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martes, 19 de mayo de 2020

Lily King / Euforia VI


Gregory Bateson (Bankson), Margaret Mead (Nell) y Reo Fortune (Fen)


Lily King
EUFORIA




6

Una mosquitera no ofrece ninguna intimidad. A la mañana siguiente Fen y yo estábamos sentados a mi mesa con un mapa del río que habíamos trazado juntos. Nell, aún en la cama, se giró y se sentó lentamente. Apoyó la mejilla sobre una rodilla y se quedó inmóvil un buen rato.
    —Creo que hoy está peor —comenté.
    La fiebre de la malaria atacaba con fuerza, con un dolor de cabeza que era como si alguien te hubiera dado un hachazo en la nuca.
    —Nellie. Arriba y por ellos —dijo él sin girarse—. Tenemos tribus que visitar. El truco es ir por delante —añadió, dirigiéndose a mí—. Si dejas de moverte, estás acabado.
    —Por mi experiencia, la fiebre no siempre te da esa opción —le contesté.


    Cuando la había sufrido yo, era como si tuviera el cuerpo lleno de plomo, y tenía suerte si conseguía llegar al orinal. Cogí el botiquín.
    —Me voy al váter —le dijo él a través de la red—. No hagas que nos retrasemos.
    Si respondió, yo no lo oí. Seguía con la mejilla apretada contra la rodilla. Fen desapareció por el poste con travesaños.
    No estaba en absoluto desvestida —llevaba la misma camisa y los mismos pantalones de la noche anterior—, pero aun así no sabía si darle los buenos días. Quería transmitirle una falsa impresión de intimidad. Me puse a dar la vuelta a los ñames que tenía sobre las brasas y a lavar los platos en la parte de atrás, aunque sólo había dos platos y dos tazas y apenas necesitaban un aclarado.
    —¿Has dormido?
    Me giré. Estaba sentada junto a la mesa.
    —Un poco —dijo.
    —Mentirosa.
    Tenía dos amplios círculos rojos en las mejillas, como una muñeca, pero sus labios estaban pálidos y los ojos presentaban un tono amarillento. Saqué cuatro aspirinas y me las puse en la mano.
    —¿Demasiadas?
    Se inclinó desde el otro lado de la mesa observando atentamente las pastillas.
    —Perfecto.
    —Necesitas gafas.
    —Hace unos meses las pisé y se rompieron.
    —¡Bankson! Ha venido un tipo —dijo Fen desde abajo—. No entiendo qué quiere.
    —Bajo enseguida.
    Le di agua a Nell para las pastillas y me acerqué al baúl pequeño que tenía en mi despacho. Tanteé el mugriento fondo con la mano, moviéndola adelante y atrás, hasta que di con un pequeño estuche en una esquina. No lo había abierto desde el día en que me lo dio mi madre antes de zarpar.
    —No sé qué tal te irán —dije entregándoselo.
    Ella lo abrió. Las gafas tenían una montura sencilla de alambre, más fina de lo que yo recordaba, de un color plateado que combinaba casi a la perfección con sus ojos.
    —¿No las necesitas?
    —Eran de Martin.
    Un policía se presentó en la puerta de casa con ellas varios meses después de su muerte. Las habían limpiado a fondo, y del puente colgaba un cordón con una etiqueta.
    Ella pareció entenderlo todo. Las sacó con delicadeza del raído estuche y se las puso.
    —¡Oh! —dijo acercándose a la ventana—. Están en el agua con sus redes.
    Se volvió y me miró, aún sosteniéndose las gafas con ambas manos como si no fueran a aguantarse solas.
    —Y a usted no le iría mal un afeitado, señor Bankson.
    —Entonces, ¿van bien?
    —Creo que yo soy más miope que Martin, pero estamos cerca.
    Era estupendo oír que se refería a Martin en presente.
    —Quédatelas.
    —No podría.
    —Tengo muchas cosas suyas.
    No era cierto. Había un suéter o dos en el armario de mi madre, pero eso era todo. En cuanto sus arcones habían llegado desde Londres, mi padre había ordenado a los criados que lo dieran todo a una tienda de beneficencia.
    —Feliz Navidad —añadí.
    Ella sonrió al acordarse.
    —Las cuidaré bien.
    Eran grandes para su pequeño rostro de marsupial, pero de algún modo le quedaban bien. Lo habitual en aquel entorno era sentirse acosado a diario por gente que deseaba hacerse con las posesiones de uno, y resultaba agradable regalar algo que no me habían pedido.
    —¡Bankson, ven a ayudarme!
    Bajé a donde estaba Fen, que tenía delante a uno de mis informadores, Ragwa, quien debía llevarme a la ceremonia de asignación de un nombre a la aldea de su hermana aquella tarde. Ragwa había adoptado la posición de intimidación de los kiona, con los brazos arqueados y la barbilla adelantada, y Fen no había hecho más que alentarla al imitarla él mismo, fuera en tono de burla o de verdad, no sabría decirlo.
    —Pregúntale por el objeto sagrado —me susurró Fen.
    Pero Ragwa se adelantó y me dijo que su mujer estaba de parto y que no podría acompañarme más tarde. Después se fue a toda prisa.
    —¿Todos son así?
    —Está preocupado por su mujer. El bebé es prematuro.
    Unas semanas antes, Ragwa me había agarrado la mano y me la había colocado sobre el vientre de su esposa. Sentí cómo se movía el bebé bajo la piel tensa. Era algo que no había hecho nunca; lo cierto es que no tenía ni idea de que eso fuera así. La sensación se me quedó en la palma de la mano durante mucho tiempo. Era como poner la mano sobre la superficie del océano y poder sentir un pez dentro del agua. Ragwa se había reído sin parar al ver la expresión de mi rostro.
    —¿Puedo asistir al parto?
    Nell estaba de pie, en el umbral.
    —Pensaba que nos íbamos —dijo Fen sin fijarse en sus gafas.
    —Pero si el bebé es prematuro...
    —Llevan pariendo mucho tiempo sin ti, Nell.
    —Tengo cierta experiencia —me dijo.
    —Eres muy amable. Pero las mujeres sin hijos no pueden asistir a un parto. Es tabú.
    Ella asintió.
    —Los anapa hacían lo mismo —dijo, pero su voz había perdido algo de fuerza, y tuve la sensación de haber metido la pata.
    —La verdad es que nosotros tenemos que ver si encontramos algo, Nellie —insistió Fen, con una amabilidad insólita en la voz.
    Les di un paseo por el poblado y una hora más tarde nos pusimos en marcha para ver a los ngoni. Yo les había dado buenas perspectivas sobre esa tribu: eran hábiles guerreros, lo cual gustaría a Fen, y reputados curanderos, lo que suponía que interesaría —y podría servir de ayuda— a Nell. Pero el motivo por el que había escogido a los ngoni era que estaban a menos de una hora en barca de mi poblado.
    En cuanto nos metimos en el agua sentimos hambre. Yo había hecho acopio de comida para varios días, por si acaso. Comimos con las manos, hundiendo los dedos en los ñames asados aún templados y en la fresca pulpa del fruto del pan. Me aseguré de que la comida iba llegándole a Nell, que estaba en la proa, y que comía. Al hacerlo pareció reanimarse un poco, mirando hacia delante y luego girándose hacia mí, con el cabello levantado por el viento, haciendo preguntas sobre azuelas, conchas—moneda e historias de la creación.
    Los ngoni estaban justo detrás del arenal al que siempre tenía que estar atento cuando navegaba de noche. Las casas de la aldea estaban dispuestas en grupos de tres a cinco metros de la escarpada orilla del río y, como todas las de la región, montadas sobre pilotes para protegerse de las alimañas y de las crecidas del río.
    —¿No hay playa? —preguntó Nell.
    No había pensado en ello. Era cierto: la tierra acababa de forma abrupta en la orilla.
    —Es algo lóbrego, ¿no? —dijo Fen—. No hay mucho sol.
    Al oír el motor acercándose, unos cuantos hombres se habían reunido en el límite de su territorio.
    —Sigamos adelante, Bankson —dijo Nell—. No nos paremos aquí.
    A continuación estaban los yarapat, pero a Fen le pareció que las casas estaban demasiado cerca del suelo. Intenté señalar la elevación del terreno (el poblado de los yarapat se encontraba en una colina alta), pero él había sufrido una vez una inundación en las Islas del Almirantazgo, así que también pasamos de largo.
    Tampoco les gustó el aspecto del poblado siguiente.
    —Arte pobre —observó Nell.
    —¿Qué?
    —Esa cara es tosca —dijo señalando hacia la enorme máscara colgada sobre la entrada de la casa de ceremonias que se veía desde el agua—. No como las que hemos visto en otras partes.
    —Necesitamos arte, Bankson —exclamó Fen con gesto estirado desde su asiento, situado frente al mío—. Necesitamos arte y teatro y ballet, si no es mucha molestia.
    —¿Quieres parar aquí? —le preguntó Nell.
    —No.
    Ya estábamos a cuatro horas de Nengai, y el sol se estaba poniendo a toda prisa, como se pone cerca del ecuador. Ni siquiera habíamos bajado aún de la barca. Conocía una tribu más, los wokup, y ahí acababa mi familiaridad con el río en aquella dirección. Los wokup tenían playa, casas altas y arte de calidad.
    Cuando llegamos, dirigí la barca directamente hacia el centro de la playa, decidido a no parar ante cualquier objeción que pudieran idear. Aunque tenía la atención puesta en la orilla, más allá de Nell, noté que imitaba el gesto de contrariedad de mi rostro. Pero me parecía que se había mostrado muy quisquillosa con las otras tribus, y no le encontraba la gracia.
    No vino nadie a recibirnos al oír el motor. Entonces oí una llamada, no un tambor, y observamos algún movimiento rápido, oímos el gemido de un niño, y luego nada.
    Yo había tenido contacto con algunos wokup. No eran ajenos a los blancos; a estas alturas, ya ningún habitante del río lo era. En la mayoría de las tribus corrían historias de algún nativo metido en la cárcel o camelado por los reclutadores de mano de obra («cazadores de mirlos», como se los llamaba entonces) para las minas. Subí la canoa a la orilla y nos sentamos en ella, esperando, para no causar más agitación. Se oyó una segunda llamada y un minuto más tarde vinieron tres hombres a recibirnos. No les veía la espalda, pero las escaras de los brazos, en forma de mechones de cabello o rayos del sol, eran más largas que las de los kiona, que imitaban la piel del cocodrilo. Salvo por unos cuantos brazaletes, iban desnudos. Se posicionaron en la arena. Aunque nunca lo hubieran visto de primera mano, sabían que los blancos tenían poderes —hojas de acero, rifles, pistolas, dinamita— que ellos no poseían. Sabían que ese poder podía activarse de pronto, sin previo aviso. «Pero no tenemos miedo», decían con su postura: las piernas abiertas, la espalda arqueada y la mirada dura.
    El del centro me reconoció de haber comerciado en Timbunke y me habló con frases sueltas en kiona. Por lo que pude entender, el poblado esperaba un ataque de una tribu del pantano. Éstas, débiles y empobrecidas, ocupaban un lugar bajo en la jerarquía del Sepik, pero eran impredecibles. Les expliqué que mis amigos estaban interesados en vivir con ellos y comprender su modo de vida, que tenían muchos regalos para darles, pero él me hizo callar con un gesto de la mano antes de que pudiera acabar. Era un mal momento, dijo una y otra vez. Por el ataque que esperaban, y por algo más que no conseguí entender. Mal momento. Si queríamos podíamos pasar la noche (no podía garantizar que el camino de vuelta a oscuras fuera seguro si sus enemigos ya estaban de camino), pero por la mañana tendríamos que irnos.
    —No sé hasta qué punto es cierto todo eso —les dije a Nell y a Fen después de traducir todo lo que había dicho el jefe—. Quizá esté esperando algún incentivo.
    —Dile que podemos proporcionarles sal para diez años y cerillas para toda la tribu —dijo Fen.
    —No podemos mentir.
    —Aún tenemos un montón de cosas en Port Moresby.
    Pedir confirmación a Nell habría sido un insulto para él, pero me parecía imposible que después de un año y medio todavía tuvieran tanto que ofrecer.
    —Vamos bien provistos —dijo ella.
    Me dispuse a comunicárselo al jefe, pero él levantó la mano antes de que pudiera acabar, ofendido. Me explicó que no les faltaba de nada y que no necesitaban nada nuestro, pero que por nuestra seguridad y por la seguridad de su pueblo nos dejaría pasar la noche.
    Seguimos a los tres wokup hasta el centro del pueblo. Mandaron a un niño a que subiera por una escalera a una casa y al cabo de unos minutos bajaron una madre y cinco niños. Sin mirarnos, se dirigieron a una casa tres puertas más allá. Una vez dentro los niños lloriquearon un poco. Los adultos les hicieron callar, malhumorados.
    El jefe nos indicó que subiéramos. Primero subió Fen con nuestra bolsa, y luego bajó a ayudarme con el motor. Era una casa pequeña. Sospeché que debía de ser de la segunda o tercera esposa del jefe, cuya casa, al lado, era mucho más grande. Lo vimos subir por su escalera y desaparecer.
    Dentro, la oscuridad era prácticamente total. Todas las aberturas estaban cubiertas con tela de corteza teñida de negro. El poblado estaba en silencio. Casi podíamos oír el sudor saliéndonos por los poros.
    —Caray. También podrían habernos ofrecido algo de comer —se lamentó Fen.
    Nell le hizo callar.
    Rebuscó en el petate. Pensaba que iba a sacar alguna lata guardada, pero sacó un revólver. Sentí que la sangre se me agitaba en las venas, presionándolas.
    —Guarda eso, Fen —dijo Nell—. No lo necesitaremos.
    —Parece que van en serio. ¿Has visto todas esas lanzas?
    Nell no respondió.
    —Las lanzas apoyadas en la casa al otro lado de la del jefe. ¿No las habéis visto? —insistió, bastante excitado—. Afiladas, quizá envenenadas.
    —Fen, déjalo —respondió ella, muy seria.
    Él volvió a meter la pistola en la bolsa.
    —No se andan con tonterías.
    Se acercó a la entrada rápidamente, agachando la cabeza, y miró hacia los lados por una grieta en la tela de corteza.
    —Creo que deberíamos hacer turnos para dormir, Bankson.
    En cualquier caso tampoco íbamos a dormir mucho. En la casa no entraba la brisa y había un montón de bichos. Comimos de nuestras provisiones, jugamos unas manos de bridge a la luz de una vela y luego nos repartimos las camas. Los wokup dormían en hamacas cubiertas, no en sacos como los kiona o en esteras como los baining. Yo cogí la de la esquina más alejada. Daba la impresión de que me iba a faltar medio metro de hamaca, así que le dije a Fen que haría la primera guardia. Él me señaló el lugar donde estaba la pistola, pero yo la dejé en el petate.
    Levanté un poco la tela de corteza y me senté en el umbral, apoyándome en un travesaño. Sobre el río se extendía una niebla rasgada en algunos puntos. A mis espaldas, Nell y Fen intentaban acomodarse en sus hamacas.
    —Es como dormir metido en una bolsita de té —oí que decía él.
    Nell se rio y dijo algo que no oí pero que a él le hizo reír. Era la primera vez que me sentía a solas con ellos y aquello me cayó como un mazazo. Estaban allí, pero eran el uno del otro, volverían a irse y me dejarían solo otra vez.
    En el exterior los sonidos de la jungla sonaban cada vez más fuerte. Los animales croaban, reptaban, chillaban, gemían, gruñían, chapoteaban. Murmuraban, repiqueteaban, zumbaban. Daba la impresión de que todas las criaturas se habían puesto en movimiento. En mis peores noches en Nengai me las había imaginado acercándose lentamente, acechándome.
    Intenté pensar en el futuro inmediato, el día siguiente, y no en el enorme período de tiempo que se extendía peligrosamente tras aquello. Tendría que llevarlos al lago Tam. Otras tres horas río arriba, a siete horas de donde estaba yo. Mis visitas, si los visitaba, tendrían que ser planificadas, y sin duda menos frecuentes. Tendría que quedarme a pasar la noche, alterar su rutina. Me avergonzaba sentirme tan necesitado de estar con dos personas que eran prácticamente extraños, y allí sentado, en la oscuridad, intenté concentrarme en el trabajo, aunque daba la impresión de que aquélla era precisamente la vía más rápida de recuperar mis pensamientos suicidas. No obstante, horas antes había tenido otra conversación con Nell sobre el Wai, y mientras hablábamos se me ocurrió que quizá aquella ceremonia me serviría para contar la historia de los kiona. Tenía cientos de páginas de notas, pero no por ello estaba más cerca de entenderla bien. La ceremonia del Wai se ejecutaba ya con menos frecuencia, no como reconocimiento de un asesinato sino en honor del logro de algún joven: su primera captura pescando, su primer jabalí cazado con lanza, la construcción de su primera canoa... Sin embargo, en los últimos dos años me habían pasado por alto muchas primeras ocasiones, y aunque siempre me prometían que podría asistir a otro Wai muy pronto, no parecía que llegara nunca el momento.
    Cerré los ojos y recordé la ceremonia tal como la había presenciado. Había sido durante mi primer mes allí y yo estaba sentado con las mujeres (en las reuniones multitudinarias solían ponerme con las mujeres, los niños y los enfermos mentales). A mi izquierda estaba Tupani—Kwo, una de las mujeres más ancianas del poblado. Conseguí hacerle unas cuantas preguntas, pero muchas de las respuestas no las entendí. Fue algo caótico. El padre y los tíos del chico homenajeado salieron primero, con camisas sucias hechas jirones y unas cuerdas alrededor del vientre, como las que llevaban las embarazadas. Avanzaron renqueando, como si estuvieran enfermos o moribundos. A continuación aparecieron las mujeres, con tocados de hombre y collares hechos de ornamentos homicidas y grandes calabazas a modo de pene atadas sobre el pubis. Llevaban los estuches de cal de los hombres y metían y sacaban los aplicadores de cal, unos palos con muescas hechos de hueso tallado, para hacer ruido y para mostrar las borlas que colgaban del extremo, cada una en representación de un asesinato anterior. Las mujeres caminaban tiesas y orgullosas, seguramente disfrutando de su papel. El chico y algunos de sus amigos se les acercaron corriendo con grandes bastones en las manos y las mujeres dejaron en el suelo los estuches de cal, cogieron los palos y golpearon a los hombres hasta que éstos salieron corriendo.
    Me arrastré silenciosamente hacia el interior de la casa y cogí mi cuaderno de notas y mi vela de citronela. Fen y Nell eran dos ovillos oscuros colgados en sus hamacas. Volví a mi sitio en la entrada y escribí sobre mi última conversación con Tupani—Kwo. Me sorprendieron mis propias energías. Las ideas me venían rápidas y las atrapaba al vuelo; sólo me detuve una vez para afilar mi lápiz con un cortaplumas. Pensé en la euforia de Nell y casi me reí. Aquella pequeña avalancha de palabras era lo más cerca que había estado de algún tipo de entusiasmo en mi trabajo de campo.
    A mis espaldas oí el crujido de las rígidas fibras de una hamaca. Nell se acercó y se sentó a mi lado, apoyando los pies desnudos en el último peldaño de la escalera. Sí, conservaba los diez dedos de los pies.
    —No puedo dormir si alguien está trabajando —dijo.
    —Ya está —dije yo cerrando el cuaderno.
    —No, por favor, sigue. También es relajante.
    —Esperaba encontrar más palabras. Pero no creo que me vengan.
    Se rio.
    —¿Qué es lo que te divierte tanto?
    —Sigues recordándome cosas —dijo ella.
    —Cuéntame.
    —Es una historia que mi padre suele contar. Yo no recuerdo que ocurriera. Dice que cuando yo tenía tres o cuatro años me dio una gran pataleta y me encerré en el armario de mi madre. Le rompí los vestidos y la emprendí a patadas con sus zapatos, haciendo un ruido terrible. Luego se hizo un largo silencio. «Nellie —dijo mi madre—. ¿Estás bien?» Y según parece yo dije: «He escupido en tus vestidos, he escupido en tus sombreros y estoy esperando a que me venga más saliva para seguir escupiendo».
    Me reí. Me la imaginaba con la cara redonda, congestionada, y una mata de cabello rebelde.
    —Prometo que es la última anécdota de infancia de Nell Stone con la que te aburro.
    —¿Aún diviertes tanto a tus padres?
    Era algo que yo no me imaginaba haciendo nunca más.
    —En absoluto —dijo ella riéndose.
    —¿Por qué no?
    —Escribí un libro sobre la vida sexual de los niños nativos.
    —Eso es más indecoroso aún que escupir en los sombreros de alguien, ¿no?
    —Bastante más indecoroso —dijo ella imitando mi acento.
    Se puso las gafas de Martin que llevaba en la mano.
    —El libro provocó unas reacciones desproporcionadas. Menos mal que hui del país.
    —Lo siento; no lo he leído.
    —Tienes una buena excusa.
    —Debería haber pedido que me lo enviaran.
    —En Inglaterra no ha levantado pasiones —dijo—. Ahora duerme un poco. Me quedo yo de guardia. Oh, mira la luna.
    Era un gajo finísimo, y el resto de la luna, a oscuras, lo envolvía en una suave aura de luz.
    —«Anoche vi la luna nueva, con la luna vieja en brazos» —dijo ella con un marcado acento escocés.
    —«Y mucho me temo, mi querido señor...» —proseguí.
    —«Que desventura traiga acaso.»
    —«Apenas una legua mar adentro» —dije exagerando mi propio acento.
    —«Una legua, que no más.»
    —«A negro viró el cielo y sonoro bramó el viento...»
    —«Y furioso tronó el mar» —dijimos los dos al unísono.
    No aparté la vista de la luna, pero notaba la sonrisa en su voz. Los americanos a veces te sorprenden con las cosas que saben. No tengo muy claro qué dijimos después, si pasó mucho rato o poco antes de que se oyera un chasquido y un golpetazo a nuestras espaldas. Nos pusimos en pie de un brinco. Fen estaba en el suelo, envuelto en su hamaca. Acerqué la vela y Nell se agachó a ver. Fen tenía los ojos cerrados. Ella le abrazó y le preguntó si estaba bien.
    —Este tramo siempre es jodido —dijo él; y luego—: ¡Dale con el zapato, estúpido!
    Se dio media vuelta.
    —Creo que está intentando abrir una botella de cerveza.
    Nos reímos a gusto y lo dejamos en paz. Yo me hice un catre en la esquina bajo mi hamaca con la ropa que tenía. No pensaba llegar a dormir, pero sí lo hice, bastante profundamente, y cuando me desperté ya habían empaquetado y me estaban esperando.


    Casi todos los wokup se congregaron en la playa para despedirse de nosotros. Gritaron, nos vitorearon y los niños se tiraron al agua.
    —Se les dan mucho mejor las despedidas que las bienvenidas, ¿no? —comentó Fen.
    —No esperaban ningún ataque de las tribus del pantano —dije.
    —Seguramente no —comentó Nell.
    Fen me pidió que le dejara llevar la barca, así que aminoré y cambiamos de sitio. La barca osciló un poco. Le dio al gas y salimos. Disparados.
    —¡Fen! —chilló Nell, pero casi se le escapaba la risa; se volvió hacia nosotros y me rozó las espinillas con las rodillas—. No puedo mirar. Avisadme cuando estemos a punto de estrellarnos.
    Ya no llevaba trenzas, y el cabello ondeó hacia donde estaba yo. La fiebre y la melena suelta, de color castaño oscuro con mechones cobrizos y dorados, le daban una falsa imagen de lo más saludable.
    Si los tam no les iban bien, se irían a Australia. Era mi última oportunidad. Y estaba claro que ella no estaba convencida. Pero Teket había ido muchas veces al poblado de los tam a visitar a su prima, y sólo con que la mitad de lo que me había dicho fuera cierto, suponía que les valdría a aquel par de antropólogos tan quisquillosos.
    —Tendría que haberos llevado allí directamente —dije, aunque no tenía claro que quisiera hacerlo en voz alta—. Ha sido egoísta por mi parte.
    Ella sonrió, y le pidió a Fen que procurara no matarnos antes de llegar.
    

    Al cabo de unas horas vi el afluente que debíamos tomar. Fen viró hacia él, haciendo que entrara un poco de agua por la borda de babor. Era un estrecho arroyo de color marrón amarillento. El sol desapareció y sentimos el aire fresco contra el rostro.
    —Hay poca agua —observó Fen.
    —Tienes razón —dije yo, escrutando el agua por si veía el fondo.
    Las lluvias no habían llegado aún. Las orillas en ese punto eran altas, terraplenes de barro y retorcidas raíces blancas. Observé atentamente en busca del canal del que me había hablado Teket. Me había dicho que estaba poco después de la curva. En una embarcación con motor llegaríamos enseguida.
    —Aquí —dije, señalando a la derecha.
    —¿Aquí? ¿Dónde?
    —Aquí mismo.
    Casi nos lo habíamos pasado. La barca derrapó y luego se metió en un minúsculo canal oscuro entre lo que Teket llamaba kopi, unos arbustos que parecían manglares de agua dulce.
    —No lo dirás en serio, Bankson —dijo Fen.
    —Son helechos, ¿no? —observó Nell.
    —¿Esto es un helecho? ¡Que Dios nos ayude!
    El paso apenas tenía la anchura suficiente para una canoa. Las ramas nos rozaban los brazos y, al haber bajado la velocidad, nos vimos rodeados por nubes de insectos.
    —Esto es para perderse —dijo Fen.
    —Tú sigue el curso —ordené yo.
    Teket me había dicho que sólo había un camino.
    —Como si pudiera hacer otra cosa. ¡Joder, qué gordos son aquí los bichos!
    Seguimos por aquel estrecho canal un buen rato. Su confianza en mí iba menguando por minutos. Yo quería decirles todo lo que había oído sobre los tam, pero preferí mantener las expectativas al mínimo.
    —¿Estás seguro de que tienes suficiente gasolina? —preguntó Fen.
    Y justo entonces el paso se ensanchó.
    El lago era enorme, al menos tendría doce millas de ancho, el agua era negro azabache y estaba rodeada de colinas de un verde intenso. Fen puso el motor al ralentí y nos quedamos allí un momento, mecidos por el agua. En el otro extremo había una larga playa y, justo enfrente, a unos veinte metros, un arenal de un blanco brillante. O lo que me pareció un arenal, hasta que se levantó de golpe, se fragmentó y se dispersó en el aire.
    —Pigargos —dije yo—. Pigargos blancos.
    —¡Oh, Dios, Bankson! —exclamó Nell—. Esto es impresionante.







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