a un vehículo, un ladrón hace su agosto en el hotel. Merrick elude cierto acercamiento femenino pero entabla amistad con un niño travieso y simpático que tal vez le recuerda a su hijo desaparecido. La vida pasa, día tras día. Pasado y presente se conjugan en la mente del protagonista. A partir de hechos tan duros y dolorosos, y con pulso de cirujano, Patricia Highsmith construye una historia que conmueve, que en cierta forma explica por qué la vida, terca y ciega, continúa.

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