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lunes, 1 de febrero de 2021

Patricia Highsmith / Gritos de amor

 

Two Old Women, 1920
Adolphe W. Blondheim
Smithsonian American Art Museum

Patricia Highsmith 
Gritos de amor
(The Cries of Love)

Hattie tiró de la cadenita de la lámpara de mesa, estiró la sábana hacia sus hombros y permaneció tendida, tensa, esperando que se calmaran la tos y los resuellos de Alice.

    —Alice —murmuró.

    No hubo respuesta. Sí, ya estaba durmiendo, aunque siempre afirmaba que no cerraba el ojo antes de que el reloj del cuarto diera las once.
    Hattie se fue deslizando suavemente hacia el borde de la cama y con lentitud sacó un pie enfundado en una media blanca. Se dio vuelta para mirar a Alice, de la que nada era visible salvo su nariz afilada, que se proyectaba entre la orla de su gorro de dormir y la sábana que le cubría la boca. Estaba inmóvil.
    Hattie se levantó cautelosamente de la cama, respirando rápido a causa de la emoción. En la semioscuridad, veía las dos dentaduras dentro de los vasos de agua sobre la mesilla. Rió nerviosamente.
    Como un fantasma blanco, atravesó el cuarto, hasta más allá del banquillo Victoriano. Se detuvo ante el costurero, levantó la tapa plegable y buscó a tientas entre los carretes de hilos y los patrones de papel, hasta que encontró las tijeras. Entonces, sujetándolas con fuerza, atravesó de nuevo la habitación. Antes de acostarse había dejado entornada la puerta del armario ropero, y entonces la abrió sin un crujido. Metió una mano temblorosa en la negrura del armario, tocó los dos abrigos de lana y unos cuantos vestidos. Finalmente, palpó algo velloso y levantó la percha de la que colgaba. Las tijeras se le escurrieron de la mano. Hubo un ruido, seguido por una risita a medias reprimida.
    Desde detrás de la puerta del armario echó un vistazo a Alice, inmóvil en la cama. Alice era dura de oído.
    Con los dedos de los pies doblados hacia arriba, tiesos, Hattie se dirigió despacio hacia el sillón del lado de la ventana, por la que entraba, oblicuamente, un rayo de luna; se sentó con las tijeras y la chaqueta de angora en su regazo. A la luz de la luna, su rostro brillaba, desdentado y diabólico. Examinó la chaqueta al modo de quien tienta un pedazo de carne antes de decidir por dónde meter el cuchillo.
    Era una chaqueta realmente bonita. Alice la había recibido la semana anterior de su sobrina, como regalo de cumpleaños. Alice nunca se habría permitido comprar algo tan lujoso. La chaqueta la hizo feliz como a una niña; se la ponía todos los días por encima del vestido.
    Las tijeras cortaron con un ronroneo a lo largo de las suaves mangas de lana, desde los puños a las hombreras. Meditó un momento. Otro corte. En la espalda, claro está; pero sólo cosa de un palmo, para que no fuese visible inmediatamente.
    Unos segundos más tarde había dejado las tijeras en el costurero y colgado la chaqueta en el ropero. Se tendió debajo de la sábana. Lanzó un largo suspiro. Pensó en las mangas abiertas y en la cara de Alice por la mañana. No había manera de remendar la chaqueta y Hattie se sentía satisfecha de sí misma.
    A las ocho y media las despertó la camarera del hotel. Era un ritual que nunca variaba: tres golpes de los nudillos en la puerta y una voz chillona con un dejo de insolencia:
    —Las ocho y media. El desayuno está listo.
    Entonces, Hattie, que siempre se despertaba la primera, sacudía a Alice por el hombro.
    Mecánicamente, se sentaron en sus lados respectivos de la cama y se sacaron por la cabeza las camisas de dormir, revelando una ropa interior limpia y blanca. No decían nada. Siete años de coexistencia habían reducido su conversación a lo más indispensable.
    Sin embargo, aquella mañana Hattie pensaba en la chaqueta. Se sentía cohibida, pero no se le ocurrió nada por decir o hacer que aliviara la tensión, de modo que pasó más tiempo del habitual peinándose. Tenía una trenza de casi tres palmos de largo, que se colocaba alrededor de la cabeza, y todas las mañanas la deshacía para darle sus cien pasadas de cepillo. El cabello era su única vanidad. Finalmente, se levantó, moviéndose inquieta y fingiendo que se abrochaba el vestido.
    Alice parecía pasarse un siglo en el lavabo, haciendo gárgaras con una solución de agua tibia y sal. Por las mañanas, se mantenía tercamente fiel al agua salada, a pesar de la tentadora presencia de la botella de enjuague rosado de Hattie, colocada sobre el estante.
    —¿De qué te ríes? —preguntó Alice, volviéndose con el rostro húmedo y sonriendo ligeramente.
    Hattie no pudo contestar, miró las dentaduras en los vasos, sobre la mesilla, y volvió a reírse.
    —Toma tu dentadura.
    Le alargó el vaso.
    —Se me ocurrió que bajarías a desayunar sin ponértela.
    —Vamos, Hattie, ¿me has visto alguna vez salir del cuarto sin la dentadura puesta?
    Alice se sonrió para sí misma. Sería un buen día, pensó. La señora Crumm y su hermana habían regresado de un fin de semana afuera y por la tarde podrían jugar las cuatro a los naipes. Se dirigió al armario, descalza, con sólo las medias puestas.
    Hattie la siguió con la mirada, mientras descolgaba su vestido azul pálido, el que iba mejor con la chaqueta beige de angora. Desabrochó los botoncitos del frente. Luego, descolgó la chaqueta y metió un brazo en una manga.
    —¡Oh! —susurró con desconsuelo.
    Luego, como una niña dolida, cerró los ojos e hizo una mueca malhumorada. Las lágrimas le resbalaron en seguida por las mejillas.
    —¡Oh, Hattie!
    Ésta sonrió estúpidamente, incómoda, aunque disfrutaba de lo lindo.
    —¡Dios mío! Parece mentira —exclamó—. ¿Quién puede haberte jugado una broma así?
    Se acercó a la cama, en la que se sentó, doblándose de risa.
    —Hattie, tú lo hiciste —declaró Alice con voz vacilante.
    Apretaba la chaqueta contra el pecho.
    —Hattie, eres una malvada.
    Tendida ahora a través de la cama, Hattie se reía histéricamente.
    —Sabes de sobras que no lo hice, Alice… Ja… ja… ja… ¿Por qué habría hecho yo algo…?
    La risa incontrolable le impidió continuar.
    Hattie siguió tendida unos minutos, hasta que se calmó lo bastante para bajar a desayunar. Cuando salió del cuarto, Alice estaba sentada en el sillón al lado de la ventana, sollozando, con la cara hundida en la chaqueta de angora.
    Alice no bajó hasta que la llamaron para la comida. En la mesa charló con la señora Crumm y su hermana e hizo como si no viera a Hattie, que estaba sentada frente a ella, silenciosa e inquieta, pero sin arrepentirse de lo que había hecho. Habría podido soportar días y días de indiferencia por parte de Alice sin experimentar el menor remordimiento.
    Hacía un día espléndido. Después de comer, salieron con la señora Crumm, su hermana y la señora Holland, la directora del hotel, y se sentaron en Gramercy Park.
    Alice fingió estar absorta en su libro. Era una novela de detectives de su autor favorito, el libro pertenecía a la biblioteca circulante del hotel. La señora Crumm y su hermana monopolizaban la conversación. Un viaje de fin de semana daba tema para varias tardes y la señora Crumm podía recordar con precisión todos los platillos que se había comido en varios días.
    El tono monótono de las voces y el calorcillo del sol hicieron caer a Alice en una somnolencia. La página se volvió borrosa.
    Por la mañana, había planeado la actitud a adoptar con Hattie. Se mostraría fría y distante. No era la primera vez que Hattie cometía un ultraje como aquél. Meses antes derramó tinta en su mantel de encaje, la víspera del día en que iba a regalárselo a su sobrina… Y había también la desaparición de un tomo de poesías de Tennyson, encuadernado en piel. Estaba segura de que Hattie lo escondía en alguna parte. Había decidido que por la noche haría calmosamente sus maletas, escribiría a Hattie una nota, breve pero clara, y se marcharía del hotel. Se iría a otro del mismo barrio y daría a conocer, a través de la señora Crumm, dónde estaba y así tendría la satisfacción de que Hattie fuese a verla y a pedirle perdón. Pero la verdad era que no estaba segura, ni mucho menos, de que Hattie fuese a verla y esta posibilidad le impidió seguir ese peligroso camino. ¿Y si tenía que pasar a solas el resto de su vida? Era mucho más fácil quedarse donde estaba, jugar agradablemente a los naipes por las tardes y vengarse en pequeñas cosas. Se consoló diciéndose que esto también sería más distinguido. No pensó en detalle lo que haría o diría con el propósito de lastimar a Hattie. Las ocasiones se presentarían por sí mismas…
    La señora Holland la sacó de su somnolencia de un codazo.
    —Vamos a tomar unos helados. Y después, a jugar unas partiditas.
    —Estaba justamente en lo más emocionante de la novela…
    Pero Alice se levantó con las demás y casi estaba contenta caminando hacia la heladería.
    Alice ganó a los naipes y se sintió satisfecha. Hattie, que la había mirado todo el día con inquietud, se mostró muy aliviada cuando Alice decidió que podían volver a hablarse.
    A pesar de todo, el recuerdo de la chaqueta echada a perder escocía a Alice y le daba un sentimiento de injusticia. En realidad, se avergonzaba de sí misma por tomárselo con tanta ligereza. Dejaba que Hattie la pisoteara. Deseaba poder sentir un odio real y verdadero.
    A las nueve estaban ya en su cuarto, leyendo. Se había desvanecido todo vestigio de contricción o timidez por parte de Hattie.
    —Qué día más hermoso, ¿verdad? —se aventuró a decir.
    —¡Uh, uh!…
    Alice no levantó los ojos del libro.
    —Bueno… —Hattie hizo la observación inevitable a través del inevitable bostezo—: Me parece que voy a acostarme.
    Unos minutos más tarde, ambas estaban en la cama, apoyando las espaldas en cuatro almohadas, Hattie con el periódico y Alice con la novela de detectives. Permanecieron un rato en silencio. Luego, Hattie arregló sus almohadas y se tendió.
    —Buenas noches, Alice.
    —Buenas noches.
    Alice apagó pronto la luz y hubo un silencio absoluto en el cuarto, excepto por el suave tic-tac del reloj y el runruneo ocasional de un automóvil. El reloj en la repisa de la chimenea zumbó y comenzó a dar las diez.
    Alice estaba tendida con los ojos abiertos. Durante todo el día había retenido las lágrimas y entonces comenzó a sollozar. Pero sintió que no eran las lágrimas pueriles de la mañana. Se secó la nariz con la sábana.
    Se incorporó sobre un codo. La trenza de cabello oscuro de Hattie perfilaba el cuello y el hombro sobre la blanca sábana. Se sentía muy fuerte, lo bastante para estrangular a Hattie con sus propias manos. Pero la idea de matarla se esfumó de su mente tan de prisa como entrara en ella. Su venganza debía ser algo duradero, que le doliera, algo que Hattie tuviera que soportar y que ella gozara.
    Entonces se le ocurrió la idea y se levantó y dirigió al costurero sin detenerse, como Hattie lo hiciera veinticuatro horas antes… y se encontró al lado de la cama, inclinada sobre Hattie, mirando su rostro plácido, dormido, mirándolo a través de las lágrimas y de sus ojos miopes. Dos tijeretazos rápidos cortarían la trenza cerca de la cabeza. Pero Alice bajó algo las tijeras, hasta el lugar donde la trenza era más apretada. Apretó las tijeras con ambas manos, las hizo masticar la trenza mientras Hattie se despertaba lentamente al contacto frío del metal en el cuello. Rrrac … y ya estaba.
    —¿Qué pasa? ¿Qué…? —exclamó Hattie.
    La trenza, cortada, se extendía como una serpiente gris oscuro sobre la sábana.
    —¡Alice! —gritó Hattie, y tanteándose el cuello encontró el pelo tieso del muñón de la trenza—. ¡Alice!
    Ésta se hallaba a unos palmos de distancia, mirando a Hattie, ya sentada en la cama y de súbito se sintió embargada por la alegría. Rió entre dientes y al mismo tiempo se le saltaron las lágrimas.
    —Tú me lo hiciste —dijo—. Tú cortaste mi chaqueta.
    El instante de defensa de Alice era innecesario, porque Hattie estaba absolutamente encogida y aturdida. Empezó a salir de la cama, como para ir al espejo, pero volvió a sentarse, gimiendo y llorando, palpándose el horrible muñón de la trenza. Luego volvió a tenderse, sin dejar de gemir contra la almohada. Alice se quedó de pie y finalmente se sentó en el sillón. Estaba llena de energía, sin sueño. Pero hacia el amanecer Hattie se durmió y Alice se deslizó entre las sábanas.
    Hattie no le habló, por la mañana, ni la miró. Colocó la trenza en un cajón. Luego se puso un pañuelo en la cabeza, para bajar a desayunar, y en el comedor se sentó a otra mesa que la que Alice y ella solían ocupar. Alice vio a Hattie hablando con la señora Holland después del desayuno.
    Unos minutos más tarde, la señora Holland se acercó a Alice, que estaba leyendo en un rincón del vestíbulo.
    —Me parece —le dijo la señora Holland— que usted y su amiga se sentirían mejor si ocuparan cuartos distintos durante una temporada, ¿verdad?
    Esto tomó a Alice por sorpresa, aunque, al mismo tiempo, había temido algo peor. La declaración que había preparado sobre la tinta vertida, el Tennyson desaparecido y la chaqueta de angora echada a perder se desvaneció, y contestó con voz firme:
    —Claro que sí, señora Holland. Estoy dispuesta a lo que Hattie quiera.
    Alice se ofreció a cambiar de cuarto, pero fue Hattie quien se mudó. Se instaló en una habitación pequeña, tres puertas más allá, en el mismo piso.
    Aquella noche, Alice no pudo dormir. No era que pensara concretamente en Hattie, o que le supiera mal haber hecho lo que hizo —puesto que no se arrepentía—, sino que las cosas, el cuarto, la oscuridad, incluso el tic-tac del reloj, eran distintas porque estaba sola. Un par de veces, durante la noche, oyó pasos al otro lado de la puerta y pensó que sería Hattie que volvía, pero eran sólo huéspedes que iban al lavabo del final del pasillo. Se le ocurrió que podía llamar a la puerta de Hattie y pedirle perdón; pero, se dijo, ¿por qué iba a hacerlo?
    Por la mañana, Alice, observando el aspecto de Hattie, se dio cuenta de que ella tampoco había dormido. No se hablaron ni se miraron durante todo el día, y a la hora de jugar a los naipes o de tomar el té a las cuatro y media, se las arreglaron para sentarse en mesas distintas. De nuevo, Alice durmió muy mal aquella noche, y lo atribuyó al estofado de cordero de la cena, que le costaba digerir. A Hattie tal vez también le costara, pues la digestión de ésta era peor que la suya, si cabía.
    Transcurrieron otros tres días y en los rostros de Hattie y Alice se veían claramente los estragos de las noches de insomnio. La señora Holland se fijó en ello y ofreció a Alice un sedante, pero ésta lo rechazó cortésmente. Tenía su orgullo, no iba a dejar que se dieran cuenta de que la perturbaba la ausencia de Hattie, y además pensaba que era una debilidad y una falta de moderación ceder a los somníferos, aunque Hattie tal vez lo hiciera.
    El quinto día, a las tres de la tarde, Hattie llamó a la puerta de Alice. Tenía la cabeza todavía envuelta en un pañuelo, uno de los tres que poseía, y el que llevaba era el que Alice le había regalado por la última Navidad.
    —Alice, quiero decirte que lo siento, si tú lo sientes también —dijo Hattie, con los labios temblorosos y torcidos por el esfuerzo de contener las lágrimas.
    Para Alice, aquel momento era o hubiese debido ser de triunfo. Lo era, pensó, aunque algo —no estaba segura de qué— lo empañaba un poco, no dejaba que fuese una victoria completa.
    —Lamento lo de tu trenza, si tú lamentas lo de mi chaqueta —replicó Alice.
    —Lo lamento —dijo Hattie.
    —Y si lamentas lo de la mancha de tinta en mi mantel de encaje… y… ¿dónde está mi libro de poesías de Tennyson?
    —No lo tengo —contestó Hattie, con la voz todavía temblorosa por las lágrimas contenidas.
    —¿Que no lo tienes?
    —No —declaró Hattie con firmeza.
    Como en un relámpago, Alice adivinó lo que realmente había sucedido: Hattie, en algún momento, en algún lugar, lo había destruido, de modo que en cierto modo era verdad que no lo tenía. Alice se dio cuenta de que no debía mantenerse en sus trece en esa cuestión, que debía perdonarla y olvidar, aunque no llegó, ni intelectual ni emocionalmente, a esta decisión, sino que, simplemente, se dio cuenta de ello y obró en consecuencia:
    —Muy bien, Hattie. Puedes mudarte, si quieres.
    Hattie volvió al cuarto con sus cosas, si bien a la hora de los naipes, a las cuatro, todavía se sentaron en mesas distintas.
    Hattie, una vez se hubo tragado su orgullo como nunca lo había hecho en su vida, al llamar a la puerta de Alice y al decir que sentía lo ocurrido, durmió mucho mejor al volver a la situación habitual, pero la perseguía una acechante sensación de que era una injusticia. En fin de cuentas, un libro de poemas y una chaqueta pueden sustituirse, pero, ¿cómo sustituir la trenza? Alice se había vengado, ciertamente, y con creces. No estaban a mano…
    Al cabo de unos días, Hattie y Alice habían vuelto a la normalidad; se hablaban poco, pero parecían entenderse, pues comían y jugaban a los naipes en la misma mesa. La señora Holland parecía satisfecha.
    A Alice le pasó por la cabeza comprarle a Hattie un tónico para el cabello, bastante caro, que vio un día en un escaparate de la avenida Madison, durante un paseo con la señora Holland y el grupo de huéspedes. Pero no lo compró; ni tampoco un tratamiento especial para el cabello que vio anunciado en una revista y del que se garantizaba que hacía crecer el cabello más de prisa y más abundante que nunca, pero Alice leyó en detalle el anuncio.
    Entretanto, Hattie luchaba en silencio con su muñón de trenza y se cepillaba regularmente el cabello, como de costumbre, pero sólo mientras Alice tomaba su baño o estaba fuera de la habitación, para que no la viera haciéndolo. Nada de lo que poseía Alice le parecía bastante importante para su venganza. Pero se acercaban las Navidades. Hattie decidió esperar pacientemente a ver lo que le regalaban a Alice.

Patricia Highsmith
Once






    


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